Perdiz

Debajo

Vinty parece saber que está volviendo el guardia del carrito mucho antes de que Perdiz lo oiga, porque lo empuja por un callejón entre dos tiendas justo cuando el carrito pasa zumbando. El niño alza la mano, como diciéndole «espera, espera». Cuando el sonido se pierde, prosiguen la marcha.

Perdiz empieza a hacerle preguntas pero Vinty se lleva un dedo a los labios y acelera el paso. Aunque lo intenta un par de veces más —formulando otras cuestiones y acercándose y susurrando—, el niño siempre sacude la cabeza.

Cuando llegan al centro de los ascensores de la Cúpula, se protege la cara, se dirige hacia ellos y pulsa el botón que tiene más cerca.

Unos ascensores suben y otros bajan. Se abren las puertas, pero Vinty no se mueve, a pesar de que van vacíos. El niño vuelve a pulsar el botón.

—Cuando venga el bueno, agáchate.

Por fin se abre un ascensor de los del medio y Vinty le da un codazo a Perdiz.

En el interior se encuentran un hombre alto que respira ruidosamente y una mujer menuda; van cogidos por los codos de tal manera que Perdiz se los imagina fusionados. El hombre tiene las mejillas encendidas y el pecho congestionado, con mucha tos. Salta a la vista que van camino del centro médico que hay en Cero. Vinty empuja a Perdiz para que suba, pero este no quiere: en la Cúpula la posibilidad de contagio es lo más temido de todo, y ese viejo temor lo embarga; además, ¿por qué subirse al único que va ocupado?

Pero Perdiz comprende rápidamente que está todo orquestado. El hombre finge molestarse porque las puertas se abran en ese nivel, se queja a su mujer entre toses, y durante todo ese rato su cuerpo robusto y su abrigo largo van tapando la cámara para impedir que grabe a Vinty y Perdiz, que se agacha y entra justo antes de que se cierre. Están tan apiñados en el interior que huele hasta la loción de afeitado y el talco medicinal del hombre.

Pasan de largo Superior Primera, el hogar de las masas, con grandes bloques de pisos, escuelas, algunas zonas de recreo, tiendas, así como el centro de rehabilitación de pacientes de psiquiatría donde encerraron a Lyda.

Cuando llegan a Cero, el hombre y la mujer caminan a paso lento, parapetando diestramente a los chicos hasta que abandonan la zona de los ascensores. En cuanto doblan a la derecha, hacia el centro médico, ambos salen corriendo hacia la izquierda, rumbo a la academia, que está a un par de manzanas.

Aparte de las escuelas y del centro médico, Cero alberga también granjas y pastos, viviendas de trabajadores del escalafón más bajo, materiales, fábricas de procesado de alimentos, laboratorios médicos y científicos, plantas de producción de fármacos, cuarteles de seguridad, así como el zoológico, la «Jaula de Jaulas». Si estuviese permitido atravesar los sembrados agrícolas hasta el final, se llegaría a la propia pared de la Cúpula, la que comparte con el exterior.

Es época de exámenes, justo antes de las vacaciones de Navidad, por eso la academia está tranquila: ni música después de las siete de la tarde, ni cuchicheos por los pasillos, ni deportes ni partidos. Con todo, sigue pareciendo viva, cargada de recuerdos. Lo más raro es sentir, al recorrer el primer pasillo, cómo vuelve su antiguo yo a través del olor: a cuerpos sudorosos y bulliciosos, a las bolitas de goma que recubren las pistas deportivas, a la cera de los suelos y las barandillas, a antiséptico. Aspira con fuerza el aire.

¿Se siente como en casa?

No, pero forma parte de él: en cierto modo, es su infancia. Entró en la academia a los doce años, antes de la cuenta. Medía lo mismo que Vinty Firth, el niño que lo está llevando ahora por un corredor tras otro. Y entró inocente en aquellos pasillos, como un chiquillo que todavía se contaba a sí mismo el cuento de la esposa cisne por las noches. ¿Y ahora?

Los pasillos están tan solo iluminados por las luces de seguridad. Cuando atraviesan a paso ligero la galería de viejos retratos de directores, ve de refilón al que estaba en el cargo cuando Sedge murió, el que lo llamó a su despacho y le dio la noticia. «Todo va a ir bien, hijo. Sedge no podrá acompañarnos en nuestro viaje al Nuevo Edén, pero ahora está ya en el paraíso de Dios». «El paraíso de Dios»… ¿en contraposición a la reinvención de su padre? Eso fue antes de que Perdiz se enterase de que a este le gustaba jugar a ser Dios.

Le entran ganas de abrir de golpe las puertas de su antigua residencia, correr por el pasillo, saltar para darle a la señal de salida que hay en el techo —una vieja costumbre suya—, asomar la cabeza por el cuarto de Weed y preguntarle a gritos «¿te importa dejarme luego los apuntes?»; y llegar a su habitación para encontrar a Hastings peinándose el pelo mojado ante el espejo, tirarse en la litera e intentar convencer a su compañero para jugar un partidillo en el patio con él aunque acabe de ducharse. No tiene sentido pensar en todo eso: ya no queda nada.

—¿Adónde vamos, Vinty?

—Debajo —responde este, como si aquello debiera decirle algo.

Pasan por delante de los despachos de los profesores, que tienen las persianas echadas. Perdiz ve la del señor Glassings, con su plaquita metálica, y siente un gran alivio: resulta esperanzador saber que su profesor sigue allí.

Vinty deja atrás también los laboratorios de ciencias y prosigue hasta que llegan al salón de actos. El chico abre una puerta que da a los bastidores y sube un pequeño tramo de escalones. Perdiz nunca había estado allí, jamás participó en ninguna función ni formó parte de coros o bandas; tampoco ganó ningún premio. Lyda sí estaba en el coro, y lo cierto es que fue en el concierto de primavera cuando se fijó por primera vez en ella. Aunque había docenas de chicas, a ella se la veía distinta: ladeaba la cabeza al cantar y cerraba los ojos como si sintiese la música como ninguna otra.

Con el telón echado, el espacio parece más cerrado y pequeño. Un hilillo de luz se cuela desde debajo del escenario, por las rendijas de las tablas. Intenta recordar lo que cantó Lyda, una canción bastante antigua sobre querer un trozo del sueño americano. ¿Era feminista? ¿Era la forma de las chicas de reclamar más? Antes nunca se habría cuestionado ese tipo de cosas, pero Lyda seguro que sí, de un modo u otro, ¿no? Sigue sorprendiéndolo que no lo haya acompañado de vuelta a la Cúpula. Ha cambiado mucho desde que está fuera.

—Por aquí —le susurra Vinty.

Perdiz lo sigue por detrás de unos focos y de un telón de cartón que representa una casa de campo.

El niño se agacha y abre una trampilla. Perdiz lo sigue por una escalera que lleva debajo del escenario, al sitio precisamente al que se refirió Vinty con «debajo». De pronto le preocupa que estén tendiéndole una trampa. Le mencionó Glassings a Iralene ¿Lo habrá vendido la chica?

No, no puede ser… Además, Vinty conocía la palabra «Cygnus» y Perdiz ha confiado en él y lo ha seguido hasta allí.

En una esquina de la estancia hay una luz, de ahí el resplandor que se veía por las rendijas de las tablas del escenario. Aunque no tiene mucho sentido, Perdiz tiene miedo de encontrarse allí con su padre, entre cajas, sillas plegables, mesitas, latas de pintura, brochas, velas y una dispar colección de sombreros: los restos de lo que podría haber sido una casa.

Ante él hay dos sillones orejeros; en el que tiene de cara no hay nadie, pero está convencido de que en el otro sí, porque siente la presencia de alguien. Entre ambos sillones hay un barril de madera de pie con una lámpara y un pequeño terrario de cristal lleno de escarabajos, idénticos al que se quitó antes del tobillo.

Perdiz mira hacia atrás.

—¿Vinty?

—No pasa nada —le dice este.

Avanza entonces, con el corazón aporreándole el pecho y se sienta fingiendo calma, como si no estuviese asustado.

Y allí mismo, ante él, tiene a Durand Glassings, el que fuera su profesor de historia mundial.

—¡Señor Glassings! Gracias a Dios que es usted.

El profesor le dedica una gran sonrisa, se inclina hacia delante y le coge de la mano para tirar de él y que vaya a darle un abrazo.

—Caramba, Perdiz, creía que no volvería a verte. —Lo abraza con fuerza—. Siento mucho lo de tu madre y Sedge.

Por extraño que parezca, Perdiz tiene la sensación de haber estado esperando aquel momento sin saberlo. Y entonces se echa a llorar, y desea poder disimular, pero una sacudida le recorre los pulmones. Lleva tanto tiempo esperando que alguien le diga que lo siente…, alguien parecido a un padre. Y comprende entonces que eso es lo representa Glassings para él en ese momento, y que tal vez siempre lo haya sido una figura paterna.

—Ven, siéntate aquí —le dice en voz baja el profesor.

El chico se sienta y se enjuga los ojos.

Glassings también los tiene llorosos, pero sonríe.

—Dios Santo, Perdiz, cómo me alegro de que estés aquí, de verte con mis propios ojos. ¿Cómo es todo ahí fuera? Cuéntame.

Es la primera vez que le preguntan sobre eso, y le sorprende, aunque no debería. La gente de la Cúpula nunca quiere pensar de verdad en los de fuera.

—Está todo polvoriento, oscuro, lleno de hollín, y es muy peligroso, pero, no sé, los miserables no son tal cosa. Hay gente genial ahí fuera que sobrevive, día sí, día no, en circunstancias brutales. —Se queda pensando por un segundo y Glassings espera pacientemente a que prosiga—. Es real —dice por fin—. Y lo real está bien.

—Vaya, has salido de la Cúpula y has vuelto de una pieza —comenta Glassings.

—No del todo. —Se quita la férula del meñique y le muestra a su profesor por dónde se lo cortaron.

—¿Qué te pasó?

—Se podría decir que tuve que pagar a cambio de algo. —Vuelve a ponerse la férula—. Y mi padre, claro, está deseando que me crezca de nuevo.

—Tu padre. —A Glassings se le ensombrece la cara—. Bueno, si alguien puede hacerlo, es él. —Acto seguido le dice a Vinty—: Puedes irte. Gracias por traerlo hasta aquí.

El niño da los primeros pasos por la escalera pero entonces se detiene y le dice a Perdiz:

—Siempre me había preguntado cómo serías en persona.

—¿Quién?, ¿yo?

—¡Claro! ¿Quién si no?

—¿Y soy como te esperabas?

Vinty ladea la cabeza y dice:

—No estaba seguro de que pudieses hacerlo, pero ahora sí.

—¿Hacer qué? —pregunta Perdiz mirando de reojo a su profesor.

Pero el niño ya ha subido las escaleras y está cerrando la trampilla tras él.

—Mi madre me contó algunas cosas antes de morir, como que teníais planeado que yo liderase la rebelión desde dentro. ¿A eso se refería Vinty? ¿A que llevabais todo este tiempo esperando a que diese muestras de que estaba listo? Yo no tenía ni idea.

—¿Y lo estás ahora, Perdiz?

—¿Cómo se supone que puedo liderar desde dentro?

—No será fácil. —Glassings se mira las manos, y Perdiz se da cuenta de que su profesor quiere decirle algo pero no se siente capaz.

—¿Cómo se puede empezar una revolución en la Cúpula? —le pregunta Perdiz con la esperanza de que el otro tenga un plan.

—¿Una revolución? —Glassings menea la cabeza—. ¿Alguna vez me escuchaste en clase, Perdiz?

—No se ofenda, pero se pasaba el día hablando de civilizaciones antiguas, y nada parecía aplicable a mi vida.

—Procuraba prepararte sin desatar ninguna alarma. Escogía cada palabra con cuidado y escribía las clases pensando sobre todo en ti.

—¿Y qué me perdí sobre revoluciones? Cuéntemelo.

—Pues que por lo general las revoluciones las empieza gente que pasa hambre. Está claro que existen también las ideológicas pero, incluso en esos casos el pueblo se levanta porque siente que no puede seguir viviendo así. Tiene que estar desesperado.

—¿Está diciendo que aquí la gente todavía no está desesperada? Creo que ahí se equivoca. —Iralene le parecía una de las personas más desesperadas, aunque con una angustia callada, que había conocido en su vida—. Lo que yo creo es que lo están pero no lo saben.

—Vale, sí, están desesperados, pero hasta tal punto que se aferran a lo poco que tienen.

—Si supiesen la verdad —dice Perdiz pensando en Bradwell; le gustaría que estuviese allí con él—, si pudiesen ver lo que yo he visto ahí fuera, si supiesen todo lo que mi padre le hizo al mundo, se levantarían contra él. Seguro, estoy convencido.

Glassings se recuesta en el sillón. Ahora que se fija, Perdiz ve que no se trata de un sillón orejero, sino más bien de una especie de trono.

—No lo entiendes, ¿verdad?

—¿El qué?

—Todos los adultos de la Cúpula saben la verdad. Lo que enseñamos en la academia no son más que cuentos para antes de dormir. Todos sabemos la verdad, Perdiz, y cargamos con ella.