Estrellas
Pressia remonta a toda prisa la cuesta que conduce hasta las luces del dormitorio colectivo. La noche está tempestuosa. Se sube el cuello, cruza los brazos y esconde el puño de muñeca en la manga, como solía hacer cuando iba al mercado. Siente la quemadura de la mejilla como si acabase de hacérsela. Brigid: medio guapa, medio fea. Cualquiera diría que Willux lo hubiese ordenado; y, en cierto modo, así fue: decretó que todos se quemasen y mutasen. Fue forjado por el fuego… ¿qué quería decir? Y resucitado, volvieron a hacerlo. A los supervivientes no.
Rodea el edificio y se queda mirando las ventanas iluminadas; no quiere fisgar, pero siente la necesidad de encontrar a Wilda. En una se ve a un soldado estudiando unos papeles; otras son de una cocina con gente trajinando entre un vapor tan espeso que no se ve nada por algunos cristales.
Por fin llega a una ventana iluminada con una luz tenue por la que se entrevé una camita y una silla. La puerta, que da al corredor, está abierta y un guardia pasa de un lado a otro, por delante de una enfermera dormida en un sillón. Y ahí está Wilda, acostada. Sigue teniendo la piel igual de lechosa y clara y, a pesar de estar dormida, se nota el temblor de su cuerpo bajo las sábanas.
Pressia se aparta de la ventana y se desliza por la pared hasta el frío suelo. Sabe lo que es el ADN: es la razón de que tenga las pecas de su madre y los ojos negros y almendrados y el pelo brillante de su padre. Los supervivientes están mutados, marcados hasta el mismísimo ADN; por eso los bebés nacidos después de las Detonaciones no son puros. La doble hélice de serpientes y el ADN… ¿cómo estarán relacionados?
Mira al cielo pero las estrellas están ocultas por la ceniza. La constelación de Cygnus tiene que estar por alguna parte. Ojalá pudiese verla. Intenta imaginarse cómo era divisar estrellas todas las noches y no darles mayor importancia. Los marineros nunca las ignoraban, eso sí lo sabe; las utilizaban para navegar. Estrellas en sus constelaciones fijas en el cielo. El abuelo le contó que era típico pedirles deseos, y que las más brillantes solían ser planetas, no estrellas.
—Veinte horas, sesenta y dos minutos, cuarenta y dos grados con cero tres, NQ-cuatro —murmura al aire.
Y entonces se levanta de un salto. Navegación… La gente utilizaba las estrellas para encontrar el camino que buscaban. Las coordenadas 20 h, 62 min, 42° 03‟, NQ4 no solo existen en el cielo, también pueden servir de orientación en la Tierra. La constelación de Cygnus… ¿habrá una cúpula vinculada con dichas coordenadas? Casi no es capaz de asimilarlo, pero Bradwell seguro que lo entiende.
Empieza a andar a toda prisa colina abajo, de vuelta a la cabaña de piedra, pero sus pies no pueden evitar echar a correr. Va tan rápido que se le abre el abrigo y los faldones le vuelan a cada lado como si fuesen alas. Brigid, el cisne, en busca de Cygnus, el cisne. Por un momento tiene la esperanza de poder echar a volar.
Ve el huerto y la luz que sale por las ventanas de la casita.
Conforme se acerca, oye voces al otro lado de la puerta y se pregunta si será una de las grabaciones de Fignan; pero suenan demasiado altas y vigorosas: no es otro que Il Capitano, recalcado por el eco de Helmud.
Abre la puerta y entra para encontrarse a Bradwell junto a la cama, con Fignan bajo el brazo. Il Capitano y su hermano están a su lado dándole la espalda y hablando de algo importante.
Sobre la mesa hay una montaña de arañas robot de la Cúpula, unas enteras y otras desguazadas.
—¿Qué hacéis por aquí? —pregunta Pressia.
—Hemos cogido a uno —le dice Il Capitano.
—¿A un qué?
—Echa un vistazo —le dice Bradwell, que se aparta entonces de delante de la cama.
Pressia se acerca lentamente e Il Capitano le deja paso y le dice:
—Considéralo un regalo.
Pressia ve entonces a un soldado de las Fuerzas Especiales tendido en la cama con la cabeza envuelta en una gasa. Tiene los ojos abiertos pero parece aturdido. Es alto y delgado, más grande que la cama; de hecho, le sobresalen los pies mucho más allá del colchón. Lleva ambos brazos cargados con maquinaria y armas. La mandíbula es tan grande que parece de otra especie, y puede que lo sea. Mira a Pressia y le sonríe.
—Hola —le dice esta.
Al intentar incorporarse, el soldado deja una mancha de sangre en la almohada de Bradwell. Es demasiado esfuerzo, sin embargo, y tiene que volver a recostarse.
—¿Qué le pasa? —murmura Pressia.
—Es Hastings, el colega de Perdiz. Ya está limpio del todo —le explica Il Capitano—, pero para ello hemos tenido que desintervenirlo y quitarle la tictac. Nos ha ayudado una enfermera. Estaba un poco nerviosa pero no ha explotado nada, así que ha valido la pena, ¿no? En fin, aquí lo tenéis. ¡Y ha sido él quien me lo ha pedido! ¡Y ahora es nuestro!
—Nuestro —repite Helmud como si hablase de un recién nacido.
Hastings cierra los ojos y parece adormilarse.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer con él? —pregunta entre susurros Pressia.
—La verdad es que no me importaría tener sus músculos y sus armas de nuestro lado —dice Bradwell—, pero espero que aparte de eso tenga información en esa enorme sesera suya.
Il Capitano se encoge de hombros y comenta:
—Me siento como orgulloso. Es una especie de trofeo o algo así, ¿no os parece? —Cruza los brazos sobre el pecho.
—Has venido sin aliento —le dice Bradwell a Pressia—. ¿Qué ha pasado?
—Se me ha ocurrido una idea estando ahí fuera.
—¿Sobre qué?
—Sobre la fórmula, y dónde puede estar escondida. Es un poco descabellada pero… —Coge una araña y se la coloca en la mano—. Las estrellas se utilizan para la navegación. Veinte horas, sesenta y dos minutos, cuarenta grados con cero tres, NQ-4, podrían ser indicaciones para alguien en la Tierra. ¿Hay alguna cúpula (y no cualquiera, alguna antigua que sea importante, sagrada…) que coincida con las coordenadas de Cygnus?
Bradwell coloca a Fignan sobre la mesa y le pide que les muestre las constelaciones. La caja se ilumina y las estrellas empiezan a titilar en el aire polvoriento.
—No basta con eso —opina Il Capitano.
—¿Y tú qué sabes sobre coordenadas de estrellas? —le pregunta Bradwell.
—Recuerda que me crié entre apocalípticos acérrimos. Joder, mientras el resto de niños se hacían fotos con muñecos gigantes en parques temáticos, a Helmud y a mí nos enseñaban a enterrar armas. Sé seguir rastros, cazar, hacer un fuego, ahuyentar a los depredadores… Sé distinguir lo comestible de lo que puede matarme. Nos preparamos para el fin del mundo volviendo a lo más básico y primitivo. Y los apocalípticos algo saben sobre estrellas.
Il Capitano señala el dibujo del cisne que está mostrando Fignan.
—Cygnus es una constelación importante. También se le llama «Cruz del Norte», y es enorme.
—La constelación ocupa a diario una extensión enorme en el cielo y abarca mucho terreno. Se necesitaría saber las coordenadas de un día concreto a una hora determinada. —Il Capitano se lleva la mano a la espalda, coge el cuchillo de tallar de su hermano y se pone a hurgarse la uña del pulgar—. O tendríais que localizar el punto al milímetro, debajo de una sola estrella, algo que acote el espacio. Sería de gran ayuda hacer una búsqueda sobre cúpulas sagradas.
Fignan muestra un gran abanico de cúpulas y constelaciones por el que va pasando a toda prisa su cono de luz, como si fuese una pila de folios llevada por el viento.
Hastings gime y se revuelve pero no llega a recobrar el sentido.
Pressia se hunde en una silla junto a la mesa, que está cubierta de cables de arañas robot, cojinetes, carcasas metálicas, pinchos y pantallas digitales en blanco.
—¿Por qué has traído todo eso? —le pregunta a Il Capitano.
—¿No te gustaba hacer cosas? He pensado que lo mismo te gustaría meterle mano a otro tipo de chismes.
Pressia piensa en sus prótesis y en los seres que hacía a mano: mariposas, tortugas, orugas…
—¿Qué se te ha ocurrido?
—¿Qué me dices de convertir a estas cabronas en armas, haciendo tus propios diseños?
Pressia mira las caras de las niñas fantasma de las paredes. «Will-ux, Will-ux, Will-ux».
—Tiene que estar en las notas de Willux, lo sé, en todos esos pajarillos, espirales y poemas absurdos. Está en las partes llenas de cosas que no tienen sentido.
Il Capitano se ríe.
—¿Willux pintando pajaritos y escribiendo poemas? ¿El mayor genocida de la historia? Eso no me lo pierdo. ¡Fignan!
—En serio, Capi. No hay tiempo para cachondearnos de Willux.
—No —dice Pressia, que se levanta lentamente. Está intentando recordar el poema: ¿en lo alto, la verdad arriba escrita, un ala, algo «santo»?—. Quiero ver el poema, el poema de amor sobre la voz que le falta y la belleza sagrada.
Fignan busca en la base de datos y muestra la imagen de una libreta. Y ahí esta. Pressia lo lee en voz alta:
—«A diario trepa hasta lo más alto/ y en el cielo con la punta del ala/ roza y acaricia la montaña santa./ Todo esto te diría si la voz no me faltara/ porque en belleza eres igual de sagrada».
—Qué ricura —se mofa Il Capitano.
—Ricura.
—«A diario trepa hasta lo más alto», como las constelaciones —repite Bradwell.
—«La montaña santa». ¡Ese es nuestro sitio! —exclama Pressia.
—¿Y qué es lo que pone ahí debajo? —pregunta Bradwell.
—Es otra versión del verso «Todo esto te diría si la voz no me faltara» que dice: «La verdad está allí arriba escrita». Vuelve a mostrarnos Cygnus —le pide a Fignan.
La libreta desaparece y vuelve la constelación. Pressia mira las puntas de las alas del cisne.
—Esta sobresale, es más puntiaguda que la otra —dice señalando un ala, debajo de la cual hay escrita una «K»—. ¿Cómo se llama esta estrella, Fignan?
La caja empieza a darles una descripción detallada de una estrella conocida como Kappa Cygni, que pasa por el grado 53 de la latitud norte. Ocupa un cinturón de 110 kilómetros de ancho alrededor de la Tierra y pasa por Dublín, Liverpool, Manchester, Leeds, Hamburgo, Minsk y un montón de ciudades rusas, entre otros puntos.
—Comparemos la latitud cincuenta y tres grados con los lugares Patrimonio de la Humanidad —sugiere Bradwell—. A ver qué clases de montañas santas nos aparecen.
Fignan se pone a repasar los datos hasta que muestra un mapa en el que empiezan a surgir enclaves marcados por luces verdes: cuatro en Reino Unido, dos en Alemania, una en Polonia, otra en Irlanda y dos en Bielorrusia.
—¿Diez? Eso son nueve más de lo que necesitamos.
—Fignan, descarta las que no son tan antiguas, incluso las medievales, y busca solo cúpulas, nada de castillos, campos de batalla o ciudades importantes.
Las luces de Alemania se apagan, así como la de Polonia y las dos de Bielorrusia; poco a poco van desapareciendo también las de Reino Unido, hasta que solo queda una: la de Irlanda. Fignan hace zoom hasta un sitio llamado «Newgrange», y todos se acercan a ver. En la foto aparece un montículo recubierto de hierba y rodeado por piedras blancas.
Una cúpula.
Y entonces, al igual que hizo cuando le dieron todos los nombres correctos de los Siete, la caja emite una luz verde brillante de confirmación.
—¿Lo hemos averiguado, Fignan? —le pregunta la chica—. ¿Te programó Walrond para que nos dieses esa luz verde? ¿Significa eso?
Vuelve a despedir la luz verde.
—¡Es eso! ¡Newgrange!
—Pero tenemos un océano entre medias. ¿En qué demonios estaba pensando Walrond?
—A lo mejor creía que no había muchas posibilidades de que lo averiguásemos… —aventura Pressia.
—Necesitaríamos un barco o un avión para llegar hasta allí —apunta Il Capitano.
—Hasta allí —repite Helmud.
Pressia mira todas las caras de las paredes; no pueden haber llegado a un punto muerto. Las caras la fijan con la mirada: están diciéndole que siga adelante, que no se rinda.
—¿Qué podemos hacer? —pregunta—. Tiene que haber algo.
—¿El qué? ¿Construir un avión o un barco capaz de cruzar el Atlántico? —pregunta Bradwell.
Il Capitano se rasca la nuca y suspira. Helmud lo imita.
—Pero existe una aeronave —dice Pressia.
—¿Y eso? —quiere saber Bradwell.
Pressia se queda mirando la cúpula congelada en medio del aire.
—¿Os acordáis del primer Mensaje? Unos días después de las Detonaciones cayeron volando unas hojas de papel del cielo y se oyó el ronroneo lejano de una aeronave. Mi abuelo me contó que vio el casco del avión por el cielo oscuro, tan solo unos segundos. Un casco, y si lo vio, tiene que existir.
—Vale —dice Bradwell—, pero ¿cómo vamos a encontrarlo? ¿Y cómo vamos a apoderarnos de él?
La habitación se sume en el silencio por unos instantes, hasta que se oye una voz profunda como un bombo.
—La cabeza —dice Hastings al tiempo que se incorpora en la cama. Pone sus pesadas botas en el suelo y apoya los codos en las rodillas—. Tengo mapas en la cabeza.