Perdiz

Piano

Cuando Iralene se va, no consigue dormirse. No puede evitar pensar en Lyda; la sola idea de que su padre quiera que le guste Iralene se le antoja una deslealtad. Se pregunta cómo estará. ¿A salvo? ¿Al cuidado de las madres? Oye música de piano, la misma sonata. Iralene le ha dicho que siga la música, esa ha sido su manera de ayudarlo. Le embarga una ilusión repentina: tal vez la chica resulte ser útil. Con todo, siente cierto resquemor porque no quiere deberle nada.

Por la ventana entra el resplandor de la luna. Se levanta de la cama, va renqueando hasta la puerta, con las articulaciones doloridas, y prueba a girar el pomo: está cerrado con llave.

¿Es conciente Iralene de que está encerrado? Rebusca por los cajones de la mesilla de noche, por el baño e incluso por los goznes de la ventana, en busca de cualquier cosa que le sirva para saltar la cerradura. Levanta el faldón de la cama y, en el borde del colchón, ve un plástico redondeado de varios centímetros, un trozo alargado y liso. Se agacha y lo desprende.

De vuelta a la puerta, introduce el plástico por la ranura y gira el pomo. La puerta se abre sin problemas y sin disparar ninguna alarma. Se pregunta si se espera de él que salga del cuarto, si formará parte del plan de alguien.

Se asoma cuidadosamente por el umbral, aguardando cualquier sobresalto y una sensación de cosquilleo, pero no ocurre nada.

Traspasa el umbral. Iralene le ha dicho que le está permitido andar por la casa. ¿Es parte del secreto dentro del secreto dentro del secreto donde vive ahora?

Deja encajada la puerta con el plástico en la ranura para que no se cierre del todo y prosigue por el ancho pasillo, que tiene el suelo de terracota. Va de puntillas hasta el hueco de la escalera y mira hacia la oscuridad que hay por debajo. La música proviene de la planta baja. Conforme desciende descalzo, nota que el tacto de la terracota cambia por una superficie más tosca, parecida al cemento.

Ya a los pies de la escalera, atraviesa una bonita estancia llena de sofás y sillones mullidos, con pinturas de cuadrados y puntos muy coloridos. Sobre la alfombra blanca de pelo hay un perrillo igual de blanco, de esos tamaño bolso; el animal jadea y mira al vacío, indiferente al parecer a la llegada de Perdiz. En su momento se permitió llevar mascotas a la Cúpula, pero la mayoría de esos animales hace tiempo que murieron; ahora solo se permite la cría de perros enanos.

El salón da a una cocina, donde Mimi está sacando del horno una bandeja con magdalenas.

—Tócala otra vez desde el principio, Iralene, haz el favor. Te has equivocado en un bemol que debería ser un sostenido.

La música de piano deja de sonar y Perdiz se vuelve entonces para ver al otro lado de la habitación a Iralene sentada ante un piano, un oscuro ejemplar vertical de caoba. Cuando la chica endereza los hombros, la canción empieza desde el principio una vez más. ¿Por qué le ha dicho que no tocaba el piano?, ¿quería ser modesta?

—Buenos días —le dice Perdiz a Mimi, que todavía no se ha fijado en él. Es de noche aún, ¿no?

Mimi no le responde; está glaseando las magdalenas. Salta a la vista que no le cae bien.

Se va hacia Iralene y entonces, cuando pisa la alfombra de pelo, nota bajo su pie descalzo que tiene el mismo tacto que el cemento.

Aquello no es real.

Alarga la mano para tocar el sofá, pero no hace sino cortar el aire. En el cuarto las imágenes estaban proyectadas sobre cosas reales, pero aquí no hay nada.

—Iralene —dice, y le toca el hombro, pero no hay hombro que valga, ni chica alguna. Quería que siguiese la música para que viese aquello con sus propios ojos.

Pulsa una tecla del piano; se resiste antes de emitir una nota que se mezcla con la canción de la chica. El piano sí es real. Aporrea las teclas con el puño y grita:

—¿Hay alguien aquí?

Mimi saca otra bandeja de magdalenas y dice:

—Tócala otra vez desde el principio, Iralene, haz el favor. Te has equivocado en un bemol que debería ser un sostenido. No es otra bandeja, es la misma. Están atrapados en un bucle corto. ¿Habrá sido su padre quien ha creado ese mundo falso? ¿Lo ha hecho para él? ¿Acaso cree que se va a tragar aquello, que va a reconfortarlo? ¿Esa era la clase de mundo donde su padre se retiraba mientras él iba a la academia? Lo que más le cabrea es lo cutre que es todo. Tal vez solo exista para que su padre pueda pasearse por la habitación y fingir por un momento que forma parte de una familia —ya que, evidentemente, no le basta con Perdiz—, y luego seguir a lo suyo.

—Hogar, dulce hogar —le dice a la nada.

Va hacia una pared, apoya la mano y repasa poco a poco los bordes de la imagen. Las paredes son amarillo pastel y, de tanto en tanto, cuelgan de ellas apliques o cuadros… salvo porque nada de eso existe. ¿Qué hay detrás de todo aquello? Una salida quizá.

Por fin llega a una esquina que no lo es y sigue pasando las manos por la pared hasta que aparece en el envés de la imagen, en un vestíbulo con una luz muy tenue con varias puertas muy pegadas entre sí a cada lado; se oye un extraño zumbido.

Cada una tiene una placa: «Especímenes Uno y Dos», «Especímenes Tres y Cuatro», y así hasta «Especímenes Nueve y Diez». Y luego, en el resto, hay nombres grabados en plaquitas plateadas. Perdiz va leyendo un nombre tras otro, aparentemente todos de mujer.

«Iralene Willux». La placa es nueva, tal vez porque lo es el apellido. Ahora Iralene es su hermanastra, otra Willux. ¿Por qué pondrá ahí su nombre? ¿Qué tendrá en común con los especímenes?

Debajo hay otra placa: «Mimi Willux». También es nueva, recién pulida y resplandeciente, sin rastro de óxido o deterioro.

Esto era lo que Iralene quería que viese: el secreto dentro del secreto dentro del secreto… ¿En cuántas capas de secretos está? No quiere saber lo que hay dentro de aquellos cuartillos.

Llama sin mucha convicción, pero no recibe respuesta.

Vuelve a llamar y dice:

—¿Iralene? Soy yo, Perdiz.

Una vez más no hay respuesta.

Se decide entonces a girar el pomo y abrir la puerta, de donde surge una bocanada de aire helado, el más frío que ha sentido jamás en la Cúpula. Toca la pared con la palma de la mano y tantea en busca de un interruptor, hasta que le da a un botón y las luces se encienden.

Ante él, en un cuarto por lo demás vacío, tiene dos cápsulas de dos metros de alto cada una; están empañadas, con el cristal cubierto por dibujos cristalinos de hielo. Perdiz va hasta una de ellas y restriega el cristal con la mano: una cara congelada e inerte.

Mimi Willux.

«Suspendida», esa es la palabra que ella misma utilizó.

Da un paso vacilante hacia atrás y se apresura hacia la puerta. Atemporal… Claro, ahorra tiempo por medio de la conservación. Pero ¿por qué estará suspendida? ¿Es así como consigue su aspecto juvenil?, ¿gracias a una especie de estado criogénico, a una hipotermia autoinducida?

Iralene. Va a la otra cápsula, alza la mano, reúne valor y aparta la escarcha. Está vacía. Aprieta la mano contra el cristal y se da cuenta de que no hay ningún motor vibrando para mantenerla fría.

¿Dónde está la chica? ¿Cómo son capaces de hacer algo así con una adolescente? ¿O será que no lo es? Perdiz recuerda ahora la manera en que Iralene lo miró cuando él aventuró que no podía tener más de dieciséis años. ¿Serán madre e hija mucho mayores de lo que aparentan?

Sale del cuartito y cierra la puerta de golpe tras él. Por ese vestíbulo no hay salida. Vuelve corriendo sobre sus pasos, resintiéndose aún de la debilidad en las piernas. Cuando ve el borde iluminado del salón y se dispone a entrar, la habitación cruje, despide un fogonazo de luz brillante y al cabo se sume en la penumbra. No es más que un sótano. Va repasando la estancia a toda prisa: no hay puertas ni ventanas, solo un piano encajado en el hueco de la escalera, uno de verdad, con teclas, pedales y todo auténtico. Una versión onírica del que había desguazado en la casa del guarda, donde vio a Lyda por última vez.

Lyda… Cuánto se alegra de que no esté aquí. ¿Qué serían capaces de hacerle?

Sube los escalones de dos en dos. Ya no hay terracota y se encuentra la puerta abierta. ¿No la había cerrado?

Entra al cuarto, que está vacío excepto por unos cuantos muebles austeros: una cama individual, una mesita de noche, una lámpara vieja.

Iralene está asomada a la ventana, abierta pero sin nada más allá, ni mar, ni luz de luna.

En la cama hay una llave metálica: la llave del collar.

—Lo he visto, Iralene. He visto lo que están haciendo.

—No puedes ni imaginártelo —le dice, y al cabo se vuelve y lo mira a los ojos—. No podrías entenderlo.

—¿Quiénes son todos los que hay abajo? ¿Cuántos son?

La chica se queda mirando el batiente de la ventana y pasa una mano por encima.

—No sabría por dónde empezar a explicártelo. Hay tantas cosas que se supone que no debo entender…

Perdiz alarga la mano para tocarla, necesita saber que es real; a la chica le tiemblan los dedos.

—¿Por qué lo haces? —le pregunta a Iralene, que lo mira como si él debiera saber la respuesta.

—Existimos solo cuando se nos necesita. El frío retrasa nuestro deterioro celular. Mi madre y yo podemos mantenernos jóvenes.

—¿Para mi padre?

La chica aparta la mano de él.

—¡Para nuestra propia autoestima! ¡Lo hacemos por nosotras! Ni por tu padre ni por ti. Así nos sentimos bien con lo que somos, por dentro y por fuera. —Tiene la voz tomada y estridente.

—Lo siento, no quería molestarte.

La chica abre entonces el armario, de donde saca una percha con un traje, y después coloca dos zapatos negros relucientes a los pies de Perdiz.

—Vas a tener que ponerte esto. —Le tira el traje y los zapatos contra el pecho y se vuelve. Perdiz empieza a desvestirse aprisa—. He sobrecargado el sistema con mis peticiones: India, China, Marruecos, París, el Nilo. No tardará en arreglarse solo, de modo que tienes que darte prisa.

Se sube la cremallera de los pantalones y se pone la camisa y la chaqueta sin abrochárselas. Se anuda la corbata y le pide unos calcetines.

La chica va al armario y rebusca en el único cajón que tiene.

—No veo ningunos —le dice a punto de echarse a llorar—. ¡Qué descuido, no puedo creerlo!

—No pasa nada, tranquila.

Se abrocha unos cuantos botones y se pone los zapatos. Acto seguido coge la llave, palpa el collar en busca del cerrojo, la mete y la gira.

El collar se abre con un chasquido; se apresura a tirarlo en la cama y se frota el cuello lastimado.

—Puedes ir por el reborde de la ventana hasta la salida de incendios —le explica Iralene, que coge los extremos de la corbata y empieza a hacerle bien el nudo—. Y luego echa a correr.

—Ven conmigo, no tienes por qué quedarte aquí.

—No puedo.

—Claro que sí. Ni siquiera tienes collar.

—No tengo porque saben que nunca me escaparía. —Le ajusta el nudo al cuello.

—Iralene, van a saber que lo arreglaste todo para que el sistema se colapsara, que me has ayudado a escapar.

—He sido sincera cuando he apretado todos esos botones. Es verdad que quiero ir a India, China, Marruecos… —No termina la frase.

—No me fío de mi padre. A saber lo que podría hacerte…

—Vete, Perdiz, tú vete.

—No lo olvidaré, Iralene. —Se sube al alféizar de la ventana y, todavía con las manos en el marco, le dice—: Gracias.

—Es nuestro secreto. Lo compartimos, es nuestro.

—Eso es. —Vete.

Camina por el reborde poniendo un pie detrás del otro. Ya no hay brisa caribeña, el aire ha vuelto a su quietud habitual. Cuando llega hasta las escaleras de incendios, trepa por ellas con sus elegantes zapatos y mira hacia el cemento que tiene por debajo. A continuación alza la vista y ve un edificio lleno de ventanas, todas y cada una de ellas con la luz apagada.