Pressia

Cygnus

Pressia le ha explicado a Bradwell todo lo que ha averiguado —incluida su teoría sobre la muerte de Lev Novikov— y le ha enseñado las frases y los dibujos extraños que se repiten, como las serpientes enroscadas y lo de ser forjado por el fuego y resucitado por las llamas, los pares de números, el poema y hasta la aparición de su segundo nombre, Brigid. Se han repartido el trabajo: ella dedica el día a las obsesiones numéricas de Willux, mientras Bradwell se concentra en las palabras y los patrones. Se turnan a Fignan, que emite sus zumbidos encantado de que le den buen uso, y han quedado en no interrumpirse si no es estrictamente necesario.

Así y todo Pressia está pendiente de cada movimiento de Bradwell. A veces inspira como si fuese a decir algo y ella se vuelve y le pregunta qué pasa, pero él alza la vista y se le queda mirando, los ojos de ambos entrelazados. Pressia se pregunta si se ha quedado en blanco, pero entonces el chico vuelve la mirada a los papeles y dice: «No, nada, estaba intentando encajar las cosas».

Ahora está anocheciendo y Bradwell empieza con su tos, carraspeando como si tuviera difteria, en sonidos broncos, como de foca, que le hacen resollar. Se sienta encorvado en el borde de la cama, y cada tos le rasga los pulmones.

—Vamos a tomar el aire un rato —le dice Pressia.

Fignan emite un pitido.

—Puedes venir si quieres.

Se ponen los abrigos y los pájaros de la espalda de Bradwell remueven las alas. Cuando están saliendo, Pressia señala la cara de la pared que le recuerda a la de su amiga Fandra.

—Yo tenía una amiga que se parecía a esta niña. Se llamaba Fandra.

Bradwell se acerca al dibujo y pregunta:

—¿La hermana de Gorse? Fue de las últimas en… —Empieza a toser de nuevo pero va respirando lenta y profundamente hasta que puede seguir—: Una de las últimas en utilizar el pasaje clandestino antes de que lo clausurásemos.

—Éramos como hermanas, y de repente un día ya no estaba.

Salen al aire libre. Fignan les sigue pegado a sus botas. Cuando encaja la puerta, Pressia le pregunta adónde daba el pasaje.

—Teníamos la esperanza de sacar a la gente de allí, pero los territorios que rodeaban esta zona eran todos letales. Queríamos pensar que había otro lugar al otro lado, donde la gente hubiese sobrevivido, tal vez en paz, quizá viviendo decentemente. Gorse volvió solo después de intentar escapar y nos contó que había perdido a Fandra.

—¿Por qué lo clausurasteis?

Se adentran en el huerto y pasan por debajo de los arcos formados por las ramas que han arraigado en el suelo, por encima de las raíces bulbosas.

—Mandamos a mucha gente y unos cuantos regresaron contando historiales horribles. Muchos desaparecieron sin más y otros murieron. Perdimos la esperanza…, o el valor, o ambas cosas. —Bradwell hace una pausa para recuperar el aliento y se apoya en un árbol—. Conservo la esperanza de que alguno sobreviviese, pero ¿y si murieron todos? Es una idea que no puedo quitarme de la cabeza.

—Si no hubiesen intentado escapar, es probable que hubiesen caído en manos de la ORS y, una vez allí, o se vieron obligados a matar gente en las muerterías, o peor, a ser utilizados como blancos humanos. ¿Qué alternativa tenían? Hiciste lo que pudiste.

—Siento lo de Fandra.

Pressia sacude la cabeza.

—Todavía tengo esperanzas, no puedo evitarlo, es así.

Siguen caminando y pasan por delante de unos cuantos establos caídos y de un invernadero destrozado. Fignan va zumbando y valiéndose de sus brazos para andar por raíces, piedras y trozos de cristal. Bradwell intenta respirar hondo, llevando el aire frío hasta el fondo de sus pulmones.

Pressia ve el dormitorio donde Wilda debe de estar preparándose para acostarse. Se aferra a una de las luces de la ventana: Wilda… Ojalá pudiera contarle que están intentando solucionarlo.

Bradwell se detiene en un punto donde sobrevivió intacto un muro de cemento al que un edificio de la escuela le hizo de escudo. Cuando Pressia se le acerca, ve lo que está mirando: la mancha de sombra de una persona impresa en el muro, de alguien que se agachó a recoger algo antes de evaporarse allí mismo.

—Antes había muchas manchas como esta por toda la ciudad —comenta el chico—. Algunas las convirtieron en pequeñas capillas y todo.

—Mi abuelo siempre iba señalándolas y a mí, de pequeña, me asustaban, me parecían fantasmas sombríos.

—Pero son bonitas.

—Sí, es verdad.

Pressia recuerda lo que le dijo él de ver belleza en todas las cosas menos en sí misma; se mira la cabeza de muñeca, fea, castigada y llena de ceniza. «Tiene razón», piensa.

El viento sopla con fuerza pero amaina rápido. Fignan va entre las botas de Bradwell.

—Creo que Perdiz tenía razón en una cosa —le dice Pressia.

A Bradwell no le gusta nada que le den la razón a Perdiz.

—¿En qué? —pregunta un tanto mohíno.

—El símbolo que tiene Fignan, lo que tú decías que era un copyright, es pi. —Fignan se ilumina al oír su nombre—. Walrond quiso darnos una pista: en los Mejores y Más Brillantes había veintidós personas y, de ellas, Willux escogió a siete. He estado mirando el artículo sobre «pi» y Fignan dice que solía expresarse como tres coma catorce, pero también como veintidós partido por siete. ¿Te acuerdas de cuando Il Capitano y yo contamos el número de palabras de los mensajes de la Cúpula?

—Veintidós más siete son veintinueve, pero podría ser una simple coincidencia —replica Bradwell.

—Merece la pena analizar con detenimiento todas las coincidencias que nos encontremos. La mente de Willux es obsesiva. Pi es un número que nunca se acaba y, lo que es más importante, es necesario para los círculos. Las cúpulas son círculos y él estaba obsesionado con ellas.

—Ajá —dice Bradwell a modo de leve concesión—. Cúpulas. Vale, pongamos que Walrond creó un archivo vacío para la fórmula, como una pista, y que escondió la fórmula en alguna parte. En la grabación dice que tenía que mirar hacia el futuro.

—También lo he estado pensando. Tendría que mirar al futuro para encontrar un sitio donde esconder la fórmula que sobreviviese a las Detonaciones. ¿Y si Willux quiso salvar algunos sitios, sitios que consideraba sagrados? Él estuvo al mando de esa aniquilación planificada, y pudo dejar algunos sitios intactos.

—Walrond dijo que era un romántico. A lo mejor las cúpulas eran su debilidad.

—Exacto.

—Pero había cúpulas en todas partes, en todas las culturas. ¿Cuál era la cúpula más sagrada?

—Supongo que ahí es donde se pierde el rastro. —Alarga la mano y toca la mancha de sombra.

—Willux repetía una serie de números combinados con letras. He probado a introducirla en Fignan pero no arroja ninguna coincidencia.

—¿Cuáles son?

—Veinte coma sesenta y dos, cuarenta y dos coma cero tres, NQ-cuatro.

—Parecen coordenadas.

—No he encontrado un solo sitio en todo el planeta que encaje con ellas.

Bradwell ladea la cabeza y alza la vista al cielo. Tiene el cuello grueso y la camisa es lo bastante ancha para dejar a la vista las clavículas. Ha adelgazado con la enfermedad, se ha quedado más chupado y se le marcan los pómulos.

—A lo mejor no son de este planeta.

—Pues como la fórmula esté escondida en otra parte del universo, vamos listos.

—¡Son coordenadas de estrellas! —Bradwell mira a Fignan y le dice—: Utiliza los números que te dio Pressia y mira a ver si coinciden con algo que esté por encima de nosotros: el universo, las constelaciones, estrellas o planetas.

Fignan emite un zumbido leve y el huevo rojo interior empieza a girar. Pressia no sabe mucho sobre el cielo nocturno; las estrellas llevan tanto tiempo oscurecidas por la ceniza que apenas se ven. El abuelo se las dibujó: Orión, la Osa Mayor, la Vía Láctea… Le contó que existían mitos sobre las estrellas pero poco más. Por fin Fignan muestra un modelo rotatorio del cielo nocturno. Las palabras «ascensión recta: 20 h 62 min; declinación: + 42° 03‟; cuadrante: NQ4; superficie: 804 grados cuadrados» aparecen escritas junto a una constelación que se llama «la Cruz del Norte (Cygnus).»

—¿Cygnus? —Bradwell sacude la cabeza sin dar crédito—. Todos los caminos llevan a la misma palabra.

—¿Qué quieres decir?

—Hoy le he dedicado un tiempo a tu segundo nombre. Al parecer «Brigid» significa «flecha salvaje». Y santa Brígida fue una santa y, antes de eso, una diosa pagana. Está asociada con el fuego y era conocida por su poesía, por curar y por la herrería. Inventó, entre otras cosas, el silbato. Fue quien introdujo el keen, una especie de lamento fúnebre. Su hijo murió. La mitad de su cara era hermosa y la otra mitad fea.

Pressia se queda mirando el suelo. Siente la marca de la quemadura alrededor del ojo como si le ardiese de nuevo y despidiera un calor abrasivo por toda la cara. ¿No está describiendo a Pressia, medio ella, medio lacerada?

—Pero lo más importante, Pressia, es que su símbolo era el cisne.

A Pressia se le mete el viento en los ojos y se coge el colgante del cisne, que le queda entre ambas clavículas. La madre de Pressia era el cisne, no ella. Mira al cielo, que está ventoso y oscuro, con una fina capa de ceniza, y siente una punzada de nostalgia muy aguda, una inesperada oleada de pena mezclada con confusión.

—Seguro que tu madre tenía razones para dártelo a ti —le dice Bradwell en voz baja—. Es un buen legado, tener esa parte de ella.

—Pues no la quiero. ¿De qué le sirvió a ella ser la esposa cisne?, ¿para verse atrapada entre dos hombres poderosos?, ¿para tener que esconderme como un secreto del que se avergonzara? Yo no soy el cisne, y no quiero tener nada que ver con ese legado.

—Perdona, creía que te alegraría.

Pressia señala hacia la luz, la que imagina que es la del cuarto de Wilda.

—Si queremos salvar a Wilda, lo más importante que tenemos que preguntarnos es por qué Willux estaba tan obsesionado con los cisnes. ¿Qué significaban para él? En eso es en lo que tenemos que centrarnos ahora. Tenemos que ser prácticos y simples. —Pone la mano de nuevo en la mancha de sombra—. Has dicho fuego, ¿verdad? A Brigid se la asociaba con el fuego, con una flecha salvaje. Willux dijo que fue forjado por el fuego. ¿Qué quiso decir?

—Ni idea.

—Llegará un momento en que tendremos que aceptar que hay misterios que no podemos resolver.

Piensa en los estúpidos poemas de amor de Willux y en las dichosas serpientes enroscadas que no paraba de pintar. A lo mejor solo eran los típicos garabatos de un joven perturbado y no significaban nada.

—Tal vez podamos obtener respuestas suficientes, las justas. Eso es lo que decía Walrond…, que la caja serviría para desentrañar el siguiente movimiento. Eso es lo único que necesitamos.

—Pues entonces es que no estamos haciendo las preguntas correctas.

—¿Qué te pasa por la cabeza?

—No sé… Es que, a ver, vale, mi segundo nombre significa algo, pero ¿qué pasa con los nombres de Perdiz y de Sedge?

—¿Te sabes sus nombres enteros?

Pressia sacude la cabeza.

—Una vez Ingership llamó a Perdiz por su nombre completo. Sé que el primero es en realidad «Ripkard», pero no me acuerdo del resto.

—¿Y Sedge?

La chica se encoge de hombros.

Bradwell le pide a Fignan que les muestre la biografía completa de Willux y en el acto un cono de luz se ilumina por encima de sus cabezas con un documento.

—Dos hijos —lee Pressia—: Ripkard Crick Willux y Sedge Watson Willux.

—Watson y Crick —dice exaltado Bradwell.

—¿Qué pasa con ellos?

—Son los que descubrieron la estructura del ADN.

—Pero ¿y qué tiene que ver eso con nada? —pregunta desilusionada Pressia.

—Las serpientes.

—¿Qué pasa con las serpientes?

—Dijiste que siempre había dos serpientes enroscadas, ¿verdad?

Pressia asiente.

—El ADN, la hélice doble: es la estructura que tiene el ADN.

Por alguna razón aquello no hace sino enfurecerla.

—Ah, estupendo. Pero ¿de qué nos sirve? Mira, esto para mí es ya personal, Willux se está riendo de nosotros. ¿No le basta con haber matado a mi madre? —Es la primera vez que lo dice en voz alta, y siente que se le saltan las lágrimas y una presión en el pecho. Aprieta la mano contra la pared, se tapa los ojos e intenta no llorar.

—Pressia, no pasa nada por estar enfadada y echarla de menos.

—No quiero hablar de eso.

—Pues yo creo que deberías.

—No. —Vuelve a mirar la mancha de sombra, seguramente de una niña fantasma, que estuvo allí y ya no está.

—Pressia, te lo digo en serio. Te va a comer por dentro. Confía en mí, lo sé por experiencia.

—Tú no hablas de ellos.

—¿De mis padres?

Asiente.

—Estuve mucho tiempo muy enfadado, y todavía lo estoy. Pero ya es distinto, he tenido mi tiempo.

Contempla la mancha de sombra y se agacha para encajar con la silueta.

—¿Qué crees que estaba cogiendo?

—No sé, tal vez algo que había perdido y que encontró en ese momento.

Intenta imaginarse a la niña que se vaporizó en ese sitio, tan rápido que lo único que quedó de ella fue su sombra.

Mira otra vez los dormitorios.

—Quiero ver a Wilda.

—¿Y qué pasa con la posibilidad de contagio?

—Ya sé que no puedo acercarme a ella, pero solo quiero ver si está bien. Es mejor que tú vuelvas con Fignan y consigas más información sobre cisnes, Cygnus y Brigid, todo lo que podamos averiguar.

—¿Seguro que quieres quedarte sola?

—Sí.

—Vale.

Se levanta y se dispone a ir hacia el dormitorio pero se detiene. Hay algo que no puede dejar pasar.

—Cuando estábamos… —¿Cómo expresarlo? ¿«Cuando estábamos tendidos en el suelo, prácticamente desnudos y muriendo el uno en los brazos del otro»?

No tiene que decirlo, Bradwell sabe de qué está hablando.

—Sí, en el bosque.

«En el bosque». Es un alivio tener una frase para eso. «En el bosque». Nada de desnudos, muriendo, tendidos el uno junto al otro, ni piel contra piel.

—Eso, en el bosque. Yo dije «itchy knee, sun, she go» y tú supiste lo que quería decir, sabías a qué me refería. ¿Cómo lo supiste? ¿De qué es eso?

—Mi padre estaba especializado en cultura japonesa. Así fue como dio con las historias sobre las fusiones por las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Sé algo de japonés, igual que tú, o al menos cuando eras pequeña. Ya te dije que tenías que tenerlo dentro.

—¿Estaba hablando japonés? Yo creía que era una canción en inglés.

Recuerda ser muy pequeña, justo después de las Detonaciones, y le vienen todos esos recuerdos que se le han ido despertando: la vaca quemada, el cuerpo convulsionado por la corriente eléctrica, los muertos flotando en el agua. Todavía conservaba su idioma, se aferraba a lo que conocía.

—Estabas contando. Decías «uno, dos, tres, cuatro, cinco».[3] Y fui contando contigo.