Perdiz

Alma

Perdiz se despierta con un sobresalto. Sigue en la cama grande de roble, en algún punto de la Cúpula, aunque ahora por la ventana entra la luz de la luna. No está solo.

Cuando vuelve la cabeza para ver quién lo acompaña, el collar se le clava en la piel. Hay una silueta delgada junto a la cama y va distinguiendo el contorno de una falda, unas piernas pálidas y unos tacones altos.

—¿Mimi? —murmura—. ¿Qué está haciendo aquí, si puede saberse?

¿Lo ha estado observando mientras dormía?

—No soy Mimi —dice una voz suave, casi infantil.

La silueta da un paso hacia la luz de la luna. Se trata de una chica de la edad de Perdiz, o tal vez más joven, y varios centímetros más baja que él. Tiene una fruta en la mano, roja como una manzana pero del tamaño de un melón de los pequeños. Es guapa y se parece un poco a Mimi, salvo porque tiene los rasgos más suaves y unos labios más gruesos. La piel parece muy fina, tan frágil que Perdiz acierta a ver una vena azul que surca su sien. Está nerviosa, asustada incluso.

—Me llamo Iralene.

La hija de Mimi, la pianista.

—¿Eso es para mí? —Señala la fruta.

—Más o menos.

—Es plena noche, ¿no? ¿O la luna también es falsa?

—Creo que es de noche.

—¿Qué haces aquí?

Se pone más recta y le responde con una pose estudiada:

—Me han dicho que no estás del todo contento aquí y he pensado que podía ponerle remedio. Puedes estar donde quieras mientras te recuperas, Perdiz. En cualquier parte del mundo.

—Ah, pues muy bien, Iralene. Muchas gracias —le dice con sarcasmo.

—A lo mejor no lo has entendido: ¡en cualquier parte del mundo!

—Sí, lo pillo. Ya he visto al viejo de la playa que ha saludado a tu madre y he quedado muy impresionado, ¿te vale? Puedes decirle a mi padre que es un truco de magia estupendo, muy buen material.

Iralene parece al borde de un ataque de pánico.

—No puedo decirle eso a tu padre.

—Cuando era pequeño, compramos un antideslizante industrial para la alfombra y en el anuncio ponía que podía rebotar un huevo contra la alfombra. Mi padre lo probó y el huevo rebotó. Solo tienes que decirle que esto es mejor todavía. ¿Vale? Mejor que hacer rebotar un huevo.

—Yo no sé nada de huevos que rebotan —le dice Iralene llorosa.

—¿Y qué tal anda el viejo?

La chica aparta la vista nerviosa y mira alrededor, como esperando que aparezca el mismísimo Willux.

—No está bien. Ha tenido un repunte en su enfermedad. ¡Pero seguro que ya mismo se pone bien! —Hace una pausa, como calibrando si añadir algo más, mientras Perdiz deja que la incomodidad del silencio se prolongue con la esperanza de que se vea obligada a romperlo. Así lo hace—: Tiene la piel reseca y la voz… —Se detiene, como si el solo recuerdo de la voz de Willux le diera escalofríos—. Se le ha curvado una mano hacia dentro. —Imita el gesto con la mano, curvándola hasta que parece contrahecha, y se la lleva hacia la clavícula—. Y se le están poniendo azules algunas yemas.

—¿Azules?

—¡Tiene unos médicos estupendos! Con un equipo de investigadores de primera. Ya verás como ya mismo solucionan todos sus problemas médicos.

—¿Qué quiere de mí, eh?

La chica le tiende la fruta para que la vea. No es ni una manzana ni un melón, sino una especie de ordenador muy brillante, rojo y de un plástico duro como de cera.

—¡Puedes estar en cualquier parte del mundo mientras te recuperas! —repite—. Solo tengo que reprogramar el cuarto y nos iremos juntos. —La fascinación con la que habla resulta de lo más forzada.

—¿Se trata de un juego?

—¿Quieres jugar a algo?

—Para ya.

—¿Que pare el qué?

Enciende una lámpara que hay en la mesita de noche.

Iralene se pasa la mano por el pelo y se lo alisa, nerviosa. Se ve a la legua que está aterrada.

—¿Qué pasa? ¿Por qué tienes tanto miedo?

—Yo no tengo miedo —replica, y acto seguido frunce los labios y lo mira coqueteando—. ¿No serás tú quien tiene miedo, Perdiz?

—¿Te ha mandado mi padre para que me vuelvas loco?

—¿Que te vuelva loco? Yo estoy bastante cuerda, eso te lo puedo asegurar.

—Es un tanto inquietante que me digas que estás cuerda, ¿lo sabías?

—No quería molestarte, lo único que quiero es gustarte. ¿Te gusto? ¿A que soy encantadora?

—Eres mi hermanastra. ¿Es que no te lo ha explicado mi padre? Nuestros padres se han casado.

—Ya, pero no hay una relación consanguínea, ¡para nosotros no cuenta!

—¿De qué nosotros hablas? —le pregunta Perdiz—. Ni hay ni habrá nunca un «nosotros».

—¡No digas eso! Me han retenido para ti. Me pararon y me retuvieron. ¡He estado suspendida! Llevo mucho tiempo esperándote.

—¿Qué quieres decir con eso de «suspendida»?

—Ya lo sabes, mi madre me ha contado todo lo que habéis hablado. —Vuelve a tenderle el pequeño ordenador rojo y le repite, con más insistencia aún—: ¡Puedes estar en cualquier parte del mundo mientras te recuperas! ¡En cualquier parte del mundo!

—Vale —consiente Perdiz. Tiene que averiguar cómo funciona aquella casa si quiere poder escapar; tal vez pueda ganarse la confianza de Iralene y sacarle información, algo más sobre su padre o aquella cárcel tan encantadora—: Tú eliges.

—¡Sí! —La chica se emociona y dice—: ¡Londres!

Acto seguido pulsa una pantalla que hay en un lateral del ordenador e introduce la información en la pantalla, antes de mirar a Perdiz y sonreírle para asegurarse de que también él está disfrutando. Aunque no es así, el chico enarca las cejas para seguirle la corriente. Iralene es frágil. Si no aparenta la suficiente emoción, quién sabe lo que podría pasar… Se derrumbaría.

La chica coloca el orbe en el suelo y entonces toda la habitación se transforma, con un efecto de lo más fantasmagórico. Aparece una bandeja de té con tazas y platillos muy delicados, mientras por las paredes empiezan a colgar retratos de reyes y reinas. La ventana está adornada con cortinas de encaje recogidas a ambos lados para dejar a la vista un paisaje con una noria gigante, un puente y una catedral. Iralene va hacia la ventana y dice:

—El London Eye, y el puente de Westminster. Y la abadía, que está al lado. Me encanta Londres.

La manta es ahora amarillo oscuro, a juego con las cortinas. Perdiz la toca pero el color es una proyección, la manta tiene el mismo tacto que antes.

—Podrías llevarme a dar un paseo con la correa, como a un bulldog británico.

—¿Qué?

—Nada, era una broma, por lo del collar este.

—Ah. Qué gracia. ¡Qué gracioso! —No se ríe.

—¿Hasta dónde puedo ir con esto?

—Por todo el piso. Tiene dos plantas y es muy, muy largo. Aunque creo que prefieren que estés encerrado aquí por tu propia…

—Seguridad. Ya, sí, lo pillo. —Se pasa un dedo por el collar para separárselo un poco de la piel—. ¿Tiene llave?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Solo era una pregunta.

—Vamos a hablar de otra cosa.

—Vale. Voy a preguntarte algo. —Perdiz tiene que encontrar a Glassings; estaba en la lista que le enseñó su madre en el búnker, la de la gente que esperaba que volviese el cisne… «Cygnus», la palabra que susurró cuando le contó todo aquello—. ¿Cuánta gente sabe que estoy aquí?

—Yo sé que estás aquí.

—Eso ya lo sé, y los técnicos que casi me matan, y tu madre y mi padre. Pero ¿el público en general? ¿Lo sabe alguien ahí fuera?

—¿Acaso sabían que te habías ido?

Es una posibilidad que no se le había ocurrido. Su padre envió millares de arañas robot para atrapar rehenes hasta que lo entregasen; dentro de la Cúpula, sin embargo, habrá querido mantener en secreto su huida, que le habría supuesto un gran bochorno.

—Alguna gente ha tenido que darse cuenta.

—Siempre hay algún que otro rumor, y siempre hay secretos. Y secretos dentro de secretos. Nos protegen y la verdad puede manipularse. Pero vivimos dentro de un secreto dentro de un secreto dentro de otro. Por eso podemos hacer que ocurra cualquier cosa, Perdiz. Cualquiera.

—¿Te gusta vivir dentro de un secreto dentro de otro dentro de otro?

—Puede ser muy solitario. Por eso me alegro de que estés aquí. —Lo mira, le sonríe y, por primera vez, él siente que la chica habla con sinceridad. Esta se vuelve y da un toquecito en la ventana—. Va a llover, y las gotas de lluvia salpicarán el cristal.

Pone los pies en el suelo e Iralene lo sujeta por el codo.

—Puedo solo —le dice Perdiz, que se acerca a un cuadro, aunque la cabeza le pesa y se siente mareado. Lo toca pero, en lugar de trazos gruesos de óleos, solo palpa una pared lisa.

—No está tan logrado como lo del Caribe. A mi madre le encanta este. No está mal, ¿no?

—Nada mal.

—¿Sabes cuánta gente de la Cúpula sabe que existen este tipo de habitaciones? ¿Sabes cuánta gente ha visto una gota de lluvia en un cristal desde que…? —No menciona las Detonaciones.

—¿Cuánta?

Parece que no se esperaba la pregunta.

—Pues pocos, muy pocos. Quizá solo un puñado. Y tú formas parte de ese puñado, Perdiz. Nosotros dos.

—Ya, pero ¿qué aspecto tiene en la actualidad Londres?

—¿Quién iba a querer saberlo?

—Pues yo.

—Venga, vamos… —La chica se ríe.

—Sí, sí que querría. De hecho, si dices que puedes proyectar cualquier parte del mundo en estas cuatro paredes, quiero que me muestres el mundo que hay al otro lado de la Cúpula, pero no en el pasado: ahora. Con sus terrones, sus alimañas y sus miserables. Vamos a verlo. —Piensa en Lyda allí fuera, en alguna parte.

—Eso no lo tenemos. —Coge el orbe y apaga Londres. La habitación vuelve a la playa y, con ella, la brisa y el ventilador de techo.

—Dijiste cualquier parte del mundo.

—Pero me refería a la versión conservada. —Deja el orbe en la mesilla de noche.

—Pues yo quiero la de ahora. Cualquier parte del mundo pero del actual.

—Deja de decir eso. —La chica abraza la parte superior de los brazos.

—Dile a mi padre que eso es lo que quiero.

—No puedo.

—Sí que puedes.

—No, significaría que he fracasado. No puedo decirle eso.

—Pues dile que a su hijo le gustaría encontrarse con él en el mundo real.

—Tú me odias. ¿Por qué me odias?

—No te odio.

—Sí, sí que me odias. Y ahora no valgo para nada. He desperdiciado mi vida y todo para que me odies.

—Iralene —le susurra Perdiz. La chica se está apretando con tanta fuerza los brazos que se le han puesto rojos. La coge de la mejilla y le dice—: Para, vas a hacerte daño.

—Soy muy vieja, Perdiz. Soy muy vieja para encontrar pareja.

—¿Muy vieja? Pero si tienes, ¿cuántos? ¿Dieciséis?

Sonríe como si le hubiese hecho un gran cumplido.

—Exacto. Dieciséis.

—Puedo ayudarte si tú me ayudas, Iralene.

—¿Me necesitas?

—Sí.

—¿Cómo?

—Tengo que salir de aquí.

—Pero aquí es fuera de aquí. Puedes quedarte aquí y vivir en cualquier parte del mundo. No hay nada mejor. Mamá y yo…

Perdiz se acerca a ella, le aparta el pelo de la oreja y le susurra:

—Iralene, escúchame. Tengo que conseguir llegar a Durand Glassings. He de salir de aquí, pero no porque sea mejor, sino porque es más real. ¿Crees que podrás ayudarme?

Están muy pegados el uno al otro. La chica repasa el cuarto con la vista.

—No le digas a nadie que te lo he pedido, Iralene —sigue susurrándole—, ¿vale? Será nuestro secreto.

La chica le responde también al oído:

—No se lo diré a un alma, ni a un alma. A nadie. No diré una palabra, Perdiz. Ni una palabra, ni un aliento, ni un alma. ¿Y tú me ayudarás a mí?

—A lo que sea, Iralene. Dime qué es lo que quieres.

Lo mira, aturdida, como si nunca se hubiese hecho esa pregunta. Abre la boca pero no tiene nada que decir, de modo que vuelve a cerrarla.

—Iralene… No toco el piano, Perdiz —le confiesa con las mejillas encendidas.

—No pasa nada.

—Pero tienes que seguir la música —susurra. Se trata de un regalo, le ha hecho una ofrenda muy especial—. Ahora estás en deuda conmigo.

Aquello lo inquieta. ¿Le costará muy caro ese regalo?

—Nos ayudaremos el uno al otro.

—Es nuestro secreto —susurra Iralene—. El nuestro.