Puntos
La mayoría de operaciones son mucho más complejas que lo de Helmud quitándole la araña de la pierna con una navaja. Il Capitano tuvo suerte de que se le clavase en la parte carnosa de la pantorrilla y no le llegase al hueso y se lo astillara; por no hablar de la suerte de que solo se le agarrase una: el récord va ya por las trece en un mismo cuerpo. Llevan apenas un mes y todavía quedan cientos de pacientes.
Mediante el estudio y la reproducción de las balas sedantes de Fignan y la información que Il Capitano ha recabado durante años sobre distintas plantas que ha ido encontrando en el bosque (y que probó con reclutas), ha creado varias formas de anestesiar —más o menos— a los pacientes antes de operarlos.
Helmud inyecta el suero en la corriente sanguínea de los pacientes y asiste en la operación, pasándole a su hermano lo que le va pidiendo: alcohol, algodón, pinzas, escalpelo, agujas, finos trozos de cable limpio para coser los agujeros, etc. Por primera vez en la vida trabajan como un solo hombre con cuatro manos. Mientras, otro soldado va desinfectando el instrumental con alcohol y ayuda en caso de que el paciente recupere la consciencia en mitad del proceso, momento en que tienen que sujetarlo entre todos hasta que logran ponerle otra inyección.
A Helmud le fascinan las operaciones y a veces se inclina tanto sobre el hombro de su hermano para ver mejor que este tiene que decirle que se eche hacia atrás.
—Deja de echarme el aliento encima.
—Deja de echarme —responde Helmud.
El olor a óxido de la sangre es tan penetrante que Il Capitano siente náuseas y se apresura a terminar con el paciente.
—Tengo que ir a ver si han desaparecido más niños —le dice al soldado.
Desde lo de Wilda, han desaparecido y regresado otros doce críos, y se rumorea que a primera hora de la mañana han encontrado a otro en una chabola abandonada en la linde de los escombrales.
Cuando salen del hospital de campaña, Helmud se estremece por el aire fresco. Il Capitano se pone el rifle por delante, pegado al pecho, y se dirige hacia el mercado, donde se encuentra el bullicio habitual, los empujones, los vendedores ambulantes que jalean su género, la carne, las extrañas verduras… ¿Serán comestibles? Puede que sí o puede que no. Pasa por delante de varias fogatas en bidones con gente apiñada alrededor, calentándose las manos. Todos se le quedan mirando cuando pasa y algunos inclinan la cabeza a modo de reverencia.
Las Fuerzas Especiales no han vuelto a la ciudad: tal vez no vean la necesidad ahora que Perdiz ha regresado a la Cúpula. Eso sí, ha visto a unos cuantos soldados por el bosque, y siempre tiene la esperanza de encontrarse de nuevo con Hastings. Perdiz le dijo que era de fiar. Il Capitano ha pensado incluso en intentar tenderle una trampa. Pero ¿cómo arreglárselas para cazar a un soldado de las Fuerzas Especiales? No los atraparía ni con una trampa para osos.
Il Capitano se cruza con un chiquillo que está repartiendo unas octavillas que rezan: ¿TU ALMA ES DIGNA DE SER PURIFICADA? PREPÁRATE.
—¿Qué es esto? —le pregunta Il Capitano.
El chico tiene parte de la cara entablillada con una lámina de metal.
—La Cúpula es omnibenévola y omnisapiente.
—No, la Cúpula se ha dedicado a volar gente por los aires. ¿O es que no te has enterado de eso?
El niño se encoge de hombros y sigue repartiendo octavillas a la gente que pasa.
—¿Qué es lo que quieres?, ¿quedarte mudo y poder decir solo las palabras que te programen en el cerebro? ¿Una oportunidad de que te pongan guapo con la purificación para que luego te corroa por dentro?
—¡La pureza tiene un precio! ¡Son mártires a los ojos de nuestros guardianes!
—Se ve que te han lavado bien el cerebro…
El niño lo mira con cara resplandeciente de ilusión.
—Ahora ya no son solo niños, hasta tú podrías tener una oportunidad.
—¿A qué te refieres con que ya no son solo niños?
—Madre e hija, padre e hijo. Siempre de la misma familia. Ya van tres parejas por ahora. Y a todos se los llevaron a plena luz del día.
—¿De día?
—Encendemos las piras y rezamos con la esperanza de que nos escojan.
—¿Me tomas el pelo? ¿Os ponéis en fila y dejáis que os lleven las Fuerzas Especiales?, ¿así sin más? Pero ¿qué mierda…?
—¡Mierda!
Il Capitano le quita las octavillas al niño.
—¿De dónde has sacado esto?
—La Cúpula tenía un hijo que vino a la Tierra y que era nuestro salvador. Cuando quiso que se lo devolviesen, nos hicieron rehenes, pero en cuanto regresó a la Cúpula (donde está al lado de su padre verdadero), se apiadaron de nosotros y nos liberaron.
—Vale, vale, lo pillo. Muy bíblico todo. —Il Capitano tiene suficiente formación religiosa como para captar las referencias—. Así que ¿no tenían bastante con niños que han tenido que coger familias enteras? ¿Han devuelto ya a alguna?
—Solo una. Las otras siguen en el paraíso. —Al muchacho le brillan los ojos.
—¿Y qué tal esa pareja? ¿También los han programado para soltar propaganda cupulista?
—Están muertos, eran indignos. Estamos escribiendo un nuevo Evangelio, expandiendo la Palabra. Tendremos profetas nuevos.
—Yo me alegro. ¿Dónde están los cuerpos?
—En la pira. Los sacrificamos y subieron al cielo con el viento de cenizas.
—¿Cómo murieron?
—Los encontramos así una mañana junto a la pira. Eran perfectos, como Dios habría querido. Salvo por un anillo de cicatrices en la cabeza, como una corona de espinas.
—¿Qué tipo de cicatrices?
—Ordenadas, muy bien cosidas. ¿Sabías que Dios le hizo ropa a Adán y Eva en el Edén? Dios es sastre.
—Ah, claro, y el Dios sastre vive en la Cúpula, ¿no? Claro, ¡eso tiene todo el sentido del mundo!
—¡El sentido del mundo! —apostilla Helmud.
—¿Dónde están Margit y su amiga ciega? ¿Siguen vivas? —lo interroga Il Capitano.
El chico asiente.
—¿Sigue teniendo una araña en la mano?
—Sí, es un regalo de Dios.
—Pues dile de mi parte que es un regalo de Dios que se le va a infectar.
Il Capitano se aleja entonces, abriéndose camino entre la muchedumbre, pero el chico le grita:
—¡Cuando vengan a por mí estaré preparado! ¡Soy puro por dentro! ¿Y tú? Esa es la cuestión: ¿y tú?
Il Capitano se apresura a volver al hospital de campaña. Después de apartar el batiente de la puerta, lo cierra tras él.
—Ya está bien por hoy. Manda al resto a casa.
El soldado está limpiando.
Il Capitano coge la bolsa con las ampollas del sedante.
—Vamos a recoger. —Se fija entonces en la montaña de arañas robot muertas, algunas enteras y otras por partes. Coge una y calibra su peso y su densidad en la mano, como una granada—. Recoged todo esto y metedlo en bolsas —le ordena a un soldado.
Este se levanta y pregunta:
—¿Para qué, señor?
—Metal y explosivos. Podrían ser un buen regalo.