Calor
Perdiz se despierta en un ambiente cálido y seco. Al abrir los ojos ve un dosel blanco que se infla con una ligera brisa. Por una ventana entra la luz del sol en picado. Levanta una mano, que se le antoja pesadísima y como amoratada hasta la médula, y la pone en el recuadro de sol.
Siente calor. ¿Será posible? ¿Dónde está?
Huele a que están cocinando comida grasienta, algo frito, como beicon. Lleva sin olerlo desde que era pequeño, pero hay cosas que se te quedan para toda la vida, se dice, y el beicon es una de ellas.
El dosel está unido a una gran cama de roble y él está en medio del todo. Levanta la cabeza, que empieza a palpitarle con fuerza, y se incorpora como puede sobre los codos, como si se moviese en el agua. Una puerta al otro lado de la habitación da a un baño con azulejos azul claro.
Al lado tiene una almohada bien mullida. Le da un puñetazo suave y el puño se le hunde entre las plumas. ¿Una almohada de plumas? Es demasiado real para ser un sueño.
Se pregunta si estará en alguna versión del cielo. Si es así, ¿irá Lyda a encontrarse allí con él? Esto podría ser su cuarto, con un armario alto, una mesita de noche, una lámpara y una cama de verdad. Del techo cuelga un ventilador con aspas de mimbre que remueve el aire lentamente.
Mira por la ventana, que está abierta y no tiene cortinas, aunque en cualquier caso en la Cúpula son puro adorno porque en realidad nunca se abren: hace la misma temperatura fuera que dentro, salvo en invierno, cuando bajan diez grados la exterior para simular un cambio de estación.
Fuera se ve un mar de un azul cristalino, con pequeñas olas que rompen contra la arena dorada. No hay nadie, solo un viejo con un detector de metales. Recuerda a ancianos rastreando por la playa cuando era pequeño; llevaban calcetines negros y gruesos zapatos de goma, justo como aquel. La playa semeja un anuncio de vacaciones en el Caribe.
Pero ahí está su férula de fibra de cristal en el dedo. Se la quita y descubre un muñón, regenerado ya en sus tres cuartas partes y cubierto por su propia piel.
Está en la Cúpula.
Algo le roza la piel sensible de debajo de la barbilla y, cuando se lleva la mano al cuello, nota un extraño collar alrededor de la garganta. Es de un metal fino ligeramente flexible y tiene una cajita que emite una vibración eléctrica. Al palparla, siente un hueco: ¿será una cerradura?
Está preso.
Llaman a la puerta y, por un segundo, se pregunta si será Lyda. Cualquier cosa podría pasar.
—Pasa.
La puerta, que al igual que la cama es de diseño barroco, se abre y aparece por ella una mujer con falda rosa, blusa blanca y collar de perlas. Perdiz se acuerda de las madres de fuera y de sus collares de perlas engarzados a la piel a modo de tumores carnosos.
La mujer deja una bandeja con comida en la mesita de noche: hay beicon, huevos, un vaso grande de zumo de naranja cubierto de pulpa y una tostada untada con mantequilla y miel, por lo que parece. A pesar de que está hambriento, siente el estómago un tanto revuelto.
La mujer se inclina sobre él con mucha familiaridad y le pone una mano fría en la frente.
—Perdiz, ¡tienes mucho mejor aspecto! —Le sonríe como si lo hubiese echado de menos y él por fin hubiese vuelto.
Algo en su cara le resulta familiar. ¿La habrá visto en alguno de los mítines a los que lo obligaban a ir de pequeño, cuando su padre solía hacer más apariciones públicas?
—Sí. —Cuando traga saliva le duele la garganta—. ¿De qué nos conocemos?
—Sabía que me reconocerías. Él decía que no, pero yo le dije: «¡Ya lo veremos!». —Ladea la cabeza—. Nos conocemos desde hace mucho pero nunca nos han presentado formalmente. Me llamo Mimi. Te he estado cuidando. —Se sienta en el borde de la cama—. Y mi hija también ha estado echando una mano. Está abajo, practicando con el piano.
Perdiz no tiene ni idea de lo que está contándole la tal Mimi. Ha dicho muchas cosas pero, en cierto modo, cada vez comprende menos.
—¿Dónde estoy?
Mimi le sonríe y le pregunta:
—¿Dónde te gustaría estar?
Perdiz se frota los ojos, cansado.
—Quiero saber dónde estoy.
Mimi da unos pasitos hacia la puerta, contoneando las manos por encima de la cabeza y con la falda bamboleándole por debajo de las pantorrillas.
—Es una sonata de Beethoven. ¿La oyes? —El chico escucha una melodía clásica—. Lleva años dando clases. Aunque no tiene un oído extraordinario, es una perfeccionista, y eso casi lo compensa todo, ¿no te parece?
Como no está seguro de si es así o no, no responde.
—¿Dónde está mi padre?
—Trabajando. No para, se pasa horas y horas trabajando.
—¿De qué lo conoce?
—Lo conozco desde hace años, Perdiz. Madre mía, pero si prácticamente te he visto crecer, aunque desde la distancia, claro. Mi hija y yo hemos estado en los márgenes de tu vida, por así decirlo, ya sabes a lo que me refiero.
Pues no, no tiene ni idea de a qué se refiere. Necesita centrarse, encontrar a Arvin Weed y a Glassings, ambos en la lista de su madre de personas en las que podía confiar.
—¿No lo has notado nunca? ¿Un par de ojos maternos velando por ti? Le rogué que me dejase entrar en tu vida. Le rogué y le rogué, pero alegaba que resultaría demasiado traumático. ¡Pero aquí estás ahora! —Mimi lleva sus pasos diminutos hasta el borde de la cama, donde se arrodilla. Agarra la colcha y da la impresión de que va a echarse a llorar.
Con un gran esfuerzo se incorpora y apoya la espalda en el cabecero. Al principio ve doble la cara de la mujer, pero luego entorna los ojos, enfoca y ve un rostro hermoso, algo anguloso y curiosamente atemporal. Aparenta diez años menos que sus padres pero al mismo tiempo da la impresión de ser mayor. ¿Serán los gestos?, ¿la forma de hablar? No tiene arrugas, ni siquiera ahora que le sonríe expectante; tiene la cara como tirante.
Comprende ahora que Mimi ha adoptado cierta intimidad con él porque la tiene con su padre. Se ha visto obligada a vivir con su hija en los márgenes. Ha sido un par de ojos maternales suplementario… ¿durante años?
—¿Es usted…? —No sabe cómo expresarlo—. ¿Es la… amante de mi padre? —¿Era esa la palabra que buscaba?
—Soy su esposa —dice Mimi resplandeciente.
—¿Cómo?
—Técnicamente acabamos de casarnos, pero llevamos todos estos años juntos. Él me quiere, yo lo quiero. Espero que seas capaz de aceptarlo.
Perdiz se siente desfallecer.
—Mata a mi madre ¿y luego se da media vuelta y vuelve a casarse? —Retira de una patada las mantas y las sábanas y siente que le arden los músculos de la pierna. Se impulsa hasta el otro lado de la cama y deja caer las piernas al suelo—. ¿Era una ventaja más de explotarle la cabeza?, ¿ser un hombre libre?
—Él no es ningún asesino —replica Mimi con voz calma—, estás confundiendo las cosas.
—¡Me ha mandado torturar! ¿Sabía eso? Tengo suerte de seguir con vida. —Todavía se siente bastante cerca de la muerte, como si se le hubiese metido dentro del cuerpo.
—Podrías tener un padre que no se preocupase lo más mínimo por ti, que te hubiese abandonado, como le pasó a mi hija. Ellery nos acogió cuando nadie más lo habría hecho. Nos salvó la vida a las dos.
—Mimi no para de sonreír, con un gesto medio fatigado pero que denota también una paciencia solemne.
—Lo que tengo es un padre que es un asesino de masas. —Se tira del collar, que le aprieta en el cuello.
La mujer sacude la cabeza y saca la lengua. ¿Está burlándose de él? ¿De veras cree que es su madre? Le dan ganas de abofetearla.
—Has pasado demasiado tiempo ahí fuera. Esperábamos que hubieses visto la luz. —Se levanta y se alisa la falda—. No le diré a tu padre lo que has dicho; lo único que conseguiríamos sería que se enfadase y meterte a ti en más problemas. —La mujer va hacia la ventana.
Resulta odiosa, pero Perdiz es consciente de que, independientemente de lo que sea lo que Mimi tenga roto y torcido en su interior, la culpa la tiene su padre.
La mujer se queda mirando por la ventana, y justo entonces vuelve a aparecer el viejo de la playa, en la misma dirección que antes, pasando el detector de metales a un lado y a otro.
—Mira —dice, y a continuación se apoya en la ventana y grita—: ¡Hola! ¿Cómo va esta mañana?
El viejo se detiene, se quita la gorrilla y la saluda con ella.
—Antes se empeñaba en ignorarme, pero le dije a tu padre lo mucho que nos entristecía a las dos, a Iralene y a mí, y tu padre lo arregló todo. Bastó mencionárselo para que al cabo de unos días el viejo estúpido nos saludara. En realidad lo odio, pero ahora por lo menos se para y saluda. Es mejor así, ¿no crees? —Mimi da miedo: bulle de amor, sufrimiento y furia, pasando de una emoción a otra en cuestión de segundos—. He querido hacer este viaje en persona. No había por qué, pero pedí permiso y tu padre me autorizó porque para mí era muy importante conocerte. Espero que no haya sido una pérdida de tiempo. Odio perder tiempo real.
No puede morderse la lengua.
—¿Y qué tal lleva lo de perder tiempo falso?
—¿Te refieres a tiempo «suspendido»?
Perdiz se encoge de hombros y responde:
—Sí, tiempo «suspendido». —Tengo todo el tiempo suspendido que quiero, y en realidad no hay forma de perderlo. Bueno, a lo mejor todo esto es demasiado filosófico para ti…
—Pruebe a ver.
—Por definición el tiempo suspendido es un tiempo que no se pierde, que no pasa. Existe en paralelo al tiempo tal y como lo conocemos, de manera que no puede perderse, ¿verdad?
—¿Sí?
La mujer le sonríe y se va hacia la puerta.
Perdiz recuerda la vez que envenenaron a Pressia en la granja y pregunta:
—Esta comida no me pondrá enfermo, ¿verdad?
—Pero ¿estás loco?
—No sé, ¿y usted?
—No seas maleducado.
—¿Sabe lo que es de mala educación? Ponerle un collar eléctrico a alguien por el que en teoría se tienen sentimientos maternales. ¿Hasta dónde puedo ir sin que me dé una descarga?
—Yo no iría muy lejos. Es por tu seguridad.
—Ah, en tal caso, gracias. Se lo agradezco enormemente.
—Que disfrutes del desayuno, Perdiz. Si yo fuera tú, estaría agradecido por todo, por cada detalle que tienen contigo. —Suena a advertencia. Le guiña un ojo, asiente y se va por la puerta, que deja abierta para que Perdiz oiga la sonata que está tocando su hija, Iralene.
El chico vuelve a recostarse en la cama; le pesan los brazos y las piernas. Cuando cierra los ojos, se le mete la música en el cerebro, pero no sabría decir si están tocándola en directo o es una grabación. ¿Iralene existe? ¿Habrá acaso un piano de verdad?