Nueve
Su cama es la número nueve por la derecha. Está en otro lugar, otro cuarto temporal, ya que las madres son bastante nómadas. El número, sin embargo, no es provisional. Adondequiera que vayan, ella seguirá siendo el número nueve, sea en una fila de camastros sobre el suelo o en una fila de cuerpos en una vivienda sucia; puede que incluso en una fila de sepulturas.
¿Por qué el nueve? Cuando las madres la encontraron, le asignaron la cama que pertenecía a una de las que cayó en la batalla contra las Fuerzas Especiales. A Lyda le parece una crueldad cogerle el sitio. Cuesta tenderse allí, con los latidos contra los muelles, a sabiendas de que podría ser el corazón de otra persona. En cualquier caso, eso es lo que hay: las madres creen en el orden.
Es de noche y la habitación está a oscuras. Algunos niños siguen resistiéndose al sueño: los oye pedir agua, el murmullo de las madres, los susurros de las plegarias nocturnas. Normalmente para ella son como un encantamiento que la ayuda a conciliar el sueño.
Hoy, en cambio, no logra dormirse. Por fin le han permitido ir a ver a Illia. Lleva queriendo verla desde que ha vuelto pero le habían dicho que la mujer había empeorado y que estaba en cuarentena.
Al final han accedido a la petición de Lyda porque el cuerpo de Illia apenas aguanta ya. «El estuche del alma se le está marchitando —le ha dicho Madre Hestra—. Le ha llegado la hora».
Lyda apoya la cabeza en la almohada que comparte con Freedle. Se la dieron cuando llegó y desde entonces la cuida para Pressia. Aunque le crujen las alas cuando aletea, todavía es ágil. Ahora le acaricia la cabeza.
De pequeña compartía almohada con una mariquita de peluche. Ella misma era la que decidía cuándo se iba a la cama. Su madre seguía un método según el cual no eran los padres quienes les decían a los niños cuándo terminaba la jornada. Y ahora está rodeada de un gran plantel de madres. Se siente bien, segura, y se ha ganado un puesto allí a base de trabajo duro. Le duelen los músculos del cansancio. Está aprendiendo a lanzar dardos (y la importancia del movimiento de muñeca); ha destripado terrones y alimañas y ha acarreado tierra de una nueva madriguera que están excavando; ha escarbado en busca de tubérculos y, echada sobre un cubo, los ha pelado para preparar de comer.
Se pasa el rato intentando no pensar en Perdiz. Las madres le han enseñado que los hombres son una debilidad, que solo traicionarán su amor. Perdiz, claro está, no es ningún muerto, no es de esos que las madres odian con tanta saña, pero aun así teme que cuanto más lo eche de menos —su cara, su piel, cómo la miraba— y cuantas más esperanzas tenga de volver a verlo, más tendrá que perder.
La puerta se abre y la luz se cuela por la habitación. Madre Hestra susurra su nombre y en el acto Lyda le da una rápida palmadita a Freedle y corre a la puerta.
—Es la hora —le anuncia Madre Hestra, que la conduce por el pasillo hasta un cuartito. Tiene que decirle a Illia lo de la caja negra, la semilla de la verdad.
La mujer está pálida y demacrada, con la cara al descubierto, esta vez cubierta solo por las quemaduras y cicatrices causadas por las Detonaciones y por el maltrato de Ingership. Tal vez se haya reconciliado con todo eso, o quizás esté demasiado cansada para ocultarlo. Lyda se sienta en la silla que hay junto a la cama, pero Illia sigue mirando el techo. La coge entonces de la mano y susurra su nombre. La mujer no responde.
—La semilla de la verdad está en buenas manos —le dice—. La tiene gente que sabrá qué hacer con ella. Gente buena.
Illia no se mueve. ¿La estará oyendo?
—Illia —vuelve a susurrar—, la verdad está en buenas manos. Has cumplido tu misión.
¿Está dándole permiso para morir? A Lyda le han inculcado que tiene que luchar contra la enfermedad y la muerte, temerlas por encima de todas las cosas. Un día su padre estaba malo y al otro ya no estaba, lo encerraron en una clínica, en aislamiento. Nunca pudo despedirse de él; recibieron una simple nota diciéndoles que había muerto. Las madres, sin embargo, le han enseñado que la muerte forma parte de la vida.
Lyda mira a Madre Hestra y le pregunta:
—¿Lleva mucho tiempo así, inconsciente?
—Está medio aquí, medio en el más allá, entre la vida y la muerte.
—Illia, ya sé lo que querías decirme cuando dijiste que echabas de menos el arte, que en realidad querías decir que añorabas a Art Walrond.
Parpadea por unos instantes, vuelve la cabeza y se queda mirando a Lyda.
—La semilla de la verdad está viva, sigue existiendo. Hiciste lo que te pidió que hicieras.
—Art —susurra Illia—. Lo he visto, está esperándome allí.
A Lyda se le humedecen los ojos.
—Puedes ir con él, ahora ya puedes.
Illia mira una vez más a la chica, levanta la mano y le palpa la mejilla.
—Si hubiese tenido una hija… —Y entonces deja caer la mano sobre el corazón y cierra los ojos.
—Illia —susurra Lyda—. Illia, ¿sigues con nosotros? —Se vuelve hacia Madre Hestra y le grita—: ¡Haz algo! Creo que se está…
—Se está yendo —dice con calma Madre Hestra—. Ya lo sabías. Se está yendo y no pasa nada.
Lyda escruta las costillas de Illia en busca de alguna señal de respiración. No se mueven.
—Ha muerto.
—Sí, así es.
Madre Hestra se engancha del brazo de Lyda y le dice:
—Volvamos ya. Nosotras nos encargaremos del cuerpo.
—Déjame que me quede con ella un minuto.
—De acuerdo.
Lyda cierra los ojos y dice una oración, la que solía susurrarle a su mariquita de peluche por la noche, sobre la alegría que da la luz de la mañana.
Al cabo de un rato Lyda vuelve por los pasillos sobre sus pasos, casi a ciegas, hasta el camastro número nueve. Mira a Freedle y al resto de la habitación, que duerme en calma, y siente ganas de decirles: «Alguien ha muerto, alguien acaba de dejarnos». Pero no hay necesidad de despertarlos, es algo natural: la muerte forma parte de la vida.
Se acuesta e intenta dormir, pero no sabe cómo poner freno a sus pensamientos. Se imagina a Illia y a Art Walrond reencontrándose en un lugar parecido al cielo. ¿Será posible? Piensa sin querer en Perdiz. ¿Dónde está ahora mismo? ¿Estará a salvo? ¿Estará pensando en ella?
Se acuerda de lo último que le dijo: «Tú habrás dicho ya tu adiós, pero yo no pienso despedirme, porque volveremos a vernos. No me cabe ninguna duda».
Él ha regresado a una versión de la vida que vivieron en otros tiempos, con normas, un orden social y rigor; con toallas de baño, camisas almidonadas y pintura nueva. La gente espera cosas de él. La Cúpula te cambia a su manera, sin que te des cuenta, sin ni siquiera recurrir a potenciaciones o fármacos, solo con el aire viciado que se respira. Allí aceptaba todo lo que le decían y su mayor miedo era decepcionar a quienes la rodeaban. Y pese a todo, la verdad estaba allí, solo tenía que haberla buscado. Aceptó tan a la ligera, tan alegremente, que los del exterior eran menos humanos. Y no es tanto que desprecie a su antiguo yo como que lo tema. Su vida encerrada era tan cómoda que todavía seguiría en ella si no le hubiesen dado la oportunidad; si le hubiesen dicho a su yo antiguo que algún día viviría aquí fuera, se habría compadecido de su nuevo yo. Pero tiene suerte de haber salido.
Cuando se asegura de que todo el mundo está durmiendo, incluso Freedle, saca la caja de música que le dio Perdiz, la de la madre del chico. Le da cuerda y levanta la tapa, pero solo unas notas perdidas flotan en el aire. ¿Podrán Illia y Art oír esa melodía? ¿Adónde va el alma después de la muerte?
Vuelve a meter la caja bajo la almohada. ¿Podrá Perdiz recordar el mundo de aquí fuera, aferrarse a la extraña idea de su existencia, una vez dentro de la Cúpula?
La borrarán, lo sabe. La Cúpula no le permitirá existir.
Ya lo ha dejado ir una vez, y cada nuevo día le exige que se desprenda de él, una y otra vez.
Aprieta los puños y piensa: «¿Volverá a encontrarme?».
Y ella misma se responde: «No. No desees eso. Déjalo ir».
Abre las manos y separa los dedos.