Musgo
Pressia y Bradwell están viviendo en una casa de campo pequeña, donde la partida de rescate los llevó la noche que estuvieron a punto de morir. Es una cabaña pequeña, con paredes de piedra recubiertas de musgo por dentro y por fuera; los llevaron allí porque es fácil calentarla con una salamandra. Mientras Pressia no tardó en recuperarse de la hipotermia, Bradwell sigue convaleciente, con los pulmones encharcados. Si hay algo que los supervivientes conocen bien son las toses, la respiración laboriosa, y cuáles son serias y cuáles no; cuando se tiene neumonía, por ejemplo, se emiten unos breves gruñidos después de cada exhalación.
Lleva tres semanas ya dedicada a dos cosas: a estudiar detenidamente a Fignan y todos los apuntes que dejó Walrond y a cuidar de Bradwell, que se pasa la mayor parte del día durmiendo.
Al principio empezó escribiendo en papel, un bien precioso, pero pronto se le acabó y tuvo que empezar a anotar las cosas en la propia mesa; cuando volvió a quedarse sin espacio, pasó a escribir en un tabla de cortar para más tarde recurrir a piedras del huerto. Va apuntando con letra diminuta, mientras en los conos de luz que parpadean por encima de su cabeza Fignan va proyectando vídeos, imágenes escaneadas de documentos (partidas de nacimiento, licencias matrimoniales, obituarios, títulos, transcripciones), así como notas manuscritas de Willux sobre libros que ha leído, con números de página pero sin título ni autor, en diatribas enrevesadas, etc.
Entre tanto, Bradwell se incorpora en la cama lo justo para beber un sorbo de agua o de caldo de cerdo. Il Capitano lo ha dispuesto todo para que unos soldados les lleven comida y vayan enfermeras a verlos. Fignan también ofrece información médica y datos sobre neumonía, riesgos, tratamientos y medicinas a las que no tienen acceso. No puede culparlo, solo intenta ayudar.
Il Capitano le ha pedido por favor a Pressia que no se quede allí con Bradwell, porque su enfermedad podría ser contagiosa, pero ella le ha dicho que no puede dejarlo solo.
—Soy una amiga fiel.
«Amiga»… ¿Siguen siendo eso? Pressia recuerda el cuerpo de Bradwell sin ropa alguna, todo mojado, y a veces piensa en él viéndola sin ropa, casi dormida. Sabe que es una tontería sentir vergüenza, al fin y al cabo se estaban muriendo. ¿Qué más da si la vio desnuda? Le salvó la vida. Ahora, sin embargo, con solo pensarlo, se siente cohibida y se pone colorada, como si acabase de ocurrir. Su mente divaga y vuelve a la sensación de sus pieles juntas, al temblor por el frío, y siente como si volviese a caerse de cabeza en una oscuridad desconocida, en un vacío aterrador. Cayendo, cayendo, cayendo… ¿en el amor?
Ahora mismo se le antoja egoísta y estúpido pensar en cosas así. Está sentada en el borde de la cama de Bradwell, a la espera de ese momento del día en que recobra el sentido, parpadea por la luz y la reconoce. La otra posibilidad es que no llegue a recuperarse, que le haya entrado demasiado líquido en los pulmones y se ahogue por dentro. Tiene que obligarse a no pensar esas cosas, debe trabajar y tener algo que enseñarle cuando vuelva a la superficie. Si ella ya volvió esa vez que estuvo a punto de ahogarse, él también lo hará.
Ahora se levanta y se apoya contra una de las paredes recubiertas de liquen. Hay un vídeo de los que tiene Fignan almacenados al que no para de volver: el de sus padres cuando eran jóvenes. Ha tomado notas muy detalladas sobre él. Aunque siempre le parece un capricho, no puede evitar ponerlo de nuevo, esa vez como recompensa por haber trabajado con los apuntes de Willux.
—Ponme otra vez la misma grabación, Fignan.
La caja se enciende y proyecta un cono de luz. Aparece la madre de Pressia, que ríe bajo el sol y se aparta el cabello rizado de los ojos, y después un joven que debe de ser su padre, pues sus ojos son oscuros y almendrados, como los suyos, y su sonrisa es fugaz e impredecible. Están en el campo, ambos con uniforme de cadete, el cuello abierto y la camisa por fuera. Saludan a la cámara.
Pressia quiere ir hacia ese sol, coger las manos de sus padres y decirles: «Soy yo, vuestra hija. Estoy aquí, justo aquí». La imagen de sus padres, tan hermosa y real, es castigadora a la par que maravillosa. Le permite echarlos de menos con un lujo de detalles increíble.
Al fondo de la escena se ve a Willux —lo reconocería en cualquier parte— con un cuaderno. Está hablando con un tipo que Pressia reconoce por el recorte de periódico bajo la campanilla: el cadete cuya muerte fue declarada accidental, Lev Novikov. Se ve que están enfrascados en una conversación agitada. Su madre se acerca a ellos y les hace señas de que la cámara está grabando; les pide entonces que saluden y luego alarga la mano y coge la del cadete muerto, la de Lev Novikov, no la de Willux ni la del padre de Pressia. Lev la atrae hacia sí y la besa. Willux se mete el cuaderno bajo el brazo, saluda y acto seguido se va con las manos en los bolsillos.
Aparta la vista de la luz parpadeante que hace brillar las paredes musgosas. ¿Significa ese beso que su madre salía con Lev? ¿Estaba enamorado todo el mundo de su madre? ¿Quién era, en cualquier caso, Aribelle Cording? Pressia no se hace a la idea de que alguien pueda dar y recibir amor con tanta facilidad. ¿Sería su madre de naturaleza débil? Seguía a su corazón, no a su cabeza. Pressia debería estar agradecida por eso: es la razón por la que nació, pero aun así le habría gustado que su madre hubiese sido… ¿qué?, ¿más fuerte?, ¿menos receptiva al amor? El amor es un lujo, algo que la gente puede permitirse cuando su vida no se limita a tratar de sobrevivir y cuidar de otra gente. No puede evitar pensar en su madre como alguien rica en amores, mimada incluso, porque ¿qué bien le hizo?
Bradwell gime: se le ha destapado un pie. Pressia lo llama por su nombre con la esperanza de que sea el momento en que recobra la consciencia, pero ha vuelto a quedarse quieto. Si abriese ahora los ojos y la reconociera, ¿qué le diría ella?
Sabe que es el miedo lo que contiene su amor. Pero ¿y si enamorarse no es un síntoma de debilidad, sino de valor? ¿Y si no se estuviera cayendo o estrellando, sino pegando un salto?
La grabación parpadea, se acaba y sume la habitación en la penumbra. Pasa las manos por las piedras recubiertas de notas garabateadas. La enfermera le ha dicho que le hable a Bradwell: «Le hará bien. Es muy posible que pueda oírte, incluso en sueños».
Y Pressia lo mantiene al tanto de todo. Le ha contado que, aunque no lo saben a ciencia cierta, parece que Perdiz ha regresado a la Cúpula porque han desactivado las arañas robot. Al día siguiente de llegar al puesto de avanzada, corrió desde la ciudad el rumor de que las arañas cobraron vida por unos instantes, contrajeron las patas y luego pusieron las pantallas en blanco. Le ha contado también que Il Capitano está en un puesto médico en la ciudad, donde está ayudando a quitar las arañas robot que siguen alojadas en los cuerpos de la gente.
La malas noticias no se las ha dado: han seguido desapareciendo niños y algunos han regresado; hace unos días encontraron a uno dormido en el bosque y a dos más vagando por el mercado, mientras que otro apareció en su propia cama, como si nunca se hubiese ido, pero, al igual que Wilda y el resto, su cuerpo había sido pulido, con todas las cicatrices y las quemaduras curadas, todas las amputaciones regeneradas y el ombligo cubierto de piel nueva. Il Capitano los ha mandado a todos aquí y los tiene bajo custodia en el dormitorio colectivo para que no caigan en manos del culto cada vez más numeroso de los adoradores de la Cúpula. También Wilda vive allí. Pressia la echa de menos pero no puede ir a verla porque es posible que la enfermedad de Bradwell sea contagiosa y el sistema inmunológico de la niña podría estar debilitándose conforme sus células se degeneran.
Al igual que Wilda, los niños han sido programados para decir unas cuantas frases. «Propaganda —lo llama Il Capitano—, pequeños voceros de la Cúpula». Y todos los mensajes terminan, como el de Wilda, con la señal de la cruz celta.
Los llaman purificados, porque no son puros de verdad, sino que han sido «restaurados». Todos y cada uno han desarrollado también temblores en manos y cabeza.
Pressia tiene la esperanza de encontrar la fórmula para combinar los viales de su madre con el tercer ingrediente misterioso: tal vez puedan salvar a los niños antes de que sea demasiado tarde. Jamás le confesaría a Bradwell que a veces se queda mirando su puño de cabeza de muñeca y entorna los ojos hasta que se le llenan de lágrimas y ve borroso e intenta entonces imaginar la mano por debajo. ¿Deshacerse de la cabeza de muñeca? Sí, puede que sea otra de las razones por las que trabaja tan duro.
—No conozco a Willux de nada, Bradwell —le dice ahora.
¿Cómo organizar los desvaríos de un loco? ¿Cómo va a encontrar algún patrón que tuviese sentido para alguno de los Siete o para los padres de Bradwell? Al fin y al cabo, Walrond dejó todas esas pistas para ellos. Bradwell conoce mejor a Willux que ella.
—Te necesito. Levanta y ayúdame.
Aunque tampoco está segura de que pudiese ayudarla si despertara. Lo que él desea tan desesperadamente es la verdad, no la fórmula.
En medio de un sueño agitado, Bradwell tose y se le ponen las mejillas muy rojas, rubicundas. Los pájaros de la espalda se contraen, como si el aire que respiran dependiera de la respiración del chico.
—Tranquilos —los calma—, no pasa nada.
Fignan va hasta la cabecera de la cama con un zumbido y la tos empieza a remitir.
El fuego está perdiendo fuerza. Se pone las botas y el abrigo nuevos, marca ORS, regalo de Il Capitano. Retira la retranca de hierro que le ha instalado este y abre la puerta. La cabaña de artista está en medio de un huerto con unos árboles con ramas tan bajas que han empezado a enraizar en el suelo. El frío le corta la respiración. Se imagina a Perdiz dormido en algún sitio con una temperatura siempre igual de estable… pero ¿a cuántos grados? ¿Veintidós, veintitrés? Se pregunta si alguna vez piensa en ella aquí fuera. Cabe la posibilidad de que no vuelvan a verse y, por un momento, es como si todo hubiese acabado, como si no fuese a cambiar nada y esa fuese a ser su vida para siempre, y la de su hermano también.
Y si Bradwell muere, Pressia terminará sus días aquí sola, en esa casita con huerto rodeada de árboles que parecen apuntalados a la tierra.
Es luna llena (aunque como siempre está medio tapada por una nube de ceniza) y alcanza a ver a lo lejos el muro bajo de cemento medio desmoronado y, más allá, a un lado las fogatas encendidas de los que viven en las tiendas y al otro el viejo dormitorio, que está medio derrumbado. Ahí es donde vive Wilda.
Cuando ve una luz encendida en el dormitorio, se pregunta si será la de Wilda. ¿Y si no saca nada en claro de la caja de Walrond? La niña morirá.
Sigue andando hasta que llega a una pila ordenada de leña y va cogiéndola mientras imagina cómo era aquel sitio en el Antes. ¿Con las niñas fantasma vivas y cogiendo fruta de los árboles? Escruta al otro lado del huerto, a los ramilletes marchitos y las filas y filas de ramas vencidas y ennegrecidas, y ve algo de movimiento, una figura que pasa corriendo a tal velocidad que la niebla se arremolina. Y luego nada.
Mira hacia la cabaña y entonces vuelve a oír toser a Bradwell, que luego la llama con la voz ronca y desgarrada:
—¡Pressia!
Esta corre hacia la cabaña, deja caer la leña y lo encuentra retorciéndose. Se arrodilla a su lado y ve que tiene los ojos abiertos pero sigue inconsciente.
—Estoy aquí —le dice—. No me he ido.
El chico sigue tosiendo irregularmente. Le da una taza con agua y le sujeta la cabeza mientras le lleva la taza a los labios.
—Dale un sorbo. Tienes que beber algo.
Cierra los ojos, bebe un poco y vuelve a recostarse. Pressia lo ayuda a echarse sobre un costado y después se levanta y se pone a dar vueltas por la habitación. Por fin apoya la frente contra la pared de piedra, pone la mano contra el musgo y lo restriega.
—Bradwell, ¿por qué no vuelves? Esto no puede quedar así.
Espera a que le responda, a pesar de que sabe que no lo hará. En ese momento quita la mano de la pared y ve colores, un poco de azul, un rastro de rojo, y mira de cerca los líquenes. ¿Serán ese rojo y ese azul clases distintas de mohos?
Lleva la mano más arriba y restriega más líquenes hasta que ve más colores por debajo: es pintura. Frota y frota y ve parte de una cara, un ojo, una mejilla, una oreja.
¿Quién viviría allí antes de las Detonaciones? ¿Un artista? ¿Siguió en la cabaña, y cuando se quedó sin lienzos se dedicó a pintar las paredes?
Pressia coge un trapo y va apartando el musgo con cuidado de no llevarse el color de debajo. Van surgiendo caras, de una niña tras otra, como si estuviesen allí atrapadas: son las niñas fantasma. «Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre. ¿Quién puede salvarlas de este mundo?».
¿Estaría el artista aferrándose a todos los que habían muerto? Pressia recuerda la sensación de ser sacada del agua, de esas manos diminutas por la espalda. Fuesen verdad o no, ella las sintió.
«Abrazaron el agua para curarse, para que sus heridas cicatrizasen, para curarse. Muertas ahogadas, la piel pelada, la piel toda perlada, la piel pelada».
Pressia, que sabe qué es estar atrapada bajo el agua, tiene ahora la sensación de verlas en la superficie una tras otra. Aquí una boca, abierta, como manteniendo la nota de una canción. «A ciegas van marchando con las voces cantando, las voces implorando, las voces cantando. Las oímos hasta que nos pitan los oídos, nos gritan los oídos, nos pitan los oídos». Un ojo azul, medio cerrado, dolorido, y una mejilla redonda y rolliza. «Necesitan un santo salvador, un santo salador, un santo salvador. Por estas orillas vagarán y cazarán por siempre jamás, vagarán y cazarán por siempre jamás». Otro ojo, con una ceja arqueada, preocupada y triste; labios, estos fruncidos como si fuesen a decir algo.
Es Bradwell quien respira entrecortadamente pero da la impresión de que son las niñas las que toman aliento. Inspiran: Will; espiran: Ux. Es él su asesino. Él las mató. Las paredes están llenas de caras, la habitación de alientos.
Will.
Ux.
Will.
Ux.
Pressia se vuelve y se encuentra a Fignan a sus pies. Walrond dijo que había que recordar que él conocía mejor que nadie la mente de Willux. Para conocer el secreto, ha de conocer al hombre. Y para conocer al hombre, al genocida —a quien mató a esas niñas, así como al resto del mundo—, tiene que colarse en su mente.
Will.
Ux.
Tiene que pensar con sus pensamientos, andar con sus pasos y respirar con su respiración.
«Will —susurran las niñas al unísono—, ux».