Perdiz

Limpio

Aunque no es posible que vuelva a ser puro en la vida, parece que así es como piensan limpiarlo.

Transfusiones de todo nuevo: sangre, médula y un buen puñado de células. Han conservado su molde de momia, que es ligero y duradero, aunque le queda más ajustado porque se ha puesto más fuerte. Su cuerpo desaparece en él durante horas y horas. Sigue sin haber posibilidad de tocar su código conductivo, aunque prueban nuevas formas de abordarlo, nuevos avances. Nada funciona. Le han cubierto con compresas frías y le han congelado y sujetado el cuerpo. «Punción lumbar», dice alguien, y le inyectan una aguja en la espina dorsal.

Le administran fármacos para que duerma, para que esté despierto y para hablar, en una habitación de azulejos blancos con una grabadora sobre una mesa. Las palabras se precipitan desde su cabeza y su pecho; en cuanto dan vueltas en su cabeza, las tiene en la lengua.

En ocasiones oye la voz de su padre por el interfono. No ha llegado a verlo, a pesar de que no ha parado de preguntar por él: «¿Dónde está mi padre? ¿Cuándo voy a verlo? Decidle que quiero verlo».

Piensa en Lyda, y a veces hasta la llama a gritos y su nombre retumba por la habitación antes de darse cuenta de que ha sido él quien la ha llamado. En cierta ocasión agarró una bata blanca con el puño y dijo: «Lyda, ¿dónde la tenéis?». El técnico se zafó y Perdiz dio con la mano contra una bandeja llena de instrumental afilado y metálico que formó un gran estrépito al caer. «¡Maldita sea! —gritó alguien—. ¡Que vuelvan a esterilizarlo todo!».

De vez en cuando una mujer con bata de laboratorio le dice qué día es, aunque no según el calendario, sino contando a partir de su regreso: «Estás en el día doce. Estás en el día quince. Estás en el día diecisiete». «¿Cuándo se acabará todo esto?». A eso no le responde.

El meñique también le sirve para calcular el tiempo. Lyda tenía razón: Arvin Weed lo averiguó con su ratón de tres patas y media. Dios Santo… Si ha llegado tan lejos, ¿estará a punto de conseguir la cura para su padre? Están recreando la estrecha colaboración existente entre los huesos, el tejido, los músculos, los ligamentos y las células de la piel de Perdiz mediante una inyección tras otra. Le han puesto una férula de fibra de cristal sobre el muñón para que el dedo vaya creciendo en su sitio y los técnicos del laboratorio, los cirujanos y las enfermeras se lo van controlando por medio de microscopios; en ocasiones le aplican puntos de calor que semejan agujas, como si estuviesen soldándole el dedo.

«Se está regenerando bien. Estamos satisfechos. El pigmento de la piel es casi perfecto».

Las estrellas de mar hacen eso mismo. ¿Seguirán existiendo en alguna parte?

Lo cierto es que él no quiere que le arreglen el dedo. Se sacrificó y ahora quieren borrar ese sacrificio, y de paso todo el pasado, el mundo exterior, lo que le ha ocurrido a él y a los demás, la muerte de su madre y su hermano. Todo parece existir con menos intensidad, se borra al paso de ese crecimiento infinitesimal de células.

Arvin Weed ha aparecido dos veces, o al menos sus ojos, que se ciernen sobre la cabeza de Perdiz, el resto de la cara oculta tras una máscara. Quiere hablarle pero no puede con el tubo que tiene en la garganta y atado como está a una camilla de reconocimiento.

Ninguna de esas veces Arvin le ha hablado directamente, aunque en una ocasión le guiñó un ojo, en un gesto tan rápido que pareció más bien un tic. Perdiz, sin embargo, cree que fue algo más. Arvin está ahí y se asegurará de que cuiden de él, ¿no es así? Desea contarle a Weed lo de Hastings y todo lo que ha pasado en el exterior. Quiere pronunciar el nombre de Lyda.

Se despierta sin recuerdo alguno de haberse quedado dormido. Siente la cabeza pesada y los ojos hinchados. Le han quitado el tubo y lo están trasladando en una camilla que va traqueteando sobre las baldosas. Cuando pasa por delante de un gran ventanal, ve bebés en incubadoras tras el cristal. Son diminutos —casi del tamaño de cachorrillos de perro—, pero aun así humanos. Caben en la palma de la mano de una enfermera. ¿Es posible que nazcan tantos bebés prematuros al mismo tiempo en la Cúpula? Lo extraño es que no son perfectos, no son puros, tienen cicatrices, quemaduras e incrustaciones de deshechos. ¿Estará soñando con bebés miserables? ¿Qué es real y qué no? Hay una fila tras otra de incubadoras.

Ahora está en otra habitación y la voz de su padre resuena por el interfono:

—Es un niño, hay que castigarlo. El castigo lo purificará y esa purificación se llevará a cabo mediante agua, igual que un bautismo.

La mujer le informa de que está en el día veintiuno.

Tiene la cabeza fijada a una gruesa tabla blanca ligeramente inclinada para que le quede por debajo de los hombros. Como los tiene sujetos, no puede moverse. Han progresado tanto con el meñique —que ha crecido mucho más y siente ya hasta el cosquilleo de los nervios— que tienen que tener cuidado de no mojarlo.

La tabla blanca tiene un mecanismo para ir introduciéndolo lentamente en el agua. Los técnicos lo rodean siguiendo órdenes, con cronómetros y pequeños aparatos en las manos. La cabeza es lo primero que entra en el agua, que está fresca sin llegar a fría; y luego le sigue todo el cabello y las orejas hasta que va cubriéndole toda la cara. Suelta el aire de los pulmones y se apresura a coger todo el que puede. Mantiene la respiración e intenta forcejear. Abre mucho los ojos, y el agua está transparente y brillante. Unos fluorescentes iluminan la estancia. Ve las caras de los técnicos combadas.

Suelta aire por la nariz, pero solo un poco. ¿Cuánto tiempo lo tendrán así? Tal vez su padre no lo quiera muerto pero sí que sepa lo que es la muerte. Suelta más aire y siente un pinchazo en los pulmones.

Justo cuando cree que no puede más, nota un pequeño tirón en la tabla blanca. La barbilla sale a la superficie, luego la boca, por donde envía aire a los pulmones. ¿Se ha acabado el bautismo? ¿Ya está salvado? Siente de nuevo el motor, que le devuelve al agua, e implora a los técnicos:

—¡No, no, no!

Es posible que les hayan sellado de algún modo las orejas para protegerlos de sus ruegos. No puede mover la cabeza ni arquear la espalda para coger aire.

Lo sumergen una y otra vez… ¿es un bautismo que no llega a arraigar? Deja de implorar y se concentra en la respiración, intentando desarrollar un método, pero pierde la noción del tiempo. Solo piensa en salir a la superficie, estar en el aire.

Intenta aferrarse a la imagen de la cara de Lyda, al color exacto de sus ojos. Cuando lo devuelven a la superficie, siente un espasmo en la laringe, que se cierra del todo. Esa vez no hay aire, ni sonido, ni respiración. Intenta comunicarles con los ojos su pánico a los técnicos, pero estos se limitan a apuntar algo en una libreta.

El motor vuelve a zumbar y regresa bajo el agua sin haber podido respirar.

Parece que uno de los técnicos comprende que algo va mal y se acerca al interfono.

Sin embargo, lo sumergen una vez más y no oye lo que dicen. No puede respirar ni aunque quisiera meter agua en los pulmones. Es entonces cuando la luz brillante de la habitación se va oscureciendo hasta quedarse en una mancha oscura, en ceniza. Se acuerda de la ceniza, la nieve y Lyda, cuya cara se desgaja hecha añicos y sale flotando hacia el cielo.