Lyda

Jaula de alambre

Lyda vuelve a los confines de la cama de bronce y se acurruca para resguardarse del frío. Puede que las madres vayan a buscarla y puede que no. En cualquier caso, ahora está sola. ¿Cuándo ha estado de verdad sola en su vida?, ¿realmente sola?, ¿así de libre?

No es como aquel pájaro que hizo una vez con alambre y que estaba encerrado en una jaula del mismo alambre. Sus huesos no son tan frágiles y maleables, sino que toda ella es un gran nódulo endurecido. Es justo lo que empezó siendo, un amasijo de células organizadas para hacerla a ella y no a ninguna otra persona: a ella. Le sorprende además encontrarse allí a solas y ver en lo que se han convertido sus células, en una persona que ya no es una niña, la persona que no piensa seguir a Perdiz de vuelta a su antigua vida. No está caminando por las esteranías, a su zaga. Sin embargo, por muy bien que se sienta —con esa increíble libertad que no había experimentado en su vida—, su alegría se ve contrarrestada por el dolor agudo de la ausencia de Perdiz. Y, por unos segundos, también echa de menos a la persona que era antes de decirle que no iría con él; también esa persona está ausente. Es otra, alguien a quien apenas reconoce. Es nueva, y vuelve la cara al cielo porque puede, porque está ahí. Ha vuelto a nevar, una nieve tan ligera que se arremolina hacia arriba tanto como se posa.

Nieve.