Jabalí
Cuando Il Capitano percibe unas pisadas que van hacia ellos por el bosque, siente un alivio inmediato. La araña desactivada está desguazada sobre el frío suelo. Helmud le ha envuelto y apretado las heridas con un trozo de tela que ha desgarrado de su propia camisa. Tendido sobre un costado, con la agonía de la pierna remitiendo levemente, Helmud lo ha cogido de la mano y lo está acariciando como si fuese un gatito. Il Capitano se deja hacer porque le debe la vida a su hermano; y también porque cada vez que intenta quitar la mano Helmud gimotea y el sonido podría atraer a las alimañas. Por la noche acechan algunas bestias especialmente violentas, tan mutadas y cruzadas que cuesta decir si estás mirando un jabalí salvaje, un lobo con colmillos retorcidos o una especie de pastor alemán. Lo peor es cuando tienen algún rasgo humano, algún trozo de piel, nudillos, un chispazo huidizo de humanidad en los ojos. Hay quienes dicen que a los apocalípticos que se refugiaron en el bosque se los comieron los árboles, pero siguen vivos, atrapados en ellos. Se acuerda del viejo Zander, quien le enseñó a enterrar las armas antes de las Detonaciones. Le debe la vida. ¿Se lo comieron los árboles, o será solo un mito?
Viene ayuda de camino.
—Estoy oyéndoles llegar. ¿Puedes devolverme mi mano?
—¿Mi mano? —le dice Helmud, como si la mano de su hermano le perteneciera.
—¡Helmud! —le reprende, y este por fin lo suelta—. Gracias —le dice Il Capitano al tiempo que flexiona y estira la mano.
Ve primero a Wilda, que lleva una linterna que cabecea enloquecida mientras corre. La siguen dos soldados, un chico y una chica, ambos con abrigos con capuchas tan pegadas a la cara que Il Capitano no ve ni marcas ni fusiones. El chico tiene una extraña forma de andar, mientras que la chica parece jorobada. Quizá son demasiado jóvenes para ser soldados, aunque Il Capitano se acuerda de sí mismo guerreando ya a su edad; es más, con la edad de Wilda ya se valía por sí mismo. Ahora se le antoja algo trágico.
La niña corre hasta él y se para abruptamente, apuntándole con el haz de luz el pecho, como si dijese:
«Ahí, ¿lo veis? Esto era lo que quería deciros».
—¿Il Capitano? —se extraña la chica.
—Sí, soy yo.
Ambos se ponen firmes —la chica todo lo que le permite la joroba— y hacen el saludo militar.
Wilda se arrodilla a su lado y se le cuelga de un brazo. Aquello lo inquieta: no quiere que la niña empiece a depender de él… Solo le falta otra boca que alimentar. La ignora y se vuelve para interrogar a los soldados:
—¿Quiénes sois vosotros?
—Yo soy Riggs —se presenta el chico.
—Yo, Darce —dice la chica.
—Descansad —les dice Il Capitano.
Es posible que nunca hayan estado en presencia de un superior. Parecen nerviosos; es probable que solo hayan oído rumores: ¿será él el antiguo Il Capitano, el que cazaba reclutas vivos por el bosque?, ¿o el nuevo Il Capitano, que promete agua potable, comida y armas?, ¿o bien será una extraña combinación de ambos?
Por encima de sus cabezas se oye entonces el revoloteo de unas alas y todos clavan la vista en el cielo. Un búho desvaído se ha encaramado en la rama de un árbol cercano, que se dobla bajo su peso.
—Ahora son como buitres estos búhos paliduchos —comenta Il Capitano—. Una vez vi a uno que atacó a un soldado que estaba medio muerto.
—¿Medio muerto? —pregunta Riggs—. ¿Qué es eso de medio muerto?
—¿Cómo que qué es eso de medio muerto? Pues que no estaba muerto del todo, eso es lo que es.
—Eso es lo que es.
—En cuanto olió la sangre, sus compinches no tardaron en venir. Son igual que los tiburones cuando huelen sangre en el agua.
—Yo es que de tiburones no sé nada —comenta Riggs.
—¿Acaso te he preguntado?
El chico sacude la cabeza, con los labios apretados por la preocupación.
—Necesito que me echéis una mano para llegar al puesto. ¿Ha aparecido alguien más por allí esta noche? ¿Nadie?
—¿Nadie? —pregunta Helmud.
—No, señor, no lo creo. ¿Estamos esperando a alguien?
—Tenía la esperanza de que Pressia Belze y Bradwell hubiesen aparecido. Contactar por radio y preguntad.
Los soldados intercambian una mirada.
—¿Es que no tenéis walkie-talkies? —Él se dejó el suyo en el coche por orden de las madres.
—No, señor. Todavía no nos los hemos ganado. Hasta la segunda semana nada.
—Estupendo.
Otro búho desvaído aterriza en una rama cercana. A Il Capitano no le gusta nada el pico ensangrentado de este, porque quiere decir que ha estado dándose un banquete no hace mucho. Ojalá no sea con nadie que él conozca.
—Bueno, por lo menos vais armados —dice Il Capitano, que ya ha tenido bastantes heridas punzantes por hoy—. Quiero que uno de vosotros vuelva al puesto, el que sea más rápido y tenga los pulmones más limpios. Preguntad por Pressia y Bradwell y, si no responde nadie, mandad a unos cuantos soldados a que hagan una batida por el bosque. ¿Entendido?
—Yo soy más rápida.
—¿De verdad? ¿Con esa joroba? —se extraña Il Capitano.
La chica hace ademán de abrir la boca pero vuelve a cerrarla. ¿Acaso iba a hacer un comentario sobre lo que él lleva en su propia espalda? ¿Eso es lo que le espera ahora que todo el mundo cree que es un blando?
—¿Qué? Venga, dilo.
—A Riggs no le van muy bien las piernas.
—De acuerdo. Entonces, ¿a qué estás esperando? ¡Corre!
—¡Corre! —dice Helmud.
Darce vuelve a hacer el saludo militar y sale pitando. Por los árboles revolotean más búhos desvaídos.
—Y tú, Riggs, vas a ayudarme a levantarme y a llegar hasta el puesto. ¿Te parece? Serás mi muleta.
—Sí, señor.
Il Capitano intenta tirar del peso de ambos y Riggs se mete por debajo de él para que le eche el brazo por el hombro.
—A la de tres. Uno, dos y tres.
Riggs aúpa a Il Capitano y Helmud hasta que se estabilizan sobre una pierna y luego prueba a echar algo de peso en la pierna mala, pero un dolor paralizante le sube desde la pantorrilla. Las heridas donde clavó las patas la araña son profundas y Helmud se las ha apretado tanto que le palpita la pierna.
—Vale, vamos allá.
—Allá.
Wilda se apresura a recoger los trozos de araña robot. Il Capitano está a punto de gritarle que los deje, pero ¿qué importa ya? Total, están muertas. La niña perdió el barquito, así que ¿por qué no? Que se quede con los trozos de araña.
Riggs es muy poca cosa y, aunque algo le ayuda, tampoco mucho. El terreno es bastante rocoso. Wilda camina una vez más en cabeza, iluminando el camino con la linterna. Se nota la pantorrilla encendida, como si ya se le hubiese infectado…, y puede que así sea. Tal vez sea ese olor lo que ha atraído a los búhos. Ahora tienen a toda una bandada revoloteando sobre sus cabezas.
Il Capitano oye un resoplido entre los matorrales.
—Será mejor que aligeremos el paso —le dice a Riggs.
Se pregunta si Darce habrá encontrado a Pressia y Bradwell en el puesto; con suerte estarán sentados junto a la chimenea en la antigua casa de la directora del internado. Seguro que en cualquier momento se cruzarán con una partida de rescate camino del bosque. Encontrarán a Bradwell y Pressia, y con suerte estarán con vida, si es que han conseguido salir de las esteranías.
Uno de los búhos se pone bravo y baja hasta la altura de su cabeza y, cuando le desequilibra, a punto está de entrar en contacto con él y rozarle las alas con un puño.
—Dame el rifle. Solo llevas dos semanas, ¿no? Creo que soy mejor tirador, incluso con poco equilibrio y con un blanco móvil.
Riggs se detiene y le ayuda a colgarse bien la correa del fusil. Sienta bien volver a coger uno; las armas siempre le hacen sentirse mejor. Vuelve a oír el resuello y ve entonces un colmillo retorcido y amarillento asomar por entre unos arbustos, pero desaparece enseguida.
Wilda canta nerviosa, con una voz igual de temblorosa que sus manos.
—Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a los rehenes.
Il Capitano ve ya el claro entre los árboles; el resto se lo sabe de memoria: la carretera destrozada que lleva hasta lo que en otros tiempos fuera una arcada de ladrillo, ahora derruida y ennegrecida, y el camino que serpentea entre hileras de árboles vencidos y conduce hasta los restos de un invernadero destruido, unas porterías torcidas, setos que han crecido de cualquier forma y unos tallos que parecen de lana y que producen bayas tóxicas en primavera; sin olvidar la hiedra venenosa que trepa por las piedras, las flores amarillas con pétalos de puntas afiladas en verano y los brotes compactos que parecen tener cáscara y que a Il Capitano le recuerdan a bebés de tres cabezas. Todo el lugar parece encantado.
Pero Wilda se detiene entonces y apunta con la linterna un punto del sotobosque. Il Capitano le dice a Riggs que se detenga. Están ya en la linde del bosque.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé —dice Riggs—. La niña parece asustada.
—Wilda, ¿qué pasa? —le pregunta Il Capitano.
La niña se agacha y mueve la cabeza para ver mejor lo que hay entre las zarzas.
—Apártate, Wilda, muy, muy despacio —le ordena en voz baja Il Capitano.
La pequeña, sin embargo, hace oídos sordos y levanta la mano para tocar algo.
—¡No! —grita Il Capitano.
El jabalí salvaje gruñe y embiste a la niña.
La linterna cae al suelo y Wilda se lleva la mano al pecho y se desploma. El jabalí —que tiene más pelo que un coyote— se abalanza sobre la pequeña.
En el acto Il Capitano aparta a Riggs de un empujón y se coloca el arma contra el pecho, pero justo entonces el búho se abalanza sobre él y al darle con las alas, sin el sostén del soldado, Il Capitano se balancea y apoya la pierna mala, que cede. El tiro sale desviado y va a impactar contra la tierra.
Wilda pega un chillido, como un silbido agudísimo, que deja anonadado por unos instantes al animal, que acto seguido alza la mirada y olisquea el aire con su hocico como de goma. Abre las fauces, deja a la vista unos colmillos afilados y emite un gemido sobrenatural.
Il Capitano intenta ponerse en posición para disparar de nuevo pero, cuando por fin consigue recuperar el equilibrio apoyándose en un árbol, se da cuenta de que es demasiado tarde y de que el jabalí va a matar a la niña. Suelen atacar en la yugular. Y va a morir allí en el bosque, bajo su vigilancia. Le dijo a Pressia que él la llevaría hasta el puesto y no va a poder cumplir su palabra.
Pero entonces el animal retrocede y chilla, con un grito herido y sollozante. De una diminuta herida de bala que tiene en el muslo le sale un chorro de sangre. No puede estar muerto, la herida no es tan grande… El animal, sin embargo, se queda inerte en cuestión de segundos.
Wilda se ha quedado paralizada por el miedo y sigue con la vista clavada ante ella, como si todavía estuviese mirando la alimaña, como si aún la tuviese encima. Il Capitano va hasta ella, le coge la barbilla entre las manos y le dice:
—Ya está, ya ha pasado todo.
Pero los búhos desvaídos dan vueltas en círculos y caen en picado. Riggs los zarandea con un palo y mata a uno de un golpe fuerte.
Il Capitano intenta coger la linterna mientras aleja los búhos de Wilda. Después la agarra y se la carga en brazos. Apunta la linterna hacia el jabalí, que, aunque tiene el cuarto trasero cubierto de sangre, sigue subiendo y bajando las costillas. Lo que quiera que le haya dado debía de tener algún tipo de sedante.
Uno de los búhos cae sobre Helmud. Il Capitano ya no aguanta más. Deja la linterna en el suelo, se echa hacia atrás, echando el peso contra Helmud y empieza a disparar a los pájaros; algunos caen al suelo en una lluvia de sangre y plumas, mientras que otros se refugian en los árboles.
Al poco tiempo los rodea un círculo de búhos muertos, con el haz de la linterna perdiéndose en la distancia sobre el suelo duro.
—¿Qué mierda le ha disparado al bicho ese? —pregunta Il Capitano sin aliento.
—¿Qué mierda?
Y entonces la caja negra asoma por el suelo iluminado como si apareciera bajo los focos de un escenario.
—¿Has sido tú?
La luz de Fignan parece asentir. Sí.
Es buena señal que la caja haya llegado hasta allí. Il Capitano respira hondo, casi demasiado esperanzado como para preguntar:
—¿Pressia y Bradwell están vivos?
Fignan no se mueve: no lo sabe.