Niñas fantasma
Han estado siguiendo el río por la orilla, donde las cañas están bastante crecidas. De vez en cuando gruñe una alimaña por el cañaveral y antes ha visto un hocico oscuro y luego el resplandor pasajero de unos dientes. Bradwell dice saber por dónde cubre menos el agua para atravesarla, pero todavía no ha encontrado el sitio y se están quedando sin luz. El río es profundo y oscuro. Ríos… ¿Había visto alguno antes? ¿Tiene algún recuerdo propio de ese en concreto? Casi puede sentirlo, al mismo tiempo que lo teme. De haber un recuerdo, no está segura de querer desenterrarlo.
Sopla un viento fuerte y frío que hace que las cañas, recubiertas por una fina capa de escarcha, repiquen entre sí. Junto a la orilla, donde no está tan compacto por el frío, el lodo se traga las botas de Pressia, como si fuese algo vivo, algo con tentáculos. Bradwell lleva a Fignan bajo el brazo y los dos mapas, sucios y arrugados ya, remetidos por el cinturón.
La corriente es rápida, y eso hace que se acuerde de las niñas fantasma.
—Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre. ¿Quién puede salvarlas de este mundo? —canta.
—¿Sabías que en el puesto al que nos dirigimos estaba el internado al que iban las niñas de la canción?
—¿De verdad?
—He oído que por aquí la cosa se puso fea. Bueno, vamos, como en todos los sitios donde había agua: piscinas, estanques de campos de golf, ríos como este. —Las cañas repiquetean y un pequeño cuerpo peludo se desliza por el sotobosque.
Pressia lo sabe por lo que le han contado. Todo el mundo se fue hacia el agua —en una procesión de muertos— porque había tornados violentos y el mundo, durante un buen rato, se convirtió en un polvorín, con todo incendiado. La gente buscó refugio en el agua —como las niñas fantasma— y los ríos se saturaron de cuerpos que, quemados y ensangrentados, fueron a morir allí. Pero no recuerda nada de eso, nada de nada. Mira hacia el otro lado del río y pregunta:
—¿Sabes lo que me gustaría saber? Si sé nadar. Es algo que uno debería saber sobre sí mismo, ¿no te parece?
—Sí, la verdad.
No muy lejos rondan otras siluetas oscuras y se oyen gruñidos por aquí y por allá.
Bradwell se vuelve y le dice a Pressia:
—¿Te gustaría averiguarlo?
—¿Nadando? ¿Estás loco? El agua está congelada. ¿Por dónde se podía cruzar?
—Sí, bueno, en cuanto a eso, la verdad es que no sé seguro si está a dos kilómetros por delante o a dos por detrás. Y no es por nada pero estas alimañas nos están dando un ultimátum.
—Yo no pienso meterme en esa agua helada, por mucho que sepa nadar. ¡Moriríamos de frío!
Corriente arriba las cañas entrechocan y un animalillo espigado corretea entre ellas. Los gruñidos van a más.
Bradwell empieza a desatarse las botas.
—Lo más probable es que nos coma lo que quiera que esté gruñendo por ahí.
—¿Qué son? —susurra Pressia.
—No sé, pero están cabreados. ¿Ves aquel techado de chapa? —le pregunta Bradwell.
Pressia entorna los ojos para ver mejor y distingue a duras penas el borde de un tejado a través de los árboles.
—¿Eso es el puesto avanzado?
—Exacto.
—¿Habrá construido alguien un puente o algo parecido?
—¿Quiénes?, ¿los castores?
—Quien sea.
—¿Tú ves alguno?
—A lo mejor si gritamos nos oye alguien del puesto.
—¿Con el sonido del río? Y además, ¿qué iban a hacer aunque nos oyesen? ¿Juntar las manos y hacernos un puente para que crucemos?
Un puente de cuerpos, un río… Eso es un recuerdo. Siente un mareo y la saliva se le espesa en la boca. Se agacha y escupe.
—¿Te pasa algo?
—No, estoy bien.
—Pues no lo parece.
—Pues lo estoy.
«Abrazaron el agua para curarse, para que sus heridas cicatrizasen, para curarse. Muertas ahogadas, la piel pelada, la piel toda perlada, la piel pelada». En la cabeza ve a las niñas fantasma, cogidas de la mano, llevándose a ciegas las unas a las otras y cantando las canciones de la escuela. Cuerpos de agua, cadáveres. Bradwell lo ha dicho antes: «Bueno, ya se sabe, como en todos los sitios donde había agua: piscinas, estanques de campos de golf, ríos como este». ¿Lo sabe ella?
—Mira. —Bradwell se quita el chaquetón—. Si te limitas a flotar, yo te cruzo.
«A ciegas van marchando con las voces cantando, las voces implorando, las voces cantando. Las oímos hasta que nos pitan los oídos, nos gritan los oídos, nos pitan los oídos». Pressia mira a su alrededor y ve que todos los arbustos adoptan el aspecto agazapado de pequeños animales. No quiere pensar en flotar en un río. ¿No es así como surgieron a la superficie los cuerpos de las niñas al morir?
—Se van a mojar los mapas.
—Sí, pero están pintados a lápiz, no a boli, que es peor.
Se quita también la camisa, tal vez para moverse mejor en el agua. Tiene el pecho más ancho y musculoso de lo que recordaba. Ya se le han curado las heridas que tenía en los hombros y le han dejado unas cicatrices rosadas. Es hermoso y fuerte, y ser fuerte lo hace más hermoso aún. Oye el aleteo de los pájaros pero no los ve. ¿Está con la espalda hacia el bosque porque no quiere que ella los vea? Aunque nunca lo admitiría, probablemente sea verdad.
—Deberías quitarte todo lo que lleves de peso, para que no te hundas. —Se desabrocha el cinturón pero se detiene y se frota los brazos con brío.
Fignan avanza hasta el borde del agua y mete los brazos y las ruedas. De los lados le salen otros apéndices delgados y palmeados, que parecen delicados pero fuertes.
—¿Crees que Fignan sobrevivirá?
—Lo diseñaron para sobrevivir un apocalipsis. Los más delicados somos nosotros. —Los más delicados. Vuelve a pensar en las niñas fantasma, tan delicadas ellas—. ¿Estás lista?
Pressia mira el agua y ve un remolino que desaparece al punto. Se acuerda del sueño febril que tenía de pequeña, de todo el horror que la rodeaba y de que contaba los postes de teléfono; y cuando no quedaban más, el abuelo le decía que cerrase los ojos y se imaginara más postes que contar. «Itchy knee. Sun, she go».
—¿Lo único que tengo que hacer es mantenerme a flote?
La vibración de los gruñidos reverbera por el cañaveral y Pressia ve docenas de ojos brillantes, hocicos y dientes.
—Sí —dice Bradwell mirando a las bestias—. Solo tienes que mantener la calma, relajarte y flotar. Yo me encargo de lo demás.
Pressia se quita el abrigo, se desata rápidamente las botas y se las quita tirando de los talones llenos de barro frío.
Bradwell se despoja también de los pantalones; por debajo lleva otros cortos y sueltos. Luego coge el cinturón y los mapas y se los ciñe con fuerza a la barriga.
—Dices muy en serio lo de no hundirse por el peso.
—Sí.
El chico se va metiendo en el agua y contrae la cara por el dolor del frío. Ahora sí ve los pájaros, con sus plumas brillantes y sus patitas naranja intenso. Aves acuáticas.
—Los viales —recuerda Pressia, y se asegura de que sigan intactos.
—Venga, vamos.
Una de las alimañas se ha acercado a la orilla y tiene un pelaje brillante que semeja la melena de un león. El gruñido es bajo y bronco. Pressia mira de nuevo a la orilla y la cabellera sedosa de la alimaña se abre en dos como un telón y de ella surge entonces un brazo humano, delgado y oscuro… ¿será una niña fantasma? No, son un mito. Un mito. Entra de espaldas en el agua helada, que se arremolina en torno a sus piernas. Está tan fría que quema. Todavía con los brazos por encima de la cabeza, el agua le llega ya a la cintura. Bradwell la coge de la mano, con fuerza y firmeza. Pega por fin un saltito con los pies y siente que flota.
—Deja que el agua te lleve, yo voy a tu lado.
El chico le pasa el brazo mojado y desnudo por la cintura y tira de ella desde la barriga. A su vez ella coloca un brazo levemente por el cuello de él y alza las piernas. Empieza a no sentir la piel.
Fignan avanza por el agua y hace vibrar las extremidades palmeadas antes de desaparecer en las profundidades.
Pressia va aguantando la respiración, con la barbilla hacia arriba. Bradwell se aleja del lecho del río y empieza a impulsarse con las piernas.
—Si te sientes inspirada, puedes impulsarte tú también.
Cuando mueve las piernas siente un mareo y suelta el aire, pero vuelve a aspirar rápidamente. Le gustaría haberse quitado más ropa; le pesa mucho.
—Lo estás haciendo muy bien —le dice Bradwell entre resuellos.
Pero entonces Pressia nota que algo le roza las piernas, las sube hasta el pecho y se agarra con más fuerza al cuello de Bradwell.
—¡Hay algo ahí abajo!
—Será un pez, no te preocupes.
Por la forma en que le ve escrutar las aguas, Pressia comprende que también él está asustado. El agua, sin embargo, está demasiado oscura y turbia para ver nada.
—No —le dice—, no se parecía en nada a un pez.
Las niñas fantasma. ¿Y si están ahí rodeándolos, por todo el bosque, convertidas en alimañas, entre las cañas y bajo el agua?
—¡Mueve las piernas! —le grita Bradwell.
—No puedo.
—¡No me aprietes tanto el cuello!
Pero vuelve a sentir el roce en las piernas y esta vez nota como si una mano le rodeara el tobillo por unos instantes antes de volver a soltarla.
Grita y agarra a Bradwell con tanta fuerza que hunde su cabeza en el agua; se apoya en él para mantenerse a flote, trepando por su cuerpo y a la vez hundiéndolo más. Lo hace llevada por el instinto. ¿Está ahogándolo? Siente que el pánico se apodera de ella y grita el nombre del chico. Ahora también ella se hunde, y de pronto está sorda, ciega y sin aire.
Bracea con fuerza y sube a la superficie, jadea y golpea el agua con el puño de muñeca, pero se hunde de nuevo. Aunque tiene los ojos bien abiertos, lo único que ve es una oscuridad de ojos desencajados, mientras que un rumor apacible le embarga los oídos. Trata de abrirse camino hasta la superficie pero cuanto más mueve brazos y piernas, más se hunde en el agua helada. Con el aire atrapado en los pulmones siente el pecho como una cavidad que se helase de fuera hacia adentro.
¿Puede congelársele el corazón antes de llegar a hundirse? La piel se le volvería escarcha y el pelo y las ropas se le pondría tiesos. Su cuerpo, azul y muerto, se vería arrastrado hasta mar abierto. «Itchy knee —vuelven a aparecérsele las palabras de su sueño—, sun, she go».
Tiene la sensación de que van a estallarle los pulmones, y justo entonces ve en la cabeza una masa de agua justo después de las Detonaciones, una imagen que le cruza la mente. Un puente quebrado por encima y, por debajo, otro puente, pero de cadáveres. El abuelo le dijo que no podían pasar a nado. Ahora lo recuerda todo: tuvieron que gatear por encima de los cuerpos y, para eso, no podía contar; para eso, no valía lo de recitar ese «itchy knee, sun, she go», ni tampoco cerrar los ojos. Tenía que llegar al otro lado, a gatas, por encima de los cadáveres. Recuerda ahora cómo cedían los cuerpos bajo ella debido a su peso. Encaja con su sueño de contar postes incendiados, cables eléctricos sueltos, cuerpos sin cabeza, perros sin patas, una vaca calcinada. No son elementos de ningún sueño; los cuerpos del agua no eran ningún sueño, es un recuerdo, uno propio. El pánico va a más: el río se la tragará, nunca la dejará ir. Le duelen y le queman los pulmones. Podría abrir la boca y dejar que entre el agua hasta hundirse del todo.
Y podría hacer que pasase ahora mismo.
Cierra los ojos a la oscuridad y se encuentra con más oscuridad. ¿Dónde está Bradwell? ¿Se habrá muerto ya? ¿Acabarán los cuerpos de los dos en el mismo océano vidrioso?
Y entonces, desde abajo, siente una presión, como dos manos en la espalda, y luego otra mano que la coge del puño de muñeca y tira de ella. Pressia intenta zafarse pero se da cuenta entonces de que tal vez estén rescatándola, y que quizás esas manos la devuelvan a la superficie. Las niñas fantasma… Se las imagina con el pelo bailándoles por la cara y las camisas del uniforme rizándose con el agua.
Por fin sale a flote y coge todo el aire que puede, entre pinchazos y espasmos. Roza el suelo del río con un pie y lo apoya con todo su peso, el agua todavía arremolinada a su alrededor. Jadea y tose.
Oye que la llaman por su nombre, y es la voz de Bradwell. Acto seguido lo oye chapotear hacia donde está, sin parar de repetir su nombre. La coge en brazos y la lleva hasta la orilla, donde se deja caer, todo mojado, con los mapas empapados contra el barro. Las plumas de los pájaros de la espalda están llenas de gotitas y el pecho y los brazos le brillan.
Pressia tose y le recorre en el acto un profundo escalofrío que la hace sentirse inerte, pesada, agotada. Tiene la camisa y los pantalones pegados a la piel y congelados. Parpadea mirando el borrón de luna y luego la cara de Bradwell, su hermosa cara.
Este le aparta el cabello mojado de la mejilla y le dice:
—Respira, no dejes de respirar.
Pressia alarga la mano y la lleva a la mejilla marcada y fría del chico.
—No te he matado —le dice.
—No, yo creía que te había perdido.
—Yo creía que habíamos muerto los dos.
—Ha sido culpa mía. —Tiene las pestañas mojadas y negras y le cae agua desde la mejilla al cuello.
—Me han salvado.
—¿Quiénes?
—Las niñas fantasma. —Sabe que puede parecer una locura, pero todo se ha emborronado en el recuerdo y podría hasta ser verdad.
Fignan emite un pitido desde la orilla e ilumina las caras con su luz como si se alegrara de verlos.
—Está bien, Fignan, está viva —le dice Bradwell sin dejar de frotarle los brazos—. Te pondrás bien. Estaba demasiado fría.
Pressia está tiritando y sus respiraciones son cortas y rápidas.
—Estoy bien —dice, pero las palabras suenan lentas y rígidas en su boca y no siente que le esté frotando los brazos; es como si la piel se le hubiese vuelto toda de goma, igual que la cabeza de muñeca, y sus terminaciones nerviosas hubiesen muerto.
—Tenemos que resguardarte de este viento.
Le coge el brazo y se lo pasa por el hombro para ponerla en pie. No es capaz de estirar las rodillas para aguantar su propio peso, de modo que Bradwell se agacha, la levanta en brazos y la acurruca contra su pecho.
—Lo siento —dice Pressia…, por ser una carga, pero es incapaz de terminar la frase. La mandíbula le traquetea y le rechinan los dientes. Está tiritando tan fuerte que cada vez resulta más difícil llevarla. ¿Será posible que la hayan salvado las niñas fantasma para ahora morir de frío? Sabe que le ha bajado la temperatura corporal, que ha estado demasiado tiempo en el agua helada. El viento arrecia con mucha fuerza y siente que la ropa le pesa como si fuesen compresas frías. Cuando de pequeña estaba cruzando el río de cadáveres, lo único que quería era una compresa fría contra la piel, y ahora resulta que así es como va a morir.
Están avanzando entre los árboles, Fignan iluminando el sendero estrecho y Bradwell pisándole los talones. Él también está temblando, lo nota por debajo de los brazos, y en su recorrido tambaleante.
—Lo siento —repite Pressia.
—No digas eso.
Bradwell tropieza y aterriza en el suelo con un buen golpe. Sin embargo, se pone de rodillas y vuelve a levantarla con un pulso bastante inestable. Avanza a duras penas, con la piel desnuda rojísima.
—Pressia —le dice. La chica lo mira, contemplando sus mandíbulas recias, su cabeza mojada, esos ojos oscuros—. Piensa en algo caliente —susurra—, piensa en calor, en algo bueno. —Pressia nota que está asustado, que se le entrecorta la respiración.
Se acuerda entonces de cuando Bradwell le dio la mariposa mecánica, la que había recuperado de su antigua casa, y le dijo que le había parecido un milagro que algo tan bonito hubiese sobrevivido. No sabe cómo se las arregla Bradwell, pero siempre consigue que se sonroje. Es un recuerdo cálido, caluroso, bueno. Se lo diría si fuese capaz de articular las palabras.
Bradwell vuelve a caerse y esta vez maldice entre dientes. Intenta levantarla de nuevo pero no puede. El suelo está duro y frío.
—Fignan, sigue tú. No dejes el camino hasta llegar al puesto avanzado. ¿Crees que podrás? ¿Me entiendes? Busca ayuda.
Pressia oye el motor de Fignan que se va perdiendo por el camino. Duda, sin embargo, que sea capaz de encontrar a alguien, y menos aún de que vuelva con ayuda para rescatarlos.
Bradwell se acerca a un soto rodeado por matorral espeso y una gruesa capa de hojas caídas. Escarba y prepara un hueco para abrigarla.
—No puedes quedarte con esa ropa helada. Tienes que mantenerte con vida. ¿Me oyes? No puedo llevarte más lejos.
La chica asiente, pero ve su cara a pedazos: primero una ceja, luego los labios y por último las manos. Tiene que mantenerse con vida.
Bradwell le desabrocha los pantalones con dedos temblorosos y tira de ellos para quitárselos. Cuando le pasa la camisa por la cabeza, Pressia se nota los brazos muy débiles. A continuación el chico se tiende de costado, para no aplastar los pájaros y absorber así el frío de la tierra, rodea ambos cuerpos con hojas y envuelve a Pressia entre sus brazos. Los pájaros apenas parpadean, no se mueven.
Así como están, con las costillas de uno frente a las del otro, Pressia se los imagina trabados entre sí, con las costillas enganchadas. Respiran aceleradamente y de sus labios morados surgen nubes blancas. Con la mejilla contra el pecho de Bradwell, el chico no para de frotarle la espalda y los brazos, aunque sus movimientos son espasmódicos, pero se van ralentizando. Le aparta el cabello mojado y frío de la piel y le dice:
—Tienes que vivir. Di algo. Habla.
Quiere decirle que preferiría morir aquí que sin él en el río helado. Le gustaría decirle que si mueren ahora, es probable que queden trabados para siempre, costilla con costilla, helados, y, cuando llegue el deshielo, la hierba y las plantas y todo el musgo del bosque los cubrirán.
—¿Pressia? Háblame.
¿Puedes hablar? ¿Puede? Rememora la escena de cuando era pequeña y cruzaba el río lleno de cadáveres. ¿Podía hablar entonces? Decía palabras que nadie entendía y, al mismo tiempo, no las tenía para las cosas que veía y sentía: cómo cede un cuerpo cuando pones tu peso encima y aplasta a otro por debajo.
—Itchy knee —susurra sin dejar de castañetear los dientes.
—¿Itchy knee? —repite Bradwell, y entonces, como si hubiese desentrañado un misterio de la mente de ella, como si le leyera los pensamientos, dice—: Itchy knee, ¿sun she go?
No sabe lo que significa ni cómo ha podido llegar a entenderlo él. Asiente aunque parece más como un tic de la cabeza.
—Itchy knee, sun, she go.
Lo repiten a coro:
—Itchy knee, sun, she go.