Perdiz

Baja

Todavía tendido boca arriba, Perdiz abre los ojos a la hondonada de cenizas que es el cielo nocturno, y que se le antoja inmenso, como un océano de nubes. La luna arroja una luz tenue. Cuando Lyda ha susurrado su adiós, él estaba pensando lo mismo: adiós a este mundo, a sus cenizas, a su cielo, su viento. El mundo fuera de la Cúpula tiene un pulso propio y salvaje, un corazón con un bombeo atroz que hace que lo sientas todo, incluso el aire, rabiosamente vivo. No tiene ganas de volver al aire cerrado y viciado de la Cúpula, a la puntualidad, la limpieza inmaculada, toda esa hipocresía de buenos modales. Con todo y con eso, le encantaría estar con Lyda arropado en una cama de verdad.

Ella ya se ha vestido y está en el borde de la pared, que le llega por la cintura. Parece estar mirando por la proa de un barco muy alto.

Se incorpora entonces y se viste. La llama por su nombre pero la chica no se vuelve.

Perdiz coge la cazadora y va hacia ella, le pasa las manos por la cintura y la besa en la mejilla.

—¿Quieres mi cazadora? —le ofrece.

—Estoy bien.

—Deberías ponértela. —Se la quita y se la echa a la chica por los hombros.

—Queda poco tiempo; acabo de ver a Hastings —le anuncia Lyda.

—¿Dónde?

—Estaba por los escombros de las cárceles, él solo. Es posible que se haya separado del resto y esté buscándote.

—Tal vez sea él quien nos lleve dentro. La verdad es que lo prefiero a Wellingsly, ni que decir tiene. Y es posible que le venga bien para su reputación ser él quien me entregue.

—Él no nos va a llevar dentro —le dice Lyda.

—¿Qué quieres decir?

—A nosotros no. —Se zafa del abrazo del chico.

—No te entiendo.

—No voy a ir contigo —le susurra.

—Pero vamos a volver juntos.

—Yo no puedo.

—Estarás conmigo, y me aseguraré de que estés a salvo.

—Es por eso —le dice con lágrimas en los ojos y una voz que ahora suena desesperada—: ya no quiero que me proteja nadie.

Perdiz no la cree. No tiene sentido. Se queda mirando al paraje diezmado.

—Aquí fuera es de locos, una barbarie. Me aseguraría de que… —Está a punto de decirle que se aseguraría de que la cuidasen, pero se da cuenta de que tampoco es eso lo que quiere oír.

—También lo de allí dentro es una barbarie. La única diferencia es que en la Cúpula no lo reconocen abiertamente.

Tiene razón, no se lo puede negar. Ve cómo los terrones se levantan y vuelven a desaparecer en su errar justo por debajo de la superficie de la tierra. «Rastreo», es la palabra que le viene a la mente.

—Puede que tú no me necesites, pero ¿y si yo a ti sí?

—No puedo. —La voz es firme e inquebrantable, y lo sorprende.

—Pero ibas a venir conmigo… Le has dicho adiós a todo esto, lo he oído.

Lyda sacude la cabeza.

—No me estaba despidiendo de todo esto sino de ti.

Perdiz siente que se ahoga, como si le hubiesen pegado un puñetazo en el pecho. Mira hacia la cárcel derruida y ve un rayo de luz que sobrevuela las vigas caídas: es Hastings, abriéndose camino por las ruinas; se detiene, como si notase que alguien lo observa. Se vuelve y mira a Perdiz, iluminándole la cara y el pecho. Su antiguo compañero está dotado ahora de una visión excepcional y seguramente es capaz de verlo con gran detalle. Hastings se aparta el pelo de los ojos y luego vuelve sobre sus pasos, en dirección a la casa.

—Ya viene —dice Perdiz, que se vuelve y mira a Lyda, con las mejillas arreboladas por el frío, lo que hace que el azul de sus ojos sea más intenso aún—. ¿Qué puedo decir para que vengas? Dímelo. No te prometeré nada. —Le asusta la posibilidad de echarse a llorar.

—Vas a necesitar esto.

Cuando Lyda le pone la cazadora contra el pecho, por un momento se niega a cogerla, como si así fuese a quedarse con él, por un abrigo que no puede devolver. Por fin la coge y aparta la mirada. Lyda lo besa en la mejilla.

—No deberías quedarte aquí sola.

—Las madres vendrán a por mí.

Oye el sonido de su propio corazón y, al poco, las botas de Hastings por la planta baja. Rebusca en el bolsillo de la cazadora y saca la caja de música.

—Toma. —Al principio la chica ni siquiera levanta las manos, pero luego lo mira a los ojos—. Por favor —insiste Perdiz.

Lyda por fin la coge.

—¡Ya bajo! —le grita a Hastings.

—Ten cuidado. No me fío de tu padre. Cualquiera sabe lo que puede hacerte.

—Nadie mejor que yo sabe que es imposible confiar en él —dice a la defensiva.

—Ya lo sé. Pero seguirás deseando que te quiera.

Es verdad, no puede negárselo. Y eso es justo lo que le hace tan vulnerable.

—Tú habrás dicho ya tu adiós, pero yo no pienso despedirme, porque volveremos a vernos. No me cabe ninguna duda. —Y entonces, al no poder soportar la idea de que ella lo abandone, vuelve a gritarle a Hastings y baja corriendo las escaleras.