Il Capitano

Canta, canta, ¡canta!

Van serpenteando colina arriba entre árboles y más árboles. Il Capitano oye el río, casi lo huele, mientras sigue a Wilda, sin parar de escrutar por doquier, a pesar de que tiene la vista nublada por el sudor y el maldito dolor, que intenta invocar el viejo suplicio de las Detonaciones, pero lo manda callar. Algunos fueron pulverizados tan rápidamente que sus cuerpos apenas dejaron una mancha oscura; otros se calcinaron sin más. Después de las Detonaciones encontró a una mujer en su patio doblada sobre las jaulas de conejos derretidas, una estatua de carbón compacto; cuando alargó la mano y la tocó, con la esperanza de que se volviese para mirarlo, en lugar de eso, a la mujer se le desgajó un trozo de hombro que cayó al suelo en una nube de ceniza y él se quedó con los dedos manchados de gris. Había tenido suerte de no quedar calcinado, y también de no haber bebido de la lluvia negra a pesar de estar muriéndose de sed. Encontró un viejo depósito de agua y Helmud y él bebieron de ahí; por eso no murió como muchos al cabo de unos días podrido por dentro. Ambos enfermaron y estuvieron débiles durante un tiempo, pero comieron mandarinas en lata, como las que su madre solía ponerles de postre, con manzana y coco rallado por encima.

El dolor está abriéndose camino por todo su cuerpo, y ahora siente una opresión en el pecho, con el corazón a toda máquina. Tiene que apoyarse en una gruesa rama de abeto para no perder el equilibrio. Recuerda otro tipo de sufrimiento, como el de perder a alguien. Su madre. La bolsita de coco rallado, grumoso en los dientes y dulce en la lengua.

Gruñe y Helmud lo imita.

Il Capitano toca a la niña en el hombro y le dice:

—Por allí.

Dejan atrás abetos y más abetos, hasta que por fin aparece la brecha del río, que por esa parte es demasiado profundo pero que algo más arriba puede vadearse. Van siguiendo la orilla hasta que Il Capitano se detiene y le dice a Wilda:

—Tendré que llevarte en brazos.

La niña lo mira y le tiende las manos. Cuando la aúpa siente un dolor brutal; con todo, resulta extraño pero en cuanto la pequeña se agarra a su pecho, encuentra un nuevo equilibrio, un contrapeso a Helmud en su espalda. El agua está gélida y no tarda en colársele por las botas y más arriba, por el pantalón. En cuanto el frío helado llega a las heridas provocadas por la araña robot, se pregunta si el agua puede acabar con el bicho; a lo mejor es tan simple como eso.

Aquel pensamiento le sirve de estímulo para llegar hasta la otra orilla, donde apea a Wilda y luego se mira la pantorrilla. Cuando la niña está distraída, se sube la pernera del pantalón, que ha quedado ennegrecida por la sangre reseca. Siente tales pinchazos en los ojos que tiene que parpadear y entornarlos. El agua no ha podido con ella; en el cronómetro se sigue leyendo: «1:12:04… 1:12:03… 1:12:02».

Queda poco para que oscurezca del todo, con el sol escondiéndose entre los árboles.

—Helmud —le dice a su hermano—, voy a intentar llegar, pero si no lo consigo tenemos que llevar a la niña a…

—No —le dice Helmud, y esa es una de las pocas veces en que Helmud no hace de eco.

Su hermano parece saber que tiene intención de tirar la toalla y quiere evitarlo. Aquello pasa pocas veces, pero cuando ocurre lo llena de vida, porque es como si le devolviesen a su hermano, al muchacho que enterraba armas con él, el chaval avispado que además cantaba.

—Vale —concede Il Capitano. Lo cierto es que si él muere su hermano también. Quiere contarle lo que está pasando, decírselo en voz alta, aunque solo sea para que alguien le ayude a sobrellevar la carga emocional. Pero Helmud ya sabe lo que se están jugando.

En realidad, si no hubiese sido por él, es probable que Il Capitano no hubiese llegado hasta allí; ya se habría rendido si no tuviese a nadie a quien proteger, aunque fuese de aquella forma retorcida suya, con ese amor-odio típico de él.

Se aparta del árbol donde está apoyado y sigue en camino. Tiene que conseguir al menos llegar a salvo al puesto de avanzada, antes de que explote la araña. Le gustaría llegar con tiempo para intentar desactivarla pero lo más probable es que la detone en el intento y los mate a los dos.

Wilda lo mira expectante.

—No queda mucho. Tenemos que seguir la linde del bosque, bordeando el prado, y por último torcer a la derecha. Después de eso veremos el tejado del puesto. La niña se adelanta por el sendero estrecho y él la va siguiendo como puede. Cada paso es más martirizante que el anterior y cada vez se va quedando más atrás. Tal vez debería dejar que siga ella sola; quizás eso sea todo lo lejos que puede llegar.

Las rodillas le fallan entonces, se tambalea y se coge a un árbol. Se deja caer y aterriza con la pierna mala estirada hacia un lado. Helmud se agarra con fuerza del cuello.

Wilda vuelve corriendo hasta ellos.

—Vas a tener que echar a correr tú sola —le explica Il Capitano—. Y no vayas a volverte. —Le preocupan los soldados de la ORS que vigilan el puesto: si la oyen correr, abrirán fuego—. ¿Sabes cantar?

La pequeña se encoge de hombros.

—Ve cantando el mensaje mientras corres, canta durante todo el camino. ¡Canta!

La niña se da media vuelta y echa a correr entre los árboles, sorteando los arbustos. Il Capitano ve destellos del vestido entre la espesura que al poco desaparecen. No está cantando.

—¡Canta! —le grita con todo el aliento que le queda—. ¡Canta o te dispararán!

—¡Te dispararán! —reverbera Helmud. Aunque, en realidad, puede que le disparen igualmente.

Por Dios, sigue sin cantar. «Canta, canta, ¡canta!», le ruega Il Capitano para sus adentros.

Y justo cuando asume que la pobre no puede, se oye una voz, límpida, dulce y melódica:

—¡Queremos que nos devolváis a nuestro hijo! —canta Wilda, y le recuerda la voz de Helmud de pequeño, en el Antes, la voz angelical. A veces hacía llorar a su madre—. ¡La niña es la prueba de que podemos salvaros a todos! —Wilda sostiene la última nota, que reverbera por los árboles.

Il Capitano cierra los ojos y se deja llevar por la canción. «Queremos que nos devolváis a nuestro hijo»… Y él también quiere que lo devuelvan, al coco y las mandarinas, a su madre mezclándolo todo en una fuente. Devolver, devolver. Siente un tirón en el pantalón. «Me duele —le diría a su madre si estuviese allí—. Me duele mucho».

Abre los ojos como un resorte y ve por un momento la cara de Helmud cabeceando en su campo de visión. Su hermano está tramando algo a sus espaldas… Y entonces lo oye abrir la navaja con un chasquido y ve la hoja destellante.

—No, Helmud, por Dios, no —acierta a decir Il Capitano entre gruñidos de dolor—. ¿Crees que puedes quitarme con eso la araña de la pierna, como si fuese un trozo de madera que pudieses tallar?

—Como si fuese un trozo de madera —dice con toda la calma Helmud.

—Es demasiado peligroso. ¿Y si activas el explosivo? ¿Y si…?

—¿Y si…?

Tiene razón, no hay nada que perder.

—Santo Dios, Helmud…

—¡Dios Helmud!

Por una vez su vida está en manos de su hermano, y no hay más vuelta de hoja.

—La niña se ha alejado ya, ¿verdad? No quiero que nos vea.

—La niña se ha alejado.

Il Capitano deja caer la cabeza.

—Vale.

Helmud se contorsiona a su alrededor. Tiene los brazos lo suficientemente largos para aplicar presión sobre el tobillo de Il Capitano y agarrarlo con fuerza. Siente una brisa y al punto un dolor tan agudo que tiene que pegar un puñetazo contra el suelo.

—¡Mecachis! —grita Il Capitano.

Esta vez su hermano se queda con solo una parte de la palabra:

—Chis, chis, chis. —Y sigue escarba que te escarba…