Bronce
La casa está apuntalada por una chimenea por un lado y por el otro por una escalera. Las paredes exteriores han desaparecido en su mayor parte y han dejado la casa a la intemperie. Hay un piano sin teclas, cuerdas ni pedales: parece una carroña destripada. Oye a alguien por detrás y se vuelve para descubrir que se trata de Perdiz, de él única y exclusivamente. Están a solas.
—¿Nos han seguido? —le pregunta. El corazón le late a todo trapo pero, por alguna extraña razón, se siente tranquila.
—No lo creo. —Perdiz pone la mano en un marco de ventana agrietado—. Puede que fuese la casa del vigilante. Algunos vivían cerca de las cárceles, en casas grandes y hermosas.
Lyda hace un esfuerzo por imaginarse hermosa aquella casa desolada.
Suben las escaleras, que han sobrevivido a un incendio, tal y como se deduce por las manchas de hollín negro de las paredes. El pasamanos está caído sobre las escaleras, inservible ya, y la capa sedosa de ceniza hace que los escalones resbalen.
—¿Adónde vamos? —le pregunta Perdiz.
—Arriba.
En la tercera planta no hay más techo que el cielo. «Un tejado de aire», piensa. Lyda echará de menos el cielo, incluso uno ensombrecido como ese. Y el viento, el aire y el frío… Las paredes están prácticamente derruidas y en la habitación no hay nada salvo una base de cama de bronce, alta y con dosel. Aquel armazón es un pequeño milagro; del colchón, las sábanas, la manta o los faldones no queda rastro, se fueron con el tejado o con la rapiña. Pero la estructura de bronce recubierta de hollín ha permanecido allí intacta.
Lyda frota la bola de bronce de una esquina y ve su propio reflejo y, por detrás a Perdiz, redondeado.
—Parece un regalo —comenta.
—A lo mejor es por Navidad —contesta el chico.
Pasa por encima del marco de la cama, se queda en el hueco del colchón y dice:
—Puede ser.
Después se sienta y, a cámara lenta, se echa hacia atrás como la que se recuesta entre mantas mullidas.
—¿Y cómo vamos a regresar ahora a la Cúpula? —le pregunta Perdiz.
Lyda no quiere hablar del tema en esos momentos.
—Tenemos que esperar a que se acabe la batalla. No podemos hacer nada hasta que desaparezcan los soldados y los terrones. —Sonríe y añade—: Hay que mullir las almohadas.
Perdiz pasa al hueco del colchón y hace como que coge una almohada, le da unos golpecitos para ahuecarla y se la tiende a Lyda.
—Compártela conmigo —le dice esta, haciendo como que la pone encima de la cama.
El chico se recuesta a su lado y, codo con codo, se quedan mirando las nubes.
Perdiz se gira hacia ella y le dice:
—Lyda
Y ella lo besa, porque no quiere oír nada de lo que tiene que decirle. Están en este mundo ventoso en una casa sin techo sobre una cama que ya no es una cama. No hay ni carabinas de la Cúpula ni madres que los vigilen, están solos. Nadie sabe dónde se han escondido, absolutamente nadie. Ni siquiera tienen por qué existir: están en medio de una fantasía.
Siente la boca de Perdiz en la suya y luego en el cuello. Su aliento caliente hace que le recorran escalofríos por la piel.
Se quita el abrigo. Están los botones delicados y pequeños de sus camisas, y luego ya no están. Cuando la piel del chico roza la suya, le sorprende lo caliente que está. ¿Cómo puede existir tal calidez con aquel viento tan frío?
Se abrigan con la cazadora de él. Frotan los cuerpos entre sí, y le sorprende lo bien que sienta todo: los labios de él en la oreja, el cuello, los hombros. Se siente acalorada, y no solo por las mejillas sino por todo el cuerpo. Es más, ¿cuál es la diferencia entre su cuerpo y el de él? Es todo una amalgama de carne, recorrida por un hormigueo como si acabase de nacer.
La pátina de cera del suero se vuelve pegajosa. ¿Es eso lo que se supone que hacen marido y mujer? Piensa en las clases de higiene de la academia femenina: «Un corazón feliz es un corazón sano». Aunque nada le contaban del sexo ni el amor, algo sabe, por lo poco de ciencias que se les permitía saber a las chicas, y por lo que algunas madres susurraban a sus hijas y estas a su vez a sus amigas, un boca a boca tan dilatado que cualquiera sabía lo que era verdad y lo que era mentira. Perdiz se quita el resto de la ropa y Lyda lo imita. No les queda nada sobre la piel. ¿Está ocurriendo de verdad? Se han quedado por fin a solas, sin nadie que los vea ni los vigile, y siente algo parecido al hambre, aunque no es exactamente eso. Le encanta sentir los labios de él en los suyos. Le pasa la mano por el pelo y lo rodea con brazos y piernas.
Perdiz se echa hacia atrás y la mira sorprendido, casi asustado.
—¿Estás segura? —le pregunta.
No sabe a qué se refiere. ¿Si está segura de volver a la Cúpula con él? No sabía que tuviese otra opción. Aunque claro que la tiene, no está en la academia femenina: esto son la tierra y el cielo reales y ella una moradora de ellos. Tal vez pueda quedarse, pero no quiere fastidiar el momento contándole que si no es obligatorio, no volverá.
—Sí, seguro. —Ya se lo explicará luego. ¿Por qué desperdiciar un tiempo precioso?
Y entonces entra en ella; siente un dolor agudo y breve y luego una presión, una expansión de sí misma, y deja escapar un jadeo.
—¿Quieres que pare? —le pregunta.
¿A eso se refería?, ¿a si estaba segura de hacer «aquello», algo de lo que solo sabe por rumores, historias de gruñidos animales, maridos, sangre y bebés?
Debería decirle que pare pero en realidad no quiere. Su piel, sus labios y sus cuerpos… ¿dónde acaba el de él y empieza el de ella? Están fusionados, esa es la imagen que le viene a la cabeza: ambos son puros pero fusionados entre sí. En ese momento lo ama, y todo le resulta tan cálido, húmedo, fascinante y nuevo que no quiere que termine.
—No pares —le susurra.
¿Y si esa es la última vez que se ven antes de separarse para siempre? Ahora que sabe que no lo acompañará se siente tan triste como liberada. Quiere ser su mujer, aunque solo sea en aquel momento, pues puede que sea el único que van a tener.
—Te quiero —le dice Perdiz—. Y siempre te querré.
—Y yo a ti —responde Lyda; le gusta cómo ha sonado.
Está segura de que hay sangre, y también de que aquello está mal pero, al mismo tiempo, no quiere hacer nada distinto. Perdiz se estremece y deja escapar un sonido suave; a continuación la atrae hacia él y la abraza con fuerza.
Lyda se queda mirando el cielo que hay más allá de las espaldas del chico, las nubes que surcan el cielo y la ceniza arremolinada, y se imagina viendo a los dos desde arriba, por encima de la casa sin techo, dos cuerpos engarzados en medio de una cama hueca con dosel.
Ya lo echa de menos, ya lo añora. Perdiz se va a ir y ella se va a quedar. ¿Qué será de los dos el uno sin el otro?
—Adiós. —Lo ha dicho en voz tan baja que no sabe si él la habrá oído o no.