Pressia

Chimenea

Niños de sótano, demasiados para contarlos. Y van pertrechados con armas de verdad. No han venido en misión de rescate: andan a la caza del monstruo de la quinta pantalla, de las Fuerzas Especiales. Pressia contempla cómo van deshaciéndose uno por uno de los soldados, mientras los terrones acechan y baten sus garras. Está escondida con Wilda detrás de las chimeneas medio derruidas, que tienen un extremo desgajado, hecho añicos como una gran bombilla.

Il Capitano la llama por su nombre.

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! —le responde Pressia.

Su amigo aparece con su hermano por un extremo de la chimenea; cojeando, se acerca y clava una rodilla en el suelo.

—¿Dónde está Bradwell? —pregunta.

—Ha ido a por Fignan y los mapas. Estamos esperándolo.

—Deberíamos salir de aquí mientras podamos. Yo llevo a Wilda. Bradwell sabe hacia dónde vamos, ya nos seguirá.

—No podemos dejarlo aquí —le dice Pressia, que mira hacia el otro lado del polvoriento y estrepitoso campo de batalla—. Por cierto, ¿qué te pasa en la pierna?

—No es nada, una vieja herida que ha vuelto para atormentarme.

—¿No habías dicho que te había dado un calambre en el gemelo?

—Pero era por la herida esa —le explica, y tose a continuación contra la parte interior del codo—. Este aire…, aquí si no nos asfixia un terrón, lo hará el aire.

Está ocultando algo. Mira a Helmud, que la contempla de hito en hito, asustado.

—Asfixia —dice—. Asfixia.

Pressia le mira la pierna a Il Capitano.

—Tienes sangre por el pantalón. Que yo sepa con los calambres no se sangra.

Alarga la mano para tocarle la pierna pero el otro se echa hacia atrás.

—Déjalo, no es nada.

—¿Nada? —pone en duda Helmud.

—Tienes que enseñármela —insiste la chica.

Il Capitano sacude la cabeza y alza la vista al cielo al tiempo que suelta una exhalación profunda. Y entonces Pressia lo entiende: tiene una araña.

—No… —susurra.

Il Capitano asiente.

—¿Llevas con ella desde la ciudad?

—Sí, me pilló justo delante del camión.

—Me pilló —repite Helmud; si su hermano explota, él irá detrás.

A Pressia se le encoge la garganta.

—¿Cuando me salvaste?

Al ver que el otro aparta la mirada, Pressia comprende en el acto que fue entonces, y la culpa se apodera de ella y la corroe. Alarga la mano y la pone sobre el pecho de Il Capitano, justo por encima del corazón.

—¿Cuánto tiempo os queda?

—Unas dos horas. Suficiente para llegar al puesto médico de avanzada.

La oleada de culpabilidad no tarda en ser superada por la rabia.

—¡Hemos desperdiciado un tiempo precioso! ¡Podríamos haberte llevado al médico del cuartel! Podríamos haber salido de la ciudad enseguida y…

—No —replica Il Capitano—. Os habría distraído a todos, habríais perdido el tiempo…

—Pero… —Pressia repasa todas las decisiones que han tomado en el vagón de metro— …tú has sido quien me ha convencido para que les dejásemos más tiempo a Perdiz y Bradwell para averiguar juntos lo de la caja y acabar los mapas…

—Como dije antes, a veces hay gente dispuesta a sacrificar la vida por el bien común. Y es cierto.

Se siente furiosa con él.

—Pero todavía hay tiempo, ¿no? Tenemos que llevarte…

La frase se ve interrumpida por una explosión descomunal. El extremo de la chimenea en ruinas explota hecho añicos en una nube de polvo. Pressia se ve impulsada hacia atrás y acribillada por docenas de trozos de cemento y mortero del tamaño de un puño, al tiempo que se le escapa de golpe el aire de los pulmones. Todo sonido es silenciado. Las Fuerzas Especiales están sacando la artillería pesada. Se pasa unos dedos nerviosos por los viales: siguen intactos. Se echa bocabajo y mira a su alrededor. Está todo lleno de humo y polvo.

—¡Wilda!

—¡Aquí! —Il Capitano la tiene cogida en brazos y la protege con su cuerpo.

Otro estallido hace temblar el suelo que los separa.

—¡Corred! —chilla Pressia—. ¡Llévatela de aquí!

Il Capitano se pone de pie y la chica le grita:

—¡Volveremos a vernos! ¡Esto no se acaba aquí! —No es posible.

Su amigo le devuelve una sonrisa triste, se vuelve y echa a correr como puede con la pierna mala. Mientras se alejan a través del humo, Helmud levanta un brazo escuálido para decirle adiós.

Siente como si se le fuese a desgarrar el pecho en cualquier momento. La araña se le clavó mientras la salvaba a ella, y ahora, ¿cuánto tiempo le queda? Intenta recordarlo, tiene que concentrarse. Parpadea para contener las lágrimas y contempla la escena de lucha.

Bradwell. ¡Tiene que encontrarlo!

¿Y dónde están Perdiz y Lyda? ¿Ya se los han llevado a la Cúpula?

Corre hasta el otro lado de la chimenea en ruinas pero le pesan las piernas. A unos sesenta metros hay un pequeño grupo con un movimiento frenético. Al principio cree que se trata de un amasoide pero luego comprende que son un puñado de niños de sótano que han arrastrado hasta allí a un recio y musculoso soldado de las Fuerzas Especiales muerto. Lo están destripando y desguazando de armas y repuestos. Siente asco, este mundo le repugna.

Bradwell. ¿Dónde se habrá metido? ¿Piensa volver alguna vez? ¿Y si lo han matado? Muerto.

A lo lejos los niños de sótano se ponen a discutir por lo que queda del soldado desguazado. En ese momento pasa silbando por en medio de la llanura algo pequeño y afilado que restalla contra el suelo.

Un dardo de jardín.

Y otro.

Han llegado las madres, que se han parapetado al otro lado de la trampilla. Lanzan una lluvia enloquecida de dardos, lanzas y flechas. ¿Por qué este ataque repentino? Pero entonces lo comprende: están cubriendo a Bradwell, que corre ahora hacia ella a través del polvo, con Fignan debajo de un brazo y los mapas enrollados bajo el otro. Vivo. El pecho se le hincha de repente, lleno de… ¿alivio?, ¿felicidad?

—¡Bradwell! ¡Aquí! —le grita.

Las balas gimen y estallan al dar contra la chimenea caída. El chico tiene las cejas llenas de polvo y la cara manchada de mugre. Pressia siente un gran alivio.

Pero entonces cae al suelo. ¿Lo habrá alcanzado una bala? Sigue con Fignan y los mapas bajo los brazos, pero un terrón lo tiene agarrado por una pierna y está clavándole la garra en el tobillo. Pressia corre hacia él todo lo rápido que puede, mientras Bradwell le pega fuertes puntapiés al terrón con la bota que tiene libre, al tiempo que clava los codos en el suelo para no verse arrastrado.

Pressia saca su cuchillo y lo hunde en el rizo de costillas que suben y bajan, en todo el corazón del terrón. Se oye un grito gutural seguido de un siseo cuando le quita la hoja del cuerpo.

A continuación ayuda a Bradwell a incorporarse, mientras justo entonces los restos de la chimenea vencida estallan y caen como lluvia. La artillería es ensordecedora.

Corren hacia unos árboles que hay a lo lejos, en el bosque por el que se va al río, y consiguen llegar a un antiguo edificio auxiliar de la prisión con cimientos de hormigón. Se detienen para coger aire.

—Il Capitano y Helmud —masculla Pressia—. Una araña. En la pantorrilla. Solo les quedan dos horas.

—¿Por qué no nos…?

—No quería distraernos.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Wilda?

—Se la ha llevado al puesto de avanzada, al otro lado del río.

—El río… Pressia nunca ha ido tan lejos.

—Me dijo que tú sabías cómo ir.

—Más o menos.

—¿Crees que lo lograrán?

—Ha mentido cuando le ha dicho a Il Capitano: «Volveremos a vernos. Esto no se acaba aquí». A él y a sí misma. Y él lo sabía, recuerda su mirada de resignación. Con su hermano a cuestas durante todos estos años, siempre ha aceptado la verdad de su vida, y ahora estaba haciendo lo mismo con la de su muerte.

—Lo hemos perdido —dice y siente como si fuese una parte de ella lo que hubiese perdido para siempre.

No era consciente de lo vacía, vulnerable y desorientada que le dejaría la idea de perderlo. Se lleva la mano a la garganta y mira hacia el otro lado del terreno polvoriento, donde el humo lo ha cubierto todo.

—¿Il Capitano? —dice Bradwell—. Yo que tú no contaría con ello.