Lanza
Perdiz coge del tirador y empuja hacia fuera. Cegado por la luz, nada más salir del túnel oye el chasquido de las armas. Una vez que sus ojos se acostumbran a la luminosidad, ve que todas le apuntan a él y levanta las manos.
—Tranquilidad —les dice—. Venimos en son de paz.
El viento levanta la tierra y la arremolina a su alrededor. Escruta al grupo en busca de Silas Hastings y del resto de chicos de la academia de su curso: el rebaño, como solía llamarlos, Vic Wellingsly, Algrin Firth, los gemelos Elmsford. Va a costarle reconocerlos de esa guisa, hasta las cejas de potenciación y convertidos en seres mecánicos; en su interior, sin embargo, tienen que quedar restos de sus yos antiguos, unos yos que lo odiaban. La última vez que los vio, Vic se ofreció a partirle la cara y Perdiz le convenció de que no lo hiciera diciendo solo «¿De verdad?»; y es que todos sabían lo que quería decir: que no era muy inteligente partirle la cara al hijo de Willux. Se odió a sí mismo por decirlo, pero Wellingsly se retractó, a pesar de que era más fuerte que él. Ahora posiblemente vaya armado hasta los dientes.
Lyda aparece a su lado y entrelaza las manos por detrás de la cabeza. Las armas cambian de dirección y las luces rojas apuntan al pecho y la cabeza de la chica. Aquello le revuelve el estómago a Perdiz y se acuerda de los láseres que les señalaban en el bosque cuando mataron a su madre y a su hermano. Vuelve a sentir la rabia de entonces.
—¿Podéis hacer el favor de bajar las armas? —les grita—. ¡Nos estamos entregando! ¿Qué más queréis?
—Queremos a los demás —dice un oficial, que se adelanta entonces hasta clavar la boca del fusil en las costillas de Perdiz.
—¿Qué demás? Estamos solo nosotros. —¿Dónde estará Hastings? Perdiz no para de escrutar las mandíbulas recias, los cráneos descomunales y las sienes nudosas, pero ni rastro de su amigo.
—¡Coged a la chica! —grita el oficial, y dos soldados lo obedecen, la agarran y la apartan de él, como a unos diez metros.
—¡Ella viene conmigo! ¡Es una condición para mi rendición!
—Tú no impones ninguna condición —le dice el oficial—, las ponemos nosotros. —Acto seguido se inclina sobre la trampilla y grita—: ¡Afuera todo el mundo!
Tendría que haber sabido que las Fuerzas Especiales no se contentarían solo con él.
—¿Qué órdenes tienes? —le pregunta Perdiz—. ¿Qué piensas hacer con ellos? —No le gusta nada la forma en que un soldado está cogiendo de la cintura a Lyda.
El oficial no responde. Otro soldado se adelanta un paso en la fila, con la cabeza ladeada hacia Perdiz. Es alto y delgado, casi como un insecto palo, igual que Silas Hastings. ¿Podría ser él?
Perdiz sacude la cabeza como solía hacerlo su amigo y se aparta el pelo de los ojos. El soldado repite el gesto a pesar de que está rapado. Hastings… Tiene que ser él. ¿Está ofreciéndole su ayuda?
Conforme los demás van saliendo del túnel, un soldado va empujándolos uno por uno y poniéndolos en fila. Todos levantan las manos: Il Capitano y Helmud, el puño de cabeza de muñeca de Pressia, Bradwell, que ha debido de dejar atrás a Fignan y los mapas.
Perdiz se apresura a hacerse una idea de conjunto… ¿Tienen alguna vía de escape sus amigos? Más allá de las chimeneas caídas se ve una espiral menuda: ¿un terrón? Una columna vertebral se eriza y se hunde como una ola de polvo. ¿Dónde está Madre Hestra con los refuerzos? ¿Ya habrán aprendido los terrones a temer a las Fuerzas Especiales, igual que a las madres? No quiere que le disparen, pero tampoco tiene ganas de que le devoren los terrones.
—Tengo derecho a saber qué órdenes os han dado.
Se le acerca el oficial, que a pesar de tener unos muslos enormes y unos hombros anchísimos, despliega una extraña agilidad.
—¿Quién dice que tengas ningún derecho? —le dice al chico. Este le clava la mirada en los ojos vidriosos y le dice:
—Lo que sí sé es que mi padre quiere que me llevéis vivo ante él. Muerto no le sirvo de nada.
Con el afilado hueso del codo, el oficial le propina un golpe en las costillas que lo deja sin respiración. Perdiz se dobla en dos y casi hinca una rodilla en el suelo, pero se niega a verse humillado y consigue enderezarse. Coge aire con fuerza y se llena los pulmones al máximo.
—Ejecutadlos —dice el oficial—. Devolved al prisionero a la Cúpula.
—¿Cómo? ¡No! —Perdiz arremete contra el oficial al tiempo que grita—: ¡Soy el hijo de Willux, joder! ¡Yo estoy por encima de ti!
El oficial lo empuja con el arma que tiene alojada en el músculo y el hueso de la mano y del brazo. Perdiz siente como cruje su mandíbula, como un disparo en plena cara. Se gira y cae en redondo. Desde el suelo oye la voz de Pressia, que dice:
—La niña es pura. La mandasteis vosotros, no podéis matarla.
Perdiz se enjuga la sangre de la boca y ve que Pressia está tirando de Wilda y acercándola a los soldados. Bradwell e Il Capitano tienen rostros de acero, indescifrables; como si siempre hubiesen creído que morirían así. Helmud, por su parte, ha cerrado ya los ojos, entregándose a la muerte.
—La niña ya ha cumplido su función —grita el oficial—. ¡Volved a la fila!
Wilda da un paso hacia atrás.
—Ahora tengo un ejército —le dice Il Capitano—, y vengará nuestras muertes.
—¿Lo estáis oyendo? —grita Perdiz—. ¡Por favor, parad! ¡Vamos a discutirlo con calma!
Acto seguido intercambia una mirada con Lyda, que ha bajado los brazos y está abrazándose las costillas. Espera ver terror pero distingue algo más en su mandíbula apretada y sus brazos tensos: no está asustada, está furiosa.
El oficial mira fríamente a Perdiz y les dice a los soldados:
—A la de tres.
—¡Madre Hestra! —grita Lyda.
Bradwell intenta entretenerlos:
—Un momento, podemos seros útiles. Tenemos información…
El oficial hace oídos sordos.
—¡Uno!
—¡Dios! —grita Perdiz, que carga entonces contra un soldado y lo embiste.
El soldado lo esquiva, lo agarra de un brazo y le estampa la cabeza contra el suelo. Con el afilado metal del arma contra la tráquea, Perdiz forcejea y se contorsiona en su intento por levantarse.
—¡Dos!
—¡A la niña no! —grita Pressia—. ¡A ella no!
Y acto seguido se oye un tiro. ¿Un soldado disparando antes de que el oficial llegue a tres? ¿A quién le han dado? El soldado que tiene agarrado a Perdiz se cae a plomo sobre él después de que una bala le haya trepanado el cerebro. El chico intenta zafarse del cadáver, pero se produce un intercambio de tiros y todo el mundo se dispersa. Bradwell, Pressia y Wilda corren a ponerse a cubierto al otro lado de la montaña de tierra. ¿Y Lyda e Il Capitano? No los ve. Las balas surcan el aire. Perdiz se parapeta en el soldado muerto con la esperanza de que le escude de las balas. Alcanzan a otros dos soldados, que caen al suelo.
El resto de Fuerzas Especiales se tiran al suelo y devuelven los disparos apuntando hacia las chimeneas. En un principio Perdiz cree que se trata de las madres, que han llegado con refuerzos y con sus cuchillos, sus dardos de jardín y sus lanzas, pero los soldados están siendo abatidos con armas de verdad, automáticas.
Perdiz ve por fin a Lyda, que se ha soltado y está escapando de los soldados. Uno de ellos la ve entonces, corre hacia ella y la coge de la capa, que se le desgarra y cae, dejando a la vista una lanza casera. Ha debido de volver a por ella mientras él estaba saliendo del túnel. Lyda la saca, la agarra con fuerza por el mango y se la clava al soldado en plena garganta. La pistola que tiene el soldado en un brazo deja escapar una ráfaga de balas que riegan la tierra.
Perdiz se ha quedado sin palabras. Lyda mira a su alrededor, con cara fiera y el pelo arremolinado por el viento, y luego se vuelve y sigue corriendo hacia las cárceles derrumbadas. ¿Por qué? El chico no lo sabe, pero no piensa dejarla sola ahí fuera, es demasiado peligroso.
Mira por encima del hombro y se dispone a echar a correr cuando distingue las siluetas de unos cuerpos pequeños y pálidos que corren como rayos entre las ruinas de las chimeneas y disparan con precisión de francotirador. El horizonte está ahora cubierto de terrones que surgen de la tierra: han olido a muerte y han venido a darse un festín.
Bradwell sale corriendo hacia la trampilla que da al túnel, la abre y se cuela en el interior; con toda seguridad va a por Fignan y los mapas.
Perdiz sale de debajo del soldado muerto y echa a correr, sus botas aporrean con fuerza la tierra reseca. Qué bien sienta correr a esa velocidad…
Pero entonces recibe un impacto en la nuca y se cae hacia delante apoyándose en las palmas. Sobre él tiene a un soldado que, con su cráneo aumentado y sus mandíbulas prominentes, se inclina sobre él y le dice:
—Ahora sí que te partiría la cara. ¿Qué te parece?
Vic Wellingsly. Perdiz lo mira a los ojos y le dice:
—No sabía que los perritos falderos de la Cúpula tuviesen tan buena memoria.
Wellingsly le pega una patada en la barriga y lo deja sin aire. No va a ser una pelea justa: su rival ha recibido una potenciación increíble, y eso que ya era corpulento de por sí. Le pega un puñetazo al suelo junto a la cara de Perdiz y le pregunta:
—¿Cómo saliste?
—¿Qué? —masculla Perdiz.
—Yo quería salir, todos queríamos. Y ahora mira en lo que me han convertido.
—Yo no he tenido nada que ver. Yo nunca quise…
Wellingsly, sin embargo, no está escuchándolo y vuelve a hundir el puño contra el suelo. Perdiz aprovecha para rodar hacia la izquierda y justo entonces el soldado recibe un impacto por detrás y cae noqueado al suelo. Es Hastings, que se queda mirando a Perdiz sin decir nada.
—Gracias —le dice este.
Hastings asiente con la cabeza, como diciéndole: «Vamos, huye».
Corriendo todo lo rápido que puede, Perdiz mira hacia atrás y ve que Wellingsly se pone de rodillas a duras penas y arremete contra Hastings, que forcejea con él hasta devolverlo al suelo. Se están peleando como críos, en un borrón de puños y polvo suspendido en el aire, a toda velocidad, en una lucha encarnizada.
Perdiz sigue corriendo. Los terrones están acercándose al meollo de la pelea, atraídos por la sangre. Ve ante él las dos cárceles derruidas y una figura que atraviesa los escombros ágilmente: es Lyda.
Mira hacia atrás una vez más y ve que los terrones se han alzado con toda su monstruosidad y llenan el paisaje de arena, tierra, dientes y garras.
No puede quedarse mirando. Llama a Lyda por su nombre pero la chica no se vuelve.
Entre los edificios de las dos cárceles, al resguardo de las Detonaciones, se levantan los restos esqueléticos de una casa.
Una casa solitaria, medio inclinada y sin tejado.
Lyda traspasa el umbral y se pierde en la oscuridad del interior.