Bola de cristal
Lyda le pasa a Perdiz la caja negra con mucho cuidado, como si fuese un bebé…, o más bien una bomba. Bradwell está explicándoles que las otras cinco cajas son en realidad enciclopedias idénticas, bibliotecas gigantes llenas de información. La que tiene entre las manos, sin embargo, es distinta.
—Ábrela —le dice a Perdiz, que le da la vuelta.
Lyda pasa el dedo por un simbolito que tiene.
—El resto tiene número de serie mientras que esta lleva un copyright sin fecha.
—Podría ser cualquier cosa —replica Pressia—. Déjalos que lo vean sin ideas preconcebidas.
—O el símbolo de pi. Tres coma catorce, en un círculo.
Lyda se pregunta a qué se refiere. ¿Pi? ¿Qué es eso? Posiblemente una de tantas cosas que a los chicos les enseñan en la academia y a las chicas no.
—Sea lo que sea, la caja está relacionada con tu madre —le dice Bradwell a Perdiz—. Tiene que significar algo.
Perdiz mira a Pressia.
—¿Con nuestra madre?, ¿cómo?
—Si dices «cisne» —empieza a decir Pressia, pero Fignan la interrumpe al encenderse y realizar su ritual habitual.
—Siete, siete, siete…
Perdiz se queda tan sorprendido que dejar caer la caja negra.
Cuando termina de pitar y de todo lo demás, Pressia les explica:
—Quiere que le digamos los nombres de los Siete. ¿Tú te acuerdas?
—No nos los dijo todos —contesta Perdiz.
Lyda ve el fino brazo metálico que se ha desplegado del cuerpo de la caja, con una punta afilada y brillante.
—¿Qué es eso?
La punta se retrotrae y a toda velocidad penetra la piel de la muñeca de Perdiz, de donde surge una gotita de sangre. El chico coge a Fignan del brazo y lo alza como si fuera una rata por la cola.
—¿A santo de qué ha venido eso?
—Es su forma de averiguar quién eres —le explica Bradwell.
—Ten. ¡Lo que me faltaba! —Perdiz le devuelve la caja al otro chico y se restriega la sangre con la manga.
—¿Qué nombres tenéis? —pregunta Lyda, que se acerca, pero no demasiado: no tiene ganas de que la pellizque.
—Tenemos a Aribelle Cording, Willux, Hideki Imanaka. Y luego está el que murió joven, que puede que se llame Novikov —les cuenta Pressia.
—Y Kelly —apunta Perdiz—. Bartrand Kelly y Avna Ghosh. Apunté todo lo que recordaba de lo que nos dijo mamá.
—Kelly y Ghosh —repite Pressia.
—Van seis. ¿Quién será el séptimo? —pregunta Il Capitano, que parece atribulado y con un aspecto espectral. ¿Estará enfermo? ¿Tendrá fiebre?
Pressia mira expectante a Bradwell, arqueando las cejas. Es como si estuviese esperando a que sea él quien diga el nombre, como retándolo. Lyda se pregunta qué habrá pasado entre ellos.
Bradwell mira hacia abajo.
—Es probable que sea Art Walrond —dice por fin Pressia.
—Dios, espero que no. Si estaba metido en todo esto con tu padre desde el principio —le dice Bradwell a Perdiz, como acusándolo—, me partirá el alma. Art no, él no.
—Art —musita Lyda, pensando en las extrañas cosas que Illia dijo sobre echar de menos «arte». Lyda se pregunta si la malinterpretó—. ¿Echo de menos el arte o echo de menos a Art?[2]
—¿De qué hablas? —la interroga Bradwell.
—De Illia. Me dijo que quería morir pero que no había cumplido su misión. —Lyda se queda mirando la caja que Bradwell tiene entre los brazos—. Me contó una historia de un hombre y una mujer que estaban enamorados. Él le dio a ella la semilla de la verdad para que la protegiese. Cuando él murió, ella se convirtió en la guardiana, y tuvo que casarse con alguien que habría de sobrevivir a las Detonaciones para que la semilla no pereciera. Y no puede morir hasta que se la dé a la persona adecuada. Esta mañana he entendido que me ha dicho: «Echo de menos el arte», como la belleza de las cosas creadas. Pero ¿y si lo que quería decir era que añoraba a Art, a Art Walrond? Ella es la mujer de la historia. ¿Y si Art fuese el hombre, e Ingership el marido con el que tuvo que casarse solo para sobrevivir? ¿Y si la semilla de la verdad es esta caja negra?
—A lo mejor trabajaba para el programa financiado por el gobierno que almacenaba información en las cajas. Puede que Art la conociera allí…
—Y la utilizase —apunta Bradwell—. Era un casanova.
—No —replica Lyda—, se querían.
—¿Acaso importa? —opina Perdiz.
—A mí sí —repone Bradwell—. ¿Os acordáis que en la granja Illia me dijo que le recordaba a un niño al que había conocido?
—Tal vez no era un niño parecido a ti —dice Pressia.
—Quizá fuese yo mismo. —Bradwell se deja caer en el asiento. Lyda no sabe mucho sobre él, pero intenta imaginarse cómo tiene que ser que no quede nadie en el mundo que te hubiese conocido antes de las Detonaciones, absolutamente nadie. Una clase de soledad a la que querrías poner fin como fuese. Los pájaros de la espalda del chico se quedan quietos—. ¿Qué verdad?, ¿qué dichosa verdad quería Art Walrond que Illia guardase?
Pressia se vuelve hacia Fignan y dice:
—¡Cisne!
Fignan se enciende y dice «siete» siete veces y, nada más empezar a pitar, todos le van dando nombres: Ellery Willux, Aribelle Cording, Lev Novikov, Hideki Imanaka, Bartrand Kelly, Avna Ghosh. La caja va aceptándolos todos con una luz verde.
—Arthur Walrond —dice por último Bradwell.
Y aparece la última de las luces verdes.
Wilda busca la mano de Pressia y la agarra, mientras todos se quedan a la espera… ¿de qué? Lyda no está segura pero no parece ocurrir nada. Las luces de Fignan se atenúan.
—¿Eso es todo? —pregunta Pressia.
—¿Cómo? —se extraña Il Capitano, y su hermano lo repite con pena.
—¡No! —exclama Bradwell aturdido—. No puede ser.
—Supongo que será una simple caja —dice Perdiz—. Puede que algunas cosas del pasado deban permanecer en el pasado.
—Supongo que eso que dices tiene sentido viniendo de alguien que sobrevivió en una burbujita muy bonita, en un mundo recién pintado y un colegio entrañable, con tus amigos de la escuela y tu novia querida.
—Calla —dice Perdiz—. No empieces ya a dar lecciones.
—Y yo no soy ninguna «novia querida» —repone Lyda apretando la mandíbula. Perdiz se queda mirándola. ¿Le ha sorprendido? Parte de ella espera que sí.
—No tenemos tiempo para discutir —intenta apaciguarlos Il Capitano.
—No —replica Bradwell, que se levanta entonces y se acerca a Perdiz—. ¡Es él! Fignan no va a contar ningún secreto delante del hijo de Willux, no si Art Walrond programó la caja.
—A lo mejor confías demasiado en Walrond —esgrime Pressia—. ¿Tú crees que Fignan sabe quiénes somos y quiénes son nuestros padres? ¡Eso es una locura!
—No, no lo es —dice Perdiz mirándose la muñeca—. Fignan me ha tomado una muestra de sangre.
—Y a mí también —cuenta Bradwell—. Del pulgar.
—A mí me quitó pelo —dice Pressia, tocándose una zona de piel rala.
Justo en ese momento suenan unas pisadas por encima de sus cabezas.
—Algo me dice que nos estamos quedando sin tiempo —comenta Il Capitano.
Madre Hestra abre la puerta del túnel, baja y les dice:
—Están acercándose.
—¿Quiénes? ¿Las Fuerzas Especiales? —aventura Il Capitano.
Ambos, la madre y el hijo, asienten.
—Y a bastante velocidad.
Perdiz coge el mapa y saca un lápiz.
—Aquí —dice marcando con una X el mapa y dibujando una línea que va hasta el centro médico, en la planta Cero. Garabatea el número de ventiladores del sistema, el número de aspas de ventilador, las barreras de los filtros y el intervalo de tiempo al que se cierran: tres minutos y cuarenta y dos segundos—. Lyda, diles dónde crees que está la plataforma de carga.
La chica no está segura.
—Creo que aquí. Había una colina y vi un bosque a lo lejos. No sé, un momento, a lo mejor era aquí…
—Está bien —dice Pressia.
Bradwell guarda los mapas. Se oyen más pisadas por encima y todos dirigen la vista arriba, como si pudiesen ver a través del techo del vagón y de las capas de tierra.
Lyda tiene que contarle la verdad a Perdiz: no piensa volver; prefiere vivir y sufrir allí, en aquel mundo asalvajado para el resto de su vida, que regresar a la Cúpula.
Perdiz se levanta la camisa y dice:
—No puedo llevar conmigo estos viales. —Con mucho cuidado se los va despegando de la barriga—. Contienen un ingrediente que creo que mi padre ya posee, pero de todas formas no quiero que sepa que lo tenemos. Puede que os sea de ayuda, pero tened cuidado. Con el contenido es posible curar, hacer milagros como regenerar células y todo eso, pero no tiene medida. —Los envuelve uno por uno y se los va tendiendo a Pressia—. Ella habría querido que los guardases tú.
Pressia los coge con mucho cuidado.
—Si la cosa se pone fea, y no vuelves —le dice a su hermano—, iremos a buscarte.
—Gracias.
—Nos quedaremos aquí abajo con la niña hasta que se despeje arriba —decide Bradwell.
—Ándate con ojo ahí arriba —le advierte Il Capitano.
—Ojo —le dice Helmud.
Perdiz se vuelve y mira a Lyda; la coge de la mano y se la aprieta.
—Lyda y yo no nos separaremos.
Y en ese momento, con esa pequeña secuencia de palabras, Lyda siente que han sellado su destino. ¿Es capaz de decirle allí mismo, delante de todos, que no piensa ir con él? Perdiz lo está sacrificando todo ¿acaso ella no es capaz? Se imagina a las madres instándola a quedarse, pero al mismo tiempo sabe cuál es su papel, el que le han metido en la cabeza toda la vida. Tiene que ser una compañera, debe seguirlo.
—No nos pasará nada —dice Lyda mientras se pone la capa.
Y sin más, sigue a Perdiz por el túnel. Al abrirse la trampilla de chapa, por un instante se ve tan solo un rápido parpadeo de luz que le hace recordar su celda del centro de rehabilitación y el panel falso por donde se suponía que entraba el sol; a veces parpadeaba como si pasase por allí revoloteando un pájaro y arrojase una sombra rápida antes de desaparecer de nuevo. Un pájaro falso, una simple proyección aleteando delante de un sol falso al otro lado de una ventana inexistente, dentro de una prisión.
La Cúpula es una jaula, una bola de cristal con nieve, y allí es adonde se dirige.