Dedosendos
En las últimas horas Perdiz y Lyda han trabajado a fondo en los mapas. La chica ha añadido detalles de la academia femenina, del centro de rehabilitación y de la calle donde vivía, así como de los parques y tiendas de alrededor.
Perdiz se siente como un crío con su proyecto de arte desperdigado por el suelo y tendido bocabajo frente a Lyda. Quiere aferrarse a ese momento: con las luces de Navidad parpadeando encima de ellos, Madre Hestra contándole un cuento sobre un zorro a Syden y Lyda concentrada en el trabajo. La madre les ha dejado susurrar entre ellos.
—Acabo de darme cuenta de que ya mismo es Navidad —comenta Lyda.
En la Cúpula se intercambian regalos sencillos: no es nada conveniente crear un montón de productos con recursos limitados para llenar un espacio igual de limitado. A las mujeres se las anima a hacer delantales y agarradores (a pesar de que apenas se cocina ya), bufandas de punto (a pesar de la climatología controlada de la Cúpula) y joyas de cuentas que los hombres les compran a unas mujeres para regalárselas a otras, collares idénticos pasando de unas manos a otras.
—Pues me alegro de perdérmelas —le dice Perdiz—. En las últimas mi padre me regaló carpetas clasificadoras de varios colores.
—Yo echaré de menos los copos de nieve que hacen los niños y pegan luego en las ventanas.
—Me quedé en casa de mi profesor de ciencias, el señor Hollenback. Y fuimos al zoológico.
—¿No fuiste a tu casa?
—Mi padre siempre andaba liado con algo. Y como Sedge ya no estaba, tampoco tenía mucho sentido.
Lyda clava la mirada en el mapa. ¿Siente pena por él? No era su intención provocar compasión.
—¿Y qué aspecto tenía el zoo en Navidad?
Los habían llevado allí tantas veces de excursión en la academia que Perdiz había acabado detestándolo. Incluso los dos hijos de los Hollenback parecían aborrecerlo. La niña, Julby, se quejó de lo deshinchado que estaba su globo, mientras la señora Hollenback intentaba que el pequeño de dos años, Jarv, repitiera los sonidos de los animales. «El león dice „grrr‟.» Pero el niño se negaba a repetir, bien por cabezonería bien porque todavía no era capaz. Perdiz no podía con el olor a lejía y a productos de limpieza, ni con las caras de pena de los animales y los guardias con sus pistolas tranquilizantes.
—En Navidad era peor, como si obligasen a los pobres animales a ser felices. Pero nunca lo son y, total, ¿qué entienden ellos de navidades? —Lyda asiente—. ¿Sabes que había mucha gente que lo llamaba el «Dedosendos»? —Era una referencia al arca de Noé que había perdurado—. Mis amigos lo llamaban la «Jaula de Jaulas», porque parecía eso: un conjunto de animales enjaulados mirándose entre sí.
—Unas navidades, antes de que nos dejase, mi padre me regaló una bola de nieve con unos niños en trineo dentro. Me dijo que la agitara y cuando lo hice la nieve se arremolinó en el interior… —De pronto deja de hablar.
—¿Qué pasa?
—Nada, que fue entonces cuando comprendí que era una niña dentro de una cúpula agitando una cúpula con una niña dentro.
—Así es como siempre me sentí en el zoo: un niño en una jaula mirando animales en jaulas.
Lyda ladea la cabeza y sonríe con tristeza.
—Nos vamos a perder el baile de invierno.
Perdiz recuerda cuando bailó con ella bajo las serpentinas y las estrellas falsas.
—Me gustaría darte de comer una de esas magdalenas —le susurra a la chica.
—Voy a hacerte un regalo.
—¿El qué?
—Tengo que pensarlo.
Cuando del fondo del túnel que va al vagón de metro llega un sonido, comprende en el acto que el momento se ha acabado. Es una llamada, escueta, apresurada: malas noticias.
—No os mováis —les dice Madre Hestra, que se va cojeando hasta el túnel, con Syden cabeceando al compás, y se pierde por él.
Perdiz se incorpora sobre los codos, como un soldado, hasta que las caras de ambos están separadas por apenas un par de centímetros. Ladea la cabeza y la besa. Tiene los labios dulces y suaves.
—Copos de nieve de papel… —murmura—. ¿Eso es todo lo que necesitas para ser feliz? —Vuelve a besarla.
—Sí —susurra la chica—. Y a ti. —Ahora es ella la que lo besa a él—. Esto que tenemos.
Se abre la trampilla y la luz se cuela hacia abajo. Se oye un ruido, como algo que se arrastra. Lyda se aparta rápidamente y se inclina sobre el mapa sin dejar de sonreír.
Madre Hestra aparece de nuevo y, al tiempo que se sacude el polvo de la ropa, les anuncia:
—Hemos interceptado un mensaje. Vuestra gente está aquí.
—¿Nuestra gente? —se extraña Perdiz.
—Ha pasado algo en la ciudad por culpa de la Cúpula. Tengo que dejaros aquí, he de ir a por refuerzos.
—¿Cómo que dejarnos aquí? —replica Lyda.
—¿Quién ha venido? —quiere saber Perdiz.
Una vez que sale la madre se oye más ruido por el túnel y una voz que dice:
—¿Adónde mierda lleva esto?
Y luego el eco apagado:
—Lleva esto.
Il Capitano es el primero en llegar.
—Lo hemos conseguido —dice, todo lleno de polvo y cenizas. Después apoya la mano en el respaldo de un asiento del metro y se acomoda con un gruñido.
—¿Hemos? —se extraña Perdiz. No está seguro de si se refiere a él y Helmud o a alguien más.
Pero en ese momento aparece Bradwell por el túnel, seguido de Pressia.
La hermana de Perdiz. ¡Su hermana!
Están sucios, llenos de hollín y sin aliento.
Pressia se vuelve para ayudar a alguien, una niña pequeña, muy pálida, con ojos grandes y una melena roja resplandeciente. ¿Es una niña de la Cúpula?, ¿una pura? Por un segundo vuelve a acordarse de la Navidad, de sus compañeras de la academia, siempre acompañadas por carabinas, cantando villancicos por los pasillos de la residencia de los chicos. Pero no han venido a cantar. Perdiz siente una ráfaga de excitación por todas las extremidades; no lo sabía, pero una parte de él estaba esperándolos… ¿para liberarlos de las madres? Quiere salir fuera.
Pero entonces nota un nudo en el estómago: pasa algo malo.
—No traéis buenas noticias, ¿verdad?
—No —dice Bradwell sacudiendo la cabeza—. Yo también me alegro de verte, por cierto.
Al cabo de unos minutos el vagón de metro es un hervidero. Lyda está repartiéndoles agua y comida de sus provisiones. No puede negarles nada, se les ve agotados. Perdiz es incapaz de dejar de mirar a su hermana: ve a su madre en sus pecas, en la manera que tiene de meter la barbilla hacia dentro cuando sonríe y en la forma en que se porta con la niña, a la que sienta y le dice algo que la hace sonreír, a pesar de que se ve que está asustada. ¿Qué niña es esta sin marcas ni fusiones?
Lyda le pregunta a Perdiz en voz baja:
—¿Es pura?
El chico se encoge de hombros y a continuación se va hacia Pressia. ¿Tendría que abrazarla? No parece de ese tipo de gente. Tiene a la niña cogida de la mano.
—¿Cómo estás? —le dice en voz baja.
Se pregunta si también ella soñará con su madre igual que él, si está condenada a ver el cuerpo de su madre muerta allá donde va. Pero ¿le confesaría Pressia ese tipo de sueños? Lo duda mucho; ella es más de guardarse las cosas para sí. Con todo, como él, ella sabe lo que es reencontrarte con tu madre después de años pensando que estaba muerta y que te la vuelvan a arrebatar. Aunque nunca lo hablen, siempre compartirán eso.
—No va mal. —Está claro que no quiere entrar en el tema.
—Yo intento no darle muchas vueltas al asunto. —Es una cobardía referirse al asesinato de su hermano y su madre como «el asunto»—. Perdona —dice, sin saber muy bien por qué se disculpa, quizá por el pasado en sí—. No quería…
—No pasa nada. —Se ve que lo dice de corazón, y como perdonándolo.
—Capi, mira esto. —Bradwell señala los mapas que hay por el suelo.
Il Capitano les echa un vistazo, al igual que Helmud, que apoya la barbilla en el hombro de su hermano.
—¿Los has hecho tú? —le pregunta a Perdiz.
—Me ha ayudado Lyda. No son perfectos, pero he pensado que podrían sernos de ayuda algún día en caso de…
—¿Este es el aspecto que tiene por dentro? —Il Capitano se arrodilla y al hacerlo contrae la cara del dolor. ¿Con qué habrán tenido que luchar para llegar hasta allí?
—Todavía no los hemos terminado —explica Perdiz.
—¿Por qué habéis venido? —quiere saber Lyda.
—Todo se ha torcido —dice Pressia.
—¿Torcido? —pregunta Perdiz.
Bradwell se desata una caja negra que lleva a la espalda y la engancha a la fuente de energía con la que funcionan las luces de Navidad, que se atenúan al instante.
—Tenemos cosas que contaros y preguntas que haceros.
—Y… —Pressia mira alrededor, sin saber por dónde empezar—. Esta es Wilda.
La niña alza la vista. No es pura; hay algo en ella que no cuadra aunque Perdiz no sabe decir qué es.
Bradwell se sienta y se frota las manos.
—La encontraron unas adoradoras de la Cúpula cerca del bosque. Al parecer la dejaron allí las Fuerzas Especiales.
Il Capitano se toquetea la sangre reseca que tiene en la pernera del pantalón.
—¿Qué es lo que está pasando? ¿Las Fuerzas Especiales? —se inquieta Perdiz.
—Y fue precisamente un soldado de las Fuerzas Especiales quien me llevó hasta ella. —Il Capitano tiene la cara como una sábana de blanca—. Me escribió un mensaje, una única palabra: «Hastings».
—¿Hastings? —dice sorprendido Perdiz.
—¿Como Silas Hastings? —le pregunta Lyda a Perdiz.
—¿Lo conocéis?
—Era mi compañero en la residencia. ¡Dios, tienen a Hastings! ¿Estaba muy mal?
Il Capitano se frota una rodilla como si le doliese.
—Seguía siendo bastante humano, logré ver una persona real tras sus ojos. ¿Crees que es de fiar?
—Bueno, no era ni el más fuerte ni el más honrado, pero es leal. —Perdiz se imagina a Hastings en el baile, alto y desgarbado, charlando con alguna chica—. La potenciación cambia a la gente, pero si puede, nos ayudará.
—Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos reunir —comenta Il Capitano.
—¿Qué pasa? —pregunta Perdiz—. ¿Ayuda para qué?
—Wilda tiene un Nuevo Mensaje de la Cúpula, de parte de tu padre —le explica Pressia.
—¿De mi padre? ¿Cómo lo sabéis? —Es consciente de que ha respondido como a la defensiva.
—Tiene la misma estructura que el primer mensaje —interviene Il Capitano—: veintinueve palabras y la cruz con el círculo.
—La cruz celta… Es irlandesa —aclara Lyda.
—Las Fuerzas Especiales se la llevaron a la Cúpula y la arreglaron.
Perdiz se coge de una barra que tiene por encima y luego se sienta.
—¿Que la arreglaron?
—Era una miserable —le explica Pressia.
—Dios Santo, eso significa que tienen lo que querían, ¿no es eso? Si mi padre es capaz de revertir los efectos de las fusiones, podrá reconstruirse a sí mismo. Es posible que ya haya regenerado sus propias células. Hice ese mismo experimento con los viales. —Se desabrocha la camisa y les muestra los sueros que lleva atados a la cintura—. Son peligrosos, como dijo mi madre, pero si mi padre… —Se echa hacia delante y se queda mirando la piel perfecta de la niña—. Si puede hacer eso, podrá curarse a sí mismo, ¿no? —Los mira a todos—. ¡Vivirá para siempre!
—No —dice Pressia, que coge la mano de la niña y la pone encima de la suya. Parece estremecerse: la cría ya tiene temblores, igual que su padre—. Es muy joven. ¿Te acuerdas de que nuestra madre solo pudo proteger una parte de tu codificación?, ¿y que a mí no pudo darme nada? Yo tenía un año y medio menos que tú.
Perdiz asintió: era demasiado peligroso, aunque no quiere decirlo delante de la niña, que ya parece bastante asustada de por sí.
—En la Cúpula no se somete a los chicos a potenciación hasta los diecisiete —les explica Lyda—. Y a las chicas más tarde aún.
—Degeneración rauda de células —dice Perdiz. Cuanto más joven eres cuando te someten a potenciación, peores son los efectos. Su padre empezó muy joven, en la adolescencia, y ha seguido potenciándose el cerebro durante décadas. La niña tiene apenas ¿cuánto? ¿Nueve años? Y ya tiene temblores… ¿Cuánto le quedará de vida? ¿Meses, semanas, días?—. ¿Cómo ha podido hacer esto? —De la rabia, Perdiz siente una oleada de calor recorriéndole el pecho.
—No sabe cómo revertir los efectos secundarios —apunta Il Capitano.
—Pero si alguna vez lo averigua —interviene Pressia— podría salvar su propia vida y… —Mira de reojo a Bradwell; no quiere terminar, pero Perdiz lo capta: podría deshacer todas las fusiones, hacerlos puros a todos, sin efectos negativos.
—Yo lo único que sé es que es una mensajera, y que tu padre sabía que llamaría nuestra atención —tercia Bradwell.
—¿Cuál es el mensaje? —pregunta Lyda.
La niña esconde la cabeza tras el brazo de Pressia.
—No pasa nada. No tienes por qué hacerlo.
—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo —recita Il Capitano—. La niña es la prueba de que podemos salvaros a todos. Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a los rehenes, uno a uno. —Cuando acaba se dibuja una cruz celta en el pecho con el dedo.
—¿De dónde están sacando a los rehenes? —se interesa Lyda. Bradwell suspira y responde:
—Han mandado arañas robot a la ciudad que se han incrustado en el cuerpo de la gente. Así es como lo han hecho. Si no entregamos a Perdiz, seguirán detonando arañas y matando a gente.
—¿Ya han empezado? —le pregunta Perdiz a su hermana, que asiente.
De modo que eso era lo que nadie quería contarle. Se siente desfallecer. Lyda emite un sonidillo. ¿Se ha puesto a llorar? Se niega a mirarla. Si no fuese por su culpa, ella estaría viviendo una vida tranquila en la Cúpula, haciendo delantales de Navidad.
—Se están dispersando por toda la ciudad. Vimos a una detonar y cómo estallaba en pedazos un hombre. ¡Muerto, así sin más! —Il Capitano contrae la cara como si el recuerdo le doliese—. Y ya antes habíamos encontrado a otra víctima en el bosque.
—¡Víctima! —apostilla Helmud.
—Los adoradores de la Cúpula han perdido la cabeza con la niña, creen que es sagrada —les cuenta Bradwell.
—Es que parece pura de verdad —dice Lyda mirando fijamente a Wilda.
—¿Por qué tenemos que seguir utilizando esa palabra? —murmura Bradwell entre dientes.
Pressia lo fulmina con la mirada.
—Están ofreciendo la salvación y la condena de una tacada.
Il Capitano tiene los codos apoyados en las rodillas; ambos hermanos parecen pálidos, con un brillo de sudor y ceniza reseca. Perdiz se agacha delante de la niña.
—¿Te metieron en una especie de molde con forma de cuerpo? ¿Te inyectaron medicinas en el cuerpo por medio de tubos?
La pequeña asiente y hace la señal de la cruz con el círculo en medio.
—¿Y todo salió según lo previsto?
La niña sacude la cabeza.
—¿Qué pasó? —sigue interrogándola Perdiz.
Wilda mira a Pressia, le coge la mano y se la lleva a la barriga. Pressia le palpa el estómago y de pronto retira la mano, como por instinto.
—La han curado demasiado. —Pressia mira a su hermano—. No tiene ombligo.
A Perdiz le recorre un escalofrío por la columna. El vagón de metro se queda en silencio por un instante y Wilda abraza a Pressia, que la aprieta contra sí.
Por fin Bradwell le pregunta directamente a Perdiz:
—¿Piensas entregarte?
Perdiz recuerda la sensación que tuvo cuando su madre le dijo que existía un grupo secreto de personas en la Cúpula que estaban esperando al cisne para rebelarse, para ponerlo en una posición de poder. En teoría, debía haber liderado desde dentro. ¿Sería volver a la Cúpula como admitir la derrota?, ¿o por el contrario le brindaría la oportunidad de gobernar, como su madre pensaba que podía hacer? Quiere derrocar a su padre, es cierto, y al menos darle a la gente la ocasión de aspirar a una vida mejor. Pero ¿tiene madera de líder? ¿Por dónde empezar?
Lyda se echa a llorar y gimotea:
—No puede entregarse, tiene que haber otra forma. Tal vez alguien pueda hablar con su padre.
—Claro, sí, hablar con su padre Como es un hombre tan razonable… —dice Bradwell con todo el sarcasmo.
—La pobre no quiere mandar a Perdiz a una misión suicida —la defiende Pressia—, es normal.
Bradwell se pasa la mano por el pelo, frustrado.
—Si a alguien se le ocurre otra alternativa, soy todo oídos. Pero será mejor que se dé prisa.
Nadie dice nada.
—No es una misión suicida —rompe el silencio Il Capitano—. Willux no va a matarlo. Si lo quisiera muerto, ya nos habría volado por los aires a todos. Si hay algo que Willux sabe hacer es destruir.
Perdiz mira a Lyda, que le ha cogido de la mano y se la aprieta con tanta fuerza que le arden las palmas. Con ella a su lado podría hacerlo, ¿no? Siente que es su destino y que no hay forma de esquivarlo.
—Ojalá hubiese terminado los mapas. Hay más detalles, detalles cruciales. Necesitaréis los puntos de entrada a través del sistema de filtrado del aire. Y saber el sitio por el que salió Lyda, la plataforma de carga que vio y la forma de entrar. Si tuviese más tiempo, os lo anotaría todo.
—Más tiempo… —dice Il Capitano en un hilo de voz.
—Tiempo —repite Helmud.
—También necesitamos que mires la caja —le pide Bradwell—. ¿No te acordarás por casualidad de los nombres de los Siete?
—¿De veras tenemos tiempo para eso? —interviene Pressia—. Debemos llevarlo arriba y entregarlo a las Fuerzas Especiales lo antes posible.
—Si alguna vez logramos derrocar a la Cúpula, salvaremos vidas —responde Bradwell—. ¿Es que no lo entiendes?
Il Capitano tiene un aspecto horrible, demacrado y dolorido. Con el ceño fruncido, respira lenta y entrecortadamente.
—A veces la gente está dispuesta a sacrificar su vida por el bien común —dice este—. No podemos obligar a nadie, pero seguro que habrá muchos que piensen: «Ojalá nos diesen al menos la oportunidad de luchar». Marca todo lo que sea de interés y échale un vistazo a la caja. Cualquier cosa puede ser importante.