Niños de sótano
Están en una zona más bonita de los fundizales; los contornos de las casas son más grandes y hay algunas más con piscina, ahora apenas hoyos de cemento resquebrajado. Las madres han accedido a llevarlos ante Perdiz, aunque con la condición de que Bradwell e Il Capitano depongan todas las armas. Este último cierra el coche con su fusil dentro. Hasta que Pressia no las convence de que no se trata de ninguna bomba, sino de una especie de biblioteca, las madres no dejan a Bradwell que se ate a la espalda a Fignan y lo lleve consigo.
Le duele el músculo de la pantorrilla a rabiar. Tiene las patas de la araña robot clavadas casi a la misma profundidad que el hueso. Le recuerda la agonía achicharrante de después de las Detonaciones, cuando se fusionó con Helmud. El dolor le susurra: «¿Te acuerdas de mí?, ¿del sufrimiento? ¿Lo notas todavía?».
Rememora la mañana de las Detonaciones. Su hermano era un muchacho parlanchín, avispado y divertido (al menos mucho más avispado que él, eso por descontado). ¿Qué fue lo último que le dijo a su hermano? «Deja de hacer el tonto, Helmud, haz el favor de dejar de hacer el payaso». Su hermano pequeño iba en la parte de atrás de la moto que conducía Il Capitano, camino de un supermercado, para rebuscar en los contenedores. Helmud le dijo que distraería a la gente cantando. La verdad era que tenía una voz bonita, su madre la llamaba la «voz de Dios». Para entonces ya había muerto, y ambos la echaban de menos.
¿Y ahora? Helmud sigue haciendo el payaso, y todos los años que han logrado mantenerse con vida están a punto de terminar. Morirán dentro de cinco horas, veintitrés minutos y quince segundos, según la última ojeada. Resulta de lo más extraño saber el segundo exacto en que vas a morir: un misterio menos en tu vida.
En un momento dado se largará con Helmud, igual que hacen algunos perros cuando saben que van a morir.
La madre se detiene y les hace señas para que se acerquen.
—El ambiente está inquieto.
Y entonces una flecha tallada a mano se hunde en el suelo ante sus pies, mientras que otra pasa rozando el hormigón.
—¡Niños de sótano! ¡Corred!
«¿Niños de sótano? ¿Qué leches es un niño de sótano? Y, por favor, ante todo, lo que sea menos correr», piensa Il Capitano, a quien le arde la pierna. Dios… Tal vez no lo consiga.
Pressia se carga a la niña en brazos y echa a correr, con Bradwell pisándole los talones. Il Capitano intenta mantener el ritmo del resto, pero el dolor lo atenaza. Siente tenso lo que queda de los muslos de Helmud, como si fuese un caballo y su hermano quisiera que fuese más rápido.
—¡Helmud, no aprietes, por Dios!
—¡Dios!
Delante de ellos la madre se ha lanzado cuerpo a tierra, por detrás de un depósito de agua volcado que hay junto a un muro bajo. Unos cuantos proyectiles más surcan el aire. La mujer saca un trozo de tubería de metal y un estuche con dardos finos, probablemente envenenados, y apunta a una tapa levantada junto los restos aplastados de una casa al otro lado de la calle.
Il Capitano aprovecha para correr hasta ella y se agazapa tras el depósito de agua.
—¿Se puede saber que es un niño de sótano? —Se coge el muslo y contrae la cara por el dolor.
—Eran adolescentes cuando estallaron las Detonaciones —le explica la madre—. Habían vuelto del colegio mientras sus padres estaban trabajando y sobrevivieron escondidos en los sótanos, donde estaban jugando a la consola. Hemos intentado cuidar de ellos, pero quieren ser independientes. Algunos tienen las manos cauterizadas con mandos de plástico y, aunque se los cortaron como pudieron, todavía les quedan trozos en las palmas. Utilizan armas caseras.
—Ajá.
—Como no son buenos francotiradores, se refugian en el subsuelo. Según se cuenta, una pandilla bastante avispada mató a unos cuantos Mercenarios de los Muertos, les quitaron todas las armas y se hicieron con un buen arsenal.
—¿Mercenarios de los Muertos? ¿Te refieres a las Fuerzas Especiales? Qué listos… —La mira con su mejor sonrisa y le dice—: Una lástima que hayamos tenido que dejar nuestras armas.
La madre lo escruta con desconfianza.
—¿Qué quieres que te diga? Me gustaría ayudar —le dice Il Capitano todavía sonriendo.
La mujer mete la mano por debajo de sus gruesas faldas para rebuscar en unas cartucheras ocultas.
—¿Sabes utilizar una cerbatana?
—Es todo un arte. —Il Capitano hizo sus pinitos en una fase en la que le dio por cazar así—. Aunque seguro que estoy un poco oxidado.
La madre saca otro trozo de tubería y le pasa un juego de dardos.
—Ten cuidado, la punta es venenosa —le advierte, y su hijo de ojos azules lo mira también.
—Lo tendré.
—Tendré —repite Helmud.
Asoma la cabeza por el borde del depósito y ve pasar una sombra cerca de la losa de cemento al otro lado de la calle. Se lleva la tubería a los labios y dispara justo cuando ve aparecer una cabeza pálida. El dardo le desgarra la oreja a un niño de sótano, que se la tapa con la mano al tiempo que la sangre le chorrea hasta el suelo. Acto seguido desaparece.
—Buena puntería —le dice la madre.
—Buena —le dice Helmud, como felicitándolo.
Van primero de un viejo jacuzzi a una pared que ha levantado alguien con adoquines y baldosas y luego hasta una furgoneta reventada y desguazada. Van derribando a un niño de sótano tras otro hasta que logran salir de su territorio. Il Capitano siente como si le estuvieran atravesando con fuego la pierna.
Bradwell, Pressia y la niña se han escondido detrás de un garaje de dos plazas medio derruido.
—No nos han dado —les anuncia la madre.
—Llevas todo el rato cojeando —le dice Pressia a Il Capitano.
¿Es que ha estado observándolo?
—Me ha dado un calambre, no es nada.
—No es nada —repite Helmud como si también le hubiesen preguntado a él.
—Seguid todo recto por aquí, rumbo oeste —les dice la madre.
—¿Es que no vienes con nosotros? —le pregunta Il Capitano—. Creía que formábamos un buen equipo.
La madre se quita la cazadora y deja a la vista un hombro herido.
—No somos las únicas que sabemos envenenar cosas. Dejadnos aquí, nunca lo conseguiremos.
—¡Iremos a por ayuda! —la tranquiliza Pressia.
Il Capitano sabe que no puede ofrecerse voluntario para correr a pedir ayuda; es posible que estalle entre tanto, no le queda mucho tiempo.
—No. Nos encontrarán. Las madres vendrán a por nosotros.
—¡Freedle! Él puede ver a vista de pájaro, encontrar a otras madres y atraerlas hasta aquí —interviene Bradwell.
Pressia saca a Freedle del bolsillo y pregunta:
—¿Deberíamos mandarles una nota?
—Tú suéltalo —le dice la madre, que se sienta y coge entre las manos la cabeza de su hijo—. Lo entenderán.
—Busca ayuda, encuentra a las madres y tráelas hasta aquí —le dice Pressia a Freedle, antes de alzar las manos para que despegue, bata las alas y se pierda en el aire ceniciento.
—Es mejor que os vayáis ya. Estaremos bien.
—¿Estás segura? —le pregunta Il Capitano.
La madre lo mira con los ojos entornados y responde:
—No, la verdad es que no estoy segura de nada.