Pressia

Cenador

Es como si a la ciudad le hubiese salido una piel móvil, una gasa negra repiqueteante que cubre todo lo que hay a la vista: los edificios doblados, las paredes rotas, los tejados de tablones de las rudimentarias chabolas. Cuando Pressia cierra los ojos por unos instantes, el sonido se le antoja el clic de miles de ojos de muñecas.

Bradwell va metiendo las marchas a trompicones y girando el volante a ambos lados mientras las arañas siguen apareciendo y aplastándose bajo las ruedas. Por suerte, el peso no las hace detonar; es probable que estén programadas para explotar solo en contacto con carne, algo que podría decirse que han conseguido a la perfección. Por la calle los supervivientes se tambalean y se llaman unos a otros entre chillidos. Los hay que corren o trepan, mientras que otros aplastan arañas con ladrillos; también están, en cambio, los que se rinden y dejan que se les enganchen media docena o más por todo el cuerpo, a modo de enormes garrapatas negras.

Wilda va sentada entre Pressia e Il Capitano en el asiento de atrás. Fignan, por su parte, parece estar haciendo una especie de espectáculo de luces para distraer a la niña y que no mire por la ventanilla. Pressia la ha advertido de que a veces la caja muerde y tira del pelo. Y, cómo no, al poco, ve que Fignan araña el brazo de la niña, aunque no le tira mucho y apenas le deja marca. A Wilda no parece importarle y vuelve la vista al espectáculo de luces.

—La Cúpula quiere que le entreguemos a Perdiz, que le devolvamos a su hijo… ¿Qué mierda vamos a hacer? —pregunta Il Capitano.

—Perdiz no puede entregarse —opina Pressia—. Sería una sentencia de muerte.

—Es el hijo de Willux, eso te da ciertos privilegios —comenta Bradwell.

—Además, ¿qué otra opción hay? —esgrime Il Capitano—. ¿Acaso vamos a dejar que mueran todos, uno a uno?

—Tenemos que encontrarlo —sentencia Pressia.

—Y antes de que los adoradores de la Cúpula le pongan las manos encima —apostilla Il Capitano—. Dicen que quieren entregarlo, pero están locos perdidos. Son capaces de entregarlo quemándolo y mandando sus cenizas con la primera ventolera.

—Las madres se enteran de todo, tienen ojos y orejas por doquier —dice Bradwell al tiempo que arremete contra otra araña. Cuando se aplastan con las ruedas, suenan a huesos rotos—. Sabrán que vamos hacia allá antes de que se nos vea el pelo.

—Pues vamos allá —sentencia Il Capitano, que sigue con la cara pálida desde la explosión.

—Gracias por cogerme antes —le dice Pressia.

—No ha sido nada, no le des más importancia.

—Más importancia —susurra Helmud.

Wilda alza la vista hacia Pressia y dice:

—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo.

Pressia, que comprende que está cansada, le da una palmadita en el hombro y le dice:

—Apoya la cabeza.

La pequeña se echa sobre Pressia y levanta los brazos. Le deja coger la muñeca y apretarla contra el pecho hasta que por fin cierra los ojos. Se acuerda entonces de la nana que le cantaba su madre y se le aparece en la mente su cara. Y la neblina de sangre. Piensa en cómo la ha salvado Il Capitano de la explosión. ¿No podría haber hecho ella eso mismo por su madre? Seguro que algo habría podido hacer… Pressia se inclina sobre el oído de Wilda y le canta la otra canción que le viene a la cabeza, la que estaba cantando el hombre en el vestíbulo abarrotado y azotado por la nieve del cuartel de la ORS:

Las niñas fantasma, las niñas fantoche, las niñas fantasma. ¿Quién puede salvarlas de este mundo, sí, de este mundo? Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre.

Abrazaron el agua para curarse, para que sus heridas cicatrizasen, para curarse.

Muertas ahogadas, la piel pelada, la piel toda perlada, la piel pelada.

El abuelo le contó que había ido a una guardería solo para niñas, con una falda de pliegues a cuadros y una camisa blanca con cuello bobo, o cuello Peter Pan como solían llamarlo. Sabe quién fue Peter Pan, un niño que nunca crece. ¿Era esa su infancia?, ¿o se la había robado el abuelo a alguien? La canción va sobre unas chicas de un internado que sobrevivieron a las explosiones y atravesaron el río al tiempo que entonaban el himno del colegio. Algunas niñas estaban ciegas porque habían estado tendidas en el césped, mirando el cielo, cuando empezaron las Detonaciones; o al menos eso es lo que cuenta la gente. Fueron a parar todas al río y algunas se metieron dentro; al principio el agua les hizo bien porque aliviaba las quemaduras, aunque se había calentado con las Detonaciones, pero luego la piel se les acartonó, se desprendió de sus brazos y se enrolló por la garganta como cuellos de piqué. Al final la gente las reconoció por los uniformes, o lo que quedó de ellos.

A ciegas van marchando con las voces cantando, las voces implorando, las voces cantando.

Las oímos hasta que nos pitan los oídos, nos gritan los oídos, nos pitan los oídos.

Según cuenta la historia, la gente quiso salvarlas pero las niñas no querían que las rescatasen; deseaban morir juntas, y así lo hicieron, sin dejar de cantar.

Necesitan un santo salvador, un santo salador, un santo salvador. Por estas orillas vagarán y cazarán por siempre jamás, vagarán y cazarán por siempre jamás.

En algunas versiones se fusionan con árboles, con los mismos que siguen flanqueando el río; según otras, en cambio, se convierten en terrones y desde entonces vagan por la ribera, pero, si te acercas demasiado, te devoran viva; en otras se fusionan con animales y se convierten en zorros o aves acuáticas. En todas, no obstante, nadie logra rescatarlas.

Las niñas fantasma, las niñas fantoche, las niñas fantasma. ¿Quién puede salvarlas de este mundo, sí, de este mundo?

Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre.

Pressia pensaba a menudo en ellas cuando tenía la edad de Wilda: se las imaginaba apareciéndose por la ribera con sus uniformes harapientos y sus cuellos de piqué hechos de piel pelada, un detalle tan gráfico y grotesco que estaba convencida de que tenía que ser verdad. Intenta pensar en una historia más alegre que contarle a la niña, pero esta ha empezado a respirar más profundamente y los párpados se le mueven entre sueños. Se pregunta qué clase de sueños tendrá. ¿No ha ido a la Cúpula y ha vuelto? ¿Qué habrá visto allí? Se le dibuja una sonrisa pasajera por los labios, pero enseguida se le borra. Wilda ha dejado de apretarle con fuerza la cabeza de muñeca. Pressia la coge de la mano y siente una vaga vibración, que no es solo por el traqueteo de la camioneta sobre la carretera: es la niña la que está temblando.

Y rápidamente piensa en Willux, en sus convulsiones resultado de años de potenciación cerebral, que con suerte provocarán su muerte dentro de poco. Pero se acuerda, en un fogonazo mareante, de cuando le preguntó a su madre en el búnker por qué no la inmunizó también a ella, a su hija, contra las potenciaciones y por qué no licuaron los fármacos que había desarrollado en el agua potable; su madre le explicó que las dosis que valían para los adultos podían matar a los niños y que a Perdiz solo pudo inmunizarlo para un tipo concreto de potenciación, y escogió la codificación de la conducta porque quería que tuviese libre albedrío. Pero ¿por qué no se las dio a ella? Pues porque Pressia era bastante más pequeña y era demasiado arriesgado.

¿Qué le habrán hecho a Wilda para convertirla en pura? ¿Será la cura una nueva enfermedad, parecida a la degeneración rauda de células de Willux? ¿Estará corroyéndole el organismo? ¿Será ese temblor el primer síntoma?

Al cabo de una hora Bradwell aparca en una colina entre dos casas caídas en el margen de los fundizales. Desde allí se divisa la impronta de cimientos de casas, agujeros de cemento resquebrajado que antes fueron piscinas —redondas, ovaladas o en forma de riñón—, carrocerías de coches calcinadas y burbujas informes de columpios derretidos. Las calles con forma de media luna se abren en abanico hacia la cuenca polvorienta de las esteranías.

Bradwell se baja y se pasea por delante del coche. Il Capitano y Helmud lo imitan y se sientan en el capó. Pressia, en cambio, se queda con Wilda, que está dormida con las manos replegadas en el pecho, sin dejar de temblar levemente. De repente sin embargo se pone tensa, se sienta de golpe y dice:

—¿Prueba de que podemos salvaros a todos? —Luego mira por la ventanilla.

—Estamos esperando ayuda —le dice Pressia. La niña se coge a la manija de la puerta y la zarandea—. ¿Quieres ver dónde estamos?

La pequeña asiente.

Pressia quita el seguro de la puerta y salen para contemplar los fundizales, que se extienden a sus pies bajo un manto de hollín en capas superpuestas.

—¿Se las ve por alguna parte? —pregunta Pressia.

—Todavía no —le responde Bradwell.

—Cualquiera sabe si se presentarán como guardianas o como guerreras —comenta Il Capitano—. Son de lo más impredecibles.

Wilda echa a andar hacia una de las casas derruidas.

—Avisadnos si veis algo —les dice Pressia, que sigue a la pequeña.

Todos asienten, Helmud incluido, sin dejar de otear el horizonte.

Pressia llega a la altura de la niña y la sigue hasta la parte de atrás de una casa, donde hay el hueco de una piscina. Al fondo está todo lleno de mobiliario de jardín y lo que pudo ser un cenador, desgajado, astillado y recubierto de ceniza; está inclinado hacia un lado y semeja un miriñaque torcido. Wilda se sienta en el borde de la parte baja de la piscina, coge impulso y aterriza en el fondo.

—Espera —le dice Pressia, que la sigue hasta el fondo y luego camina hacia el cenador.

La niña se sienta a lo indio en el suelo de la piscina y Pressia hace otro tanto.

—Es como jugar a las casitas. ¿Te gusta jugar? Wilda asiente.

—Me pregunto si en la Cúpula —dice Pressia, que se saca a Freedle del bolsillo y lo deja revolotear a su aire— los niños también jugarán a las casitas.

Si no tuvieses que estar siempre buscando un hogar real, seguro y feliz, si vivieses en un sitio como aquel, ¿seguirías necesitando jugar a las casitas? Por unos instantes se imagina trajinando en una cocina alegre, y está también Bradwell, ayudándola; tiene la cabeza de muñeca fusionada a la mano, mientras que los pájaros aún anidan en la espalda del chico. No, no puede funcionar. Es más, la idea de ellos dos en una cocina alegre la asusta: parece invocar solo fatalidad y muerte.

Wilda mira a Pressia desconcertada y le dice:

—Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a los rehenes.

—¿Me estás diciendo que te trataron mal? ¿Pasaste miedo allí?

La niña mira al otro lado de la piscina y sacude la cabeza lentamente.

—Entonces ¿te gustó?

Wilda vuelve a sacudir la cabeza.

—No te asustaba pero tampoco te gustaba. ¿Es eso?

La niña se tiende, cierra los ojos y al punto vuelve a abrirlos y a parpadear como si tuviese una luz brillante encima. Aprieta los dedos contra el pulgar, los abre y los cierra, como remedando a alguien hablando por encima de su cabeza; lo repite con la otra mano: otra persona hablando. Las manos miran hacia abajo, hacia ella, y siguen hablando.

—¿Más que una rehén fuiste una especie de cobaya?, ¿algo con lo que experimentaron?

Wilda asiente y después se sienta, pega las piernas contra el pecho y apoya la barbilla en las rodillas.

—¿No pudiste ver cómo vivían o qué aspecto tenían sus casas ni nada de eso?

La niña sacude la cabeza: no. Al ver que va a echarse a llorar, Pressia cambia de tema:

—¿Sabes nadar?

Wilda se le queda mirando y Pressia se tumba bocabajo y hace como que nada.

—En realidad no sé si llegué a aprender a nadar —comenta—. Es raro, ¿no? Es algo que una tendría que saber sobre sí misma.

Wilda se tiende y hace también como que nada.

Pero entonces se oye un golpe seco, las botas de Bradwell aterrizando en el suelo de la piscina.

—Las hemos visto no muy lejos. ¿Qué hacéis vosotras?

—Nadar, ¿qué quieres que hagamos? Estamos en una piscina.

—Claro —dice el chico con una sonrisa.

—¿Tú sabes nadar?

Bradwell asiente y Pressia se incorpora y dice:

—Una lástima que el cadete no supiese nadar.

El chico se la queda mirando.

—Leí los recortes en la morgue.

—¿Estabas fisgando?

—¿Y tú escondiéndolos?

—No.

—Pues entonces no estaba fisgando. ¿Por qué los has sacado? Wilda se levanta y empieza a correr intentando dar caza a Freedle, que danza alrededor de su cabeza.

—Me los encontré después del funeral de mis padres en una bolsita de plástico, en el baúl. Estaban intentado construir un caso contra Willux, y creían tener una pista.

—Pero a Willux le concedieron la Estrella de Plata por intentar salvar al cadete. ¿Qué trapos sucios querían sacar de ahí?

—Nunca lo sabremos.

—En el artículo Walrond califica el intento de Willux por salvar al chico como un acto de «heroísmo». A lo mejor Walrond y Novikov eran miembros de los Siete. Mi madre me dijo que uno murió joven, al poco de hacerse los tatuajes.

—Novikov no sé, pero Walrond no era uno de ellos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque sí.

—¿Me estás diciendo que prefieres fiarte de tu instinto en esto e ignorar la lógica y los hechos?

Bradwell sacude la cabeza y replica:

—He investigado, seguí todos los indicios después de que mis padres muriesen. El día de las Detonaciones mi tía me dijo que no me alejase de casa. Mi tío estaba trabajando en el coche. Ellos tenían contactos y esperaban que los avisasen. Pero yo no sabía lo que nos jugábamos ese día, así que les dije que no iría muy lejos pero cogí la bici y me fui a los viejos terrenos de entrenamiento. Ahí es donde estaba cuando impactaron las Detonaciones. ¿Por qué te crees que tengo aves acuáticas en la espalda? Porque huí del resplandor que despedía el río. La bici se fusionó con el árbol en que la había apoyado. Tardé varias horas en llegar a casa de mis tíos, donde me los encontré destrozados y moribundos. Fueron varios días así, ya te lo he contado. Yo estaba bastante malherido, y luego fue lo del gato muerto en la caja, el motor, mi tío rogándole a mi tía que girase el contacto.

—Sí. —Pressia se imagina a Bradwell a solas en el río, mareado por la luz cegadora, el dolor lacerante de las quemaduras y la sensación de tener dagas clavándosele en la espalda—. Lo siento.

—¿Por qué? Yo quiero tu compasión tanto como tú la mía.

—Vale, lo que tú quieras, pero dime una buena razón por la que Walrond no puede ser uno de los Siete, una sola.

—Porque si fuese uno de los Siete, eso significaría que solo se hizo amigo de mis padres para sacarles información, que era un agente doble y que pudo estar jugando para ambos bandos, poniéndolos en contra…, y provocar así el asesinato de mis padres. Y hasta en el artículo ese de tres al cuarto dudo entre si creía lo que le dijo al periodista o estaba jugando con todos. ¿Fue un acto de heroísmo, o en realidad sabía la verdad sobre lo que le pasó al cadete?

Pressia se queda mirando a Bradwell, que tiene la vista perdida más allá de las columnas del cenador, con los ojos rojos y las mejillas coloradas y tiznadas de ceniza.

—¿Cuál es la verdad?

—Que fue un asesinato.

—¿Qué clase de asesinato?

—El primero de Willux.

Pressia recuerda la fotografía granulada del periódico, la de Lev Novikov, su seriedad y su expresión como perdida, y suspira.

—Novikov y Walrond estaban unidos a Willux cuando se constituyeron los Siete, muy unidos. Son dos nombres importantes, eso no puedes negármelo.

—Era muy bueno conmigo —le dice Bradwell, que la mira entonces y añade—: ¿Es que no me entiendes?

—Sí, pero eso no quiere decir que fuese bueno del todo, con todo el mundo.

—Deberíamos irnos, las madres tienen que estar al llegar.

Wilda coge a Freedle entre las manos y le pasa la chicharra a su dueña, que vuelve a metérsela en el bolsillo. Se aúpan y salen de la piscina. Pressia echa la vista atrás e intenta imaginar cómo era antes de las Detonaciones: el agua azul, el cenador, con largas cortinas blancas de gasa al viento. ¿Quién vivió esa vida?

—Están aquí —les informa Bradwell.

—Uno a uno —dice Wilda, y se dibuja en el pecho la señal de la cruz con el círculo.

Il Capitano ha dejado el arma en el suelo y se está arrodillando, postrado a los pies de las madres, mientras que Helmud se ha encogido en un amasijo temeroso. Y Pressia tiene la respuesta a su pregunta: una madre llena de cicatrices y quemaduras con un niño fusionado a los hombros, cuyas piernas envuelven la cintura de la madre y se pierden en ella, una madre ajada, curtida y nervuda. Fueron esas mujeres quienes vivieron aquellas vidas, quienes habitaron esas casas con piscinas y cenadores: y esta es la tierra que han heredado.

Wilda se coge de la cabeza de muñeca de Pressia y le susurra:

—¿Queremos que nos devolváis a nuestro hijo? ¿Esta niña? Pressia está segura de que lo que quiere decir es: «¿Quién es esta mujer y qué va a ser ahora de nosotras?».