Arañas
Bradwell coge a la niña, que sigue agarrando el puño de muñeca de Pressia, mientras la ciega no para de insultarlo y zarandearlo.
—¡Es nuestra! ¡Suéltala!
—¡Quita! —le grita Pressia, que aparta de un empujón a la mujer.
Entre los dos se apresuran a sacar a la niña de aquella cloaca.
Margit increpa a Il Capitano:
—¡Dejadnos que seamos todos puros! ¡Vosotros conocéis a su hijo! ¡Yo lo sé! ¡Entregadlo! Y si vosotros no queréis, lo atraparemos nosotros.
—¡A mí no me amenaces! —responde Il Capitano.
—¡No es ninguna amenaza!
—¿Es que el Mensaje no os ha abierto el corazón?
—¡Déjate de corazones!
—¡Corazones!
—¡Entregad al niño! —chilla Margit.
—¡Puros! ¡Podemos ser puros! —grita la ciega—. ¡Puros! ¡Puros! —reverbera Helmud como si fuese una especie de reclamo para pájaros.
Margit coge de la camisa a Helmud y tira de él con toda su fuerza, pero Il Capitano se coloca por delante el fusil y la apunta con él:
—No me des razones, que tengo el gatillo fácil. Y ve calmando también a tu amiga.
—¡Estamos dispuestas a morir por el Nuevo Mensaje!
—¡Mátanos! —grita la ciega.
—¿De verdad? —dice Il Capitano, y amartilla el fusil.
En el acto ambas enmudecen; la ciega conoce el sonido del arma. Helmud se encoge en la espalda de su hermano y apoya una mejilla contra el cuello de este.
Margit coge de la mano a su amiga.
—Jazellia, no te preocupes, los ángeles la guardarán a cada paso que dé. ¡Ten fe!
Desde la entrada llega la voz de Bradwell:
—¡Las arañas! ¡Ya han llegado!
Cuando Il Capitano y las dos mujeres salen corriendo de la alcantarilla, se encuentran con arañas por todas partes. El amasoide ha desaparecido y solo quedan las ascuas de la ropa quemada. Pressia y Bradwell, que lleva a Wilda en brazos, están corriendo hacia el coche. A la niña se le cae al suelo el barquito que le hizo Helmud. No se puede volver a por él. Cierran las puertas con fuerza con las arañas pisándole los talones.
Una de las arañas se acerca demasiado a Il Capitano, que le dispara pero falla.
La ciega pega un chillido y Margit le dice:
—Ha sido la Cúpula la que ha enviado estos seres. ¡La Cúpula es buena! —Se le desencajan los ojos al ver una araña que trepa por una roca, pequeña pero rápida de movimientos; así y todo, alarga la mano para cogerla.
—¡Noo! —le grita Il Capitano.
Pero es demasiado tarde: la araña coge impulso, salta hasta ella y le clava las patas dentadas en la manga y en la parte de arriba del brazo. A Margit se le desencajan los ojos cuando ve salir del cuerpo bulboso del robot un rayo de luz roja y empieza a pitar acto seguido, con unos pitidos largos, lentos y constantes. En el acto brota la sangre y le mancha la manga. Se le va el color de la cara.
—¡Me ha elegido a mí! —Su voz es una combinación de alegría y dolor.
Otra araña está rondando la pierna de la ciega. Il Capitano le dispara pero no le da.
—¡Corre o te matará! —le chilla.
—¡Vamos, vamos! Vamos —repite Helmud.
La ciega tira de los brazos de Margit y la pone en pie. Se vuelven y echan a correr. Il Capitano sale disparado hacia el camión. Pressia está en el asiento de atrás con la niña, que tiene los ojos clavados en los de la muñeca; es posible que esté conmocionada.
—¡Sube! —le grita Bradwell desde el asiento del conductor, que acto seguido revoluciona el motor.
Il Capitano ve el barco en el barro. Puede llegar hasta él, está casi seguro.
—Tengo que coger tu puñetero barco, Helmud. ¡Tú hiciste ese barco tan condenadamente bonito!
—¡Sube! —le dice Helmud echando el peso hacia la puerta.
Una araña trepa por la punta de su bota. Salta, dispara, y un penacho de tierra se levanta de donde ha impactado el tiro. Coge la manija del asiento del copiloto justo cuando ve a un joven correr hacia él entre gritos y con una araña metálica alojada en el muslo, la sangre chorreándole por la pernera del pantalón. «Demasiado tarde para ti», piensa Il Capitano. Aunque tal vez lo sea para todos. Su ejército no está preparado, y puede que nunca lo esté. La Cúpula ha mandado arañitas para matarlos a todos.
Il Capitano va a dejar al joven allí. ¿Qué hacer si no?
Pero entonces Pressia no se lo piensa y salta del coche para socorrer al hombre.
—Déjalo —le insta Il Capitano—. ¡Hay arañas por todas partes! —Le dice a Bradwell que se quede con la niña y echa a correr detrás de Pressia.
—No podemos hacer nada —le grita—. Tenemos que irnos.
—¡Sí que podemos! —chilla Pressia a su vez, que entonces pasa los dedos por el lomo de la araña, que tiene un reloj digital rojo: «00:00:06… 00:00:05»—. ¡Es una cuenta atrás!
—¡Atrás! —grita Helmud como si diese una orden—. ¡Atrás, atrás!
Il Capitano coge a Pressia por las costillas, la levanta y echa a correr con ella. Helmud se agarra al cuello de su hermano. Cuando la araña emite una última nota prolongada, Il Capitano se lanza en plancha al suelo.
La araña enganchada a la pierna del hombre explota.
Le zumban los oídos a Il Capitano y lo ve todo negro. Nota la espalda como si estuviera empotrada en una pared y tiene la respiración como atrapada en la garganta. Helmud gime.
Pressia le pone las manos en el pecho y lo llama:
—¿Capi? ¿Me oyes? —La voz es minúscula y lejana.
—Sí —dice como puede Il Capitano cuando la cara de Pressia, esa cara tan perfecta, entra en su campo de visión.
La chica mira detrás para ver cómo está Helmud e intenta ponerlos en pie. Il Capitano se levanta demasiado rápido y por un segundo siente que se le nubla la vista. La chica lo sostiene pero la aparta y le dice:
—Estoy bien.
Pressia echa a correr hacia el coche pero se vuelve para asegurarse de que va detrás de ella: la sigue, aunque con pies de plomo.
—¡No mires! —oye gritar a Bradwell, seguramente a la niña pequeña—. ¡No mires!
Helmud lo repite al tiempo que entierra la cara en la espalda de su hermano:
—¡No mires, no!
Pero Il Capitano sí vuelve la vista hacia el hombre que ha explotado, su cuerpo ya calcinado, su ropa en llamas y el humo perdiéndose en el aire.
Se apoya en el capó del coche para no perder el equilibrio y pega la frente a la ventanilla por unos segundos, contra el cristal frío.
—¡Aprisa, Capi! —grita Bradwell.
—¡Aprisa! —le dice Helmud.
Pero en ese momento algo le sube a todo correr por la bota y ve un pequeño bulto moverse bajo la pernera del pantalón: tiene una araña encima. Il Capitano se descuelga el fusil y se da en la espinilla con la culata, pero las patas de la araña le han horadado ya la piel y se le han incrustado en el músculo. Siente náuseas, pero se incorpora, con la sangre corriéndole hasta la bota. «No mires —se dice a sí mismo—. No mires». Los demás están todos en el camión llamándolo por su nombre. No ven la parte baja de su cuerpo, de modo que se sube la pernera y allí, sobre la caña de la bota, en la parte más musculosa de la pantorrilla, tiene la araña robot. En el negro lomo giboso, hay un cronómetro que cuenta hacia atrás: «07:13:49… 07:13:48… 07:13:47». El resto de su vida y la de Helmud sentenciada en horas, minutos y segundos.
—Me cago en Dios —dice Il Capitano.
—Dios —suplica Helmud—. ¡Dios, Dios, Dios!