Pressia

Muñeco de nieve

Bradwell conduce echado hacia delante para no aplastar a los pájaros que revolotean bajo su camisa. A Pressia le gusta observar sus manos sobre el volante, rojas y arañadas, y cómo trastea en las ruedecillas de la calefacción pero sin conseguir que salga calor. Luego acciona los limpiaparabrisas para quitar la ceniza y la nieve menuda, aunque tan solo funciona uno, que se desliza por el cristal como una cola desgajada. Fignan, que va en el asiento que los separa, levanta uno de sus brazos larguiruchos y lo mueve al compás del limpiaparabrisas, como si este lo estuviese saludando y le devolviese el saludo. La chica comprueba cómo está Freedle, al que lleva guardado en el bolsillo, y se pasa luego la mano por el puño de muñeca. Después se queda mirando a Bradwell y las cicatrices gemelas y dentadas que le recorren la mejilla y le pregunta:

—¿Cómo te hiciste esas cicatrices?

El chico se lleva la mano a la cara para tocarlas.

—Un amasoide. Me pilló con la guardia baja y casi me mata. Pero tu abuelo hizo muy buen trabajo, ¿no te parece?

—Yo siempre tenía la esperanza de que me pudiera arreglar.

—¿Arreglarte? —se extraña Bradwell, y después le mira de reojo la cabeza de muñeca—. Ah.

—¿Y tus pájaros? ¿Nunca has querido que llegase alguien que pudiera quitártelos, como por arte de magia?

—No. —¿Nunca? ¿Ni una vez? ¿Nunca has querido no tenerlos, librarte de ellos?

Bradwell sacude la cabeza y replica:

—Los que fallecieron en el acto por toda la Tierra y los que murieron lentamente de las quemaduras, la enfermedad y la contaminación, esos sí que se libraron de todo, ¿no te parece? Los pájaros significan que sobreviví, y no tengo ningún problema con ellos.

—No te creo.

—No es obligatorio.

—A lo mejor para ti es distinto porque no puedes verlos. —Pressia se queda dándole vueltas al asunto un momento antes de añadir—: ¿Te los has visto alguna vez?

—No suelo quitarme la ropa delante de muchos espejos de cuerpo entero.

—¿No sabes ni qué clase de pájaros son? Sacude la cabeza y dice:

—Aves acuáticas. Charranes, creo, aunque no estoy seguro.

Por alguna extraña razón aquello la consuela, la hace sentirse mejor. El propio Bradwell no sabe ni las cosas más básicas sobre él mismo. Son desconocidos el uno para el otro, pero también para sí mismos.

—Me gusta.

—¿El qué te gusta?

—Que no sepas algo. Deberías probarlo con más frecuencia.

—¿Me estás llamando sabelotodo?

—Como sabelotodo que eres, deberías saber que lo eres.

—Lo que demuestra que no lo soy.

Doblan por un callejón no muy lejos de la antigua casa de Pressia. Por allí solía ir a rebuscar, a hacer trueques en el mercado negro, a cualquier cosa que la sacase de la trastienda de la barbería donde vivía con el abuelo. Ahora, sin embargo, no le gustan tanto los espacios abiertos, pues la hacen sentirse vulnerable. Todo le parece impregnado de falsedad: cuando recorría aquellas calles se sentía alguien.

Desembocan en una calle más amplia, a unas manzanas de la barbería. Es la primera vez que vuelve desde que murió su madre, y lo que más le sorprende es lo poco que han cambiado por allí las cosas, cuando para ella todo es tan distinto. La sola idea la perturba: su abuelo ya no está y ella sigue allí. Se siente culpable por estar viva.

Pasa por los restos explosionados de la barbería; justo delante alguien ha hecho un muñeco de nieve recubierto de hollín. Las tres partes están salpicadas de restos —de pinchos de metal, trozos de cristal, rocas—, por haberlas hecho rodar por la calle. El perfil está ligeramente derretido y como cansado, algo ladeado.

—Para un segundo —le pide a Bradwell.

—¿Qué pasa?

Pone una mano contra la ventanilla del coche y escruta la fachada derruida de la barbería: el viejo tubo de rayas, medio fundido y con la pintura descascarillada, y la fila de espejos partidos y sillas destartaladas, salvo por la del fondo, que sigue intacta.

Recuerda un sueño febril que tenía de pequeña, en el que tenía un trabajo que consistía en contar postes telefónicos. Pero en lugar de «uno, dos, tres», murmuraba: «Itchy knee, sun, she go»[1]. Pero ¿por qué cantaría en inglés? ¿Qué quería decir eso del sol y de alguien que se iba? ¿Soñaba con el sol emborronado por la ceniza después de las Detonaciones? ¿Era el sol el que se iba? Algunos de los postes estaban ardiendo, mientras que otros ya eran palos calcinados y vencidos, con los cables sueltos. Sabía, no obstante, que no debía tocarlos. Hubo alguien que sí lo hizo y en el acto se contorsionó, cayó al suelo y se quedó inerte. En el sueño había también un cuerpo sin cabeza y un perro sin patas. A veces aparecía una oveja, pálida y sin lana, como escaldada en un tono morado fuerte; ya ni tan siquiera parecía una oveja.

—La última vez que estuve aquí cogí la campanilla, la que te di a ti. ¿Por qué la estás usando de pisapapeles?

—Porque sujeta cosas que son importantes para mí. ¿No querías que le diera uso?

Pressia clava la mirada en el muñeco de nieve derretido y responde:

—¿Tan importantes que no me las has contado? —Juguetea con los controles de la radio rota.

—¿De qué hablas?

—¿De Arthur Walrond, de Willux, del cadete muerto? —Ahora lo mira directamente a los ojos.

—Son solo cosas que he descubierto, pero aún no sé lo que significan. Todavía no. —Suspira—. ¿Podemos irnos? Il Capitano nos está esperando.

Se queda contemplando el muñeco de nieve unos segundos más, la parte de atrás de su bulboso cuerpo de hielo, metal, vidrio y roca; uno de los ojos se le está derritiendo cara abajo.

—Es uno de los nuestros —comenta Bradwell.

Pressia se le queda mirando; ella es una chica capaz de ver belleza en los detalles más pequeños de este mundo oscuro pero ¿en ese muñeco?

—Toca demasiado la fibra —le dice.

—Yo no sé mucho de arte, pero creo que eso es justo lo que pretende a veces.

La chica ve algo que sale por detrás del muñeco de nieve.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Una araña?

Otra araña, gruesa y metálica, sale disparada enfrente del camión.

—Otra.

—Y allí hay más —dice Bradwell señalando dos que remontan un repecho de asfalto resquebrajado, como cangrejos, y otra más en un canalón partido.

El chico mete la marcha y acelera.

—¿A eso se refería Il Capitano? ¿A arañas robot?

Están apareciendo más por el alfeizar de la ventana de una tienda destrozada.

—Son todas iguales —dice Pressia—. Y se ve que están nuevas, que acaban de construirlas. Tienen que ser de la Cúpula, no hay otra explicación. —Se agarra al asiento cuando el vehículo se bambolea en unos baches.

—Sabes lo que hacen, ¿no? —le pregunta Bradwell en tono grave.

Pressia se siente desfallecer; reconoce el metal negro y los cojinetes de las articulaciones de las arañas.

—El chico muerto de la morgue.

—Tuvo que ser una de estas cosas lo que le voló la pierna.

—Il Capitano nos podría haber dado más datos sobre las arañas.

—A lo mejor no sabía de lo que eran capaces. Todavía. —Se queda mirándola—. ¿Te alegras de haber venido?

En realidad prefiere estar ahí que en el cuartel: necesita volver al mundo exterior y demostrar que no es frágil (y puede que, más que nada, a ella misma).

Bradwell se detiene junto a un surco y aparca. Il Capitano está al lado de a una pared de ladrillos derruida, con los brazos de Helmud rodeándole los hombros.

Ambos chicos salen a toda prisa del coche con los ojos clavados en el suelo, en busca de arañas.

La calle está vacía salvo por un amasoide —dos hombres grandes y, justo por detrás, una mujer— al lado de Il Capitano. El ambiente es de lo más típico: las viviendas apiñadas, entre chabolas y cabañas destartaladas hechas con lonas, el aire lleno de humo, la ceniza que cae en una llovizna casi constante. Huele a casa, a algo penetrante y sulfuroso que se le queda cogido en la garganta. Es un olor a infancia, y tiene derecho a sentir nostalgia; es posible echar de menos hasta una infancia desolada y contaminada.

—¿Qué diablos está haciendo aquí Pressia? —pregunta Il Capitano.

—Pressia —dice sonriendo Helmud.

—Buenas, Helmud —lo saluda Pressia, que luego le dice a Il Capitano—: Gracias por avisarnos de lo de las arañas, pero a ver si la próxima vez nos das más detalles.

—¿Cómo? ¿Es que tengo cara de entomólogo? —replica Il Capitano, que se da cuenta en el acto de que ha sido un poco borde. Pressia sabe que está esforzándose por ser mejor persona, pero no es fácil—. Lo siento —murmura.

—Entomólogo —dice Helmud con admiración.

—Son letales, Capi —le dice Bradwell—, ya lo sabes.

—¿Y eso?

—¿Te acuerdas del chico que encontraron en el bosque, de cómo tenía la pierna, y de esos ganchos clavados en la carne? Es posible que lo matase un prototipo, un ejemplar de prueba o algo por el estilo.

Helmud se inclina hacia delante y mira de reojo la expresión de su hermano, como intentando calibrar su miedo.

—Bueno, aquí tenemos otro tema. —Il Capitano enciende una cerilla y la tira a un cubo con ropa amontonada—. Lo quiero todo calcinado hasta las cenizas —le dice al amasoide y se va hacia la entrada de la alcantarilla—. Y nada de movimientos inesperados. Ojo con las arañas. Todavía no han llegado hasta aquí, pero están de camino.

Una vez dentro de la alcantarilla Pressia recuerda el sitio. Su abuelo la trajo en una noche lluviosa y le dijo que debía esconderse allí cuando huyera por los paneles traseros de los armarios. En teoría era ahí donde debía haber ido cuando, en lugar de eso, se dirigió a casa de Bradwell y se encontró por el camino a Perdiz, o la condujeron hasta él. Si se hubiese escondido en esa alcantarilla, ¿habría sido una chica distinta, una que se dedicase a ir por la ciudad rebuscando? ¿Seguiría el abuelo siendo su abuelo? ¿Estaría todavía vivo?

—¿Estás bien? —susurra Bradwell.

Debe de tener mala cara.

—Estupendamente —dice para disimular.

—La niña es una superviviente, una post —prosigue Il Capitano—. La Cúpula se la llevó, la convirtió en pura y la mandó de vuelta. Ha venido con un mensaje.

—¿Que la convirtió en pura? —murmura Pressia—. Eso es imposible.

—Pues ahora lo es —replica Il Capitano.

—¡Lo es! —recalca Helmud con los ojos chisposos.

Pressia siente que el sudor le recorre la espalda. «¿Es posible hacer puro a alguien?».

Se acercan a dos chicas de la edad de Pressia y a una niña pequeña que está acurrucada contra la pared. Il Capitano les presenta a la que tiene un bulto retorcido de piel a un lado de la cara, Margit; la otra es una amiga ciega de la que Il Capitano no les dice el nombre.

—Adoradoras de la Cúpula —dice con cara de desdén.

La ciega replica a la defensiva:

—¿Y qué quieres que adoremos si no?

Bradwell odia a muerte a los adoradores de la Cúpula; no puede evitar responder:

—La Cúpula es vuestro enemigo, no vuestro dios.

—Cuando oigas el Nuevo Mensaje, te morderás la lengua —esgrime con saña Margit.

Bradwell hace ademán de abrir la boca para responder pero Pressia lo coge del brazo y le dice:

—Déjalo.

Luego se acerca a la niña de la que han estado hablando, una cría paliducha de ojos claros y pelo rojo intenso.

—Se llama Wilda —interviene Il Capitano—. Le he quemado toda la ropa por si acaso llevaba algún tipo de dispositivo de seguimiento.

La niña lleva un vestido viejo que le queda grande por todos lados —en especial por el cuello— y tiene las mangas enrolladas por encima de los codos. Pressia solo ha visto a dos puros en su vida, a Perdiz y a Lyda. Pero la niña, con lo pequeña que es, parece doblemente pura y vulnerable. Siente deseos de protegerla, tal vez por cómo la mira, con esos ojos tan atormentados y desamparados.

—¿Una niña que es pura pero no es pura?

—Se extraña Pressia. Sea lo que sea, tiene un Nuevo Mensaje de la Cúpula —les dice Il Capitano.

—¡La verdad! —exclama Margit.

Wilda tiene un barquito de madera en la mano.

—¿Qué es eso? —pregunta Pressia.

Helmud grita:

—¡La verdad!

—Es un barco, lo ha tallado Helmud en madera y se lo ha regalado a la cría.

Pressia se queda mirando el barquito.

—Qué bonito tu barco —le dice a la cría—. Bien hecho, Helmud. No sabía que te gustara tallar. —El hermano menor baja la cabeza, como si de repente se hubiese vuelto tímido.

Il Capitano se agacha, desequilibrado por el peso de Helmud en la espalda, y le dice a la niña:

—Repíteselo. Recítalo otra vez.

Helmud sacude la cabeza porque no quiere oírlo.

La niña mira por toda la habitación y dice con los labios apretados, como si no pudiese abrir del todo la boca:

—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo.

Pressia asiente, animándola a que prosiga.

—La niña es la prueba de que podemos salvaros a todos —sigue la pequeña, que pliega entonces los labios en una fina línea fruncida y mete la barbilla en el pecho. A Pressia le sorprende que una cara tan perfecta pueda parecer tan angustiada, con esas mejillas rojas y tensas y esos labios duros como nudillos. Así y todo, surgen más palabras—: Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a los rehenes… —La niña aprieta los ojos con fuerza y mueve la cabeza delante y atrás descontroladamente. No quiere seguir hablando pero tiene las palabras en la garganta y se le cuelan por los labios—: Uno a uno.

Empieza a levantar el brazo derecho pero se coge su propia muñeca, para detenerla, y empieza a lloriquear.

—Ya está bien —dice Pressia, que mira a Il Capitano y a Margit—. Decidle que puede parar.

—¡Parar! —dice Helmud frotándose las orejas.

—Es que no puede —dice Il Capitano—. No está programada para parar.

Aunque la niña mira a Pressia con los ojos desencajados, suplicante, sigue forcejeando entre su brazo y su propia mano, hasta que no puede evitar dibujarse una cruz pequeña en medio del pecho y rodearla con un círculo por el centro.

—El Nuevo Mensaje —dice de mala gana Il Capitano.

—¿Qué quieren decir con que pueden «salvarnos a todos»?

Pressia nunca pudo ser una niña así, sin cicatrices, marcas o fusiones; es algo que le fue negado. A esta niña la han hecho pura. ¿Podría ella recuperar su pureza?, ¿volver a verse algún día la mano, la de verdad? ¿Podrían borrarle la quemadura en forma de media luna que tiene en la cara? ¿Y qué hay de los pájaros de Bradwell? ¿Y si Il Capitano y Helmud pudiesen ser cada uno una persona distinta?

—¡Rehenes, Pressia! —exclama Bradwell—. Van a matar a gente.

Se siente avergonzada de haber pensado antes que nada en volver a ser pura, pero tampoco le gusta que Bradwell la reprenda. Este apoya una mano en la pared abovedada de la alcantarilla y sacude la cabeza.

—Van a salvarnos —dice Margit—. ¡Y a los rehenes van a dejarlos como nuevos!

—Nuevos —le susurra Helmud a Pressia—. ¡Nuevos!

—¡La Cúpula no piensa abducir a gente para dejarla como nueva! —replica Bradwell.

—Las arañas —dice Pressia—. Así es como van a coger rehenes y matarlos. Esa es su misión.

—¡Si les entregamos a su hijo, nos harán a todos puros! —dice la ciega.

—Perdiz —musita por lo bajo Il Capitano.

La niña se levanta de repente, pega unos cuantos saltitos y se dirige hacia la entrada.

—¡Wilda! —la llama Pressia. Margit corre detrás de la niña y le retuerce el brazo.

—Tú de aquí no te mueves. ¡Tienes que decirles que nos salven!

—¡Suéltala ahora mismo! ¡Estás asustándola! —la increpa Pressia.

Margit suelta el brazo de Wilda, que se lo lleva rápidamente al pecho y se lo frota antes de gritar:

—¡Queremos que nos devolváis a nuestro hijo! —Aunque esta vez es más una reprimenda que un mensaje.

La ciega se levanta a duras penas y se tambalea como si estuviese borracha.

—¡Pueden volvernos puros! Es igual que en la Primera Biblia. Dios nos dio a su único hijo y ¡tenemos que devolvérselo!

—¡Deja de adorar a tus opresores! —grita Bradwell—. ¿Es que no sabes por qué estás ciega? Fueron ellos los que te lo hicieron. ¡A todos nosotros!

La ciega dice entre dientes:

—¿Y qué pruebas tienes tú de eso? ¡Yo tengo a la Cúpula! ¡Y a esta niña, a esta niña pura!

—Esta niña pura —repite Helmud con la voz llena de esperanza. ¿Pensará Helmud que la Cúpula puede salvarlo?, ¿separarlo de su hermano y hacerlo puro? A Pressia le encantaría creer que pueden hacerla pura, dejarla como nueva, igual que ha dicho Bradwell—. ¡Esta niña pura!

—¡Que te calles, Helmud! —le grita su hermano, y todos suben tanto la voz que rebota contra las paredes abovedadas.

Incluso Helmud le grita a Il Capitano:

—¡Que te calles, que te calles, que te calles!

Wilda aprieta los ojos y chilla:

—¡La niña es la prueba de que podemos salvaros a todos! ¡Podemos salvaros a todos! ¡Si ignoráis nuestro ruego, si ignoráis nuestro ruego! Mataremos a los rehenes, uno a uno. —Acto seguido se araña una cruz en el pecho y la rodea con un círculo, con tanta saña que debe de dolerle.

Todo se queda en silencio.

Wilda abre los ojos y Pressia va a arrodillarse a su lado. La niña le mira la cabeza de muñeca y la acaricia con suavidad. Pressia se la ofrece a la niña, que mece la cabeza de muñeca y el brazo pegado a ella, acunándola a un lado y a otro al tiempo que va calmándose a sí misma.

—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo. La niña es la prueba.

Se acurruca en el regazo de Pressia, que a su vez la arrulla como si fuese una muñeca.

—Chissst, ya está.

Pressia se sabe de memoria el primer mensaje, el que escribieron en hojas de papel que lanzaron desde una especie de aeronave. Se lo recita:

—Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas. Un día saldremos de la Cúpula para reunirnos con vosotros en paz. De momento solo podemos observaros desde la distancia, con benevolencia.

La niña asiente. Hablan el mismo idioma.

La ciega pregunta:

—¿Qué está pasando?

—Chist —la reprende Margit—. Cállate un rato.

—La cruz —les dice Pressia al resto—. Es de las que tiene la corona alrededor del centro. Es igual que la que salía al final del primer Mensaje. —Mira a Bradwell—. En cierto modo son casi idénticos, ¿no?

—¿En qué sentido? —le pregunta Bradwell.

—No lo sé. Pero me da la impresión de que son igual de largos, que tienen la misma forma. ¿No te parece?

—Veintinueve —murmura Il Capitano.

—¿Veintinueve qué? —quiere saber Bradwell.

—Palabras. Los dos mensajes tienen cada uno veintinueve palabras justas.

—Todo va a salir bien —le susurra Pressia a Wilda, al tiempo que le acaricia la espalda enjuta.

—Bien, bien —remeda Helmud.

Apretando con fuerza la muñeca, la niña susurra:

—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo.

—Lo sé, lo sé —la calma Pressia—. Vamos a cuidar de ti.