Vagón de metro
De pequeña Lyda nunca fue en metro. Era el sector disidente de la población el que viajaba bajo tierra: los revolucionarios y los pobres, aquellos a los que Dios no quería lo suficiente para bendecirlos con riqueza. En los documentales de la Ola Roja de la Virtud mostraban escenas de cómo arrestaban a elementos subversivos en los metros. A su padre le encantaban esas películas y los videojuegos que daban de regalo al comprarlas.
Pero nunca se había imaginado así los vagones de metro. El suelo está inclinado y cuajado de esquirlas de cristal y otros restos, mientras que las ventanillas están todas resquebrajadas, formando dibujos que parecen telarañas. El resto del vagón está intacto: los asientos rojos de plástico, los barrotes plateados, los mapas del metro y los anuncios por debajo del plexiglás astillado. El farol arroja sombras cambiantes y da la impresión de que se asoman fantasmas por detrás de los asientos.
—Entonces, esta será nuestra casa un tiempo —comenta Lyda—. ¿Por cuánto?
Madre Hestra está intentando arreglar unas luces de Navidad que las madres han conectado a una pequeña batería. Las bombillitas parpadean.
—Ni idea. Días, semanas…, hasta que deje de ser seguro. Perdiz y Lyda pasan tan cerca el uno del otro que se rozan con los codos. La chica comprueba si Madre Hestra se ha dado cuenta, pero no parece haberse percatado de nada.
—¿Qué comeremos? —pregunta Lyda.
—He traído provisiones para varios días. Cuando se acaben vendrá alguien con más.
Lyda tiene miedo de hablar con Perdiz. ¿De veras quiere que vuelvan juntos a la Cúpula, que hagan un plan? Parece verse arrastrado hacia atrás… Así ve ella la Cúpula, como algo que ha dejado atrás, el pasado, otro mundo. ¿Cómo va a volver? Pero a su vez ella se siente arrastrada por él.
Se acerca ahora a él y alza el farol para ver el anuncio de una línea de productos de limpieza —¡VISTE TU CASA DE LARGO!— y otro de un refresco de limón con burbujas sonrientes; en el de al lado solo aparece una joven que mira por una ventana y por debajo solo pone ¿NECESITAS AYUDA?, seguido de un número de teléfono.
—¿Crees que tiene depresión? ¿O será que quiere suicidarse?
—¿O que está embarazada y no está casada? —murmura Perdiz. Lyda se pone colorada: es imposible quedarse embarazada sin estar casada, ¿no?—. Seguramente a los operadores que respondían les diese igual. Total, tenían una misma respuesta para todo.
—Los sanatorios —susurra Lyda—. ¿Qué te parece lo de Illia? Me ha contado una historia sobre un hombre y una mujer y la semilla de la verdad. Parece un cuento, pero no lo es, estoy convencida de que… —Se detiene en mitad de la frase. Perdiz la está contemplando con la mirada perdida—. ¿Qué pasa?
—Dios, ¿cuánto tiempo piensan tenernos aquí metidos? —pregunta en un hilo de voz—. No creo que pueda aguantarlo, no contigo aquí.
El comentario le hace daño.
—¿A qué te refieres?
—Pues a tenerte tan cerca y que no me dejen besarte.
El corazón le da un vuelco. Se cubre la cara con las manos y le susurra:
—A mí me pasa lo mismo.
Llevan toda su vida vigilados, como ovejas, formados en filas, instruidos en grupos, leyendo todos al mismo tiempo y volviendo la página a la vez, tanto en el Antes como en la Cúpula. Por eso les parece tan cruel verse así, en un lugar donde todo es tan salvaje e inexplorado: pero, en lugar de ser libres y salvajes ellos también, se sienten una vez más controlados.
Lyda pone la mano en el plexiglás y Perdiz la imita. El meñique de ella roza el herido del chico, prueba de lo salvajes que pueden ser las madres. Aunque le da lástima que haya perdido el dedo, le encanta el barbarismo de las madres; al igual que sentir el peso de la lanza en la mano, lanzarla con toda su fuerza y oír el ruido sordo al impactar en el blanco. Después de una infancia de sentimientos reprimidos, de ira constantemente contenida, de negar los miedos y avergonzarse del amor, el barbarismo se le antoja de lo más honesto.
—Os quiero a un metro de distancia. ¡A un metro! —les ordena Madre Hestra.
Perdiz levanta las manos, como diciendo: «Nada de contacto, ¡prometido!», y luego se separan unos pasos.
La madre le ha dicho a Lyda que si los deja a solas, tal vez él haga «avances no deseados», y que incluso podría «hacerle daño». Pero a Lyda le encantaría decirle que está muy equivocada, que a ella siempre le ha gustado más Perdiz que viceversa; que le encanta estar a solas con él, besar sus labios, pasar las manos por su piel y que él la acaricie con las suyas. Sabe lo que hacen las parejas casadas cuando están a solas, o al menos ha oído rumores al respecto, porque en la academia a las chicas no les cuentan nada de eso. «Un corazón feliz es un corazón sano», eso es a lo que llaman educación sanitaria, la asignatura que cubre todos los temas relacionados con el cuerpo.
—Vamos a trabajar en los mapas —sugiere Perdiz—. Tenemos que hacerlos antes de…
¿Antes de qué?
—Madre Hestra —la llama Perdiz—, ¿puede ayudarme Lyda con los mapas?
La madre tiene un pedacito de comida en la mano que mete en la boca abierta de su hijo. Después de meditarlo, le concede el permiso.
Perdiz se saca los mapas de la mochila y los extiende sobre una parte del suelo que está más o menos despejada de residuos.
—Quizá sea mejor que hagas tu propio mapa —le dice a Lyda.
Perdiz se acerca entonces al anuncio de la casa de tiros largos y retira algunos trozos de plexiglás hasta que consigue coger un borde del cartel y tirar de él. A continuación se lo tiende a Lyda, para que escriba por detrás.
La chica se queda mirándolo. «Necesitamos un plan para volver a la Cúpula». Eso ha dicho. «Necesitamos», en plural. ¿Será eso lo que ha estado esperando oír? La criaron para convertirse en esposa, en ese plural, y ¿con quién podría estar mejor que con Perdiz? Ahora, sin embargo, lo mira y piensa que no existe ningún «nosotros». Cada uno es un individuo. Es extraño que se dé cuenta de todo eso justo ahí, entre las madres, entre gente fusionada entre sí. Pero es eso: todo el mundo está solo durante toda su vida, y tal vez ni siquiera sea algo tan horrible.
De pronto se siente entumecida, como si se le hubiese metido el frío por las costillas. Coge el cartel, inspecciona el vagón, y de pronto tiene también la sensación de estar en una caja torácica y que cada uno de ellos fuese una cavidad del corazón palpitante. Le da la impresión de que podría morir ahí atrapada, aporreando las ventanas. Por eso algunas tienen esos dibujos de telaraña: de la gente que las aporreó con la esperanza de salir.
No hay salida.