Cadete
—¿Le has hecho preguntas personales a las cajas? —interroga Pressia a Bradwell—, ¿sobre tus padres y eso?
Están comiendo carne correosa de lata en el extremo despejado de la mesa metálica.
—Sí, alguna que otra —confiesa el chico.
Fignan está en el suelo junto al radiador, que de vez en cuando echa una débil bocanada de vapor caliente; tiene los brazos y las piernas plegados en el cuerpo y las luces casi apagadas. Pressia se arrodilla a su lado y le pregunta a Bradwell:
—¿Le gusta estar calentito?
—Creo que en realidad está succionando energía, porque parece sentirse atraído por los enchufes, como el del flexo que uso para leer o el radiador cuando se pone a vibrar. No sé de qué forma consigue extraer la energía, pero eso explicaría cómo ha sobrevivido.
—¿Y el resto de cajas?
—Siempre que las saco del cajón hacen lo mismo.
En cuanto menciona el cajón, Pressia piensa en el chico muerto y amoratado con el manillar alojado en las costillas. No puede quitarse de la cabeza la visión de su cuerpo tendido en la bandeja, y su mente repasa a toda velocidad los muertos que ha visto en los últimos meses. La recorre un escalofrío.
—Entonces ¿sigues pensando en tus padres? —le pregunta a Bradwell.
—Más que nunca.
—¿Y eso?
—Porque me estoy acercando a ellos, en lugar de alejarme. Ingership dijo que Willux los conocía.
Siguen teniendo lazos en este mundo, por su trabajo para intentar detener a Willux y por mí. Igual que tu madre, ¿no crees? Sigue estando aquí, con el cisne, los Siete. Aunque parece todo un embrollo, ha de tener algún sentido.
—Supongo.
—Yo no soy de la opinión de Il Capitano, que quiere derrocar a la Cúpula. Ni pienso como Perdiz, que quiere vengarse de su padre. Yo lo único que quiero es que todo el mundo sepa la verdad.
—Siento lo que te dije antes. Sé que tus padres lo arriesgaron todo por la verdad; y quiero saber distinguir entre lo real y lo que se inventaron y nos hicieron tragar como verdad absoluta.
Aunque no del mismo modo que Bradwell: él quiere conocer la verdad sobre el mundo, mientras que ella solo quiere saber la verdad sobre sí misma en este mundo. Puede parecer un deseo egoísta, insignificante y mezquino. «Emi Brigid Imanaka». Son solo tres palabras, y «Pressia Belze» no es más que una invención.
—Bien —dice Bradwell, pero ve que está mirándola como si no la creyese del todo. A lo mejor se ha dado cuenta de qué quiere ella en realidad—. Venga, pregúntale a Fignan por tu madre y tu padre.
Pressia apoya la mano con cuidado en la tapa de la caja.
—¿Tú crees que debo?
—Solo si es lo que quieres.
—Me siento como si estuviese haciendo trampa. —Aparta la mano de la caja—. Quiero recordarlos por mi cuenta…, pero creo que soy incapaz. ¿Por qué no me acuerdo de las Detonaciones? O, en realidad, de casi nada del Antes.
—¿Y quieres hacerlo?
—Lo necesito. O sea, tengo que atravesar ese túnel hasta esa parte de mi historia si quiero llegar al Antes. Es como si fuese la puerta cerrada de un desván. Si la abro, encontraré las cosas que mi mente ha borrado de las Detonaciones y tal vez, al fondo del todo, tenga recuerdos de mis padres.
—Pues el otro día estuve pensando en eso, y en que seguramente hablabas un japonés fluido —comenta Bradwell—. Al fin y al cabo viviste allí, te criaron entre tu padre y tu tía. Debes de tener dentro el idioma, en lo más hondo.
—Supongo que lo tendré arrinconado, como todo lo demás.
—A lo mejor eso también influyó, el que no tuvieses un idioma para procesar todo lo que estaba pasando.
—Me sé la letra de la canción de la niña a la que se le levanta el vestido con el viento en el porche, la que me cantaba mi madre.
—Eso es un recuerdo fácil.
—¿Qué quieres decir?, ¿que no tengo agallas para recordar las cosas duras?
—No, lo que quería decir es que…
En ese momento alguien llama a la puerta. Fignan se enciende y su motor vuelve a la vida con un gruñido.
—¡Bradwell! —llama una voz de hombre.
El chico va hasta la puerta y pregunta:
—¿Qué ocurre?
—Hemos recibido noticias de Il Capitano. Es importante.
Bradwell levanta la retranca y sale al pasillo.
Por el tono grave de voz, Pressia comprende que se trata de una urgencia, que ha pasado algo malo, y al instante se le encoge el corazón. Se queda mirando la fila de luces que semejan varios ojos seguidos en la espalda de Fignan. «Siete cisnes que nadan», le viene a la cabeza, pero no sabe de dónde se ha sacado eso. Fignan la mira fijamente, como un perrillo que solo sabe hacer un truco, y la chica se arrodilla a su lado y le murmura:
—¿Me contarías cosas sobre mis padres si te preguntase?
Nada más decirlo se pregunta si en realidad teme averiguar cosas sobre sus padres. ¿Hará que los eche más de menos? ¿Será información que no quiere saber? Al fin y al cabo es una bastarda, una hija secreta…
Fignan se levanta y saca uno de sus brazos, que le agarra unos cuantos pelos de la cabeza y se los arranca.
—¡Ay! —exclama, y se levanta en el acto frotándose donde le ha arrancado el pelo—. Joder, ¿a qué ha venido eso?
El pelo desaparece como un hilo que devanara rápidamente el motor del interior. Aturdida, se aparta de Fignan y choca con la mesa metálica, de donde sale rodando la campanilla, que cae por debajo de la mesa y repica contra el suelo.
La recoge y, cuando va a ponerla en su sitio, ve el recorte de periódico. Ahora lee el titular entero:
«La muerte del cadete ahogado se declara accidental». Debajo de la foto aparece el nombre del chico:
«Cadete Lev Novikov». Pressia coge el recorte, donde se explica que la operación de entrenamiento fue un esfuerzo internacional: los Mejores y Más Brillantes de varios países reunidos en un esfuerzo diplomático para promover un intercambio cultural abierto. Deduce que se trataba de una ramificación de los Mejores y Más Brillantes que reunía a la élite de los jóvenes del mundo entero, lo cual explicaría por qué invitaron a su padre, que era japonés; Lev Novikov, por su parte, era originario de Ucrania. La cara del chico se le antoja angustiada, aunque tal vez solo sea porque sabe que murió hace mucho. Es guapo y serio. Debajo del recorte hay otro: «Un cadete recibe una estrella de plata al heroísmo». Hay una foto de otro cadete, que Pressia reconoce en el acto, pese a que está más joven y sus ojos parecen más oscuros y vivos.
«Cadete Ellery Willux». Lee por encima el artículo: «Willux, de 19 años, intentó salvar al cadete Novikov en un accidente que se produjo durante la instrucción. “Es una lástima, porque el chico [Novikov] llevaba un tiempo enfermo —declaró el oficial Decker—, y justo empezaba a recuperarse. Era su primer baño de la temporada”». Hicieron un funeral y, ese mismo día por la tarde, una ceremonia para entregar la medalla. Escudriña el artículo en busca de otra cita textual: «“Es un día triste, pero se ha recompensado el heroísmo”, comenta el cadete Walrond».
Walrond… ¿el mismo Arthur Walrond, el amigo de la familia que convenció a los padres de Bradwell para que le comprasen un perro al que llamó Art Walrond? ¿Formaba parte también de los Mejores y Más Brillantes? ¿Fue en aquella instrucción donde se conocieron Willux, su madre y su padre? ¿Y eso sucedió antes o después de convertirse en los Siete? Pero ¿cómo es que Bradwell no le ha contado nada de eso?
Vuelve a poner los dos artículos donde estaban, con la campanilla encima. Fignan se le acerca con un zumbido y Pressia retrocede. Se detiene y parece jugar con el parpadeo de las luces. Y entonces gime, en un quejido casi lastimero. ¿Se estará disculpando?
Ladea la cabeza y alza la vista hacia la caja.
—¿Qué quieres de nosotros?
La caja negra no responde. Tal vez no esté programada para querer; se pregunta si entenderá de deseos y miedos.
Bradwell vuelve al cuarto y le dice:
—¿Qué?, ¿hablando con una caja? ¿A que no son tan mala compañía?
Pressia se avergüenza y cambia de tema:
—¿Qué decía el mensaje de Il Capitano?
—He quedado en verlo en los escombrales. Hay una niña, un caso extraño. Y unas arañas, algo de unas arañas.
—¿No ha dicho que vaya yo también?
—Es demasiado peligroso.
—Voy contigo, quiero ayudar.
—Il Capi es capaz de matarme si te llevo conmigo.
—¿Me estáis protegiendo aquí por mi propio bien, o en realidad me tenéis prisionera?
—Ya sabes la respuesta. Es solo que Il Capi quiere…
—Si me siento como una prisionera, será porque lo soy.
Bradwell se mete las manos en los bolsillos y suspira.
—No soy tan frágil —insiste Pressia, aunque no está segura de que sea cierto. ¿Tiene una fisura en su interior (haber apretado el gatillo y haber matado a su madre) y es de esas que nunca llegan a curarse del todo?
El chico alza la vista y la mira.
—Es demasiado pronto.
—Te olvidas de una cosa. —Reconoce esa voz suya, baja pero segura.
—¿De qué?
—De que yo tomo mis propias decisiones y no tengo que pedirte permiso.