Pira
Aunque baja a trompicones la colina, con las zarzas enganchándosele a los bajos del pantalón a modo de pequeñas garras, Il Capitano consigue abrirse camino a buen paso. El viento sopla con fuerza, pero se siente con las pilas cargadas. «Hastings»… Tal vez no sea ni una batalla ni un saludo, sino algo tan simple como el nombre del soldado. Al principio no se le ha ocurrido porque no ve a los seres de las Fuerzas Especiales lo suficientemente humanas como para tener nombres, pero está claro que en otros tiempos eran niños normales…, bueno, mejor que normales: eran los niños más privilegiados del mundo.
¿O debería intentar deducir otro significado? «Haste» en inglés es ir deprisa. «Tidings» son saludos, que siempre son cordiales, no hostiles, algo más apropiado para la ocasión. «Haste» más «tidings» da «Hastings», ¿no es eso? A Il Capitano nunca se le han dado bien las palabras, él es más de armas, de motores y cacharros eléctricos.
—Hastings —dice en voz alta, y esta vez Helmud no lo repite.
Estará dormido: cuando hace frío suele meter la barbilla en la espalda de su hermano, plegar sus brazos larguiruchos y quedarse dormido; en esa postura, desde lejos, puede parecer incluso un único hombre. Se imagina a Pressia viéndolo así. A veces cuando están hablando ella mira a Helmud, pero no como el resto de la gente, que parece mirar algo deforme; ella lo mira más como si participase en la conversación. Aunque en realidad a él le gustaría que por una vez lo viese solo y únicamente a él.
Se pregunta si Hastings volverá a aparecer y le brindará información real. «Vaya —piensa Il Capitano—. ¿Y si he conseguido un informante, alguien de dentro?». Considera la posibilidad de decírselo a Bradwell y Pressia, pero le gusta la idea de saber algo que ellos no saben, una especie de caudal de poder.
Ahora se acerca ya a los supervivientes de la pira y ve que han reunido palos, han arrastrado troncos partidos y han dispuesto pequeños abetos con los que puede formarse una buena hoguera, a pesar de que la madera parece verde y húmeda. Unos cuantos hombres que tiran de carretillas lo miran por el rabillo del ojo pero prosiguen su camino.
En el suelo hay tres niñas sentadas que están inventando una canción. Son posts, nacidas en el Después, pero aun así, como todos los posts, tienen deformidades. Las Detonaciones causaron tal impacto en las células que afectaron incluso a las espirales del ADN. Y nadie se salvó, ni se salvará en varias generaciones. Una de las chicas tiene la cabeza rapada al cero, como si acabasen de desparasitarla, y se le ven los huesos nudosos del cráneo, que está arqueado por un lado, como si por dentro cupiese más de un cerebro. A otra de las chicas le sobresale un hombro bajo el abrigo. Las tres tienen la piel moteada y los ojos hundidos.
En cuanto las niñas lo ven, se levantan e inclinan la cabeza. El uniforme de la ORS lleva mucho tiempo asociado al miedo y, visto que poco puede hacer al respecto, prefiere aprovechar la circunstancia. El miedo puede ser una buena baza.
—Descansen —les dice. La niña del hombro salido alza la vista y se echa a temblar al ver a Helmud, que ha asomado la cabeza—. Es mi hermano, tranquila.
Uno de los hombres se le acerca. Tiene la barriga hinchada, posiblemente por un tumor que le ha ensanchado las costillas.
—No estamos haciendo nada malo, es por el bien común.
—Tranquilo, solo quería saber qué estabais haciendo por aquí —contesta Il Capitano al tiempo que se pone el rifle por delante.
—Hemos recibido un mensaje —le explica el hombre.
Una chica alta, mayor que las otras, con una abultada trenza de piel a un lado de la cara le dice:
—¡Es cierto: pueden salvarnos! Ella es la prueba viviente. Fui yo la que la encontré, no muy lejos de aquí.
—Espera. ¿Por qué me da la impresión de que estáis haciendo una hoguera?
—Hoguera —dice Helmud, y todo el mundo se lo queda mirando boquiabierto.
—Queremos hacerles saber que la hemos encontrado y que les ofrecemos a otras tres —dice la joven con la cara trenzada—. Las pondremos aquí en fila y esperaremos.
—La de en medio es mía —apunta el hombre de las costillas ensanchadas señalando a la chica de la cabeza rapada.
—Pero ¿a quién habéis encontrado? ¿A qué niña?
—¿A qué niña? —insiste Helmud.
—A la Niña del Nuevo Mensaje —le cuenta la joven—. ¡Es la prueba de que pueden salvarnos a todos!
—¿Cuándo la encontrasteis?
—Estamos ya en el tercer día santo.
—¿Y quién puede salvarnos, si puede saberse? —pregunta Il Capitano, a pesar de que conoce la respuesta. La Cúpula ha mandado un mensaje por medio de una niña. ¿Será por eso por lo que Hastings lo ha hecho ir hasta allí?
La joven sonríe y la trenza de la mejilla se le abulta. Levanta las manos hacia la Cúpula y dice:
—Los Benevolentes, nuestros Guardianes.
No es la primera vez que escucha hablar en esos términos a los seguidores de la Cúpula, los que confunden a Willux y su gente con dioses, y a la Cúpula, con el Cielo.
Acaricia con la mano la punta del rifle, como para recordarles que existen más autoridades con las que lidiar que la Cúpula.
—No creo que sea buena idea —dice con mucha calma—. Voy a tener que pediros que os disperséis.
—Pero estamos preparando a la Niña del Nuevo Mensaje para la pira —replica la joven, que tiene la mirada perdida y la cara encendida como si le hubiesen golpeado con algo.
—¿Qué queréis, quemarla?
—¿Quemarla? —murmura Helmud.
Il Capitano oye el chasquido de la navaja de su hermano al abrirse.
—No, vamos a venerarla y adorarla. Y a esperar que se lleven al resto. —La joven se balancea mientras habla y la falda le cepilla las pantorrillas, que están pálidas y llenas de ceniza.
Il Capitano vuelve a mirar a las tres chiquillas, que entornan los ojos y ladean las cabezas. Es muy inquietante que ni siquiera parezcan asustadas.
—Los ángeles nunca se alejan mucho —dice el hombre de las costillas ensanchadas.
—¿Es que no oyes el zumbido de sus espíritus sagrados? —le pregunta la joven.
—¿Te refieres a las Fuerzas Especiales? Eso tiene poco de zumbido sagrado, te lo aseguro.
—Lo aseguro.
—Tú no crees, pero ya creerás.
Il Capitano apunta con el arma al hombre de la carretilla y le dice:
—¿Qué os parece si me traéis a la niña? Ahora.
—Ahora —susurra Helmud.
La joven mira al de la carretilla, que asiente.
—Está en la ciudad, a buen recaudo —le explica esta—. Puedo llevarte hasta ella. —Sin más la joven echa a andar hacia el otro extremo del bosque e Il Capitano la sigue. Al poco ella mira hacia atrás, dejando a la vista su mejilla bulbosa y trenzada, y le dice—: Es de verdad, ya lo verás. Es la prueba, ella misma te lo dirá.
Pero en cuanto termina la frase, sus ojos se clavan por detrás de Il Capitano y se ensanchan. Con asombro en la voz, le susurra:
—¡Mira!
No quiere mirar, no puede ser nada bueno. Helmud se arquea en su espalda, girándose para ver de qué se trata. Il Capitano respira hondo y se vuelve.
Trata. Il Capitano respira hondo y se vuelve. Al otro lado de la pira, la inmensa Cúpula se alza sobre una montaña, en una mole acechante coronada por una cruz que se clava en las nubes color carbón. Al principio no distingue nada raro, salvo por unos puntitos negros; pero entonces ve que se mueven y tienen patas: no son puntitos sino unos seres negros y menudos que parecen arañas y que están saliendo de una pequeña abertura en la base de la Cúpula. Como robots resplandecientes, van saliendo y correteando una tras otra.
—¡Nos mandan regalos! —exclama la joven.
—No lo creo. De regalos, nada.
—Nada.
Incluso desde lejos Il Capitano juraría oír los crujidos de los cuerpos metálicos y el roce de la arena bajo unos pies articulados. Son criaturas malignas, creadas por la Cúpula. Tiene que avisar a Bradwell y Pressia.
—No tenemos mucho tiempo —le dice a la joven—. Sigamos.
* * *
De camino a la ciudad, Il Capitano se entera de que la joven de la mejilla trenzada se llama Margit. No para de hablar en todo el rato, de contarle cómo fue a recolectar colmenillas con su amiga ciega y se encontró con la niña; pero Il Capitano apenas la escucha. Cada vez que la joven baja el ritmo, la empuja en la espalda con el arma. ¿Cuánto tiempo tardarán en llegar las arañas robot a la ciudad? Se les veían unas patas pequeñas pero ágiles.
Recorren a toda prisa un callejón tras otro de chabolas ennegrecidas, construidas con montones de roca, tablones y lonas. La ciudad está en constante descomposición, con ese penetrante hedor a muerte, al olor dulzón y nauseabundo de los cadáveres, así como a carne espetada y chamuscada.
Mientras cruzan los escombrales va contando las columnas de humo que surgen de entre las rocas, una costumbre que tiene. Cada una representa una cavidad llena de terrones o alimañas que se alimentan de los supervivientes que atrapan. Il Capitano ha perdido a muchos hombres en los escombrales.
Va pendiente también de las Fuerzas Especiales que rondan por la ciudad. Le resulta igual de extraño que inquietante no ver ninguna. ¿Las habrán evacuado porque sabían que venían las arañas?
Margit lo conduce hasta una alcantarilla custodiada por un amasoide compuesto por dos hombres con los torsos unidos y por una mujer con la mitad del cuerpo fusionada con la espalda de uno de ellos. Podían buenamente ser unos desconocidos que en las Detonaciones se encontraron fundidos entre sí mientras esperaban en la cola del autobús o en la del banco; al menos Il Capitano está fusionado con alguien a quien conoce, con un miembro de su familia.
Uno de los del amasoide lleva en la mano una cadena y otro una roca, mientras que la mujer que tienen a la espalda escruta el panorama por debajo de una capucha oscura. Cuando ven el arma y el uniforme retroceden ligeramente.
—Quiere verla con sus propios ojos —les dice Margit.
Todo el amasoide asiente y se aparta a un lado para dejarle paso.
Pese a que parte del conducto de la alcantarilla está hundido, parece seguro. Il Capitano y Margit son demasiados altos para ir de pie, de modo que se agachan para entrar y caminan encorvados. Helmud se va golpeando en la espalda con el techo y no para de gimotear.
—Deja de quejarte —le dice Il Capitano.
—Quejarte —repite el otro.
Pronto ve la luz de un farol de aceite casero y a unas cuantas personas alrededor. Se detiene y le dice a Margit:
—Quiero verla a solas, que salga todo el mundo.
—Es demasiado valiosa.
—Una pena.
—¿Nos podemos quedar por lo menos dos contigo?, ¿las dos que la encontramos? No diremos nada.
Il Capitano contempla las caras entre las sombras.
—Vale, pero el resto que se vaya.
—Que se vaya —dice Helmud, como si fuese mejor que ellos porque le han dejado quedarse.
¿Adónde iba a ir si no?
Margit se acerca al resto, discute un momento y luego estos se dispersan y pasan al lado de Il Capitano de camino a la salida de la alcantarilla.
Aparte de Margit se quedan otras dos figuras sentadas en el suelo: la de la recolectora ciega y la de la niña.
Cuando Il Capitano se acerca, Margit le dice a la niña:
—Este hombre quiere hablar contigo, quiere conocer la verdad.
Se cuelga el fusil a la espalda de Helmud y se arrodilla. Ahora que está más cerca de la luz puede ver los ojos de la ciega, quemados en las Detonaciones. A muchísima gente le pasó lo mismo. Pero las cataratas no son lechosas como las de su abuela en el Antes, no: son ojos que parecen brillar, más gatunos que humanos.
—La chica es sagrada —dice la ciega—. Los ángeles la guardaron hasta que llegamos nosotras y luego nos la dejaron para que la cuidásemos.
Alarga la mano y palpa a tientas la cara pálida de la niña, a la que de pronto se le entrecorta la respiración y se le saltan las lágrimas.
—Su voz… —prosigue la ciega entre sollozos— no es como la nuestra. La han hecho pura. No tiene aspereza, ni rémoras. ¡Suena a nueva!
—Por eso, porque la han vuelto a hacer —dice Margit—. Es la Niña del Nuevo Mensaje, ¡la que nos salvará a todos!
—Yo puedo ayudarte —le dice Il Capitano a la niña—. Eso espero, al menos. La niña lo mira y se retira el pelo de la cara, que está pálida y blanquecina como la leche.
—¿Y decís que la han hecho pura?
—¿Pura? —repite Helmud, que se echa hacia delante para verla más de cerca.
—Súbele las mangas —le dice Margit— y lo verás con tus propios ojos, si es eso lo que necesitas, ver para creer.
—A mí no me ha hecho falta —dice orgullosa la ciega.
Il Capitano se queda mirando unos segundos a la niña antes de cogerla por la muñeca. No parece asustada, sino más bien agradecida. Le arremanga un brazo y deja a la vista una carne inmaculada; sin dar crédito, le sube la otra manga y ve un brazo igual de impecable.
—¿No nació en la Cúpula? ¿No es pura?
—Estaba destrozada y vivía en la calle. Algunos de los huérfanos la han identificado —le cuenta Margit.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta Il Capitano.
La niña no se mueve ni dice nada.
—Se llama Wilda. Nos lo dijeron los huérfanos y ella asintió.
—Dile el Nuevo Mensaje —interviene la ciega, que alarga la mano para tocar el pelo brillante de la niña—. Díselo.
La niña entrelaza los dedos, se los lleva a la barbilla y se hace un ovillo.
—¿Hay algo que quieras decirme?
La mano de Helmud asoma entonces por el hombro de su hermano, con un barquito que ha tallado en madera. «Joder —piensa Il Capitano—. ¿Eso lo ha hecho mi hermano?». Es tan delicado y hermoso que lo conmueve y hace que se le humedezcan los ojos. Tiene que cerrarlos para no dejar escapar una lágrima.
El barquito es un regalo. La niña lo coge entre ambas manos.
—Decirme —le dice Helmud—, dime.