Perdiz

Frío

Perdiz ha empaquetado sus cosas y está listo: lleva los mapas enrollados en la mochila, la caja de música en el bolsillo del abrigo y los viales bien sujetos a la barriga con un trozo que ha rasgado de la sábana. Con todo, cuando la puerta del silo se abre de golpe por la mañana, le sorprende la luz polvorienta y la ráfaga de aire frío que entran a la par.

—¡Es la hora! —le grita Madre Hestra.

Apenas ha dormido. El escarabajo se arrastró hasta una esquina entre espasmos, hasta que por fin encontró un hueco y desapareció por él. La imagen se le quedó grabada en la cabeza, aquella pata gigante. Pero, más allá de esa visión en su retina, no le gusta dormir porque no para de soñar con que encuentra a su madre: en la academia, con su cuerpo amputado y ensangrentado bajo las gradas del estadio, en el silencio de la biblioteca o en el laboratorio de ciencias, el peor escenario, como si fuese un bicho que diseccionar; en el sueño está seguro de que ha muerto, pero de repente parpadea con un ojo. Es mejor no dormir mucho…

Sube el pequeño tramo de escalones de madera y siente la bofetada del viento. El cielo está cerrado, con oscuros bancos de nubes inflados. En otros tiempos en aquel paraje había una urbanización buena, con sus hileras de casas color crema, que ahora, en cambio, parecen huesos blanqueados.

Ve a Lyda en la esquina de una vivienda derruida. Con la capa meciéndose al viento, lleva en la mano una lanza rematada por una hoja afilada en la punta. Al principio lo mira como asustada, pero luego esboza una sonrisa que le ilumina la cara. Tiene también la piel brillante por el suero y los ojos llorosos. ¿Será porque se alegra de verlo o por el viento? Está empezando a crecerle el pelo, en una suave pelusilla sobre la cabeza. Con el cabello así de corto se le ve más la cara y lo guapa que es. Siente la urgencia de correr hacia ella, de levantarla en volandas y besarla. Pero Madre Hestra malinterpretaría el gesto como una agresión y podría llegar a atacarlo. No les dejan estar a solas. Fue una de las condiciones: la protección total de la chica.

Tiene que contentarse con sonreírle y guiñarle un ojo; Lyda hace otro tanto y luego se va hacia Madre Hestra y le acaricia el pelo a Syden.

—Caminaremos en fila —les dice la madre.

—¿Illia no viene? —pregunta Perdiz.

—La ceniza de los pulmones ha hecho que enferme y es mejor que se quede aquí para recuperarse.

—¿La ha visto un médico?

—¿Qué médico quieres que la vea? —repone Lyda, un tanto cortante.

—Es otra víctima de los muertos —dice fríamente Madre Hestra fulminando con la mirada a Perdiz—. Al fin y al cabo, fueron ellos quienes crearon la ceniza, y ha enfermado de los pulmones por culpa de eso, y hasta es posible que muera algún día de lo mismo. Otro asesinato.

—Yo no soy un muerto —intenta defenderse Perdiz—. Yo era un niño cuando estallaron las Detonaciones, y lo sabes.

—Un muerto es un muerto —sentencia Madre Hestra—. Poneos en fila.

Lyda va detrás de Madre Hestra, mientras que Perdiz va cerrando la fila, aunque a menos de un metro de Lyda. Siente un nudo en la barriga y le late con fuerza el corazón.

—Hola —le susurra.

Lyda lleva la mano detrás de la espalda y lo saluda.

—Te he echado de menos —murmura el chico.

Ella mira hacia atrás y le sonríe.

—¡Ya está bien de cháchara! —les reprende Madre Hestra. ¿Cómo los habrá oído?

Tiene ganas de contarle lo de los viales, lo de la pata del escarabajo, y esa extraña sensación que tan familiar le resulta. «Necesitamos un plan», quiere decirle; a fin de cuentas, fue algo parecido lo que los unió, su plan para robar el cuchillo de la muestra de hogar con las llaves de la urna de los cubiertos que tenía Lyda. Por un lado no puede quedarse el resto de su vida allí, custodiado por las madres, pero ninguno de los dos tiene adonde huir, están atrapados. ¿Tendrá ella la misma sensación? Seguramente…

Están dejando atrás los fundizales para internarse en las esteranías, que son unas tierras yermas, ventosas y peligrosas. Se imagina la pinta que deben de tener: Madre Hestra vestida con pieles y tirando del peso de su hijo, Lyda con su capa al viento, y él mirando nervioso a un lado y a otro.

Sin armas se siente vulnerable e inútil. La madre lleva al hombro un saco de cuero lleno de dardos de jardín. Le gustaría tener algo, lo que fuese; ya se había acostumbrado a llevar los cuchillos y los ganchos de carnicería de Bradwell. De hecho, por extraño que parezca, le alivia bastante haber sometido sus músculos a codificación especial, para ganar en fuerza, velocidad y agilidad. La extraña gratitud hacia su padre, por habérsela administrado, le revuelve la barriga.

Las esteranías que se extienden ante ellos se vieron calcinadas por las Detonaciones; se quedaron peladas, y siguen estándolo, sin árboles, sin vegetación, con tan solo restos de una autovía desmoronada, coches comidos por el óxido, caucho fundido y puestos de peaje volcados.

Perdiz se frota la cara, que se nota tirante del frío. Aprieta los puños y uno de ellos lo nota tenso aún del dolor por la mordedura del escarabajo. El helor se le extiende por los huesos incluso hasta la punta del meñique perdido, algo que parece imposible pero que juraría que es cierto.

Ahora tienen que ser cuidadosos. Por la arena, que se eriza en espirales, surgen y se arquean espinas dorsales. Los terrones son seres que se fusionaron con tierra y con escombros durante las Detonaciones y que ahora se dedican a cazar humanos. Engarzados con tierra, piedra o arena, los hay de todos los tamaños y formas; parpadean en el suelo y pueden acechar en círculos hasta atacar. Pero los terrones conocen a las madres, y las temen.

Lyda ha ralentizado el paso para separarse un poco de Madre Hestra y estar más cerca de Perdiz. ¿Adrede? El chico aligera la marcha.

—¿Hacía este frío que pela cuando éramos pequeños? —le pregunta.

—Yo tenía una parka azul y mitones unidos entre sí por un hilo y cosidos a su vez a las mangas del abrigo, para no perderlos. Nosotros deberíamos ir así, para no perdernos de vista el uno al otro.

Se detiene y Perdiz sigue avanzando hasta ella. Lyda mira de reojo a Madre Hestra y luego se vuelve hacia él, que la besa, sin poder evitarlo. La chica le acaricia rápidamente la mejilla; con las pieles bañadas en el ungüento de cera el tacto resulta extraño.

—Illia tiene algo.

—¿A qué te refieres?

—Sabe cosas, y dice que no puede morir hasta que cumpla con su cometido. No para de hablar de la semilla de la verdad.

—¿No estará delirando o algo así? ¿Qué crees que quiere decir?

—No lo sé —confiesa Lyda, que, antes de que Madre Hestra les grite, se vuelve y da unas zancadas para recuperar el paso en la fila.

La madre se detiene al borde de una pendiente. A los pies tienen una gasolinera en ruinas y unas vallas publicitarias medio engullidas por la arena.

—Quedaos aquí. Os llamaré cuando compruebe que es seguro seguir.

Perdiz mira la cabeza del hijo de Madre Hestra, que oscila a ambos lados en la bajada hasta la autovía hundida.

—Todavía no me acostumbro.

—¿A qué?

—A los niños fusionados a los cuerpos de sus madres. Me resulta, no sé, inquietante.

—Pues a mí me gusta ver niños, para variar —replica Lyda. Por culpa de la limitación de los recursos, en la Cúpula solo se les permite procrear a algunas parejas. Así y todo, ese intercambio de pareceres es como una brecha entre ambos—. En el Antes había tantos niños… —añade—. Y ya no están.

«El Antes» es una expresión que utilizan los miserables. ¿Se le están pegando las costumbres y el habla de las madres? El cambio lo perturba. Ella es la única que lo entiende. ¿Y si se convierte en uno de ellos? Se detesta a sí mismo solo por pensar en esos términos —nosotros, ellos—, pero es un sentimiento demasiado arraigado.

—¿Eres feliz aquí?

Lyda mira hacia atrás y le dice:

—Tal vez.

—A lo mejor no es que seas feliz aquí en concreto, sino que estás feliz en general. Como una de esas personas que se levantan silbando, ¿sabes? —No puede ser que esté feliz solo por estar allí, ¿no?

—Yo no sé silbar.

—Lyda —dice Perdiz con una voz tan contundente que a él mismo le sorprende—, yo no quiero volver, pero es inevitable. Nuestra casa ya no es un lugar concreto. —Oye en su cabeza la voz de su padre: «Perdiz, se acabó. Eres uno de los nuestros, vuelve a casa». No hay casa que valga.

—Y si no es un lugar, ¿qué es?

Perdiz intenta imaginarse cómo era aquel sitio antes de que todo se viniese abajo y las ondas de arena se lo tragaran.

—Una sensación —le dice.

—¿De qué?

—Como de algo perfecto pero inalcanzable, de algo que nos han robado. Una casa, un hogar, solían ser algo sencillo. —Ve que Madre Hestra está remontando la siguiente loma con Syden. En cualquier momento les hará señas para que la sigan—. Sé lo que contienen los viales, he estado experimentando un poco.

—¿Experimentando?

—He visto que genera células y cómo va construyéndolas. Le inyecté una dosis en la pata a un escarabajo y creció sin parar. Mi padre quiere lo que hay en esos viales, y ahora sé lo potente que es.

—Igual que el chico ese al que le dieron el primer premio en el concurso de ciencias del año pasado.

—¿El qué? ¿De quién hablas?

—No recuerdo el nombre, pero era el que ganaba todos los años.

—¿Arvin Weed?

—¡Sí! El mismo.

—¿Y por qué le dieron el premio?

—¿No fuiste?

—Sí, creo que sí. Tengo un vago recuerdo de pasear con Hastings por los puestos.

—El equipo en el que estaba fabricó un nuevo tipo de detergente para pieles sensibles.

—¡Qué chulo!

—Venga, no me trates como a una niña pequeña.

—Perdona, no era mi intención. Yo no hice nada, ni tan siquiera un volcán con levadura.

—Bueno, pues Arvin Weed documentó cómo había conseguido regenerarle la pierna a un ratón que se había quedado impedido por culpa de una trampa.

—Venga ya…

Pero entonces recuerda que Hastings hizo un comentario sarcástico al respecto, en plan: «Un trabajo estupendo, Weed, has descubierto los ratones de tres patas y media, una especie fundamental». Weed lo miró fijamente y, cuando Hastings se fue hacia otra parte, lo cogió del brazo y le dijo que debería importarle aquel experimento, que podía salvar a gente. A lo que Perdiz le respondió: «¿Cómo piensas salvar a nadie con un ratón de tres patas y media?».

El recuerdo lo sobresalta.

—Dios… —murmura—. ¡Él ya lo ha averiguado! Así que la Cúpula ya tiene acceso a lo que contienen los viales. Cuando mi padre hizo que me siguieran hasta el búnker de mi madre, lo que buscaba era las otras dos cosas: el ingrediente que faltaba y la fórmula. Él ya iba un paso por delante. Tiene una de las tres cosas que necesita para recuperarse de la degeneración rauda de células y salvar la vida. —De repente se ha convertido en una carrera y su padre le lleva la delantera. Su madre le contó que este sabía que la potenciación cerebral acabaría pasándole factura, pero pensó que podía encontrar una solución y, en cuanto la tuviese, vivir para siempre—. ¿Y si mi padre nunca se muere?

—Todos los padres mueren.

Perdiz piensa en la extremidad abultada y musculosa del escarabajo.

—Mi padre no es como el resto de padres. —Alarga la mano para coger la de Lyda, a la que parece sorprenderle lo repentino del gesto—. Necesitamos un plan para regresar al interior de la Cúpula y sacar a la luz la verdad una vez dentro.

Lyda se le queda mirando con los ojos vidriosos, asustada.

—No va a pasar nada —le dice Perdiz—, ya nos inventaremos algo.

—Pues a Sedge sí que le pasó algo.

El padre de Perdiz le hizo creer durante años que su hermano mayor, Sedge, se había suicidado. Lo cierto, sin embargo, es que fue el mismo progenitor quien mató a su primogénito. ¿Cuántas veces había imaginado Perdiz a su hermano metiéndose la pistola en la boca? Le mintió. Pero ahora está muerto de verdad. «Perdiz, se ha acabado. Eres de los nuestros, vuelve a casa». Lo que más aborrece Perdiz es la forma en que se lo dijo, suavizando la voz como si quisiera a su hijo, como si su padre pudiese entender alguna vez algo como el amor. Nunca acabará, ni es uno de ellos, ni existe ninguna casa a la que volver.

—Es capaz de matarte —le dice Lyda—, y lo sabes.

Perdiz asiente:

—Lo sé.

De repente un terrón surge del suelo tan cerca del pie de Lyda que le hace perder el equilibrio cuando la tierra se resquebraja.

La visión aumentada de Perdiz toma forma. Cuando el terrón abre las fauces, el chico salta y, en mitad del aire, le pega una patada a la cabeza rocosa. Le gusta el chasquido que hace cuando le parte el cráneo con el pie.

Lyda se ha levantado ya y está con la lanza en ristre.

El terrón fija ahora la mirada en el chico.

—Venga —lo desafía este—. ¡Vamos!

El cuerpo le arde en deseos de meterse en pelea y el corazón le martillea el pecho; siente los músculos como encogidos, a la espera de que les den rienda suelta.

Pero Madre Hestra grita desde la pendiente al otro lado de la autovía para llamar la atención del terrón y, cuando este se vuelve, le tira un dardo de jardín, en un perfecto lanzamiento a gran distancia; le alcanza en toda la sien y el terrón muere en el acto con un suspiro.

—¿Por qué ha hecho eso? ¡Lo tenía controlado! —grita Perdiz.

Lyda se acerca al terrón, cuya parte viva se revuelve por la tierra, saca el dardo y se restriega la sangre en la falda.

—¿De verdad lo tenías controlado?

—Pues claro que sí.

Lyda, sin embargo, sacude la cabeza como si estuviera reprendiéndole.

—Yo habría sabido cuidar de mí misma.

Perdiz exhala con fuerza.

—¿Estás bien?

—Sí.

Mientras la chica se sacude el polvo de la capa, Perdiz ve algo en su mirada que no sabe reconocer.

Pero en ese momento Madre Hestra les hace señas para que prosigan la marcha y, cuando están lo bastante cerca, Lyda le grita:

—¿Cuánto queda?

—Cinco kilómetros o así. Seguid en fila recta y nada de cháchara.

Caminan en silencio durante lo que les parecen horas, hasta que llegan a una hilera de prisiones derrumbadas, salvo por dos menos dañadas. Los armazones de acero y parte de los cimientos se mantienen en pie, pero todo lo demás son escombros. Enfrente de las cárceles hay una especie de fábrica que tiene una chimenea aún en pie y otras dos caídas como árboles y hechas añicos al impactar contra el suelo.

Madre Hestra se detiene ante una cicatriz larga y dentada que hay en la tierra, no lejos de una lámina de metal fijada al suelo por dos goznes caseros. Escruta las estructuras de acero en la distancia, donde debe de haber una de las suyas, pues Madre Hestra levanta el brazo y parece esperar una señal. Perdiz escudriña también la estructura pero no ve ni un alma.

Por fin la madre parece satisfecha al recibir algún tipo de luz verde. No tienen que andar mucho más.

—Hemos llegado —les anuncia, al tiempo que levanta la chapa metálica del suelo contra el viento.

La abertura conduce a un oscuro túnel.

—¿Qué hay ahí abajo? —quiere saber Lyda.

—El metro. Supimos que estaba aquí porque trazamos la trayectoria de la línea que pasaba por los barrios residenciales. Durante las Detonaciones los túneles se alzaron por debajo de la tierra. —Perdiz imagina los vagones empujando hacia arriba montañas de tierra y creando aquel montículo—. En cuanto vimos el desgarrón de tierra supimos lo que era y nos pusimos a cavar.

—¿No quedó gente atrapada dentro? —pregunta Lyda intentando atisbar algo por el boquete en pendiente.

—Habían muerto mucho antes de que los encontrásemos, pero les dimos un entierro digno. Nuestra Buena Madre quiso honrarlos porque nos dieron algo. En las esteranías siempre hay tesoros escondidos, pero a menudo hay que cavar para encontrarlos.

Lyda se pone a gatas sin problemas, mientras que Perdiz no lo hace de tan buen grado. La gente que no murió del impacto lo hizo sepultada viva. Mira de reojo a Madre Hestra y le dice:

—¿Las señoras primero?

Esta sacude la cabeza y contesta:

—Tú primero.

Perdiz se pone a gatas sobre el suelo frío y duro. Madre Hestra, que le sigue por el túnel, cierra la trampilla y en el acto todo se vuelve negro.

De pronto, una luz brillante ilumina el fondo del túnel y la cara de Lyda aparece bañada de dorado.

—Es perfecto —dice esta.

Y por un momento Perdiz imagina que al final del túnel lo aguarda toda su infancia: los huevos de Pascua pintados, los dientes de leche, su padre como un arquitecto muy trabajador, un burócrata de mediana edad; y su madre, metiendo ropa mojada por la boca abierta de la secadora. Una casa, un hogar, lo que le han robado. Perfecto…, como si alguna vez hubiese existido algo perfecto.