Lyda

Tinas metálicas

La habitación es espaciosa y solo contiene dos grandes tinas metálicas de aspecto industrial iluminadas por la luz tenebrosa de las ventanas maltrechas. El baño estaba previsto para la noche, pero en las horas más oscuras han estado confinadas porque el zumbido de las Fuerzas Especiales se escuchaba demasiado cerca y se han visto obligadas a posponer el baño.

Han tenido que traer a rastras a Illia, a la que no le gusta desnudarse delante de nadie, ni tan siquiera la cara; de hecho, ahora la tiene tapada con un trapo gris, aovillada como está en una de las bañeras. Cuando hacen pasar a Lyda, Illia dice:

—Estás aquí.

—Y tú —le responde Lyda, que no se refiere solo a su presencia física sino a que también está allí en el plano emocional.

En un principio a Illia le tuvieron que prescribir los baños porque se le acumula la ceniza de los fundizales en los pulmones y las madres temen que haya arraigado en ellos una bacteria. Illia necesita descanso y cuidados especiales.

Pero hace unas cinco noches sucedió algo milagroso en estas mismas tinas. Illia, por lo general ausente y callada, volvió en sí, como si de pronto le bajara la fiebre, y empezó a contarle historias a Lyda, relatos extraños y anónimos sin contexto alguno sobre «la mujer» y «el hombre», mitos o recuerdos, tal vez de su propia infancia.

Cuando Lyda le comentó a Madre Hestra la gran mejora de Illia, la madre habló de «curación». A Lyda le encantó aquello porque en el centro de rehabilitación nunca se utilizaba esa palabra. Al contrario que su propia madre, las de aquí son feroces, pero también ferozmente cariñosas. Por irónico que parezca, es la primera vez en su vida que se siente protegida, más de lo que nunca experimentó en el interior de la burbuja protectora que en teoría es la Cúpula.

Desde la curación se han bañado a diario con la esperanza de seguir mejorando. Y así ha sido. Durante el día Illia es una luz crepuscular que no para de toser en su cuarto, pero, con la caída de la noche, el baño la cambia.

—Hoy no te han puesto solo agua —le dice Illia, con una voz mansa y suave, algo ronca por no usarla—; tiene algo más.

Una de las madres le ha dicho a Lyda que tiene que sumergirse del todo. «El suero debe cubrirte cada centímetro de piel y cada pelo de la cabeza». El ambiente huele como a jarabe, a medicamento. Lyda se quita la capa y la deja en el respaldo de una silla. Cuando mete los dedos en la bañera caliente y turbia, se le quedan pegajosos y secos en el acto y le dejan una extraña película.

—Dicen que disimula el olor humano —le cuenta Illia—. Así estarás más segura para el viaje de mañana.

—¿Qué se siente?

—Lo mío es solo agua. Yo no puedo ir…, ni ganas que tengo.

—¡Ni yo!

Aunque tiene unas ganas tremendas de ver a Perdiz, le gusta estar allí. Han empezado a enseñarle a combatir cuerpo a cuerpo y a cazar. Se nota los músculos más fuertes y cada vez afina más la puntería. Ha aprendido a aguardar en silencio y, a pesar de que es peligroso, la llena de una extraña paz. Incluso ahora, al desvestirse, no siente la vergüenza que experimentaba en los vestuarios de la academia femenina. Se siente como en su propia piel, y eso es bueno. Dobla la ropa en la silla, se mete en la tina y se sumerge en la extraña pócima.

—Yo prefiero morir aquí.

—Pero, mujer, una cosa es que estés enferma y otra que te estés muriendo.

Lyda no quiere hablar de muerte. En la Cúpula rara vez la mencionan; la palabra en sí es poco apropiada. A los primeros síntomas de enfermedad, escoltaron al padre de Lyda hasta el centro médico, al ala de cuarentena, y nunca más volvió a verlo. La enfermedad y la muerte son algo de lo que avergonzarse, y se pregunta ahora si su padre, al igual que Willux, se sometió a demasiada potenciación y sufrió la misma degeneración. «Tu padre ha pasado a mejor vida», le dijo su madre. «Ha pasado a mejor vida».

—¡Cuéntame una historia! Me paso el día esperando que me cuentes una.

Es cierto solo en parte, porque hay algunas que le dan miedo: la narración tiene un componente agorero, como si la historia no fuese a acabar bien.

—Hoy no.

—La última vez me contaste que la mujer trabajaba como guardiana del saber en aquel lugar tranquilo y que el hombre recurrió a ella para pedirle que protegiera la semilla de la verdad, una semilla que florecería en el mundo que estaba por venir. ¿Qué pasó luego?

—¿Te conté que la mujer se enamoró del hombre?

—Sí, me dijiste que era como si el corazón le fuese a mil por hora.

Lyda lo comprende, siente lo mismo cuando piensa en Perdiz, sobre todo cuando se lo imagina besándola.

—¿Te he contado que el hombre estaba enamorado de ella?

—Sí, y ahí te quedaste, en que quería casarse con ella.

Illia sacude la cabeza.

—No puede casarse.

—¿Por qué?

—Porque va a morir.

—¿A morir?

—Y ella no puede morir con él porque tiene que sobrevivir como guardiana del saber y de la semilla de la verdad, que contiene secretos.

—¿Qué clase de secretos?

—Secretos que pueden salvarlos a todos.

¿Será verdad la historia? ¿Ocurrió todo eso en el Antes?

—¿Y cómo muere él?

—Está muerto, y ella lo está por dentro.

—¿Qué pasa con la semilla de la verdad? —Lyda está expectante, y por mucho que se dice a sí misma que es solo un cuento, no está del todo convencida.

—Se casa con uno de los elegidos para sobrevivir, con el único propósito de que la semilla de la verdad no muera. Se casa con un hombre con contactos cuando se acerca el Fin.

A Lyda la recorre un escalofrío: Illia está hablando de sí misma, y el hombre con contactos tiene que ser Ingership, su marido, al que mató. Pero se teme que al mencionarlo por su nombre Illia vuelva a retraerse. ¿No está en realidad contándole la historia de esa manera porque no es capaz de afrontar la verdad, pero a la vez le sirve para curarse?

—Cuéntame sobre el Fin —susurra Lyda.

—Una explosión de sol… todo se volvió iridiscente y se resquebrajó, como si los objetos y los humanos contuvieran luz. Fue la entrada más luminosa a la oscuridad.

—¿Y la guardiana sobrevivió?

Illia mira ahora a Lyda con los párpados entornados.

—Estoy aquí, ¿no? Estoy aquí.

Lyda asiente. Desde luego. Pero si Illia sabe que es la guardiana, ¿por qué le cuenta la historia en tercera persona?

—Illia, ¿por qué no dices directamente que «me enamoré de un hombre»? ¿Por qué no me lo cuentas todo y punto? ¿No confías en mí?

—¿Y qué pasa si resulta que no soy quien crees que soy? Un ama de casa humilde, enfundada en su media, una esposa maltratada que nunca ha sabido nada, que no tiene pasado, que nunca ha conocido el amor y no tiene poder alguno. —Alza los brazos, relucientes y mojados, con los puños cerrados—. Tú ignoras la diferencia entre estas cicatrices y estas otras, ¿no es verdad? Tú no sabes nada de cicatrices. —Tiene los brazos llenos de marcas y quemaduras, una hilera de abrasiones por todo un brazo y un reguero de esquirlas por el otro.

Lyda sacude la cabeza.

—Es verdad, no sé nada.

—¡Yo soy la guardiana! ¿Y dónde está la semilla, eh? Esa es la pregunta: ¿dónde está ahora la dichosa semilla? —Illia está furiosa y blande los puños en el aire.

—No lo sé, lo siento. No sé de qué hablas, ni a qué te refieres. —La chica se coge del borde de la bañera—. Dímelo, dime a qué te refieres.

—No podía darle la verdad a los muertos, tenía que guardarla. —La voz suena distante y angustiada.

—¿De qué muertos hablas? ¿De cuáles?

—Es que hubo tantos…

—¡Illia! Quiero que me digas lo que significa, que me cuentes la historia de verdad. Cuéntamelo, por tu bien y el mío. Suéltalo ya, haz el favor de contármelo todo.

—Y ahora no puedo morir hasta que haya cumplido mi misión, hasta que la haya entregado. Hasta entonces no puedo morir, Lyda. —La mira como si desease morir, pero Lyda no lo entiende—. No puedo morir —repite, como quien confiesa una profunda tristeza—, todavía no.

—Illia, no estás muriéndote. Cuéntame qué te ha pasado, dímelo, por favor. Y deja de hablar de muerte.

—¿Que no hable de muerte? ¿Qué quieres, que te hable de amor? Pues son la misma cosa, bonita. Lo mismo.

La habitación se sume en el silencio. Lyda se encoge en la bañera y cierra los ojos; al hacerlo, lo único que ve son los brazos mojados de Illia, el rociado de escoria y la extraña hilera ordenada de abrasiones. Lo que más la inquieta es que estén ordenadas. Las Detonaciones causaron fusiones y cicatrices al azar, no todas bien dispuestas una tras otra. Piensa en Ingership y entiende ahora la diferencia entre ambos tipos de cicatrices: unas son de las Detonaciones y las otras son de torturas, de nueve años de suplicios.

Se oye a Illia murmurar para sí y respirar con dificultad con el paño sobre la boca.

—Echo de menos la verdad, echo de menos el arte, el arte. La vida habría valido la pena si tuviese arte.

¿Acaso Illia era artista? A Lyda le encanta el arte; una vez hizo un pájaro de alambre. La mujer empieza a desvariar sobre la muerte:

—¡Quiero morir! Quiero estar muerta. Pero la guardiana no puede morir, la guardiana no puede hasta que cumpla su misión. La guardiana ha de encontrar la semilla.

La cosa tiene ya poco de relato o de leyenda, parece más bien un mantra o una oración. Aunque se trata de una plegaria funesta y aterradora Lyda cierra los ojos: el suero debe cubrirle cada centímetro de cuerpo y pelo, le explicó la madre. Se sumerge con la columna clavándosele en el metal. Cuando se interna entera en el agua, todo está en calma. Siente como si el suero la retuviese, como si la bañera tirase de ella. La respiración contenida empieza a quemarle los pulmones. «Un segundo más de paz —piensa—. Solo uno más».