Siete
La morgue está fría y vacía, a excepción de una larga mesa de acero en el centro. Desde la última vez que estuvo aquí, hace un par de semanas, Bradwell la ha llenado con más papeles y libros aún; hay partes del manuscrito inacabado de sus padres dispuestas en distintos montones y ha pegado el Mensaje en la pared, el original que su abuelo guardó durante años y que le dio a Bradwell cuando volvieron a la barbería para recoger lo que había quedado (al fin y al cabo, él es el archivista).
«Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas. Un día saldremos de la Cúpula para reunirnos con vosotros en paz. De momento solo podemos observaros desde la distancia, con benevolencia».
Cuando el Mensaje cayó por primera vez desde el casco de una aeronave en los días que siguieron a las Detonaciones, debió de parecer una promesa; ahora, en cambio, suena más bien a amenaza.
Bradwell atranca la puerta con una barra gruesa, una tranca improvisada que ha atornillado a la pared.
—Qué bien te lo has montado aquí abajo.
El chico va hacia su camastro y alisa las mantas.
—No puedo quejarme.
Pressia se acerca a la mesa y coge la campanilla que le dio en la granja. Se la encontró en la barbería calcinada justo antes de irse de casa, aunque le falta el badajo. Está encima de un recorte de prensa que debió de sobrevivir a las Detonaciones, probablemente en el baúl de los padres de Bradwell, porque no está tan lleno de ceniza ni chamuscado como el resto de documentos. Lo ha cuidado bien, porque Bradwell siempre ha procurado cuidar las cosas del pasado. Cuando asesinaron a sus padres —en su propia cama— antes de las Detonaciones, encontró el baúl, que estaba guardado en una cámara acorazada oculta y contenía el trabajo inacabado de sus padres, su intento por derrocar a Willux, así como cosas que Bradwell ha conservado: revistas, periódicos y envoltorios viejos. El baúl está encajado bajo un fregadero de acero oxidado. La campana tapa parte del titular, del que solo se lee: «se declara ahogo accidental». Debajo se ve una fotografía de un joven en uniforme, con cara adusta, que mira fijamente a la cámara. Bradwell está usando la campanilla de pisapapeles. ¿Eso es lo que significa para él?
Pressia se saca del bolsillo a Freedle para ver cómo está y lo pone encima de la mesa, donde parpadea y escruta los alrededores.
Propulsándose con su motor interno, la caja negra pasa entonces cerca de sus pies.
—Es verdad que parece un perrito faldero. Tenías razón.
—Una vez tuve un perro.
—No me lo habías contado.
—Se lo conté a Perdiz cuando estábamos buscándote por los fundizales. Un amigo de la familia, Art Walrond, convenció a mis padres para que me comprasen uno diciéndoles que un hijo único necesitaba un perro. Y luego le puse de nombre Art Walrond.
—Extraño nombre para un perro.
—Es que yo era un niño extraño.
—Pero cuando Art Walrond, el amigo de la familia, y Art Walrond, el perro de la familia, estaban en el mismo cuarto y decías, «Siéntate, Art Walrond», ¿quién obedecía?
—¿Se trata de una pregunta existencial o algo así?
—Puede. —Y parecen estar otra vez bien; a lo mejor pueden ser amigos, de esos que no paran de chincharse.
Bradwell alarga la mano y acaricia la caja negra por arriba como si fuese un perro.
—No es como lo recordaba.
A Pressia le gustaría imaginárselo de pequeño, a ese niño raro con su perro; y también le gustaría saber más de ella de pequeña. Se pasó la mayor parte de la infancia intentando recordar cosas que nunca sucedieron, la vida que su abuelo se inventó para ella. Pero él no siempre fue su abuelo, sino solo un desconocido que la rescató y se la apropió. ¿Le resultaría duro mentirle todo el rato? Tal vez su mujer y sus hijos murieron y ella le sirvió para compensar esas pérdidas. Ahora está muerto, sin embargo, y jamás lo sabrá.
Si las Detonaciones nunca hubiesen sucedido, le habría gustado conocer a Bradwell en una realidad sin puños de cabeza de muñeca, ni cicatrices, ni pájaros alojados en la espalda, en la de antes de tantas pérdidas. Se habrían besado por primera vez bajo el muérdago (una costumbre de la que le habló en cierta ocasión el abuelo).
Al otro lado de la mesa la habitación está ocupada por tres filas de una especie de puertecitas cuadradas, tres por fila, nueve en total. Se acerca llevada por la curiosidad y palpa uno de los tiradores.
—Aquí es donde guardaban los cadáveres —le explica Bradwell—. Y esta mesa metálica era para las autopsias.
Los muertos. Pressia ve en la cabeza la cara de su madre en el instante en que se vaporizó. Aparta la mano del tirador y mira hacia la pared del fondo, a los bloques de hormigón resquebrajados por los que se cuela tierra desde el otro lado.
—Es una morgue, es normal que guardasen aquí los cuerpos —comenta, aunque más para sí misma que para él.
—Y todavía los guardan de vez en cuando.
—Entonces será como tener un compañero de piso —dice intentando quitarle hierro al asunto.
—Más o menos. Por ahora solo he tenido uno.
—¿Quién?
—Un chiquillo que murió en el bosque. ¿Quieres que te lo presente?
De repente tiene la sensación de que hubiese aparecido un intruso.
—¿Está ahí metido?
—Se lo encontraron unos soldados mientras patrullaban. Me lo trajo Il Capi porque quiere saber de qué murió. Y están intentando dar con la familia para que venga a identificar el cuerpo.
—¿Y si no tiene familia?
—Pues supongo que le tocará enterrarlo a un recluta novato. —Tira de uno de los cajones y Pressia se prepara para ver el cuerpo del chico—. También da la casualidad de que una morgue es un sitio ideal para esconder cajas negras.
Conforme va apareciendo la larga bandeja, ve que está ocupada por las otras cinco cajas, estas inmóviles y con las luces apagadas. Al lado de cada una hay un trozo de papel pegado a la bandeja con cosas anotadas y un encabezado; les ha puesto nombre: Alfie, Barb, Champ, Dickens, Elderberry…, en orden alfabético. Fignan está en el suelo, pegado a los talones de Bradwell. Freedle despega de la mesa y se pone a revolotear alrededor de la caja, que despliega ahora un brazo pequeño con una cámara que parece estar grabando al insecto en su vuelo.
—¿Por qué les has puesto nombre?
—Porque es más fácil hablar con ellas si tienen nombre. Yo me crié solo, así que me da por ponerme a hablar con cualquier cosa —le explica.
Con ese comentario Pressia ve un fogonazo de la infancia de Bradwell. A los diez años ya vivía solo en el sótano de la carnicería y se valía por sí mismo. La del chico ha sido una existencia solitaria, no cabe duda.
—Pero los nombres que les he puesto no tienen mucha importancia. Estas cinco son idénticas, están diseñadas para soportar calor, presión y radiación a niveles extremos. Mira, disponen de varios enchufes. —Coge una y le muestra a Pressia los agujeritos de los enchufes—. Conseguí quitar los cables con uno de los sopletes que ha creado Il Capi y luego… —Coge tres cables y los mete todos a la vez en los agujeros, en una operación delicada—. Allá vamos.
La tapa de la caja negra se repliega con un zumbido y deja a la vista un interior rojo, ovalado y de hierro grueso.
—¿Qué es eso?
—Es donde se almacena toda la información, una especie de cerebro, y responde a órdenes sencillas. Abrir huevo.
El huevo rojo vibra entonces y unas pequeñas puertas metálicas retroceden y dejan a la vista chips, cables y un vasto engranaje de conexiones que semejan sinapsis.
—Mira, este es el cerebro. ¿A que es bonito? —Coge el huevo rojo y le da vueltas en la mano. Contiene toda una biblioteca de datos.
—Bibliotecas… —murmura Pressia asombrada—. Eso eran edificios que contenían libros, una habitación tras otra de libros, y había gente que los despachaba.
—Los bibliotecarios.
—Me suena. —Era un concepto que le costaba imaginar—. Y te podías llevar los libros a casa si prometías devolverlos.
—Exacto —dice Bradwell—. Yo tenía un carné de biblioteca cuando era pequeño, con mi nombre mecanografiado al lado de mi foto.
Por unos instantes parece nostálgico y Pressia le envidia el recuerdo. Ella se construyó una infancia a partir de los recuerdos que le contó el abuelo, y ahora tiene que desmantelar ese mundo, desrecordarlo. Desearía poder acordarse de algo tan sencillo como un carné con su nombre y su foto. Piensa en su verdadero nombre: «Emi», dos sílabas que vibran por unos segundos en sus labios; «Brigid», como una brigada que cruza un ancho lago helado; «Imanaka», como el sonido de unos palos entrechocando entre sí. ¿En quién se suponía que debía convertirse Emi Brigid Imanaka?
Tal vez esa versión de sí misma —Emi— podría haberse enamorado sin reparos de Bradwell. Ella no, no cuando eso parece garantizar perderlo para siempre.
El chico vuelve su atención a las cajas.
—Tuve que abrir la caja para activar el huevo. Pero luego lo puedes dejar dentro de la caja negra y te responderá a cualquier pregunta que se te ocurra. —Devuelve el huevo a la caja—. Cerrar. —El huevo se autocierra y el resto de la caja se ajusta a él.
—¿Qué le has preguntado?
—Lo primero que le pregunté es qué era.
—¿Y?
Se inclina hacia la caja y le repite la pregunta:
—¿Qué eres?
Tras unos cuantos chasquidos en el centro de la caja, surge de la tapa un ojo mecánico parecido a una cámara. La bola dispara un haz de luz donde se dibuja el propio huevo y empieza a dar vueltas en el aire. La voz de un joven recita una breve historia de los aparatos de grabación, incluidas las cajas negras, que solían pintarse de rojo o naranja para que fuese más fácil distinguirlas en un accidente.
—Esta caja forma parte de una serie de cajas negras idénticas, en un proyecto avalado por el gobierno, con financiación federal, para registrar historia cultural y datos en caso de un holocausto, tanto nuclear como de otras características.
Les proporciona las medidas exactas de la caja de aluminio y explica el aislamiento para altas temperaturas, el casco de acero inoxidable y las conexiones nanotecnológicas resistentes a la radiación que posee.
—Guau —exclama Pressia.
—Contiene imágenes de arte, de películas, de ciencia, historia, cultura popular, de todo.
La idea de «todo» le produce cierto vértigo.
—Del Antes… —dice Pressia medio aturdida.
—Contiene una versión del Antes, pero solo una digitalizada y purgada. La información no tiene que ser necesariamente verdad.
—Me acuerdo de que el abuelo me explicó cómo funcionaba el universo con unas piedras que rotaban en círculos en el suelo, el sol, los planetas, las estrellas… Siempre fingía saberlo todo porque, cuando no era así, yo me ponía muy nerviosa.
—¿Qué es el universo? —le pregunta Bradwell a la caja negra.
Otro haz de luz creciente muestra los planetas y los satélites orbitando alrededor del sol, así como las constelaciones que motean el cielo. Pressia alarga la mano, como queriendo atrapar un satélite, pero sus dedos dan con el vacío. Freedle alza el vuelo, atraviesa también la imagen y, confundido, aterriza sobre sus patas retráctiles y se queda mirándola.
—Eso era lo que intentaba explicarme el abuelo, el universo.
—Es difícil explicarlo en toda su dimensión con unas piedras en el suelo.
Pressia se siente perdida. Hay tantas cosas que no sabe…, no puede ni imaginárselo.
—¡Es increíble la cantidad de información a la que podemos tener acceso! Es posible que llegue a cambiar la vida de la gente. Tendremos acceso a información médica, tecnológica, científica… Podremos hacer cambios de verdad.
—Es más que todo eso, Pressia.
—¿A qué te refieres? ¿Cómo puede haber algo más que «todo»?
—Estas cajas solo conocen aquello con lo que las han cebado, pero resulta que a todas les pusieron la misma dieta salvo a Fignan, que es distinta. —Bradwell coge la caja que tiene a sus pies—. Cada una tiene un número de serie en la parte de abajo, menos Fignan, que tiene un símbolo de copyright.
Le da la vuelta y le muestra un círculo que contiene una C mayúscula bastante corriente. Pressia pasa el dedo por encima y le pregunta:
—¿Qué es eso del copyright?
—Es un símbolo para señalar la propiedad sobre algo. Se utilizaba mucho en el Antes, pero solía ir seguido del año. Este no lo tiene.
Pressia gira por una cara la caja.
—También podría ser una U en un círculo. —Vuelve a girarlo, esta vez dos caras—. O un cuadrado sin acabar, o un recuadro.
—Las cajas negras no son solo cajas que son casualmente negras. Se le da ese nombre a cualquier cosa (un aparato o un proceso) pensada en términos de entrada y salida de datos, pero en la que no puede verse cómo los procesa ni qué ocurre en el interior. En una caja blanca o de cristal, en cambio, es posible introducir información y, una vez dentro, ver desde fuera la forma de procesarla.
—La Cúpula es una caja negra —comenta Pressia.
—Desde nuestra perspectiva, sí. Al igual que el cerebro humano.
«E igual que tú —piensa para sí—. Y que yo». Se pregunta si dos seres humanos pueden llegar a ser cajas blancas el uno para el otro.
Bradwell coloca la caja sobre la mesa.
—Pero Fignan es un impostor. Aunque se diseñó para encajar con el resto, en realidad su creador tenía planes muy distintos para él. Lo que pasa es que no le da la información a cualquiera. Se enciende con una palabra y luego se pone a hablar. —Bradwell se lleva las manos a los bolsillos y agacha la cabeza—. ¿Repito entonces lo que estaba diciéndole, lo que le conté sobre ti? Vamos, solo para intentar averiguarlo, es solamente eso, ¿vale?
—Vale. —Pressia quiere retrasar el momento, de modo que pregunta—: Pero, antes de nada, cuando se encendió y te habló, ¿qué te dijo?
—Me dijo «siete».
—¿El número siete?
—Repitió «siete» una y otra vez y entonces se detuvo y empezó a pitar como esperando una respuesta, mientras pasaban los segundos de un reloj, hasta que se paró de nuevo: se acabó el tiempo, como en un concurso de la tele.
—¿Un concurso de la tele? —pregunta Pressia, que sabe que se trata de una referencia del Antes, pero no sabe ubicarla.
—Sí, esos programas de televisión donde la gente respondía a preguntas que le hacía un presentador con un micrófono, y se ganaban premios, como viajes o esquís de agua, mientras el público les gritaba cosas y aplaudía como loco. Había uno en que cuando fallabas te daban una corriente eléctrica. A la gente le encantaba.
—Ah, sí, los concursos —dice como si se acordara. ¿Qué serán unos esquís de agua?—. Pero ¿qué más nos da que esta no se abra? Tenemos todo lo que queramos en las otras cinco.
—Fignan contiene secretos, lo programaron para guardarlos a buen recaudo.
Pressia sacude la cabeza.
—¿Ya estás otra vez con tu manía por desenmascarar la verdad, el pasado, con tus dichosas lecciones de Historia Eclipsada? ¿Es que no te cansas?
—¡Pues claro que no! ¿Cuántas veces tengo que decirte que es nuestra obligación entender el pasado en toda su dimensión, o estaremos condenados a repetirlo? Y si logramos comprender a Willux, al enemigo, entonces…
Furiosa, Pressia replica:
—Podemos mejorar la vida de la gente con lo que hay en esas cajas y tú tienes que estar persiguiendo misterios, secretos… Vale, estupendo, pues hazlo otra vez. Hazle repetir la historia esa del concurso.
Bradwell menea la cabeza de un lado a otro y se pasa la mano por el pelo.
—Es que ese es el problema, que no me acuerdo de qué dije exactamente. Creo que debería repasar el proceso mental. ¿Estás segura de querer oírlo?
—Pues claro. —¿La está retando?
—Bueno, estaba… divagando… sobre ti. Era en plena noche y, en fin, te fui describiendo…, hablando de tu aspecto, de tus ojos oscuros, de lo peculiar de su forma y lo vidriosos que se te ponen a veces, y hablaba sobre lo brillante que tienes el pelo, y la quemadura de media luna alrededor del ojo. Mencioné tu mano, la que te falta, que no es que haya desaparecido del todo, sino que existe dentro de la muñeca, que es tan parte de ti como cualquier otra cosa.
Pressia se pone colorada. ¿Por qué tiene que andar hablando de sus cicatrices, de sus deformidades? Si estuviese enamorado de ella, ¿no suprimiría su visión las imperfecciones? ¿No vería solo su mejor versión? Se aparta y se queda mirando la hilera de cajas, que parpadean con una luz tenue, en repeticiones mínimas.
—Es posible que mencionase tus labios.
El silencio invade la estancia.
La rojez de las mejillas se le extiende hasta el pecho. Se agarra el colgante del cisne y empieza a darle vueltas, nerviosa.
—Vale, entonces dijo «siete». Pero ¿qué más da…? ¿Por qué no nos concentramos en las cajas buenas? Que se quede con sus secretos, si quiere.
Bradwell avanza hasta ella, le coge la muñeca con mucha delicadeza y se queda mirando el colgante. La agarra con fuerza, pero a la vez con calidez.
—Espera, también mencioné el colgante, y cómo se te queda justo en el hueco entre ambas clavículas, el colgante del cisne.
La caja negra se ilumina en el acto y empieza a emitir un pitido, una especie de alarma, y dice:
—Siete, siete, siete, siete, siete, siete, siete.
Ambos se quedan mirándola con los ojos como platos.
El pitido continúa durante la cuenta atrás y luego se apaga.
—Esto tiene que ver con mi madre —dice Pressia. Su madre le contó muchas cosas que no entendió. Hablaba muy rápido, en una especie de taquigrafía. Pressia no le pidió aclaraciones porque dio por hecho que ya tendría tiempo para que le contase todo lo que quisiera saber. Pero sí que recuerda a su madre hablando de la importancia del cisne como símbolo y de los Siete—. Los Mejores y Más Brillantes, un programa muy importante que reclutaba a los jóvenes más inteligentes de las naciones. Y a partir de ese grupo, crearon otro, más de élite, de veintidós…, y de ahí Willux formó su grupito de siete. Eso fue cuando tenían nuestra edad. Hace mucho.
—Los Siete.
—El cisne era su símbolo. —Pressia da vueltas por el cuarto—. Recuerda que te conté que se hicieron unos tatuajes cuando todavía estaban unidos, y eran jóvenes e idealistas, una fila de seis tatuajes palpitantes que pasaban por encima del corazón propio, que era el séptimo latido.
Tres de los latidos estaban parados, pero no así el de su padre. Aunque Pressia sabe que debería alegrarse solo por el hecho de que haya sobrevivido, no puede evitar soñar con verlo. A veces lo único que quiere es salir y ponerse a buscarlo. Incluso ahora la sola idea hace que el corazón le vaya a cien por hora, como con latidos suplementarios, igual que los propios tatuajes.
Bradwell, Il Capitano y Perdiz se aferraron a la idea de que había latidos que seguían palpitando, y que eso significaba que existen más supervivientes, incluso otras civilizaciones, más allá de las esteranías. Pero ¿cómo de lejos? Para Pressia, en cambio, se trata de algo personal.
Vuelve junto a la caja, se agacha y se queda mirándola.
—Cisne —dice, y el artefacto vuelve a encenderse y a repetir siete veces la palabra «siete» hasta que empieza a pitar—. Está pidiendo una contraseña… o siete.
—¿Te sabes sus nombres? —le pregunta Bradwell.
—Todos no.
—Cisne.
La caja negra dice «siete» una vez más y cuando acaba y empieza a pitar, Bradwell dice:
—Ellery Willux. —Una luz verde parpadea al instante en una fila de lucecitas que hay junto al ojo-cámara—. Aribelle Cording. —Se enciende otra luz verde.
—Hideki Imanaka —dice Pressia, y también acepta ese nombre.
Ha dicho tan pocas veces el nombre de su padre en voz alta que aquella luz verde se le antoja una confirmación: existe de verdad, es su padre y siente una esperanza como no ha sentido en mucho tiempo.
—¿Y el resto? —le pregunta Bradwell.
Sacude la cabeza y dice:
—Caruso podría habernos ayudado, él lo habría sabido.
Era el que vivía en el búnker con su madre. Cuando Bradwell e Il Capitano volvieron allí después de que ardiese la granja, fueron con la intención de convencerlo para que fuese a vivir con ellos. Pero se encontraron con que se había suicidado. Bradwell nunca le contó cómo lo hizo y Pressia tampoco preguntó.
—Ojalá hubiera sabido lo mucho que podía habernos ayudado. Y en ese caso tal vez no se hubiese…
—¿Caruso no era uno de ellos?
—No.
—Intenta recordar.
—¡No puedo! —se queja Pressia, que frunce la frente, pensativa—. Ni siquiera sé si dijo todos los nombres.
Tiene la mente en blanco, solo ve la imagen de la muerte de su madre, su cráneo y la neblina de sangre.
—Quién sabe a qué tendríamos acceso si averiguásemos las contraseñas.
—¡No! —Ahora está enfadada—. Tenemos que concentrarnos en lo que podemos hacer, ahora, hoy, por esta gente que está sufriendo y necesita ayuda. Si nos dejamos arrastrar por el pasado, estaremos dándoles la espalda a los supervivientes.
—¿El pasado? —Bradwell también está furioso—. ¡El pasado no es solo el pasado: es la verdad! La Cúpula tiene que rendir cuentas por lo que le hizo al mundo. La verdad ha de salir a la luz.
—¿Por qué? ¿Por qué tenemos que seguir peleando contra la Cúpula?
—Pressia ha renunciado a la verdad.
—¿Qué puede importar la verdad cuando hay tanto sufrimiento y muerte?
—Pressia —le dice Bradwell suavizando la voz—, ¡mis padres murieron intentando averiguar la verdad!
—Mi madre también está muerta, y tengo que dejar de aferrarme a ella, debo olvidarla. —Se acerca a Bradwell y le dice—: Deja tú de aferrarte a tus padres.
El chico pasa por delante de las filas de cajones y se detiene ante el último, el del fondo.
—Deberías ver al niño muerto.
—No, Bradwell…
Coge el tirador que tiene a la altura del pecho y le dice:
—Quiero que lo veas.
Pressia respira hondo, mientras Bradwell tira del cajón, de donde sale la bandeja. Va a verlo de cerca.
El chico tiene unos quince años y el pecho descubierto, con la parte de abajo envuelta en una sábana. La piel se le ha puesto color cardenal, al igual que los labios, violáceos como si hubiese comido moras. Tiene las manos encogidas, junto al cuello, como garras retorcidas, y le sobresale un pie por debajo de la sábana. Es de pelo moreno y corto. Lo más impactante es la barra plateada que tiene alojada en el pecho desnudo y que va de un lado a otro de las costillas. Era un crío cuando estallaron las Detonaciones, un chiquillo que iba en un triciclo. El manillar está lleno de óxido y lo rodea como si tuviera otro costillar. La piel que está repegada al metal es muy fina, casi una telaraña.
Pressia cierra los ojos y se agarra sus propias costillas con ambos brazos.
—¿Qué le ha pasado?
—Nadie lo sabe. —Cuando Bradwell retira la sábana, se ve que el chico solo tiene una pierna y que la otra ha sido seccionada no hace mucho. El corte es tan feo que se ve el hueso, y la imagen hace que Pressia contenga la respiración—. Le explotó la pierna y se desangró vivo. —Va a la encimera junto al fregadero, coge una cajita de cartón y se la enseña a Pressia, que solo puede imaginar que es un corazón humano todavía palpitante.
Cuando Bradwell levanta la tapa, se ve que está llena de restos de metal y plástico. Una de las piezas tiene un codo metálico que conecta otras dos más pequeñas que están quebradas, ambas de dos centímetros y medio.
—Encontraron todo esto junto al cuerpo. Lo tenía incrustado en lo que le quedaba de pierna.
—¿Qué son?
—No lo sabemos. —Cierra la tapa de la caja y se queda mirando el cadáver—. Pero fue la Cúpula, que no tiene intención de desaparecer. Las Fuerzas Especiales son cada vez más agresivas, más voraces. Pressia, yo no tengo intención de darle la espalda a nadie, pero es necesario que encontremos una forma de contraatacar.