Nuevo
Ha estado nevando intermitentemente, y ahora ha vuelto a empezar. La nieve cae del cielo como un sudario, a la deriva entre los árboles oscuros y los matorrales, hasta acomodarse en las ramas retorcidas. En este otoño tan frío la mayoría de las ramas han echado gruesas capas de pelo. Il Capitano pasa los dedos por el tronco desgarbado de un abeto, y ahí está, algo que no es solo la cobertura vellosa de una planta o similar; no, se trata de piel, de pelusa como la del vientre de un gatito.
—¿Será esto lo de la supervivencia del más fuerte? —le pregunta a su hermano Helmud, ese lastre enraizado para siempre en su espalda.
—Más fuerte —murmura Helmud, que mira entonces por encima de uno de los hombros de su hermano y cabecea luego hacia el otro. Hoy parece inquieto.
—Estate quieto ya —ordena Il Capitano.
—Quieto ya.
Le ha dado cosas a su hermano para tenerlo entretenido. Helmud siempre ha tenido las manos muy inquietas. E incluso resultó que en secreto había confeccionado un lazo para matarlo, aunque luego acabó salvándole la vida. Después de eso decidió que tenía que confiar en él, que no le quedaba más remedio. Para que tuviese las manos ocupadas, Il Capitano le dio una navajilla y maderas para que tallase. «¿Tú te lo has pensado bien?», le preguntó Bradwell en cierta ocasión, a lo que Il Capitano le contestó que sí, que claro que sí. «¡Es mi hermano!». Aunque la navaja también podría ser para ponerlo a prueba, como diciéndole: «Vamos, ¿quieres matarme? ¿Estás seguro? Te lo voy a poner fácil». A veces cuando se agacha, cae revoloteando hasta el suelo una lluvia de astillas. Hoy Helmud está tallando como un descosido.
Il Capitano se sienta en una raíz grande de árbol y apoya el rifle entre las botas. Han salido sin desayunar y ahora tiene hambre. Le quita el papel encerado a un bocadillo hecho con picos de pan, que le gustan más porque aportan una dureza adicional a sus dientes.
—Hora de comer, hermano —le dice a Helmud.
Il Capitano está acostumbrado a las repeticiones constantes de su hermano, que por lo general no son más que un eco bobo; a veces, sin embargo, las palabras tienen cierto significado. Y esta vez Helmud repite la frase en un tono ligeramente distinto:
—Hora de comer hermano —dice, como si tuviese intención de devorar a Il Capitano.
Es una broma para mantenerlo en guardia.
—Anda, anda, ¿te parecerá bonito, eh?
—¿Eh?
—No tendría ni que compartir este bocadillo contigo, y lo sabes.
Antes de conocer a Pressia no lo habría compartido, pero es evidente que ha cambiado. Lo siente por todo el cuerpo, como si el cambio se produjese célula a célula. Se pregunta si Helmud también lo notará, puesto que comparten tantas células. Tampoco es que de repente se haya vuelto un blando, nada de eso: sigue sintiendo en el pecho la misma rabia furiosa y casi constante; pero ahora se debe más a que tiene un objetivo, algo que proteger. ¿Será a la propia Pressia?
Puede que la cosa empezara con ella, pero va más allá.
Parte un poco de pan con un pequeño trozo de carne y se lo pasa a Helmud. Tiene que compartir con él, sus corazones bombean la misma sangre, y si pretende ayudar a derrocar la Cúpula —y le gustaría vivir para ver ese día—, necesita a Helmud a su lado y sano. Ser cruel con su hermano es como serlo consigo mismo. Y a lo mejor se trata de eso: Il Capitano se detestaba a muerte antes de conocer a Pressia pero ese odio se ha suavizado. Ahora se ve como un niño abandonado: primero por su padre, un piloto al que echaron de las fuerzas aéreas por chalado (de pequeño había intentado ser como él y aprender todo lo posible sobre artefactos voladores, como si eso lo hiciese más merecedor de un padre). Y luego su madre cuando murió; al parecer, no merecía tener ni padre ni madre. Él también se volvió un poco loco, pero no debía quedarse atrapado por todo aquello, ¿verdad? Pressia ve cierta valía en él, y tal vez tenga razón.
—¿Has visto lo bueno que soy? —le pregunta a Helmud.
—Bueno que soy.
Il Capitano ha salido más temprano hoy para seguir las pulsaciones eléctricas. No le gusta que circulen cada vez más cerca del cuartel. Han estado esquivándolo, pero ahora está seguro de sentir algo. Aunque no sabe interpretarlas, sabe cuándo se mueven a más velocidad, lo que significa que uno ha llamado de algún modo a los otros y estos responden.
Envuelve con un trapo el resto de bocadillo, lo mete en la bolsa y se encamina hacia las pulsaciones. Ve un rastro de pisadas por la nieve —cada huella atravesada por otra de rueda— y distingue a lo lejos varias siluetas que corren de un lado para otro como flechas. Las sigue a una distancia prudencial.
Cuando llega a un claro se detiene al ver que unos cuantos soldados de las Fuerzas Especiales se han reagrupado. Son hermosos y fuertes, casi majestuosos; hay algunos más corpulentos y otros más nervudos. No parecen verse afectados por el frío, como si la segunda piel que los recubre estuviese regulada para aislarlos. Tienen un olfato muy fino. Uno levanta la cabeza y pone tensas las aletas de la nariz cuando huele a los hermanos; acto seguido cruza la mirada con Il Capitano, que no se mueve pero tampoco se pone tenso, pues no quiere mostrarse asustado.
En las últimas semanas ha notado que los de este grupo nuevo no tienen la complexión tan robusta como aquellos contra los que Helmud y él lucharon en el bosque, con Bradwell y Lyda. No parecen ni tan bien formados —da la impresión de que los cambios de sus cuerpos se hubiesen hecho deprisa y corriendo—, ni tan ágiles: a veces se tambalean, como si no estuviesen del todo cómodos con las armas que tienen alojadas en los brazos. Cuando se agrupan así es como si necesitaran cierta cercanía, a semejanza de los humanos.
Los otros tres seres también se quedan mirando a los hermanos, como si el primer soldado los hubiese alertado de algún modo que le ha pasado desapercibido. Aunque nunca le han dicho nada, sabe que hablan. Parecen aceptar su presencia como parte del entorno, al igual que hacen con los agudos cri-cris de un pájaro de pico metálico o los chillidos infantiles de un animal atrapado en una de las trampas de Il Capitano. No andan buscándolo a él, esa no es la razón por la que están aquí. Tiene claro que quieren a Perdiz, y teme que también anden detrás de Pressia, que, al fin y al cabo, comparte sangre con su hermano y podría ser útil en la Cúpula, sobre todo para atraer al chico.
A Il Capitano le gustaría hablar con ellos. A pesar de que es consciente de que la lealtad que tienen a la Cúpula está programada, hubo uno que renegó cuando lucharon cerca del búnker: Sedge, el hermano de Perdiz. Son humanos, solo que a un nivel sepultado por muchas capas. Tiene la impresión de que el más mínimo contacto podría ayudar, pero está esperando el momento adecuado.
Se aleja de los árboles y se agacha en la nieve, sintiendo cómo se cuela el frío y la humedad por sus pantalones. Abre los brazos en un gesto de súplica y baja la cabeza haciendo una especie de reverencia.
Escucha el arrastrar de pies y el chasquido de las ramas. Cuando alza la vista han desaparecido.
Se echa hacia atrás y se apoya en los talones.
—Mierda.
—Mierda —repite Helmud.
—No digas palabrotas —le dice a su hermano—. No está bonito.
Cuando se levanta, sin embargo, escucha algo tras de sí. Se coloca entonces el rifle muy lentamente sobre el pecho y se vuelve.
A menos de seis metros, en medio del camino, hay un soldado de las Fuerzas Especiales al que no había visto antes. No está enviando ninguna pulsación baja para que reverbere en el resto de Fuerzas Especiales de la zona. Interesante, tal vez no quiera que nadie sepa dónde está.
Es alto y el más delgado de los soldados de las Fuerzas Especiales que ha visto. De hecho, su rostro todavía se aferra a la humanidad, y no solo por los ojos, que siempre parecen humanos en las Fuerzas Especiales, sino también por la suavidad de la mandíbula y la nariz pequeña. Tiene las espaldas y los muslos fuertes sin ser desmesurados, y dos armas alojadas en los antebrazos, aún relucientes; se ve que no las ha usado nunca.
Se trata de un ejemplar bastante nuevo.
Se queda mirando con cautela a Il Capitano, que levanta las manos muy lentamente y le dice:
—Mira, vamos a tomárnoslo con calma y tranquilidad.
—Tranquilidad —repite Helmud, que, reconcomido por los nervios, no para de tallar en la espalda de su hermano.
—¿Qué quieres? —le pregunta Il Capitano.
El ser ladea la cabeza y olisquea el aire.
—¿Quieres algo de comer? De haber sabido que venías, habría traído más.
El soldado sacude la cabeza y acto seguido se agacha y despeja de hojas muertas el suelo, dejando a la vista la tierra cenicienta. Se incorpora entonces y levanta el pie. De la punta de la bota aparece una daga gruesa. Il Capitano retrocede, al tiempo que se pregunta si va a destriparlo, pero entonces el ser clava la daga en el suelo, levanta la barbilla, aparta la mirada, la fija en el bosque y empieza a escribir una palabra. Il Capitano comprende en el acto que el otro tiene los ojos y los oídos intervenidos, como Pressia en su momento. Ya ha jugado a ese juego. El soldado quiere decirle algo sin dejar constancia.
Bajo la palabra está pintando lo que parece un símbolo.
Está demasiado lejos para leerlo, y además bocabajo.
El ser se retira, da unos cuantos brincos por el bosque y salta para quedarse agarrado a un árbol cuya copa ha desaparecido y tiene el tronco comido por la carcoma.
Il Capitano prueba a dar un paso adelante. Mira hacia el soldado, que sigue mirándolo desde los árboles. Rodea la palabra y lee para sí: «Hastings». ¿Será un nombre? ¿Un sitio? Le viene a la cabeza la palabra «batalla». ¿Hastings no tiene algo que ver con la guerra? Il Capitano sabe que no debe repetir la palabra en voz alta. Se queda mirando el símbolo, una cruz como la que la Cúpula utilizó como colofón del Mensaje, el que cayó del cielo en pequeños papeles justo después de las Detonaciones: una cruz con un círculo rodeando el centro.
—¿Qué querrá de mí? —comenta Il Capitano con su hermano.
El soldado salta del árbol y empieza a correr, pero de pronto se detiene.
—Quiere que lo sigamos.
—Sigamos.
Il Capitano asiente y sigue al soldado por el bosque durante kilómetro y medio, a paso ligero, hasta que llegan por fin a un claro desde donde se divisa la ciudad, o lo que en otros tiempos fuera la ciudad. Desde esa altura es fácil ver cómo quedó reducida a los escombrales, a mercados negros, armazones de antiguos edificios, a una cuadrícula de callejones y calles sin nombre.
Busca con la mirada al soldado: ha desaparecido. Está sin aliento y a su hermano también le late el corazón con fuerza, aunque tal vez sea solo porque se le ha acelerado el suyo.
—Maldita sea —murmura Il Capitano—. ¿Para qué me habrá hecho venir hasta aquí?
—Venir hasta aquí.
Il Capitano ve también la Cúpula, la curva blanca sobre la montaña lejana y su cruz reluciente en el cielo cenizo.
—¿Se creerá que no sé de dónde viene?
Se frota los ojos con los nudillos.
—De dónde viene —repite Helmud, que señala entonces hacia la tierra estéril y semidesértica que rodea la Cúpula, donde un grupo de gente está acarreando leña y disponiéndola sobre el suelo helado.
—¿Y esos chalados qué hacen?, ¿construir algo delante de la Cúpula?
—¿Delante de la Cúpula?
¿Por qué allí? ¿Es eso lo que el soldado quería enseñarle? Pero de ser así, ¿por qué? Se queda contemplando los movimientos de las personas y ve que están organizadas y se dedican a transportar cosas como hormiguitas en filas ordenadas.
—Esto no pinta bien. Para mí que van a hacer una hoguera…
—Hoguera.
Il Capitano mira hacia la Cúpula.
—Pero ¿por qué iban a querer hacer algo así?