Escarabajo
El silo subterráneo huele a agua estancada y humedad. Por las paredes y el suelo de tierra surgen cúmulos de moho de un rojo intenso. Las paredes están llenas de filas de botes donde las madres guardan en vinagre extrañas conservas. Pertrechada hasta los dientes, Madre Hestra hace guardia por encima de su cabeza y, a cada pisada, le recuerda que lo tienen encerrado bajo tierra. A veces, Perdiz siente como si los pasos fuesen latidos de corazón y estuviese atrapado en las costillas de una inmensa alimaña.
Lleva seis días sin ver a Lyda. Resulta difícil medir el tiempo allí solo como está, enfrascado en los mapas que está haciendo de la Cúpula, con tan solo una ranura en la puerta del silo para calibrar la luz del día; cada poco las madres interrumpen su trabajo cuando le traen comidas más bien pobres: caldos aguados, tubérculos blancos con tierra y, de vez en cuando, un dado de carne que se come de un bocado.
Se dice a sí mismo que lo de arriba tampoco es mucho mejor, todos esos residuos baldíos de los antiguos barrios residenciales, toda la desolación. Pero, Dios, se siente atrapado, y si hay algo peor que esa sensación, es el aburrimiento. Las madres le han dado un viejo farol para que pueda trabajar y le han proporcionado papel, lápices y un tablero de madera que ha colocado en el suelo a modo de escritorio. Está dibujando mapas, intentando recordar cada detalle de los planos que memorizó para salir de la Cúpula y procurando anotarlo todo lo antes posible. Sin embargo, hora tras hora, minuto tras minuto y pisada tras pisada sobre su cabeza, el aburrimiento resulta asfixiante.
Con todo, en realidad está obligado a confiar en la protección de las madres, al menos hasta que idee un plan. Una parte de él quiere esperar a que muera su padre, que está bastante debilitado: décadas de potenciación cerebral le han provocado parálisis múltiples y un grave deterioro de la piel. Su madre le contó que eran síntomas evidentes de la degeneración rauda de células. El organismo de su padre no puede ya tardar en sufrir un colapso, y ese momento podría ser el ideal para su regreso. Posiblemente la Cúpula lo acogería como el heredero de su padre: al fin y al cabo, este había gobernado como un monarca.
Otra parte, en cambio, querría derrocarlo estando todavía con vida, vencerlo por las razones justas. ¿Acaso no merece la gente de la Cúpula saber la verdad sobre lo que hizo su padre? Si lograse hacerles llegar esa verdad y explicarles que hay otra forma de vivir —una en la que no son borregos que siguen las órdenes de su padre, una en la que no viesen a los supervivientes como crueles miserables que se merecen lo que tienen— la escogerían por encima del reinado de su padre. Perdiz está convencido de ello.
Tiene que conseguir pasar tiempo con Lyda para poder preparar un plan. Si volver es inevitable, también lo es que lo hagan juntos.
Entre tanto está centrado en acabar los mapas y superar el confinamiento en solitario, la tremenda fuerza del aburrimiento, el moho, las esporas, la comida racionada y, despojado de toda arma, la horrible sensación de necesitar a las madres, que lo tratan como a un crío y, al mismo tiempo, igual que a un criminal peligroso. Siguen considerándolo un enemigo, sobre todo porque proviene de la Cúpula; además, es un muerto —un hombre y, para colmo, de la Cúpula—, y no es de fiar.
A las madres les interesan los mapas, por eso le han dado material para trabajar; Perdiz, sin embargo, quiere entregárselos a Il Capitano: es la única ofrenda que puede darles, aunque tal vez nunca sirva para nada. ¿Qué posibilidades hay de que Il Capitano logre formar un ejército capaz de derrocar a la Cúpula? Así y todo, al menos puede contribuir con algo. Mientras trabaja en los mapas, deja que su mente repase todo lo que su madre le contó antes de morir. Ha anotado todo lo que recuerda, palabra por palabra, pues tiene la sensación de que rezuman información codificada.
Deja el lápiz en el tablero y abre y cierra el puño. Tiene la mano agarrotada, hasta el meñique seccionado por la mitad, que ya se le ha curado y ahora no es más que una protuberancia roja brillante. Se frota los dedos y los nota pegajosos por el suero cerúleo con el que lo han bañado las madres, ante la inminencia de un nuevo traslado. En teoría ese suero, que hacen mezclando extracto de alcanforero y cera de abejas, oculta su olor corporal y lo enmascara, aunque le deja la piel tirante y brillante. Se cree que las Fuerzas Especiales tienen un olfato extraordinario, al igual que algunas alimañas y terrones. Las madres nunca permiten que Perdiz y Lyda permanezcan en un mismo sitio mucho tiempo. Son protectoras, aunque también es cierto que Madre Hestra le dijo a Perdiz que no podían arriesgarse a que las Fuerzas Especiales lo encontrasen, pues pondría a todo el mundo en peligro. Lo mejor es la vida nómada.
Se pregunta si a Lyda también la habrán bañado en el suero; siempre tiene miedo de que un día no dejen que lo acompañe al siguiente destino, aunque hasta la fecha siempre ha ido. Intenta imaginarse el tacto de la piel de la chica recubierta por aquella sustancia de cera.
A su lado, en el suelo de tierra, está la caja de música metálica de su madre que encontró en la caja de los Archivos de Seres Queridos. Aunque Bradwell la calcinó en el sótano de la carnicería, se aseguró de hacérsela llegar cuando pasó todo. Es más sentimental que Perdiz, y cuando se trata de cosas legadas por los padres, Bradwell siente cierta debilidad. Le ha quitado el hollín pero los engranajes se han quedado negros. Como es toda de metal, sigue funcionando, si bien la melodía suena ligeramente desafinada. Es lo único que las madres le han permitido quedarse, tal vez porque ellas mismas son madres. Coge la caja, le da cuerda y deja que suene; las notas repican en el aire húmedo y cerrado. Echa de menos a su madre; lleva años añorándola, desde su infancia, y ya se le da bastante bien. Quizá por eso se le dé tan bien echar de menos a Lyda: por los años de práctica.
Cuando las notas se van apagando, mira el mapa más reciente, un corte transversal de los tres tercios superiores de la Cúpula —Superior Primera, Superior Segunda y Superior Tercera— y de tres subsuelos llamados Sub Uno, Sub Dos y Sub Tres, que incluyen una zona para los mastodónticos generadores de energía. La planta baja se llama Cero, y es donde está la academia, el sitio en el que ha pasado gran parte de su vida.
Añora la academia con una nostalgia implacable: aunque no debería querer regresar a su cuarto de la residencia, vaguear con Hastings, pedirle los apuntes prestados a Arvin Weed, esquivar al rebaño (un grupo de chicos que lo odia), lo desea con todas sus fuerzas. Hasta echa de menos las clases. Piensa en Glassings, su profe de historia, cuando lo sacó al pasillo el día del baile; Perdiz acababa de robar el cuchillo, y con la perspectiva que da el tiempo, se podría decir que aquel fue el momento clave, en que pudo haberse echado atrás y haber seguido con su vida de siempre.
Pero no fue así; de un modo u otro acabó aquí, impotente.
Lo más irónico es que tiene los viales, el legado de su madre, y son muy poderosos. Su padre mató por ellos: al abuelo adoptivo de Pressia, así como a su hijo mayor y a la mujer a la que en teoría amaba, la madre de Perdiz.
Los viales le recuerdan lo que su madre quería que fuese: un revolucionario, un líder.
Se acerca a los tarros de conservas de las madres y coge el tercero por la izquierda, debajo del cual hay un agujero estrecho y profundo donde se esconden unos cuantos escarabajos. Mete la mano y saca un bulto lleno de barro pero cuidadosamente envuelto. Se lo lleva hasta el camastro y desenvuelve los viales de su madre; cuatro de ellos están unidos a jeringuillas con las agujas cubiertas con tapones de plástico duro. Tras el incendio en la granja, Bradwell e Il Capitano los cogieron del búnker de su madre, así como todo lo que creyeron que podía servir de algo: ordenadores, radios, medicamentos, provisiones, armas, municiones. Después de eso les pareció que lo más conveniente era dividir el grupo en dos: Il Capitano, Helmud, Bradwell y Pressia se fueron al cuartel general, mientras que Lyda, Perdiz e Illia se fueron con las madres porque eran las más preparadas para esconderlo y mantenerlo a salvo. Y si las Fuerzas Especiales encontraban a un grupo, al menos el resto podría seguir adelante. Bradwell e Il Capitano se llevaron el grueso de las pertenencias de su madre, pero Perdiz escondió los viales bajo su chaqueta.
Ahora los contempla de uno en uno y siente su tacto frío. Su madre lo llevó a Japón cuando era apenas un crío, a instancias de su padre, que sabía que los japoneses eran unos adelantados en nanotecnología biomédica para reparar traumas sufridos en catástrofes, en especial por medio de células autogeneradas que se movían por el cuerpo y lo reparaban.
El padre de Perdiz se sometió a potenciación cerebral desde muy joven para que su cerebro se iluminase con los impulsos de las sinapsis, pero ahora tiene síntomas visibles de degeneración rauda de células: la parálisis, el deterioro de la piel y, con el tiempo, el fallo orgánico y la muerte. No es solo cosa de él. Perdiz recuerda ahora que en la Cúpula a todo aquel que estaba enfermo, viejo o extenuado se lo llevaban rápidamente a un ala aislada del centro médico. En las últimas semanas se ha dado cuenta de una verdad muy lúgubre: con el tiempo la degeneración rauda de células acabará afectando también a las Fuerzas Especiales y a todos los chicos de la academia que se han sometido a potenciación, incluido, algún día, el propio Perdiz.
Antes de morir su madre le contó que si se combinaba lo que había en esos viales con otra sustancia siguiendo una fórmula —que estaba perdida—, el resultado podía revertir la degeneración rauda de células, o DRC. En aquel momento estaba demasiado embargado por la emoción —llevaba sin ver a su madre desde que era pequeño— como para captar lo que estaba diciéndole. Pero ahora, al recordarlo, intenta concentrarse en particular en las tres cosas necesarias para revertir la DRC: el contenido de esos viales, otro ingrediente en el que supuestamente alguien estaba trabajando y la fórmula para combinarlo todo.
Su madre le enseñó una lista de gente de la Cúpula que estaban de su lado, entre los que se incluían los padres de Arvin Weed, el padre de Algrin Firth e incluso Durand Glassings. Forman parte de una organización en el seno de la Cúpula. Cuando enviaron a Lyda fuera de la Cúpula como cebo para él, alguien de la organización le susurró a esta el mensaje: «Dile al cisne que estamos esperándolo». Cuando se lo dijo a su madre, esta murmuró: «Cygnus», una palabra que todavía no ha logrado descifrar.
También le contó que el líquido de los viales contiene un material regenerador de células muy potente; pero también que el suero es algo inestable, imperfecto y peligroso.
Pone uno de los viales al trasluz, ansioso por saber qué lo hace tan inestable, imperfecto y peligroso. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si entrase en contacto con la piel de un ser vivo? Quiere probarlo; se le ha metido la idea en la cabeza y no hay manera de quitársela.
Antes de nada necesita un ser vivo con el que experimentar.
Un escarabajo.
Vuelve de nuevo donde los tarros y se apresura a sacar uno. Una vez más salen varios escarabajos disparados pero ahora encierra a uno en el puño. Tiene el lomo verde reluciente y la cabeza rojo fuerte, con unos cuernos que parecen las espinas de una planta. Se resiste y patalea, con sus patas nudosas y preñadas de pinchos, pero lo retiene en la palma y nota que le cosquillea los dedos.
—Lo siento —le susurra al insecto—, de verdad.
Lo lleva al tablero, abre la caja de música de su madre, lo mete dentro con cuidado y cierra la tapa. Lo oye arañar el interior. Ojalá Arvin Weed, el cerebrito de la academia, estuviese allí. Dios, cómo se arrepiente de no haber prestado atención en las prácticas de laboratorio.
Coge una de las jeringuillas, le quita el tapón y la aguja reluce. Sabe que eso significa que malgastará una gota. «Solo una», se dice, solo eso.
Abre de nuevo la caja de música y el escarabajo sale y se arrastra por el tablero, pero Perdiz lo coge y lo sujeta con mucho cuidado.
Con las patitas todavía en movimiento pero sin ir a ninguna parte, una cola afilada surge de debajo de sus alas y deja a la vista un aguijón oscilante. Parecen empañados los diminutos puntos negros que tiene por ojos. Perdiz mira la aguja y empieza a presionar el émbolo cuando de repente siente el pinchazo. Los dedos con los que tenía cogido el lomo acorazado del escarabajo se ven invadidos en un visto y no visto por pequeñas punzadas de un calor horroroso. La quemazón le hace apartar los dedos y pegar un grito por la conmoción, aunque no llega a soltar el insecto.
Acto seguido acerca todo lo rápido que puede la aguja al escarabajo pero siente las manos tan rígidas por el dolor que tiene que dejarlo ir. El insecto corre por el tablero, pero no antes de que caiga de la aguja una gota de líquido que aterriza, espesa y húmeda, en una de sus patas traseras. Cojea entonces en la trampa húmeda y espesa de líquido e intenta arrastrarse hacia delante.
El grito ha alertado a Madre Hestra, que llama a la puerta del silo con los nudillos:
—¿Qué ha sido ese ruido?
—¡Nada!
Perdiz se apresura a envolver las jeringuillas, con la mano toda enrojecida ya, y va hasta el tarro, lo levanta como puede y mete el bulto en el agujero. El escarabajo sale a rastras del tablero y se pierde en la oscuridad.
Justo entonces se abre la puerta del silo subterráneo con gran estrépito y aparece Madre Hestra, iluminada débilmente por detrás.
—¿Qué ha sido ese ruido? —pregunta.
—Nada, estaba cantando una canción de la academia. Es que a veces el silencio aquí abajo se hace insoportable. —Se frota la mano, que le arde, pero para enseguida porque no quiere levantar más sospechas.
Madre Hestra es bastante corpulenta y tiene a su hijo de cinco años, Syden, fusionado a la pierna a perpetuidad. Lleva un traje de pieles cosidas entre sí y amoldadas a su cuerpo, con un agujero para la cabeza rojiza del chico, justo por encima de la cadera. La mayoría de las madres son amasoides, fusionadas con sus hijos, algo a lo que Perdiz no ha llegado a acostumbrarse. Cuando las Detonaciones, la mayoría de las madres llevaban en brazos a sus hijos o los protegían de las luces cegadoras, dobladas sobre ellos o agachadas. Perdiz no puede ni imaginarse cómo es quedarse así atrofiado, sin crecer nunca, atrapado para siempre dentro de los límites del cuerpo de tu propia madre. La cara de Syden ha empezado a envejecer. ¿Se hará también él así de mayor?
Madre Hestra se queda mirando a Perdiz. La mujer tiene una mejilla cauterizada con palabras: unos garabatos del revés que se quedaron impresos en la piel durante las Detonaciones, la huella de un tatuaje chamuscado. Perdiz no ha logrado leer lo que pone, no quiere ser maleducado y quedarse mirándola fijamente.
—Bueno, pues déjate de cantos.
—De todas formas me iba a acostar ya.
—Haces bien. Nos vamos mañana por la mañana y te despertaré temprano.
—¿Vendrán también Lyda e Illia?
Preferiría que Illia no fuese, está loca. Aunque no puede culparla por ello: estuvo encerrada en una granja, donde su marido la maltrataba y la obligaba a ocultar sus cicatrices bajo una media diseñada para parecer una segunda piel. En los últimos tiempos le ha dado por volver a envolverse con trozos de tela… ¿será que se avergüenza de su piel?, ¿o es solo la fuerza de la costumbre? Asesinó a su marido con un escalpelo por la espalda y aquello la ha dejado bastante trastornada. A la única a la que quiere ver es a Lyda.
—Lyda, sí. Illia no lo sé —le responde Madre Hestra.
—¿Adónde vamos?
—No puedo decírtelo.
Al momento, se aparta de su campo de visión y cierra con un portazo. Por unos segundos Perdiz se queda deslumbrado por la noticia: se acabó el aislamiento y verá a Lyda mañana; pronto todo será distinto, se acerca el momento, lo nota. Dios, cómo la echa de menos.
Es entonces cuando oye un rasgueo bastante sonoro y otro ruido, como de una pala contra la tierra, pero no es eso; suena más bien como algo que araña con fuerza.
Tiene la sensación de no estar solo.
La caja de música de su madre está tirada en el suelo. La coge y ve un talón negro grande que surge de un radio fino, la pata de un insecto, de un insecto gigante, que surge por debajo del tablero. Es demasiado grande para ser la pata del escarabajo, pero… está arañando el suelo.
Lleva la mano al tablero y lo levanta. La pata se contrae y desaparece de la vista.
Ahí está el escarabajo, con la cola repicando contra el caparazón y batiendo las alas desesperadamente, y luego aquel resuello, en su intento por respirar.
Tiene una pata espinosa, gruesa y gigante.
El líquido del vial ha funcionado. Como no tenía dañada la piel, en lugar de reparar una herida, las células han creado tejido y cartílago sanos a una velocidad increíble; hasta los vistosos pinchos de la pata trasera se han ordenado a la perfección. Y, por alguna razón, aquello le resulta familiar: ¿la delicadeza de reconstruir un miembro pequeño? ¿Ha oído hablar de ello alguna vez?
Perdiz no quiere tocarlo. Siente un intenso hormigueo por la mano. «Inestable, imperfecto, peligroso». Así calificó su madre el suero. La pata del insecto no para de contorsionarse y marcar el suelo como con una garra.
Y siente entonces que le recorre un extraño poder. Ha hecho aquello con una sola gotita de líquido. Le palpita la cabeza y le zumban los oídos y piensa en el poder que ostenta su padre. ¿Qué sintió este cuando impactaron las Detonaciones, con aquel cúmulo de estallidos de luz cegadora palpitando por toda la Tierra?
Dios santo, se dice Perdiz. ¿Y si su padre se hubiese deleitado con el poder de todo aquello? ¿Y si se creyó como iluminado por dentro? ¿Y si lo que sintió en su interior fue la misma sensación de este momento infinitesimal pero multiplicada exponencialmente, hasta el infinito?
El insecto pliega las alas contra el cuerpo. La pata se convulsiona una vez más y luego el escarabajo hunde su poderosa pierna en la tierra como un cuchillo y se propulsa. Las patitas pequeñas se arrastran tras ella y luego la pierna grande se contrae y vuelve a extenderse. El insecto echa a volar y bate las alas, pero la pierna es demasiado pesada para la potencia de las alas y se cae al suelo, aunque la pierna gigante está ahí para amortiguar la caída. Se contrae una vez más, coge impulso, bate las alas, aterriza, se contrae, coge impulso…
El escarabajo ya no es lo que era hace unos instantes.
Es una especie nueva.