Pressia

Polillas

El vestíbulo del cuartel de la OSR está moteado por una serie de faroles de aceite caseros que arrojan luz desde las vigas del alto techo. Los supervivientes están acostados entre mantas y esterillas, aovillados unos con otros para entrar en calor. Sus cuerpos despiden una cálida humedad colectiva, a pesar de que las ventanas alargadas no cierran y apenas están cubiertas con trozos de cortinas vaporosas. Con el viento racheado del exterior, la nieve empieza a revolotear en ráfagas y se cuela por las ventanas, como si a cientos de polillas las hubiesen atraído hasta allí con la promesa de bombillas encendidas contra las que poder estrellarse de nuevo.

Aunque fuera está oscuro, es casi de mañana y los más madrugadores han empezado a levantarse. Pressia ha pasado la noche en vela; a veces se queda tan ensimismada por el trabajo que pierde la noción del tiempo. Tiene en la mano un brazo mecánico que acaba de armar con los despojos que Il Capitano va trayéndole: unas tenazas de plata, un codo con rodamientos, cable eléctrico viejo para sujetarlo y tiras de cuero que ha cortado a medida para unirlo al delgado bíceps del amputado. Es un chico de nueve años con los cinco dedos fusionados entre sí, casi como un palmípedo, una mano totalmente inservible. Cuando llama al niño por su nombre, la voz le sale ronca:

—¡Perlo! ¿Estás por aquí?

Después se va abriendo paso entre los supervivientes, que se remueven y murmuran, y oye un siseo agudo y sollozante.

—¡Chitón! —dice una mujer.

Pressia ve algo encogido bajo el abrigo de la mujer y a continuación la cabeza negra y sedosa de un gato que asoma por un lado de su cuello. Un crío rompe a llorar y alguien maldice. De la garganta de un hombre surge una canción, una nana:

—Las niñas fantasma, las niñas fantoche, las niñas fantasma. ¿Quién puede salvarlas de este mundo, sí, de este mundo? Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre.

El chiquillo se calma: la música sigue funcionando, amansando a la gente. «Seremos unos miserables pero todavía somos capaces de esto, de que surjan canciones de nuestro interior». Le gustaría que la gente de la Cúpula lo supiese. «Puede que seamos unos depravados, sí, pero también seres capaces de una ternura, una bondad y una belleza asombrosas. Tal vez seamos humanos imperfectos, pero seguimos siendo buenos, ¿no es cierto?».

—¿Perlo? —vuelve a llamar, al tiempo que mece la prótesis de brazo contra el pecho.

Desde hace un tiempo, en aglomeraciones de gente como la presente, no puede evitar buscar con la mirada a su padre, a pesar de no recordar su cara. Antes de morir, su madre le enseñó los tatuajes latentes que tenía en el pecho, y uno de ellos pertenecía a su padre, prueba de que había sobrevivido a las Detonaciones. Es evidente que allí no está; lo más probable es que ni tan siquiera esté en el mismo continente…, o lo que queda de él. Sin embargo, no se resiste a escrutar las caras de los supervivientes para ver si encuentra a alguien que se parezca en algo a ella: ojos almendrados, cabello negro brillante, etc. Es incapaz de dejar de buscar, a pesar de lo irracional de creer que algún día lo encontrará.

Una vez ha atravesado el vestíbulo entero, llega ante una pared empapelada con carteles. En lugar de la garra negra de la ORS, que en otros tiempos infundía miedo a los supervivientes, estos carteles llevan la cara de Il Capitano, con sus rasgos serios y su recia mandíbula. Contempla la hilera de pósters, con todos los ojos en fila, y con Helmud, su hermano, apenas un bulto en la espalda. Sobre la cabeza se lee: ¿CAPAZ Y FUERTE? ÚNETE A NOSOTROS: LA SOLIDARIDAD NOS SALVARÁ. Se lo inventó Il Capitano y está bastante orgulloso. Debajo, la letra pequeña promete el fin de las muerterías (las batidas de soldados de la ORS cuya misión era exterminar a los débiles y recolectar muertos en campo enemigo) y del servicio militar obligatorio a los dieciséis años. Para los que se ofrezcan voluntarios, Il Capitano promete «comida sin temores». ¿Temor a qué? La ORS tiene un historial bastante oscuro: capturaban a gente y la encerraban, la desenseñaban a leer, la utilizaban como blancos humanos…

Todo eso ha acabado, los carteles han funcionado y hay más reclutas que nunca. Llegan desde la ciudad, harapientos y hambrientos, quemados y fusionados; en ocasiones se presentan familias enteras. Il Capitano le ha dicho que va a tener que empezar a rechazar a algunos. «Esto no es un Estado del bienestar. La idea es armar un ejército». Hasta la fecha, sin embargo, siempre ha conseguido convencerlo para dejarlos pasar a todos.

—Perlo —murmura mientras avanza por el pasillo y va pasando la mano por los bordes rizados de los carteles.

¿Dónde estará? Las cortinas se baten con fuerza, se cuelan en la habitación y con ellas la nieve, que entra como si la gran estancia estuviera respirando hondo.

Una familia ha colocado una manta sobre un palo y ha montado una especie de tienda de campaña para resguardarse del viento. De pequeña ella solía hacer lo mismo en la trastienda de la barbería quemada, con una silla y una sábana sujeta con el bastón del abuelo; allí jugaba a las casitas con su mejor amiga, Fandra. El abuelo las llamaba «iglúes» y Fandra y ella se ponían a castañetear los dientes, como si fueran esquimales. El anciano se reía con tanta fuerza que el ventilador que tenía en la garganta se ponía a girar como loco. Siente una punzada de dolor: por el abuelo y por Fandra, ambos muertos, y por su infancia, igual de muerta.

Al otro lado de las ventanas hay soldados montando guardia a intervalos de metro y medio por el perímetro del cuartel de la ORS. Las Fuerzas Especiales de la Cúpula se han multiplicado y desde hace unas semanas se las ve rondar por los bosques con sus abultadas siluetas cargadas de músculo animal y esas pieles suyas, recubiertas de un material sintético, de camuflaje. Son ágiles y casi no hacen ruido, con una rapidez y una fuerza increíbles, a pesar de ir bien pertrechados, con armas alojadas en los cuerpos. Atraviesan como balas los escombrales, esprintan entre los árboles, se internan por callejones, sin hacer ruido, siempre a hurtadillas, como si llevasen a cabo rastreos rutinarios por la ciudad. Más que nada buscan a Perdiz, el medio hermano de Pressia, que está escondido al amparo de las madres; al igual que Lyda —que también es pura, y que salió de la Cúpula como cebo para él— e Illia, que estaba casada con el gerifalte mayor de la ORS, un marido cruel al que mató. Las noticias que les llegan son por los informes poco detallados de soldados de la ORS, quienes temen profundamente a las madres. En uno de ellos se informaba de que las madres están enseñando a Lyda a pelear. Es extraño porque solo es una chica de la Cúpula que no está en absoluto preparada para vivir en esas tierras salvajes y cenicientas, y menos aún con las madres, quienes, si bien pueden ser cariñosas y leales, también son capaces de barbaridades. ¿Cómo lo llevará? En otro informe se contaba que Illia no lograba adaptarse: después de tantos años en la burbuja de la granja, sus pulmones no llevaban bien las arremetidas de ceniza revoloteante.

Todos los que presenciaron la muerte de la madre de Pressia deben andarse con cuidado, pues son los únicos que conocen la verdad sobre la Cúpula y Willux, y es posible que este siga buscando algo que ellos tienen: los viales. Il Capitano y Bradwell arramblaron con todo lo que pudieron en el búnker después de que muriera su madre. Perdiz es quien tiene ahora los sueros y, con suerte, los mantendrá a buen recaudo. Son de gran valía para Willux: con esos viales, otro ingrediente y la fórmula para combinarlos podría salvar su propia vida. Aunque no cabe duda de que los sueros de su madre son muy poderosos, ahí afuera son demasiado peligrosos e impredecibles como para utilizarlos; ahora mismo son más que souvenirs.

¿Cuánto tiempo podrán seguir ocultando las madres a Perdiz? ¿Lo suficiente para que muera Ellery Willux? Esa es la gran esperanza: que muera pronto y Perdiz tome la Cúpula desde dentro. Pressia tiene a veces la sensación de vivir en un estado permanente de espera, a sabiendas de que tarde o temprano algo cederá, y solo entonces el futuro tomará forma.

Al notar que Freedle aletea en el bolsillo del jersey, mete la mano y pasa un dedo por la espalda de la cigarra robótica.

—Chiss —murmura—. No pasa nada.

No quiere dejarlo solo en su cuartillo, o ¿será que es ella la que no quiere estar sola?

—¡Perlo! —llama—. ¡Perlo!

Y por fin oye al chico.

—¡Aquí! ¡Estoy aquí! —Va corriendo hasta ella, zigzagueando entre supervivientes—. ¿Lo has terminado?

Pressia se arrodilla y le dice:

—A ver si encaja bien.

Le rodea la parte superior del brazo con las tiras de cuero y la ajusta con los cordones de cable eléctrico. El poco movimiento que puede hacer con la mano fusionada le permitirá al chico aplicar presión sobre una palanquita.

Perlo prueba y las tenazas se abren y se cierran.

—Funciona. —Vuelve a abrirlas y cerrarlas una y otra vez a más velocidad.

—No es perfecto pero de algo te servirá.

—¡Gracias! —Lo dice tan alto que alguien acostado en el suelo lo manda callar—. A lo mejor puedes hacerte algo para ti —susurra mirándole la cabeza de muñeca—. No sé, quizás haya algo…

Pressia ladea la muñeca y esta parpadea; uno de los ojos, que tiene un pegote de ceniza, se cierra más despacio, desacompasado con el otro.

—No creo que pueda hacer nada por mí. Pero me las arreglo.

La madre del chico lo llama en voz baja y este se da media vuelta, la saluda con el brazo con aire triunfal y sale disparado para enseñárselo.

Y entonces resuena a lo lejos un disparo que reverbera en el aire, y Pressia se agacha como por instinto y se lleva la mano al bolsillo para proteger a Freedle. Lo saca y se lo pega al pecho. La madre de Perlo también atrae a su hijo hacia sí. La chica sabe que lo más probable es que algún soldado de la ORS le haya disparado a alguna sombra en movimiento, y aunque los disparos aislados son habituales, eso no quita para que sienta una presión en el pecho a la altura del corazón. Entre Perlo, su madre y el disparo, todo combinado, rememora el peso de la pistola en su mano, cuando la levantó, apuntó y disparó… Incluso ahora le retumban los oídos y ve expandirse la neblina de sangre, que inunda su visión, unos brotes rojos ante sus ojos igual que las flores explosivas que se disparan solas en los escombrales. Apretó el gatillo, aunque ya no recuerda si fue lo correcto, es incapaz de discernirlo. Su madre murió, está muerta, y Pressia apretó el gatillo.

Camina deprisa, ciñéndose a las paredes del vestíbulo, por donde se extiende un cartel tras otro. Lleva a Freedle arropado con cuidado en el puño. Cuando pasa por una ventana, no puede evitar la tentación y mira afuera.

Viento. Nieve. Entre las nubes que atraviesan el cielo como terrones de ceniza atisba una estrella luminosa, toda una rareza, y por debajo, la linde del bosque, con los precarios árboles apiñados con sus ramas retorcidas. Distingue el uniforme de los soldados y, de tanto en tanto, el destello de un arma y delgados penachos de vaho que se forman en el frío del cerro. Ve por unos instantes la cara de su madre tendida en el suelo del bosque y luego se borra, se va para siempre.

Más allá de los soldados, la vista vacila entre los árboles: ¿hay algo allí, algo que quiere entrar? Se imagina a las Fuerzas Especiales agazapadas, acechando en la nieve. ¿No necesitarán ni dormir? ¿Serán en parte de sangre fría, y soportarán tener las pieles revestidas por una fina capa de hielo? Está todo en silencio, pero resulta inquietante porque sigue notándose la energía acechante. Nevó hace tres días, apenas un polvo fino al principio, pero luego los copos se volvieron más gruesos, y ahora el césped está recubierto por una alfombra oscura y vidriosa de varios centímetros y la nieve no para de revolotear.

Siente que alguien la coge del codo y se vuelve al punto: es Bradwell, con las cicatrices parejas cruzándole la mejilla, las pestañas oscuras, los labios gruesos cortados por el frío. Mira la mano que la agarra, enrojecida y curtida; tiene los nudillos llenos de cicatrices, son bonitos. «¿Cómo van a ser bonitos unos nudillos?», se pregunta Pressia. Es como si Bradwell los hubiera inventado.

Pero las cosas entre ellos han cambiado.

—¿No has oído que te he llamado? —le pregunta el chico.

Pressia tiene la sensación de que está hablándole debajo del agua. Solo una vez, cuando el incendio de la granja, logró reunir valor para hacerle prometer que encontrarían un hogar para los dos, pero eso fue solo porque en realidad no creía que el momento fuese a durar.

—¿Qué quieres?

—¿Estás bien? Parece que estás en otra parte.

—No, es que he tenido que hacerle un brazo a un chico, y acaba de sonar un disparo. Pero no ha sido nada.

Nunca admitiría haber visto un rojo brillante explotando ante sus ojos, como tampoco su miedo a enamorarse de él. Es algo que Pressia entiende como una verdad absoluta: todo aquel al que ha querido ha muerto. Visto lo visto, ¿cómo querer a Bradwell? Lo mira y las palabras le martillean el cerebro: «No lo quieras, no lo quieras…».

—¿Te has quedado toda la noche despierta?

—Sí.

Pressia se fija en que Bradwell tiene el pelo de punta y hecho un revoltijo. Ambos tienen la habilidad de desaparecer durante días. Bradwell está obsesionado con las seis cajas negras que surgieron de entre los rescoldos de la granja y se pasa días enteros encerrado en la antigua morgue, donde se ha instalado, en los sótanos del cuartel. Pressia, por su parte, se ha volcado en las prótesis. Él sigue empeñado en entender el pasado, mientras que ella se dedica a ayudar a la gente del aquí y ahora.

—Y tú tampoco has dormido, ¿no?

—Hum…, se podría decir que no. ¿Ya es de día?

—Casi.

—Pues entonces sí. He avanzado bastante con una de las cajas negras. Y una me ha mordido.

—¿Que te ha qué? —Freedle aletea nervioso en la mano de Pressia.

El chico le enseña una pequeña punción en el pulgar.

—No se ha ensañado. Tal vez haya sido solo una advertencia. Pero creo que ahora le gusto, porque ha empezado a seguirme por toda la morgue como un perrillo.

Pressia empieza a caminar por el pasillo, por delante de otros carteles de reclutamiento de Il Capitano, y Bradwell la sigue.

—Las he desmontado enteras y las he vuelto a reconstruir. Y contienen información sobre el pasado, hasta ahí llego, aunque no parecen estar diseñadas para transmitirla. No son espías de la Cúpula ni nada parecido, una opción que tenía que descartar. Si alguna vez tuvieron esa habilidad, la han perdido—. A Bradwell se le ve entusiasmado, pero a Pressia no le interesan las cajas negras; está harta del empeño del chico por demostrar la validez de las teorías conspirativas de sus padres sobre la Cúpula, su versión de la verdad, la Historia Eclipsada y todo eso. —Y esta que te digo, no sé en qué sentido, pero es distinta, es como si me conociera…

—¿Qué hiciste para que te mordiera?

—Hablar.

—¿De qué?

—No creo que quieras saberlo.

Pressia se detiene y se queda mirándolo. Bradwell se lleva las manos a los bolsillos y los pájaros de su espalda empiezan a batir las alas, alterados.

—Pues claro que quiero saberlo. Ha sido así como has abierto la caja, ¿no? Es importante.

El otro respira hondo y hace una pausa breve, antes de clavar la vista en el suelo y encogerse de hombros.

—Vale, como quieras. Estaba divagando sobre ti.

Nunca han hablado de lo que pasó en la granja. Pressia recuerda la forma en que la abrazó y el roce de sus labios en los suyos. Pero ¿acaso ese tipo de amor sobrevive? El amor es un lujo. Ahora él la mira, con la cabeza ladeada y los ojos fijos en ella, y Pressia siente una ola de calor por el cuerpo. «No lo quieras». No es capaz ni de mirarlo.

—Ah, entiendo…

—No, no entiendes nada, todavía no. Ven conmigo.

La lleva por otro pasillo y, tras doblar una esquina, allí apostada en la puerta, esperando tranquilamente, hay una caja negra del tamaño de un perro pequeño, de esos que su abuelo solía llamar «terrier», a los que les gusta cazar ratas.

—Le he dicho que espere y se ha quedado aquí. Le he puesto Fignan de nombre.

Freedle asoma por la palma de su dueña para contemplarlo con sus propios ojos.

—¿Sabe sentarse y dar la patita? —pregunta Pressia.

—Creo que sabe mucho, pero mucho más que eso.