Después de la larga conversación en el cementerio hicieron todas las compras y llevaron las bolsas a casa. Su madre estaba preparando la comida. Jesper Humlin se sentó en el cuarto de estar. En la cocina se oía un ir y venir y ruido de cacerolas. Sabía que tenía que pensar cuál iba a ser el siguiente paso. Las chicas no podían quedarse por tiempo indefinido en el apartamento de su madre. «Hay que bosquejar el capítulo siguiente», pensó. Como si lo que pasaba a su alrededor fuera una parte del relato y no algo que ocurría realmente. Sonó el teléfono. Contestó su madre. Jesper Humlin prestó atención a su tono de voz. Era natural, no gemía. Ella le pasó el teléfono.
—¿Cómo puede ser para mí si nadie sabe que estoy aquí?
—He avisado.
—Te he dicho que no dijeras que íbamos a venir.
—No he dicho que las chicas y el muchacho que tartamudea están aquí. Pero las reglas no incluían que no pudiera decir que tú estabas aquí.
—¿Quién es?
—Tu esposa.
—No tengo esposa. ¿Es Andrea?
—¿Quién si no?
Andrea estaba enfadada.
—¿Por qué no me llamas?
—Creía que había dejado claro que tengo problemas que resolver.
—Nada impide que me llames.
—Ahora no puedo. No me quedan fuerzas.
—Llámame cuando las hayas recobrado. Pero no te aseguro que entonces disponga de tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que digo. Ha llamado Olof Lundin. Tenía algo importante que decir.
—¿Qué?
—Obviamente no me lo dijo. Puedes localizarlo en su oficina. Además ha llamado alguien que se llama Anders Burén. Ha dicho que se le había ocurrido una idea brillante.
—Siempre se le ocurren. La última vez quería convertirme en un hotel de vacaciones en la montaña. No quiero hablar con él.
—Yo tampoco quiero ser tu secretaria.
Andrea colgó el teléfono. «Soy yo el que hace que parezca pesada», pensó Jesper Humlin con resignación. «Cuando nos conocimos no era así. La culpa es mía, como de costumbre.»
Llamó a Olof Lundin.
—¿Por qué no llamas?
Olof Lundin estaba sin aliento. Jesper Humlin comprendió que lo había pillado en la máquina de remo.
—He estado ocupado en Gotemburgo.
—¿Con aquellas muchachas gordas? ¿Cuántas veces te he dicho que no tienes tiempo para ellas? En el próximo número de nuestro boletín pensamos publicar el primer capítulo de La promesa del noveno jinete.
—¿Qué libro es ése?
—El libro que estás escribiendo tú. Tuve que buscar un título. No está mal, ¿verdad?
Jesper Humlin se quedó completamente helado.
—Te he dicho que no pienso escribir ninguna novela policiaca. Puedes limpiarte el culo con ese título horrible.
—No me gusta tu forma de hablar. Además el título no se puede cambiar.
Jesper Humlin perdió el control. Empezó a gritar. En ese momento entró Tea-Bag en la habitación. Llevaba en las manos una bandeja con platos y cubiertos. Se quedó mirándolo con curiosidad por el hueco de la puerta. De algún modo, la presencia de ella le dio la fuerza y el coraje que le faltaban.
—No voy a escribir esa novela policiaca. ¿Cómo se te ha podido ocurrir semejante idiotez de título? ¿Cómo has podido escribir un resumen de un libro que no existe y que, además, nunca va a ser escrito? Dejo la editorial.
—No lo vas a hacer.
—Nunca en la vida me habían ofendido así.
—¿No piensas escribir el libro que habíamos acordado?
—No lo habíamos acordado. Tú lo habías acordado. Contigo mismo. No voy a escribir ningún libro sobre nueve jinetes.
—No te entiendo. Por primera vez tienes la oportunidad de vender una gran edición de algo que has escrito. ¿Tienes alguna elección?
Jesper Humlin miró a Tea-Bag, que estaba ocupada poniendo la mesa.
—Pienso escribir un libro sobre unas muchachas inmigrantes.
—¡Santo cielo!
Jesper Humlin estuvo a punto de decirle a Olof Lundin cómo estaban exactamente las cosas. Que se encontraba en el apartamento de su madre con tres chicas y un chico tartamudo. Que dos de ellas vivían de modo ilegal en Suecia y que la tercera acababa de experimentar ese milagro que se llama amor. Pero logró dominarse. Al fin y al cabo, Olof Lundin nunca lo entendería.
—No quiero hablar contigo.
—Claro que quieres. No entiendo por qué te exaltas continuamente. Llámame mañana.
La llamada terminó. Jesper Humlin volvió a colgar el teléfono con mucho cuidado, como si temiera que la conversación se reanudara.
La mesa del comedor tenía un aspecto magnífico. Jesper Humlin notó que por primera vez en muchos años tenía hambre estando en casa de su madre. También percibió el respeto que mostraban las chicas hacia ella. Durante la comida parecía que nada de lo que habían contado en sus narraciones tuviera validez alguna. Mientras estaban ahí sentadas, se encontraban en un espacio libre donde no podían llegar ni los recuerdos ni la realidad. Jesper Humlin pensó que debería haber invitado a Andrea. Ella debería haberse sentado a la mesa para que entendiera algo de lo que él no conseguía explicarle. Igual que Viktor Leander, su doctora, y Burén, el agente de Bolsa; todos los que pertenecían a su círculo más estrecho. Pero, sobre todo, echaba de menos a una persona.
Jesper Humlin se disculpó, se levantó de la mesa y llamó a Pelle Törnblom desde el teléfono del estudio de su madre. Marcó el número del club de boxeo. Contestó Amanda.
—A veces vengo a limpiar. Si no lo hiciera, esto estaría tan asqueroso que nadie soportaría estar aquí.
—Creo que no te he dicho nunca que tienes a tu lado a un tipo excelente.
—Tipos hay muchos. Pero es poco frecuente encontrar a hombres de verdad. Pelle es un hombre de verdad.
Mientras esperaba, Jesper Humlin trató de entender en qué consistía la diferencia. Pelle Törnblom se puso al teléfono. Jesper Humlin le contó su rápida salida de Gotemburgo. Pelle Törnblom se rió satisfecho.
—¿La casa del jefe de policía?
—Eso dijo Tanja. No suele mentir.
—Miente todo el tiempo. Pero no sobre esas cosas. ¿Qué vas a hacer ahora?
—No se trata de qué voy a hacer yo. He aprendido una cosa acerca de estas muchachas. Saben cuidar de sí mismas. No son víctimas indefensas. Salen victoriosas de todos los combates de boxeo en los que las obligan a meterse.
—Ya te dije que iba a ir bien, ¿no te acuerdas?
—No he hecho nada de lo que pensaba. Iba a enseñarles a escribir. El texto más largo que he conseguido que escribiera alguna de ellas consta sólo de unas pocas líneas.
—¿Quién te ha dicho que todo tiene que estar escrito en papel? Al fin y al cabo, lo más importante es que se atrevan a contarlo. Mantenme informado de lo que ocurra. Tengo que irme. Hay un par de muchachos peleando ahí fuera.
Pelle Törnblom colgó el auricular. Jesper Humlin se quedó sentado junto al escritorio, escuchando la alegre conversación que mantenían alrededor de la mesa del comedor. De repente supo que no podía unirse a ellos hasta que tomara una decisión. ¿Iba a ceder ante Olof Lundin y escribir esa novela policiaca que tal vez se vendiera bien y mejorara la economía que Anders Burén había hundido? ¿Qué alternativas tenía en realidad? ¿Qué quería hacer? De repente se sintió como si hubiera arrebatado algo a Tea-Bag, a Tanja y a Leyla. Del mismo modo que Tanja robaba teléfonos móviles, él se metía en los bolsillos las historias de ellas.
Se levantó y fue hacia la ventana. Se acordó del momento en que vio a Tea-Bag perderse en una esquina con un mono a la espalda. Tea-Bag, que había venido a Suecia después de haber conocido a un periodista en un campamento de refugiados español, un hombre al que le había interesado su historia. «Naturalmente es así como tiene que ocurrir», pensó. Ahora lo veía todo claro y nítido. Huir era un error. Tea-Bag, Tanja y Leyla no tenían que esconderse. Ése era el error. En vez de eso, tenían que atraer a los periodistas con la única arma que poseían: que estaban en Suecia de forma ilegal. Que llevaban como equipaje la historia de sus vidas, la que muy pocos suecos conocían.
No tuvo que meditarlo. La decisión estaba tomada. Sacó su agenda telefónica y empezó a llamar. Enseguida había hablado con periodistas de varios periódicos vespertinos. Y lo habían comprendido.
Se quedó sentado frente al escritorio hasta que llegó su madre para ver dónde estaba. Había tomado algo de vino y estaba eufórica.
—¿Qué haces aquí sentado?
—Necesitaba pensar.
—No hay nadie que te esté echando de menos en la mesa.
Jesper Humlin se puso hecho una furia.
—Todos me echan de menos. Excepto tú. Los demás sí lo hacen. Si has venido sólo para decir eso, ya puedes irte. Quiero estar en paz.
—Hay que ver los líos en que te metes.
—Por una vez me niego.
—¿Vas a seguir ahí sentado poniendo cara de enfado?
—No pongo cara de enfado. Estoy pensando. He tomado una decisión importante. Vete. Voy enseguida.
De pronto, su madre parecía estar preocupada. Le susurró algo al oído.
—¿No les habrás dicho a esas chicas nada de lo que hago para asegurarte una herencia en condiciones?
—No he dicho nada.
Llamaron al portero automático.
—¿Quién viene ahora?
Jesper Humlin se levantó.
—Sé quién es.
—No me gusta que invites a nadie sin consultármelo antes.
—No he invitado a nadie a tu casa, mamá. Sin embargo, Tea-Bag y Tanja van a recibir la visita de unas personas más necesarias para ellas que tú o yo.
Jesper Humlin fue a abrir. Los periodistas empezaron a llegar. Se disparó un flash en la cara de su madre.
—¿Son periodistas? ¿Por qué los metes aquí?
—Porque es lo mejor que podemos hacer.
—En mi casa hay inmunidad diplomática. Creía que estas muchachas se habían fugado.
—Has bebido demasiado vino, mamá. No entiendes lo que pasa.
—No voy a dejar entrar en mi casa a ningún periodista.
—Claro que vas a hacerlo.
A pesar de la oposición de ella, llevó a los periodistas a la habitación donde estaban comiendo. Antes de que le diera tiempo a decir nada, ni a explicar la presencia de los periodistas y lo que pensaba hacer, Leyla se levantó y empezó a dar alaridos.
—No puedo salir en los periódicos. Si mis padres ven esto, me matan.
—Te lo explicaré todo. Sólo tienes que escuchar.
Pero nadie escuchaba. Tea-Bag empezó a darle puñetazos.
—¿Por qué están aquí? ¿Por qué los has dejado entrar?
—Voy a explicártelo.
Tea-Bag seguía golpeándole con los puños.
—¿Por qué tienen que hacernos fotos? Los policías que quieren expulsarnos del país pueden ver las fotos. ¿Qué crees que va a ocurrirle a Leyla, que aún no ha hablado de Torsten en su casa? ¿Por qué lo haces?
—Porque es la única posibilidad. La gente tiene que saber lo que me habéis contado a mí.
Tea-Bag no escuchaba. Seguía pegándole. Desesperado, le devolvió una bofetada. Se disparó un flash. Tea-Bag tenía lágrimas en los ojos.
—Creo que esto es lo correcto —dijo como explicación.
Pero Tea-Bag sólo lloraba. Tanja lanzó una fuente de espaguetis contra uno de los periodistas. Luego salió al recibidor y se llevó consigo a Tea-Bag. Jesper Humlin las siguió y luego cerró la puerta.
—No podéis desaparecer. Hago esto por vuestro bien. ¿Adónde vais? ¿Dónde puedo localizaros?
—No lo puedes hacer —gritó Tea-Bag—. El curso ha terminado ya. Hemos aprendido todo lo que necesitamos saber.
Tanja pareció escupir algo en ruso. A Jesper Humlin le sonó como una maldición. Luego desaparecieron. Oyó sus pasos en las escaleras y la puerta de la calle se volvió a cerrar. Leyla y Torsten salieron al recibidor.
—¿Dónde están los periodistas?
—Están hablando con tu madre. Nos vamos.
—¿Adonde vais? Esta tarde no hay ningún tren a Gotemburgo.
Repentinamente, Leyla empezó a zarandearlo. No decía nada.
—Quiero ayudaros en lo que pueda.
Leyla lo miró. Las lágrimas empezaron a brotar.
—Con esto no querías hacer nada. Nada en absoluto.
Leyla y Torsten cogieron sus ropas de abrigo y desaparecieron. Jesper Humlin se sintió paralizado. «No es culpa mía», pensó. «Son los demás los que están equivocados. Por una vez he hecho lo que he considerado que era acertado.»
Se sentó en una silla. Uno de los periodistas fue al recibidor y sonrió.
—Jesper Humlin. «El poeta que abrió los ojos.»
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que antes apenas habías mostrado interés por el entorno en tus poemas.
—No es cierto.
—Claro que lo es. Pero no tienes que preocuparte. No lo voy a escribir. La historia queda bien tal como está.
«Inmigrantes ilegales escapan en la realidad sueca. Un poeta y su anciana madre las apoyan.»
El periodista levantó un sombrero imaginario y desapareció. Inmediatamente después se marcharon también los demás. Jesper Humlin se levantó. En el comedor había trozos de porcelana y restos de espaguetis sobre la gran alfombra. Su madre estaba en el hueco de la puerta mirando. El abrió los brazos.
—Sé lo que piensas. No es necesario que digas nada. Pero mi intención era buena.
Ella no contestó. Él se agachó y empezó a recoger trozos de porcelana y espaguetis.
Eran las dos de la madrugada cuando todo estaba limpio y fregado. Se sentaron en el cuarto de estar y bebieron cada uno su vaso de vino en silencio. Jesper Humlin se levantó. Su madre lo siguió al recibidor. Cuando iba a abrir la puerta, ella lo cogió por el brazo.
—¿Podrán arreglárselas?
—No lo sé.
Abrió la puerta. Ella no le soltaba el brazo.
—¿Qué animal tenía la chica que se llamaba Tea-Bag?
—No tiene ningún animal.
—Es curioso. Aseguraría que he visto un animal escondido en su espalda.
—¿Cómo era?
—Como una ardilla grande.
Jesper Humlin dio unas palmadas a su madre en la mejilla.
—Es tu imaginación. Sólo eso.
Jesper Humlin fue a pie a su casa, atravesando la ciudad. De vez en cuando se detenía y se volvía. Pero no había nadie en las sombras.
Dos días después fue a la iglesia del Valle de los Perros. Tea-Bag no había estado por allí. Cuando iba en taxi a su casa rectificó y pidió al taxista que lo llevara a la Estación Central. Allí se quedó esperando en el sitio donde había esperado antes a Tea-Bag. Buscó con la mirada en el gran hall de la estación. Pero no vio a ninguna Tea-Bag ni a ninguna Tanja. Volvió al día siguiente, y entonces eligió la misma hora en que había viajado la otra ocasión con Tea-Bag a Gotemburgo, cuando ella había desaparecido en Hallsberg. No llegó nadie.
Esa misma tarde iba a comer con Viktor Leander. Pero llamó para disculparse diciendo que estaba enfermo. Pudo percibir que Leander no se creía lo que le decía. Pero no le importó.
Al día siguiente volvió otra vez a la Estación Central. A la misma hora, buscando con la mirada como la vez anterior. De pronto descubrió a Tanja. Ella estaba mirándolo desde el kiosco de flores. Pensó que habían sido los ojos de ella los que habían atraído su mirada, que no había sido él quien la había descubierto. Tea-Bag estaba detrás de una esquina. Dio la vuelta y se puso al lado de Tanja. Jesper Humlin fue hacia ellas. Cuando estaba tan cerca que podía ver sus caras nítidamente pensó que incluso las personas negras pueden palidecer. El anorak de Tea-Bag, como siempre, estaba cerrado hasta la garganta.
—Estoy solo —dijo—. No me acompaña nadie. Fue un error que hablara con aquellos periodistas. Creía que era correcto. Pero me equivoqué.
Se sentaron en uno de los bancos.
—¿Qué pasa ahora?
Tanja sacudió la cabeza. Tea-Bag hundió la barbilla en el anorak.
—¿Dónde vivís? ¿En la iglesia?
Tanja se encogió de hombros. Miraba continuamente a su alrededor. Era ella, no Tea-Bag, la que hacía guardia. Jesper Humlin se preocupó de repente porque estaba perdiendo la presa. Tanja y Tea-Bag iban a desaparecer si él no las retenía. ¿Pero para qué iba a retenerlas?
—¿Cuándo vamos a tener la próxima reunión en Gotemburgo?
Tea-Bag se puso derecha inmediatamente.
—Se ha acabado —dijo—. Vine a este país a contar mi historia. Ya lo he hecho. Nadie escuchó.
—No es verdad.
—¿Quién escuchó?
La sonrisa de Tea-Bag había desaparecido. Lo miró como desde un punto lejano. Jesper Humlin pensó en lo que le había contado ella acerca del río que transportaba el agua fría y transparente de la montaña. Ella lo miraba desde la roca por la que rezumaba el agua del río.
—Yo escuché.
—No oíste mi voz. Sólo la tuya propia. No me veías a mí. Sólo viste una persona que nacía de tus propias palabras.
—No es cierto.
Tea-Bag se encogió de hombros.
—Si es cierto o no, ¿qué importancia tiene?
—¿Qué va a ocurrir?
—Vamos a levantarnos y marcharnos. Vas a vernos desaparecer. Luego ya no estaremos. Nada más. Estocolmo es una ciudad igual de buena que cualquier otra para las personas que no existen. Personas que se vislumbran y luego desaparecen. Yo no existo. Igual que Tanja. Somos sombras que nos mantenemos apartadas de la luz. De vez en cuando sacamos al sol un pie o una mano o una parte de nuestra cara. Pero volvemos a retirarnos rápidamente. Tratamos de ganarnos el derecho de estar aquí, en este país. No sabemos cómo hacerlo. Pero mientras nos mantengamos a un lado, mientras seamos sombras y vosotros sólo vislumbréis un pie o una mano, estaremos acercándonos. Tal vez un día podamos salir a la luz y ya no tengamos que escondernos detrás del escenario. Pero Leyla existe. Ha encontrado el modo de salir de ese mundo de sombras.
«Se me escapan de las manos», volvió a pensar él.
Trató de retenerlas con sus preguntas.
—Aquella niña de la foto, Tanja, ¿es tu hija?
Ella lo miró sorprendida.
—No tengo ninguna hija.
—Entonces eres tú. Pero no puede ser. La imagen está tomada hace sólo unos años.
—No es mi hija. Tampoco soy yo.
—¿Quién es la niña de la foto?
—Irina.
—¿Quién es?
—La hija de Natalia. Me la dio cuando llegamos a Estonia. Tenía cuatro fotos de su hija, a la que había dejado en casa de su abuela en Smolensk. Nos dio una foto a cada una. Una noche, cuando los últimos sinvergüenzas se habían ido de nuestras camas, nos dio las fotos, como iconos. Tenemos que sobrevivir por el bien de la niña y volver a Smolensk. Compartimos la responsabilidad de la hija de Natalia. Un día volveré y me responsabilizaré de Irina. A no ser que Natalia o alguna de las otras haya vuelto. Pero no lo creo.
Jesper Humlin se quedó meditando lo que le había dicho ella. Luego se dirigió a Tea-Bag.
—Estoy pensando en lo que dijiste la primera vez que nos vimos. Aquella tarde que el público se peleó. ¿Recuerdas lo que me preguntaste? Por qué no escribía sobre alguien como tú. Pues ahora voy a hacerlo.
Tea-Bag movió la cabeza negativamente.
—No puedes. Te olvidarás de nosotras en cuanto nos hayamos ido.
—Ahora me estás ofendiendo.
Tea-Bag lo miró a los ojos profundamente y le dijo:
—No ofendo a nadie. Vas a oír el final de mi historia.
¿Recuerdas cuando estaba en la playa, al sur de Gibraltar? Parecía que era una ciudad sagrada para los fugitivos, un palacio de arena mojada desde donde un puente invisible llevaba al paraíso. A muchos de los que llegaban les horrorizaba que hubiera agua por medio. Recuerdo la emoción y el miedo que teníamos mientras esperábamos el barco que iba a llevarnos al otro lado. Cada grano de arena era un soldado vigilando. Pero también recuerdo una particular frivolidad, personas que canturreaban en voz baja y se movían como en lentas y reprimidas danzas victoriosas. Era como si ya hubiéramos llegado. El puente estaba tendido, la última parte del viaje era sólo un salto en el vacío ingrávido.
No sé qué hizo que sólo yo sobreviviera cuando la embarcación se destrozó contra las rocas y las personas desesperadas que estaban abajo en la oscuridad de la bodega empujaban y arañaban para subir y salir de allí. Pero sé que ese puente que todos creímos ver cuando estábamos en la playa en el extremo norte de África, el continente del que huíamos y al que ya llorábamos, ese puente va a ser construido. Porque la montaña que formarán los cuerpos comprimidos en el fondo del mar será tan alta en algún momento —te lo puedo asegurar— que la cima va a surgir del agua como un país nuevo, y el puente de cráneos y costillas golpeará esa pasarela que ningún vigilante, ningún perro, ningún marinero borracho, ningún traficante de personas va a poder arrancar. Entonces cesará esta locura cruel, donde multitudes inquietas que huyen desesperadas para salvar sus vidas son obligadas a bajar a túneles subterráneos para convertirse en los cavernícolas de la actualidad.
Yo sobreviví, no fui engullida por el mar ni por la traición, la cobardía y la avaricia. Encontré a un hombre que se mecía como una palmera y dijo que había personas que querían oír mi historia y que me dejarían permanecer en este país. Pero no he hallado a esas personas, regalo mi sonrisa a todos los que encuentro, pero ¿qué recibo a cambio? Creía que él vendría a buscarme. Pero no vino nadie. Y tal vez me esconda. Pero creo que soy más fuerte que esa luz gris que quiere hacerme invisible. Existo a pesar de que no tengo derecho a hacerlo, soy visible aunque viva en la oscuridad.
Tea-Bag abrió los brazos. Sonrió. Pero la sonrisa se apagó. De repente parecía que las dos tenían prisa.
Jesper Humlin las vio desaparecer por las puertas de salida. Se puso de puntillas para verlas todo el tiempo posible. Luego desaparecieron, se perdieron en el territorio de la ilegalidad. Se sentó en el banco y miró a su alrededor. Se preguntó cuántas de las personas que veía no existían en realidad, vivían en un tiempo prestado, con identidades prestadas. Después de un momento se levantó. Y lanzó una última mirada al techo.
Cerca de las palomas se vislumbraba un mono de piel parda.
«Tal vez tenga un teléfono móvil», pensó Jesper Humlin. «Y sueñe con el río de aguas frías y transparentes que nace lejos de aquí, entre las montañas de Tea-Bag.»