Capítulo 17

A Jesper Humlin le sorprendió el silencio que se produjo.

Nadie preguntó nada a Tea-Bag. ¿Por qué no les interesaba ni a Tanja ni a Leyla? ¿Se lo había contado antes? ¿O era una parte de la historia en la que las tres habían aportado su experiencia? No lo sabía.

Tanja se había pasado todo el tiempo ante la cocina removiendo algo en una cacerola. Cuando Jesper Humlin se levantó para ir a buscar un vaso de agua, descubrió asombrado que la cacerola estaba vacía y la placa fría. Leyla estaba sentada con su reloj de pulsera entre las manos, como si mientras Tea-Bag narraba su historia hubiese estado contando el tiempo.

—¿Por qué no preguntáis nada? —dijo Jesper Humlin.

—¿Qué vamos a preguntar?

Leyla siguió mirando su reloj.

—Tea-Bag ha contado una historia extraña y conmovedora. No necesita ir a ningún curso para aprender a narrar.

—No sé escribir —dijo Tea-Bag, que tenía hambre y estaba untando mayonesa en una rebanada de pan.

Sonó un teléfono. Jesper Humlin se sobresaltó. Tea-Bag también reaccionó. La única que se quedó impasible fue Tanja, que pareció poder diferenciar enseguida un teléfono móvil de otro y además decidir si quien llamaba era enemigo suyo o no.

Era el teléfono de Leyla. Ésta miró la pantalla y luego se lo dio a Tanja.

—Me llaman de casa —dijo—. Di que nos hemos cambiado los teléfonos. Que no sabes dónde estoy.

—Habrá problemas.

—No puede haber más problemas de los que ya tenemos. ¡Contesta!

—Tienes que contestar tú.

—No puedo. No lo comprendes.

—Lo comprendo. Pero debes contestar.

El teléfono continuaba sonando y vibrando. Estaba encima de la mesa y se deslizaba alrededor de los platos como un insecto medio muerto. Jesper Humlin vio lo asustada que estaba Leyla cuando cogió el teléfono y contestó en su propio idioma. Jesper Humlin pudo oír que hablaba con un hombre. Por el tono de voz parecía muy indignado. Leyla se agachó ante la voz, pero de repente cambió de postura, empezó a gritar y terminó la conversación estrellando el teléfono de golpe contra la mesa de modo que se desprendió la batería. Gritó algo que Jesper Humlin no comprendió, se levantó con los puños cerrados y luego se hundió de nuevo en la silla y empezó a llorar.

Tanja había empezado de nuevo a remover algo en su cacerola vacía. Jesper Humlin se preguntaba si tal vez estaba preparando una comida invisible para su hija, que se encontraba en algún sitio lejano. Tea-Bag recogió la batería del suelo y colocó las piezas del teléfono.

De pronto, Leyla dejó de llorar.

—Era mi padre.

Tanja gimió.

—No vayas a casa. No tiene derecho a encerrarte. Tus hermanos no tienen que pegarte.

—No puedo quedarme aquí. No puedo vivir en casa de mi abuela.

Tanja, enfadada, empezó a golpear a Leyla en un brazo con un pañuelo enrollado.

—Pero no puedes ir a tu casa. Cuando contabas lo que le ocurrió a tu hermana, creía que estabas hablando de ti misma. Hasta el final. Entonces no podías ser tú, porque estás aquí. Y tu oreja no está corroída por el ácido.

Jesper Humlin se estremeció.

—¿Qué hermana? ¿Qué oreja?

—No lo pienso contar. Al menos mientras tú estés aquí sentado.

Tanja continuaba golpeándole el brazo.

—Es nuestro profesor, debería oírlo. Tal vez pueda enseñarte algo que mejore tu narrativa.

—Quiero oírlo —dijo Tea-Bag—, Necesito escuchar a alguien más que a mí misma. Tengo la cabeza llena de mis propias palabras. Vuelan alrededor, ahí dentro, como mariposas que a nadie le gustan.

Golpeó su cabeza con energía. Leyla señaló a Jesper Humlin con el dedo.

—No mientras él esté aquí.

—Puede sentarse en el vestíbulo.

Tanja dejó de golpearle el brazo y movió la cabeza indicándole a él que saliera.

Jesper Humlin cogió su silla y se sentó en el vestíbulo. «No voy a ver cómo se confiesa», pensó. En la cocina se hizo el silencio.

Una vez tuve una muñeca que se llamaba Nelf. La había encontrado bajo una de las camas en una habitación del alojamiento para refugiados donde las personas iban y venían, y donde por las noches se podía oír a la gente que lloraba y gritaba en sus pesadillas. Pero con la misma frecuencia se sentía alivio. Habíamos llegado. Estábamos en Suecia. Todo iba a ir bien, sin que en realidad nadie pudiera explicar qué era «bien». Yo pensaba que «bien» era que había encontrado aquella muñeca, y enseguida la bauticé con el nombre de Nelf. Me sorprendió mucho que nadie supiera lo que significaba. Ni siquiera mi abuela Nasrin, que entonces todavía tenía la mente lúcida. Pero ni siquiera ella comprendió que era el nombre de un dios que sólo yo conocía.

Habíamos llegado de Irán, pero no tengo muchos recuerdos del viaje, sólo que cuando íbamos a tomar tierra mi padre rompió todos nuestros documentos, su pasaporte y el de mi madre, y el pasaporte de Nasrin, que en realidad no era de ella sino del tío Reza, el hermano de mi madre. Primero llegamos a Fien, donde encontré la muñeca, y unos meses después fuimos a parar a Falún, donde nos quedamos tres años antes de mudarnos aquí, a Stensgården, en Gotemburgo.

Ya cuando estábamos en Falún, mi padre decidió que mi hermana Fatti se casaría con uno de los hermanos de Memed, Memed el que vive en Södertälje y fue uno de los primeros que llegaron a Suecia, antes de que el sha fuera derrocado y Jomeini clavara los ojos en todos nosotros y transformara el país en algo que iba a ser mejor y que tal vez lo sea alguna vez. Pero Fatti se coló y escuchó la conversación entre mi padre y Memed; le habían dicho que se marchara, pero ella se puso en cuclillas al otro lado de la puerta cerrada del cuarto de estar, y cuando volvió y se tumbó en la cama pegada a la pared de enfrente en la habitación que compartíamos, oí que lloraba.

Me levanté y me metí en la cama con ella, como hacemos siempre cuando alguna de nosotras está triste o ha tenido pesadillas o simplemente se siente sola. Fatti convirtió su indignación en palabras, expresando entre hipos el espanto que le había producido lo que había oído a través de la puerta cerrada. Había oído que mi padre y Memed habían acordado que se casaría con Faruk, el hermano de Memed. Tanto ella como yo sabíamos bien quién era Faruk, tenía una pequeña tienda de comestibles en Hedemora, y todos estaban convencidos de que Memed pagaría todo, ya que nunca había nadie comprando en la tienda. Faruk solía venir a vernos los días de fiesta. Ni a Fatti ni a mí nos gustaba. Era bueno, pero demasiado bueno, era bueno de un modo que asustaba. Y ahora Fatti tendría que casarse con él.

Ella dijo que iba a escaparse, pero no sabía adónde. Es imposible escaparse de mi padre. Ella buscaría durante mil años y al final la encontraría. Se lo dije a mi hermana. Tiene que haber otra forma de evitar que te casen con Faruk. Mi madre no podía ayudar, nunca hacía nada sin preguntárselo antes a mi padre, pero quizá podía ayudarle mi abuela Nasrin, en todo caso era la única.

Al día siguiente, que recuerdo era la víspera de san Juan, Fatti bajó al lago y habló con Nasrin entre los abedules. Pero mi abuela se enfadó y dijo que Fatti debería estar contenta de tener por pariente a un hombre como Memed. Nunca olvidaré lo que dijo mi abuela de Memed, a pesar de que Fatti iba a casarse con Faruk. Yo podía ver lo desesperada que estaba Fatti. Nasrin era su última esperanza. Suplicaba, le pedía ayuda, pero Nasrin seguía hablando de lo bueno que sería tener un hombre tan bien situado como Memed en la familia.

Esa noche, la víspera del solsticio de verano, me volví a meter en la cama de Fatti. Dijo que iba a escaparse, pero yo nunca creí que se fuera realmente, ¿Adonde podría ir? Las muchachas de nuestra familia huyen a veces. Pero nunca he oído que alguna no volviera. Hasta las que se matan vuelven. Pero cuando me desperté por la mañana la cama estaba vacía. Fatti se había marchado. Al principio pensé que sólo había ido al cuarto de baño o que estaba sentada en el balcón, envuelta en una manta. Pero no estaba. Entreabrí todas las puertas. Mi padre roncaba, uno de los pies de mi madre colgaba hasta el suelo. El anorak rojo de Fatti había desaparecido. No se había llevado mucha ropa. El único bolso que faltaba era su pequeña mochila negra. Salí al balcón. Era temprano, en algún sitio cantaba un pájaro, el sol se deslizaba a través de la neblina y yo me preguntaba adonde había ido Fatti. Pensé que si ella no estaba, yo tampoco, porque Fatti y yo somos en realidad una sola persona. Fatti está más delgada que yo. Esa es la única diferencia.

Recuerdo que al día siguiente del solsticio de verano estaba en un balcón en las afueras de Falún y comprendí que Fatti había desaparecido. Creía que a partir de ese momento todo iba a ser distinto. Pero encontraron a Fatti cuatro días después. Se había dormido en un banco del parque, o tal vez se había desmayado. La policía la llevó a casa, y cuando se marcharon, mi padre le pegó tanto que cayó de espaldas y se hizo una herida grande en la nuca. No sólo le pegó mi padre, él no fue el peor, él sólo le pegó aquella vez. Mi hermano vino desde Gotemburgo y ni siquiera se quitó el sombrero antes de dislocarle un brazo. Después de eso ella no podía salir. Tenía diecinueve años, quería ser enfermera y soñaba con aprender técnicas de orientación. Eso nunca lo entendí, por qué quería correr en medio del bosque buscando huellas que había en mapas incomprensibles.

Pero nada de eso resultó. Seguimos compartiendo la misma habitación y dormíamos y cuchicheábamos por las noches. Era como si Fatti ya se hubiera vuelto vieja. Miré su cara a la luz de la luna, parecía la de Nasrin, reseca, hundida. Hablaba todo el tiempo de los días que había huido, de que había tenido miedo pero a la vez se había sentido totalmente libre. Aquellos días le había pasado algo que nunca contó. Bajo la almohada tenía una tuerca brillante. A veces, cuando creía que yo dormía, la sacaba y la miraba. Alguien se la tiene que haber dado. Pero ¿por qué se regala una pequeña tuerca? ¿Qué era lo que no quería contar? No lo sé. De todos los enigmas que me han planteado las personas que conozco, éste es el mayor, esa tuerca brillante que Fatti escondía debajo de la almohada.

Fue un periodo de tiempo que preferiría olvidar. Fatti temía tanto que volvieran a pegarle que se orinaba encima, a pesar de que tenía diecinueve años. Recuerdo que decía: «Me van a matar, voy a ir a parar a un matadero». No entendía qué quería decir. Al año siguiente a Fatti la casaron con Faruk, y se mudaron a Hedemora. Después de dos años Fatti no había tenido hijos aún. Nosotros nos habíamos mudado entonces a Gotemburgo, yo quería ir a verla, pero no podía, no podía ni siquiera llamarla, ya que Faruk era el único que contestaba el teléfono. Cuando él no estaba en casa, ponía un candado al teléfono. Luego volvió a pasar, ella trató de huir de nuevo. A mitad del invierno salió corriendo de la casa donde vivían, ella sólo llevaba puesto un camisón. No sé lo que ocurrió, pero creo que Faruk la golpeaba porque no se quedaba embarazada. Cuando Faruk se la llevó a rastras, ella se negó a dormir en la misma habitación que él, y no sirvió de nada que mi madre y Nasrin hablaran con ella. Le daba igual si volvía a pegarle. Estaba decidida. No quería estar casada con Faruk.

No sé sifué él o fue Memed quien le tiró a la cara un vaso con ácido corrosivo. Una vecina oyó un aullido terrible en el apartamento de ellos y, cuando abrió la puerta, vio a un hombre que desaparecía escaleras abajo. Pero nunca logramos saber si era Memed o Faruk. Ambos lo negaron. Ambos tenían coartada. Toda la cara de Fatti estaba retorcida. Sobre todo una mejilla y una oreja. Ya no sale a la calle, se queda siempre sentada en el apartamento, aquí en Gotemburgo, con las cortinas corridas, no habla con nadie y espera que todo termine. Le he gritado a través del buzón de las cartas, le he dicho que me deje entrar, pero siempre me pide que me marche. La única que va a verla es mi madre. Mi padre no habla nunca de ella, tampoco Faruk ni Memed.

Faruk ha vuelto a casarse. A ninguno de los dos lo sancionaron por haber estropeado la cara de Fatti. Pienso siempre en mi hermana sentada en su piso oscuro y sé que, pase lo que pase, no quiero que mi vida sea como la suya. Ella quería esperar hasta encontrar a alguien con quien quisiera vivir realmente, quería decidir ella misma. No puedo entender a mi padre. Solía decir que nos marchábamos de casa para buscar la libertad. Pero cuando queremos ser libres también está mal. Me pregunto qué ocurrió durante los cuatro días que Fatti fue libre. Creo que la libertad, si es que existe, siempre implica un riesgo, una vida llena de peligros, donde te persiguen, hay que huir continuamente.

Sé que Fatti conoció a alguien durante esos días, alguien que le dio la tuerca brillante. Cada noche, antes de dormirme, espero —tal vez rezo una oración, no estoy segura— que Fatti sueñe con el que le dio la tuerca cuando era totalmente libre y estaba asustadísima. Tal vez sea por eso por lo que quiero aprender a escribir. Quisiera escribir sobre esos cuatro días durante los cuales mi hermana se sintió libre y aterrorizada a la vez, quisiera escribir acerca de lo que ocurrió entonces, lo que no percibieron las personas que pasaban a su lado en la calle.

Si yo no me preocupo de Fatti, é quién va a hacerlo i Mi madre la quiere y mi padre seguro que también lo hace a su modo. Sólo sé que tengo que defender el cariño, cuando está y cuando no está, y sé que está también para mí, ya que él se detuvo en aquel paso subterráneo, y lo hizo porque sabía que yo pasaría por ahí para ir al tranvía.

Golpearon la puerta. Jesper Humlin se sobresaltó. Tea-Bag se subió la cremallera como si llevara una pistola. Tanja se quedó inmóvil. Pero Leyla se levantó despacio, retiró el pelo de su frente sudorosa y fue hacia el recibidor. Al volver iba acompañada de un hombre joven que, inquieto, miraba a su alrededor.

—Es Torsten —dijo Leyla—. El del paso subterráneo. El de mi relato.

El cuidador ocasional de Nasrin, Trosten Emmanuel Rudin, era un hombre que tartamudeaba mucho. Tea-Bag se echó a reír cuando se dio cuenta, Leyla se puso furiosa y Tanja tuvo que mediar e impedir que se pelearan.

—¿Eres tú el que escribe p-p-p-p-p—…?

—No —contestó Jesper Humlin cortante—. No escribo novelas policiacas.

—Quería decir poemas cortos —dijo Torsten.

Leyla se había puesto al lado de ellos.

—Es mi maestro —dijo ella orgullosa—. Va a enseñarme a ser una gran escritora. Conoce todas las palabras que existen.

Luego se sentó en las rodillas de Torsten. La silla crujía. «El amor puede tener muchas apariencias distintas», pensó Jesper Humlin. «Sin embargo, esta imagen es la más bonita que he visto.»

—Me he ido de casa —dijo Leyla.

Torsten se sobresaltó. Su respuesta desapareció en un tartamudeo interminable.

—Tengo miedo —dijo Leyla—. Pero he hecho lo que tenía que hacer. Ahora mi familia va a perseguirme mientras viva.

Miró a Jesper Humlin.

—Van a creer que se debe a ti.

Jesper Humlin se asustó.

—¿Por qué iban a creerlo?

—Han visto que das palmaditas a las chicas en la mejilla. Creen que nos mandamos mensajes secretos.

—Me ha indignado mucho lo que has contado. Pero estoy convencido de que tienes que hablar con tus padres.

—¿Para qué?

—Para decirles que hay alguien que se llama Torsten.

—Entonces me matarán y me encerrarán.

—No creo que puedan matarte y luego encerrarte. Por lo que he entendido de lo que has contado, ninguno de tu familia llevó a cabo ese horrible ataque contra tu hermana Fatti.

—Ella no está.

Jesper Humlin se sobresaltó.

—¿Qué quieres decir?

—Claro que está. Pero a veces es como si no estuviera. Como si hubiera cerrado todas las puertas a su alrededor, como si hubiera dejado caer el pañuelo de seda sobre la cara y hubiera dejado de existir. Aunque esté viva.

—Se puede estar muerto aunque se viva, y vivo aunque se esté muerto.

El que hablaba era Torsten. Sin tartamudear. Sonrió. Leyla también. Todos sonrieron. Fue un triunfo común.

La conversación se apagó.

Tea-Bag y Tanja fregaron los platos, Leyla y Torsten desaparecieron en alguna parte de la espaciosa casa. Jesper Humlin bajó a la bodega en el sótano. Había una marioneta colgada en la pared que tenía la forma de un policía de papel. Se sintió incómodo. Eran las once. Dudó. Luego marcó el número de Andrea. Ella contestó al instante.

—Espero no haberte despertado.

—Acababa de dormirme. ¿Dónde estás?

—Sigo en Gotemburgo.

—¿Por qué llamas?

—Quería hablar contigo. Creía que éramos una pareja.

—«Creía que éramos una pareja.» Suenas como un personaje de una vieja película sueca. Quiero acabar con lo nuestro.

—No puedo arreglármelas sin ti.

—Puedes hacerlo perfectamente. Si no lo haces es tu problema. ¿Cuándo vuelves?

—No lo sé. ¿Quieres saber qué ha pasado?

—¿Ha muerto alguien?

—No.

—¿Ha tenido alguien un accidente grave?

—No.

—Entonces no quiero saberlo. Llama cuando vuelvas. Buenas noches.

Andrea colgó el teléfono. Jesper Humlin se quedó mirando la marioneta. «No es un policía», pensó. «Soy yo.»

Jesper Humlin volvió a subir la escalera. No había nadie ni en la cocina ni en el cuarto de estar. Continuó subiendo la escalera hasta el piso de arriba. A través de una puerta que estaba entreabierta vio a Tea-Bag y a Tanja que estaban tendidas en una gran cama doble. Dándose la mano. Tea-Bag se había quitado el anorak. Tanja movía la boca, pero él no pudo oír lo que decía. Cuando se acercó a escuchar oyó la voz de Torsten tartamudeando. Volvió a la planta baja.

«Ahora sería el momento adecuado para desaparecer», pensó. «El curso ya ha terminado, el curso que nunca fue un curso. Pero no puedo rendirme, ya que aún no he oído el final del relato de Tanja. Y no sé si el mono que a veces creo ver es real o no.»

Jesper Humlin se quedó dormido finalmente en un sillón. Enseguida empezó a soñar. Olof Lundin iba remando a una velocidad frenética por una ventosa bahía. Él estaba sentado pescando en un bote de remos junto a Tea-Bag. De pronto el agua se llenó de perros policía que venían nadando desde distintas partes. Se sobresaltó y se despertó porque uno de los perros le había mordido en el hombro. Era Tanja, que le tocaba el brazo. Jesper Humlin miró el reloj confuso. Las dos menos cuarto. No había dormido más de veinte minutos. Detrás de Tanja pudo ver a Tea-Bag.

—Ella existe —dijo Tanja.

—¿Quién existe?

—Fatti. La hermana de Leyla. Sé dónde vive. ¿Quieres conocerla?

—Leyla ha dicho que Fatti está sentada en su habitación con las cortinas echadas y con un pañuelo de seda sobre la cara, que se niega a recibir visitas. ¿Por qué iba a querer conocerme a mí?

—Leyla va a verla todos los días. Por eso nunca está en la escuela. Cuida a su hermana.

—¿Y por qué no lo dice?

—¿Tú no tienes secretos?

—No se trata de eso.

Era Tanja la que acababa de hablar. Entonces intervino Tea-Bag.

—¿Nos vamos?

—¿Adónde?

—¿Quieres conocer a Fatti o no?

Tanja pidió un taxi. Fueron sentados en silencio durante el viaje. La hermana de Leyla vivía en una casa que estaba enclavada entre una escarpada pared de montaña y las ruinas de una vieja fábrica de ladrillos. Salieron del taxi. Jesper Humlin sintió frío.

—¿Cómo nos iremos de aquí?

Tanja sacó un par de teléfonos móviles que no estaban en el bolso que se había llevado la policía.

—Preguntas cómo nos iremos de aquí. Acabamos de llegar.

Jesper Humlin levantó la vista y miró la oscura fachada de la casa. De pronto se sintió incómodo.

—No quiero conocerla. No quiero ver a una mujer joven con la cara corroída por el ácido. No comprendo por qué hago esto.

—Lleva un pañuelo de seda sobre el rostro. La habitación está a oscuras. Quieres conocerla. Sientes curiosidad.

—Es plena noche. Estará durmiendo.

—Duerme de día. Por las noches está despierta.

—No va a abrir.

—Fatti creerá que es Leyla.

La puerta de la calle estaba abierta. En el ascensor alguien había derramado un tarro de mermelada. Fatti vivía en el piso más alto. Tanja sacó su manojo de llaves y ganzúas. Tea-Bag siguió atentamente sus movimientos.

—¿No vamos a llamar? ¿Ni siquiera a tocar el timbre de la puerta?

—¿A medianoche?

Tanja empezó a manipular la cerradura. Jesper Humlin se preguntó si Leyla solía abrir la puerta con ganzúa cuando venía a visitarla.

La cerradura cedió. Tanja empujó la puerta y metió sus llaves y ganzúas en la mochila sin hacer ruido. Tea-Bag lo empujó para que entrara en el recibidor. Olía a cerrado, como a bayas amargas. Y a la vez olía a algo dulce. A Jesper Humlin le recordó a las especias raras que su madre solía mezclar en sus cenas.

—¿Quién es?

La luz venía de la habitación que había al final del recibidor. A través de las aberturas de las gruesas cortinas se filtraba la luz tenue de los faroles de la calle.

—Está esperando —gritó Tanja.

Jesper Humlin se resistió.

—No sé quién es. No quiero verla. No comprendo siquiera por qué he venido.

—Lleva un pañuelo por la cara. Es contigo con quien quiere hablar.

—No quiere hablar conmigo en absoluto. No sabe ni siquiera quién soy.

—Sabe quién eres. Estaremos esperando abajo.

Antes de que a Jesper Humlin le diera tiempo de reaccionar, Tea-Bag y Tanja habían desaparecido del apartamento. Iba a ir tras ellas cuando vio una sombra a lo lejos, por la rendija de la puerta.

—¿Quién es?

Tenía la voz quebrada, pero recordaba a la de Leyla.

—Me llamo Jesper Humlin. Le pido disculpas.

—¿Por qué?

—Son más de las tres de la madrugada.

—Duermo durante el día. Esperaba tener noticias de ti.

Fatti encendió una lámpara de pie que había en un rincón. La pantalla de la lámpara estaba cubierta con un trapo blanco. La habitación apenas se iluminó. Le indicó con un gesto que entrara.

¿Había oído mal? ¿Lo había estado esperando? En el suelo de la habitación había una alfombra gruesa. Las paredes estaban desnudas, las sillas eran sencillas, una mesa sin mantel, una estantería sin adornos, sólo algunos periódicos y revistas. Fatti se sentó frente a él. Llevaba un largo vestido negro. Se cubría la cabeza con un pañuelo de seda azul claro. Jesper Humlin se imaginó los contornos de su cabeza y su barbilla. Pero la idea de la deformidad de su cara hacía que se sintiera mal.

—No te voy a mostrar lo que ellos me hicieron. No tengas miedo.

—No tengo miedo. ¿Por qué has dicho que esperabas tener noticias mías?

—Sabía que Leyla te hablaría de mí antes o después. Supongo que a un escritor le gusta ver lo que no cree. O lo que nunca ha visto.

Jesper Humlin estaba cada vez más conmovido. Intentó pensar en otra cosa que no fuera el rostro que se escondía tras el pañuelo.

—¿No tengo razón? ¿No es eso lo que vas a enseñarle a Leyla? Que tenga curiosidad si quiere ser escritora. ¿Crees que vale para ello?

—Eso no sabría decirlo.

—¿Por qué no?

—Es demasiado pronto.

De repente, Fatti se echó hacia delante. Jesper Humlin se estremeció.

—¿Quién va a hablar de mí? ¿Quién va a contar mi historia?

«Espero que no me lo pida a mí», pensó. «No podría hacerlo.»

—¿Y no podrías hacerlo tú, quizá? —dijo él con cautela.

—Yo no soy escritor. Tú sí.

Era como si ella pudiera ver nítidamente a través de la tela.

—¿Tienes miedo de que te pregunte?

Esperó. Pero ella no le hizo ninguna pregunta. Se echó hacia atrás en la silla, totalmente en silencio. Jesper Humlin tuvo la sensación de que estaba llorando detrás del pañuelo. Él contuvo la respiración y pensó que en ese preciso instante estaba presenciando algo que nunca volvería a contemplar.

De repente, ella estiró uno de sus brazos y apretó la tecla de una grabadora que se hallaba sobre una mesa al lado de la silla. Por un momento Jesper Humlin vislumbró la mano a la luz de la lámpara de pie. Luego se dio cuenta de que era una grabación del sonido del mar. Olas que corrían hacia una playa, un estruendo a lo lejos.

—Es lo único que me serena —dijo Fatti—. El vaivén del mar.

—Yo escribí una vez un poema sobre unas redes de deriva —aseguró vacilante Jesper Humlin.

—¿Y eso qué es?

—Un arte de pesca, una red para pescar. Escribí que la veía en las profundidades de unas aguas limpias. Una red que se había desgarrado y que iba a la deriva. Y a ella iban enganchados un pato muerto y varios peces.

—¿De qué trataba el poema?

—Creo que para mí era una imagen de la libertad.

—¿Querías decir que la libertad siempre anda huyendo?

—Es posible. No lo sé.

Ambos guardaron silencio. Se oía el estruendo del mar.

—Tienes miedo de que te pregunte —dijo luego—. Tienes miedo de que te pida que escribas mi historia. Tienes miedo porque no puedes escribirla sin ver mi cara.

—No tengo miedo.

—No voy a preguntar.

Ella guardó silencio. Él esperó. Pero no dijo nada más. Al final, cuando habían transcurrido más de treinta silenciosos minutos, él dijo con precaución:

—Tal vez sea mejor que me marche.

Fatti no contestó. Jesper Humlin se levantó y abandonó el apartamento. Cuando cerró la puerta, pensó que ese aroma del que estaba impregnado el apartamento debía de ser canela.

Abajo en la calle esperaban Tea-Bag y Tanja. Lo miraron atentamente. Tea-Bag se acercó a él con curiosidad.

—¿Le has visto la cara?

—No.

—Yo la he visto. Es como si alguien hubiera grabado mapas en ella. Como si hubiera restregado en ella islas y rocas y rutas marítimas.

—No quiero oír más. Llama a un taxi. Lo que tenemos que hacer ahora es decidir qué va a pasar contigo. Dónde puedes esconderte.

—Yo también tengo que esconderme —dijo Tanja—. Y Leyla también. Todas tenemos que escondernos.

Volvieron a la casa en la que estaban esperando Torsten y Leyla.

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? —preguntó Jesper Humlin.

—Puede que mañana temprano venga alguien. Entonces no podemos estar aquí.

—Sólo faltan un par de horas para que amanezca. ¿Quién va a venir?

—Tal vez la mujer de la limpieza.

—¿Cuándo viene?

—No antes de las nueve.

—Entonces nos iremos a las ocho.

—¿Adónde vamos a ir?

—No lo sé.

Jesper Humlin volvió al sillón donde había dormido hacía unas horas. Tea-Bag y Tanja desaparecieron. «Tengo que solucionar esto», pensó. «No sé dónde me he metido, no sé qué responsabilidad tengo realmente. Pero me he quedado atrapado en esto como cuando se queda atrapado un pie en la vía férrea y tratamos de soltarlo mientras el tren se acerca de forma implacable.»

Intentó dormir. Constantemente le parecía ver a la mujer del pañuelo de seda azul claro sobre la cara. Además, Tea-Bag y Tanja remaban sobre un mar que tenía el mismo color que el pañuelo.

Llegó el amanecer. Él se despertó.

Todavía no sabía qué hacer.