Capítulo 13

Al día siguiente Jesper Humlin fue a visitar a su editor después de haberse pasado una hora en un solárium tratando de salvar el bronceado que se estaba apagando. En realidad no quería ver a Olof Lundin. Pero no podía evitarlo. Tenía la sensación de que los directores petroleros representaban para él un peligro mayor del que imaginaba. En el despacho de Olof Lundin se encontró por primera vez a una temperatura normal. Sin embargo, se vio envuelto por una densa niebla de humo de cigarrillo.

—Se ha roto el ventilador —dijo Olof Lundin con tranquilidad—. El técnico está de camino.

—Puedes imaginarte que es la bruma del Báltico.

—Es justo lo que he hecho. Debería haber visto el faro de Russarö que hay a la entrada del golfo de Finlandia. Ahora mismo no estoy seguro de dónde me encuentro en realidad.

Jesper Humlin se había preparado para emprender enseguida el ataque. No quería arriesgarse a que lo llevaran a una conversación en la que Olof Lundin fuera quien decidiera.

—Espero que a estas alturas te hayas dado cuenta de que no voy a escribir ninguna novela policiaca.

—En absoluto. El departamento de marketing ya ha presentado una inspirada propuesta de cómo va a ser lanzada. Habían pensado en una imagen tuya de cuerpo entero con una pistola en la mano.

Jesper Humlin sintió escalofríos ante la idea de verse a sí mismo con un arma en la mano. Olof Lundin encendió un cigarrillo con otro aún sin apagar que había en el repleto cenicero.

—Estoy seriamente preocupado por tu falta de decisión —dijo—. ¿Quieres saber cuántos ejemplares de tu libro de poemas hemos vendido durante las dos últimas semanas?

—No, gracias.

—Te lo voy a decir de todos modos. Para que comprendas que la situación es seria.

—¿Cuántos has vendido?

—Tres.

—¿Tres?

—Uno en Falköping y, aunque resulte extraño, dos en Haparanda.

Jesper Humlin se acordó con tristeza del escritor de cartas chino de Haparanda, que muy probablemente pronto le enviaría uno de sus largos y erróneos análisis de los poemas.

—La situación es seria. Creo entender que atraviesas una especie de crisis de creatividad y por ello te escondes en la casa de unas muchachas inmigrantes en Gotemburgo. Pero tienes que dejar eso. Estoy convencido de que puedes escribir una excelente y filosófica novela policiaca.

—No me escondo. Si al menos pudiera conseguir que entendieras lo que me cuentan. Son historias que jamás se han contado en sueco. Además ni siquiera puedes hacerte a la idea de que existen unas diez mil personas en Suecia que viven de forma ilegal.

A Olof Lundin le resplandeció la cara.

—Es una idea excelente para tu segunda novela criminal. El poeta investigador que busca a personas que se mantienen al margen.

Jesper Humlin percibió que la conversación ya se había desviado. No podía contar en absoluto con la comprensión de Olof Lundin. Cambió de tema.

—Espero que entiendas que mi madre no va a escribir nunca un libro.

—He tenido sorpresas mayores en mi vida. Pero pienso esperar, como es natural, hasta que entregue el manuscrito.

—Ella dice que va a tener setecientas páginas.

Olof Lundin sacudió la cabeza.

—Hemos decidido que, en lo sucesivo, sólo en casos extremos se sacarán libros que tengan más de cuatrocientas páginas impresas. La gente quiere libros delgados.

—Yo opino que es precisamente lo contrario.

—Sin duda, lo mejor es que me dejes a mí todas las consideraciones relacionadas con la edición. Se habla del proceso mágico de la escritura, nadie habla del igualmente mágico proceso de edición. Pero te garantizo que existe.

Jesper Humlin tomó aliento.

—Pensaba proponer una alternativa. Ni un libro de poemas ni una novela policiaca, sino un relato emocionante escrito desde la clandestinidad sobre esas muchachas con las que me he visto en Gotemburgo. Sus historias, entrelazadas en una novela de la que soy el protagonista.

—¿Quién lo iba a leer?

—Muchos.

—¿Cómo podría resultar interesante?

—Por la sencilla razón de que sus historias no se parecen a ninguna de las que he oído. Además, trata de este país. Otras voces que hablan.

Olof Lundin esparció con la mano el humo que se había acumulado delante de su cara. Jesper Humlin tuvo inmediatamente la sensación de encontrarse en un antiguo campo de batalla en el que, en alguna parte del bosque, una caballería invisible que esperaba recibía en ese momento la señal de ir al ataque.

—Te hago una contraoferta. Escribe primero la novela policiaca. Luego tal vez podamos considerar ese libro de inmigrantes.

A Jesper Humlin le indignó que Olof Lundin no comprendiera en absoluto que lo que él decía podía ser realmente importante.

—Propongo lo contrario. Primero este libro, luego, tal vez, pero sólo tal vez, una novela policiaca.

—A los directores del consejo de administración no les va a gustar.

—Si te soy sincero, no me importa. No entiendo que seas tan cínico.

—No soy cínico.

—Tratas a esas chicas con desprecio.

—Ni siquiera las conozco. ¿Cómo iba a despreciarlas?

Dos hombres entraron en el despacho portando una escalera y herramientas. Olof Lundin dejó caer las manos pesadamente sobre el escritorio.

—Lo pensaré, puesto que insistes tanto. Llámame mañana.

Jesper Humlin se levantó.

—O se hace lo que propongo o no se hace nada.

Salió del despacho, siguió el largo pasillo de blandas alfombras rojas y luego entró por una puerta que estaba abierta y llevaba al despacho donde trabajaba un hombre mayor llamado Jan Sundström, que se encargaba de las ventas de la editorial en el extranjero.

Uno de los primeros libros de poemas de Jesper Humlin se tradujo al noruego y al finlandés. Luego transcurrieron nueve años hasta que volvió a venderse un libro en el extranjero, y resultó ser, cosa rara, en Egipto, donde naturalmente fue muy mal. Jan Sundström era un hombre que estaba siempre preocupado y que cada vez que conseguía colocar uno de los libros de sus escritores en un mercado extranjero se lo tomaba como una victoria personal.

—Noruega posiblemente muestre interés. No perdamos la esperanza.

Jesper Humlin se había sentado al otro lado del escritorio. La opinión de Jan Sundström le inspiraba respeto.

—¿Qué crees que ocurriría si escribiera un libro sobre inmigrantes? ¿Una novela acerca de unas jóvenes inmigrantes y sus, en mi opinión, extraordinarias historias?

—Me parece una idea excelente. —Jan Sundström se levantó y cerró la puerta con gesto preocupado—. Tengo que decir que me sorprendió oír que tú también ibas a escribir novelas policiacas. ¿Qué está ocurriendo realmente en el mercado del libro sueco?

—No lo sé. Pero no voy a escribir ninguna novela policiaca.

—¿Cómo puede ser? Me he pasado toda la mañana en una reunión en la que hemos revisado las propuestas del departamento de marketing para la campaña. Ya cuentan con ventas importantes en el extranjero. Pero creo que deberías haber dicho algo más respecto a la intriga.

—¿Qué intriga?

Jan Sundström escarbó en el desordenado escritorio y sacó un papel. Jesper Humlin leyó cada vez más horrorizado lo que allí había escrito.

«Jesper Humlin, uno de los poetas más importantes de la actualidad, se vuelca ahora en la tarea de transformar la novela policiaca y darle un contenido filosófico más profundo. La acción tiene lugar en Suecia, con viajes a una Helsinki fría y húmeda y a un Brasil claro y ardiente. Aquí no se va a desvelar nada del argumento ni de la intriga. Pero podemos avanzar que el protagonista tiene claras semejanzas con el propio escritor…»

Jesper Humlin se indignó tanto que empezó a temblar y se le enrojeció la cara.

—¿Quién demonios ha escrito esto?

—Tú.

—¿Yo? ¿Quién lo ha dicho?

—Olof.

—Lo voy a matar. Yo no he escrito esto. No entiendo nada.

—Fue Olof el que puso el texto. Dijo que se lo habías leído a través de un teléfono móvil y que le resultaba difícil oír lo que decías.

Jesper Humlin estaba tan enfadado que ya no era capaz de permanecer sentado. Salió de la habitación, corrió por el pasillo y abrió de golpe la puerta del despacho de Olof Lundin. Los únicos que se encontraban allí eran los operarios que estaban arreglando el inactivo sistema de ventilación. Jesper Humlin supo en la recepción que Olof Lundin acababa de salir de la editorial y que no se esperaba que volviera hasta el día siguiente.

—¿Dónde está?

—Se han encerrado en una reunión de economía.

—¿Dónde?

—Es secreta. ¿Es importante?

—No —respondió Jesper Humlin—. Sólo voy a matarlo.

Esa misma tarde Jesper Humlin tuvo una larga conversación con Andrea, que últimamente siempre se mostraba dispuesta. Aún estaba indignado por lo que había leído en la editorial. Había dejado una serie de mensajes llenos de rabia en los distintos contestadores telefónicos de Olof Lundin. Ahora le costaba apartar su mente de la novela policiaca que no iba a escribir y se concentraba en la conversación con Andrea. Inmediatamente se sintió arrinconado.

—No escuchas lo que digo —empezó a decir ella.

La miró asombrado.

—¿Pero si no has dicho nada todavía?

—De todos modos no escuchas.

—Estoy escuchando.

—¿Cómo va a seguir lo nuestro?

—¿En qué piensas exactamente?

—Sabes bien a qué me refiero. Tenemos una relación. Que dura ya bastantes años. Quiero tener niños. Así que la idea es que tú seas el padre del niño. Si no quieres tener hijos, tendré que preguntarme si lo que necesito es otro hombre.

—Yo también quiero tener hijos. Pero la cuestión es si éste es el momento adecuado.

—Para mí lo es.

—Estoy transformando la imagen que tengo de mí mismo como escritor. No estoy seguro de que pueda combinarse con tener niños.

—Nunca vas a transformar tu imagen. Siempre serás el que eres. Las decisiones importantes que atañen a alguien que no seas tú mismo siempre irán a parar a la lista de espera.

—No creo que me lleve más de un año.

—Es demasiado tiempo.

—De todos modos necesito disponer de un par de meses.

—¿Te vas a ir de viaje otra vez?

—Estoy tratando de escribir un libro sobre esas muchachas con las que me encuentro en Gotemburgo.

—Creía que se trataba de que ellas contaran sus propias historias. ¿Eres tú o son ellas las que asisten a un curso de escritura?

—Dudo que sean capaces de escribir sus propias historias.

—¿Entonces por qué insistes?

—Intento sonsacarles sus vivencias y sus experiencias. No escuchas lo que digo.

—Eso me suena como si trataras de robar algo.

—No robo nada. Una de las chicas es carterista. Pero ésa es otra cuestión.

—Robas sus historias. Pero no estamos hablando de eso. No pienso esperar una eternidad a que te decidas.

—¿Puedes darme al menos un mes?

—Quiero que nos decidamos ahora.

—No puedo.

Andrea se levantó de la mesa de la cocina.

—Tengo la impresión de que nuestra relación se está acabando.

—¿Tienes que ser siempre tan dramática? Cada vez que vamos a hablar en serio los dos es como si me lanzaran a una obra de teatro en la que no he elegido mi propio papel.

—No soy dramática. Al contrario que tú, digo lo que creo.

—Yo también.

Andrea se quedó mirándolo.

—No —dijo lentamente—. Estoy empezando a preguntarme si alguna vez dices lo que crees. O lo que piensas. Dudo que haya sitio en tu cabeza para algo más que tú mismo.

Ella salió de la habitación dando un portazo. En su rabia y desengaño había apagado la luz. Jesper Humlin se quedó sentado en la oscuridad. Inmediatamente dejó de lado todo lo concerniente a Andrea y tener niños. Se preguntaba dónde estaría Tea-Bag. Trató de imaginarse a diez mil personas escondiéndose en sótanos abovedados debajo de iglesias o en otros escondrijos. Pero no lo consiguió. Se tumbó en el sofá del estudio, sobre el que todavía estaba la sábana de Tea-Bag. Era como si todo se hubiera parado en su interior. O se hubiera estancado. El mero hecho de pensar en Olof Lundin le quitó el sueño.

Al día siguiente llamó Andrea y le dio un ultimátum.

—Dispones de un mes. No más. Luego debemos decidir si tenemos o no un futuro juntos.

Se pasó el resto de la mañana dando vueltas por el apartamento y preguntándose qué ocurriría. Por la tarde salió a comprar los periódicos vespertinos.

Tea-Bag estaba sentada en la escalera. Se quedó mirándola.

—¿Por qué no llamas a la puerta? No quiero que te sientes en la escalera. Los vecinos pueden sospechar.

Tea-Bag fue derecha a la cocina y se sentó sin desabrocharse su amplio anorak. Negó con la cabeza cuando le preguntó si quería café.

—Si piensas preguntarme algo, me iré.

—No voy a preguntarte nada.

—¿Cuándo vas a volver a Gotemburgo?

—No lo he decidido aún.

Tea-Bag se mostraba inquieta y preocupada. De repente se levantó. Jesper Humlin pensó que iba a escaparse de nuevo.

—¿Dónde puedo encontrarte?

—No puedes hacerlo.

Ella se quedó de pie en la cocina, dudando. Jesper Humlin supuso que podía aprovechar el momento para hacerle alguna de las preguntas más importantes que guardaba.

—Dices que no quieres que te pregunte nada. Pero no estoy seguro del todo de que sea cierto. Tal vez realmente sea lo contrario. Quieres que te pregunte. Si no te lo tomas a mal, hay algunas cosas que me gustaría saber. Al fin y al cabo has dormido aquí una noche. Tú y yo íbamos camino de Gotemburgo cuando te bajaste del tren. Me has contado cómo llegaste a este país. A mi novia le has contado una historia algo distinta. Pero seguramente están relacionadas. Entiendo que te resulte difícil.

Ella se estremeció como si la hubiera golpeado.

—No me resulta difícil.

Jesper Humlin retrocedió.

—Quizá tampoco te resulte fácil.

—¿A qué te refieres?

—A vivir debajo de una iglesia.

La sonrisa de ella se apagó.

—No sabes nada de mí.

—Es cierto.

—No tengo por qué dar pena. No soy ninguna víctima. Odio la compasión.

Tea-Bag se quitó el grueso añórale y lo dejó en el suelo. Sus movimientos eran lentos.

—Tengo un hermano —dijo—. Tenía un hermano.

—¿Ha muerto?

—No lo sé.

Jesper Humlin esperó. Luego empezaron a llegarle a Tea-Bag las palabras, dudaba, las elegía como si buscara un relato que sólo pudiera expresarse con lentitud y extremo cuidado.

Tengo un hermano. Aunque esté muerto, siempre tengo que pensar en él como si aún viviera. Nació cuando yo ya tenía la edad suficiente para entender que un niño no llegaba simplemente por la noche mientras yo dormía, que los niños no eran personas viejas que se escondían en el bosque, hablaban con un dios y luego volvían como recién nacidos. Fue el primero de mis hermanos de quien fui consciente de que había salido del cuerpo de mi madre.

Mi hermano se llamó Mazda porque un camión de esa marca había volcado en las afueras de la aldea el día anterior y mi padre había podido llevar a casa dos sacos grandes de harina de maíz de la carga. Mi hermano Mazda, que se ponía a gritar todas las mañanas al mismo tiempo que los gallos empezaban a cantar, aprendió a andar cuando tenía siete meses. Antes de eso había gateado más deprisa que los demás hijos que había parido mi madre y que ningún otro del que se hubiera oído hablar. Gateaba por la arena con la misma rapidez que se desliza una serpiente. Luego se levantó de repente cuando tenía siete meses y corrió. No anduvo nunca, empezó a correr inmediatamente, como si supiera que su tiempo en la tierra como ser vivo era escaso. Sus pies podían hacer movimientos que nadie había visto antes.

Todos comprendieron que había algo extraordinario en Mazda. Que no iba a ser como los demás. Pero nadie podía saber si le iría bien o mal en la vida. Cuando cumplió seis años se secó el río, no llovió nada, la tierra estaba marrón, mi padre se sentaba en el tejado cada vez con más frecuencia y gritaba a sus enemigos imaginarios, mi madre dejó de hablar del todo y a menudo nos íbamos a la cama con hambre.

Fue entonces cuando ocurrió, una mañana que habíamos buscado en vano señales de lluvia en el cielo vino a la aldea la mujer de pelo azul andando por el largo camino. Nadie la había visto antes. Sonreía y se mecía como si tuviera un tambor invisible escondido en el cuerpo que le marcara el ritmo al que bailar. Y no se trataba sólo de una forastera que venía de otra aldea, debía de venir desde lejos, ya que nadie conocía sus pasos de baile. Pero sabía hablar nuestro idioma y de sus manos salían destellos, y se quedó en la plaza que había en medio de la aldea, junto al árbol bajo cuya sombra solían reunirse mi padre y los otros hombres para solucionar los problemas que siempre surgen en sitios donde las personas viven muy cerca unas de otras.

Se quedó ahí parada y esperó. Alguien fue a buscar a mi padre y a los demás hombres y les dijo que había llegado una forastera de pelo azul. Mi padre fue hasta allí y primero se puso a mirarla desde lejos. Como era muy guapa, fue a casa a cambiarse de camisa antes de volver al árbol. El cacique del poblado, que se llamaba Mbe, estaba mal de la vista y no le gustaba que viniera gente de fuera a la aldea. Mi padre y los otros hombres trataron de explicarle que salían destellos de sus manos y que su pelo era completamente azul y que lo mejor que podían hacer era averiguar por qué había venido. Mbe se dejó llevar con poco entusiasmo hasta el viejo tronco donde tenía su sitio, entonces le dijo a la mujer que no podía ver y que se acercara. Luego la olió.

—Tabaco —dijo después—. Huele a cigarrillos.

La mujer entendió. Sacó un paquete de delgados cigarrillos marrones y se lo dio a Mbe, que inmediatamente dejó que le encendieran uno. Luego le preguntó a la mujer quién era, cómo se llamaba y de dónde venía. Yo estaba de pie encajada entre los otros niños, mirando con la misma curiosidad que ellos, y oí decir a la mujer que se llamaba Brenday que podía ayudarnos, y Mbe gritó —su voz era fuerte a pesar de ser ciego— que se marcharan todos los niños, mujeres y hombres que no fueran adultos aún, pues quería escuchar lo que tenía que contarle Brenda rodeado solamente de los hombres que eran inteligentes y sensatos.

Las mujeres obedecieron, pero con mucha vacilación y descontento. Después, cuando Brenda se retiró a una de las cabañas de Mbe a descansar, mi padre vino a casa y estuvo un buen rato cuchicheando con mi madre en la parte de atrás de la casa. Mazda parecía intranquilo. Era como si comprendiera que estaban hablando de él. Nos quedamos en silencio y asustados cuando oímos que empezaban a discutir. Todavía recuerdo lo que dijeron, aunque en mi cabeza no han quedado retenidas todas las palabras.

—No puedes saber quién es.

Era mi madre la que decía aquello, con la voz llena de una desesperación que nunca antes había oído.

—Mbe dice que se puede confiar en ella. Una mujer con el pelo azul tiene que ser una mujer extraordinaria.

—¿Cómo puede saber que tiene el pelo azul si es ciego?

—No grites. Se lo hemos dicho. Así ve lo que no puede ver.

—Tal vez se coma a los niños.

Esto último lo recuerdo con toda claridad. Mazda se quedó rígido y tenía tanto miedo que me mordió la mano.

Tea-Bag extendió la mano. Jesper Humlin pudo ver la cicatriz que le quedó de los dientes en la muñeca.

Me dolía tanto que me asusté y le pegué. Se acurrucó en la arena con la cabeza escondida entre las manos. Inmediatamente después vino mi padre y le dijo a Mazda que lo siguiera. La mujer que se llamaba Brenda reunía a niños de las aldeas pobres para llevarlos a la ciudad, donde podrían ir a la escuela. Pagaba por ello. Mi padre dijo que él mismo había visto el dinero. Lo que en un principio había creído que era el vientre de ella, o un tambor dentro de la piel, se había transformado en un cinturón de piel de cocodrilo lleno de billetes. Cuando Mazda llegara a la ciudad podría mandar a casa dinero todos los meses. Como iba a ir a la escuela, tendría luego un trabajo que haría que nadie en la familia tuviera que preocuparse más cuando no volvieran las lluvias y el río se secara.

Mazda desapareció ese mismo día y no he vuelto a verlo. Ninguno de los niños que se marcharon ese día con Brenda volvió.

Tea-Bag interrumpió su relato, se puso en pie y abandonó la cocina. Jesper Humlin pensó que era como si, saliendo de las sombras, se hubiera acercado corriendo a la casa de sus padres. La siguió hasta el cuarto de estar. Al ver que entraba en el cuarto de baño volvió a la cocina. Tea-Bag regresó.

—¿Por qué me sigues?

—¿A qué te refieres?

—Me sigues hasta la iglesia del Valle de los Perros. Y me sigues cuando voy al cuarto de baño.

Jesper Humlin negó con la cabeza. Al mismo tiempo sintió que lo habían pillado.

—¿El Valle de los Perros?

—Donde está la iglesia.

—¿Por qué lo llamas el Valle de los Perros?

—Una vez vi allí un perro. Un perro solitario. Fue como si estuviera viéndome a mí misma. No iba a ningún sitio. Y no venía de ningún sitio. Me seguiste hasta allí. Hace un momento estabas en la puerta del cuarto de baño.

—Creía que no te sentías bien.

Lo miró, parecía observarlo desde lejos. Luego retomó su narración como si no hubiera pasado nada.

Algunos años después, cuando mi madre había tenido otro hijo que había heredado el nombre de Mazda y estaba segura de que la mujer del pelo azul se lo había comido, llegó a la aldea un hombre que pudo contar lo que realmente había ocurrido. Recuerdo que se llamaba Tindo. Era alto y muy guapo, todas las muchachas de la aldea se enamoraron inmediatamente de él, y había venido a ayudarnos a obtener más frutos de nuestros cultivos. Mbe ya había muerto. El nuevo cacique era joven y se llamaba Leme. Por la noche, solía sentarme escondida en las sombras a escuchar lo que decían los adultos. Precisamente esa noche me encontraba en la oscuridad, a un lado o detrás de la choza de Leme. El tema de conversación era la mujer que se llamaba Brenda, la que se había llevado a los niños a la ciudad.

—Probablemente se los haya comido —dijo Leme sin tratar de ocultar su indignación—. Tenía dinero y nos pagó. Cuando se es pobre, poco dinero es mucho.

—No —contestó Tindo—, En este país nadie se come a los niños.

Cuando Tindo hablaba parecía que cantara. Aunque hablara del dolor que había sufrido mi hermano. Tindo sabía que había hombres sin conciencia, hombres que sólo querían satisfacer su avaricia, que enviaban a mujeres igual de avariciosas a las aldeas más pobres y atrasadas donde ofrecían dinero y engañaban a niños con la promesa de que sus padres se librarían de la miseria. Pero en las ciudades no había escuelas esperándoles. Había oscuros contenedores en los que el aire quemaba como el fuego, lúgubres y apestosas bodegas en oxidadas embarcaciones que abandonaban los puertos con las luces apagadas, y largas caminatas en las que los niños que intentaban huir eran golpeados.

—Sé que lo que te cuento, Leme, va a atormentarte —dijo finalmente Tindo—, Te agobiará sobre todo cuando se lo cuentes a los padres que no van a volver a ver a sus hijos. Pero ocultar la verdad no mejora las cosas. A esos niños se los llevaron en caravanas de esclavos. Filas serpenteantes de niños asustados que fueron conducidos a las regiones de países que hay al otro lado de las montañas, donde crecen arbustos delicados y costosos. Allí se les encerraba en chozas que estaban vigiladas continuamente. Trabajaban por las noches y sólo recibían una comida al día. Cuando ya no tenían fuerzas para trabajar, se los ponía a mendigar por las calles de las ciudades. Nunca se ha sabido que alguno de esos niños haya regresado.

Tea-Bag se quedó en silencio a la vez que Tindo. Salió de la cocina. Al no volver, Jesper Humlin la siguió. Estaba de pie mirando la calle por la ventana. Tenía lágrimas en los ojos.

—¿Qué tipo de arbustos eran?

—Chocolate. Granos de cacao.

Ella fue a la cocina a buscar el añórale y dejó el apartamento sin decir una sola palabra. Él la vio alejarse por la calle. De repente se sobresaltó y frunció el ceño. Llevaba algo en la espalda, algo que se entreveía a través del grueso añórale. ¿Era una mochila? Pero ella no llevaba ninguna mochila cuando llegó. Trató de fijar la mirada. Pero casi se negaba a creer lo que veía.

Llevaba un mono a la espalda. Un mono pequeño de piel parda.