Capítulo 12

Jesper Humlin se indignó al encontrarse a Tea-Bag en su cocina. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Qué le había contado a Andrea? ¿Qué le iba a decir él a Andrea cuando ésta preguntara por qué no le había contado nada de Tea-Bag y su visita anterior? Vio amontonarse ante él una pila de amenazas más o menos complicadas.

—No me lo esperaba —fue todo lo que pudo decir con sumo cuidado.

—Tea-Bag me ha contado una historia indignante y extraña a la vez.

«Seguramente», pensó Jesper Humlin. «Si su nombre es en realidad Tea-Bag y no Florence. He aprendido a dudar de todo lo que la gente afirma llamarse. Especialmente si se trata de mujeres jóvenes, inmigrantes refugiadas en este país.»

Andrea lo miró con la frente fruncida.

—¿Por qué no te sientas? ¿Por qué no saludas? ¿Creía que erais buenos amigos?

Se sentó y saludó a Tea-Bag inclinando la cabeza amablemente sin mirarla a los ojos.

—¿Por qué no me has hablado nunca de su hermano?

Las señales de alarma empezaron a sonar al instante.

—¿Su hermano?

—¿Por qué pones esa cara tan rara?

—No pongo cara rara. Simplemente no entiendo de qué hablas. Estoy cansado.

—¿Adamah? ¿El que tiene un restaurante donde sueles almorzar por la zona de Humlegården?

—No he oído hablar nunca ni de Adamah ni del restaurante.

—¡No entiendo por qué eres tan misterioso! ¿No es suficiente con que seas tan enigmático en tus poemas? ¿Tienes que convertir también tus restaurantes favoritos en una especie de sitios privados?

—Nunca me habías dicho que piensas que mis poemas son enigmáticos.

—Te lo he dicho cada vez que has sacado un nuevo libro de poemas. Pero podemos hablar de tus poesías en otro momento. Me gustaría acompañarte cuando vas allí a comer comida africana. Adamah parece ser alguien muy peculiar. Como cocinero y como persona.

«No creo que seas la única que no ha oído hablar de él ni del restaurante», pensó Jesper Humlin. «Ahora sólo espero que Tea-Bag no te haya dicho que se ha acostado y ha dormido en nuestra cama.»

—De todos modos, estuvo bien que la dejaras dormir aquí cuando perdió su billete y no pudo volver a Eskilstuna.

Sonó el teléfono. Andrea salió de la cocina. Jesper Humlin se inclinó hacia Tea-Bag, que sonreía todo el tiempo, y le habló en voz baja.

—¿Cuándo has llegado? ¿Qué le has contado realmente? ¿Por qué quieres ir a Eskilstuna? ¿Por qué desapareces continuamente? ¿Qué ocurrió en Hallsberg? ¿Por qué te vas a Estocolmo cuando tenemos que vernos en Gotemburgo?

Las preguntas le salían a raudales. Ella no contestó, sino que le cogió la mano para tranquilizarlo. El la retiró inmediatamente.

—No me cojas la mano. Andrea es celosa.

Los ojos de Tea-Bag brillaban.

—Sólo quiero demostrar que me alegra verte. ¿Por qué iba a tener celos de mí?

—Eso no viene al caso. ¿Por qué has venido? ¿Qué le has dicho en realidad? ¿Por qué desapareciste del tren? Tienes que empezar a contestar a mis preguntas.

—Siempre digo las cosas como son.

—¿Quién es Adamah? ¿De qué restaurante habla? Nunca he estado allí comiendo comida africana.

—Deberías hacerlo.

—Debería hacer muchas cosas. ¿Por qué dices que vas a Eskilstuna?

—Vivo allí.

—Vives en Gotemburgo.

—¿Quién ha dicho eso?

—Te encontré allí. En Gotemburgo, Mölndal o Stensgården. Allí tienes a todos tus amigos. No puedes ir a un recital de poesía en Mölndal o en Stensgården si vives en Eskilstuna.

—Nunca he dicho que viviera en Eskilstuna.

—Lo acabas de decir. ¿Qué ocurrió realmente en Hallsberg? ¿Por qué abandonaste el tren? ¿No te das cuenta de que me preocupé?

Jesper Humlin tuvo que arreglárselas sin respuesta, pues Andrea volvió.

—Era Märta la que ha llamado.

—¿Qué quería?

—Viene hacia aquí.

—No quiero verla.

—No importa.

—¿A qué te refieres?

—Ella tampoco te quiere ver a ti. Quiere verme a mí. Dice que si te presentas, se irá inmediatamente.

—¿Por qué? ¿A qué viene? Si quiere verte a ti bien podría ir a tu casa.

—Necesita consejos sobre el libro que está escribiendo.

—No está escribiendo ningún libro. ¿Qué tipo de consejos?

—Quería sugerencias de cómo puede usar una enfermera sus conocimientos para matar a personas.

—¿Quiere saberlo a media noche?

—Siempre que tu madre quiere saber algo es después de medianoche.

Andrea interrumpió la conversación y se volvió hacia Tea-Bag.

—Jesper te puede ayudar a preparar el sofá para que duermas en su estudio. Había pensado irme a casa esta noche. Pero, ya que viene Märta, me quedo.

«Yo no cuento», pensó Jesper Humlin. «Andrea no se queda por mí. Sino porque la insensata de mi madre va a venir a visitarnos.»

Tea-Bag se levantó y fue al cuarto de baño.

—¿Por qué se queda a dormir aquí?

—No hay trenes a Eskilstuna a media noche.

—No vive en Eskilstuna. Vive en Gotemburgo.

—Su hermano Adamah vive en Eskilstuna.

—Ahora quiero saber qué pasó. ¿Llamó a la puerta?

—¿Por qué estás tan nervioso? ¿Qué has estado haciendo realmente en Gotemburgo?

—Ya te lo he contado.

—Todo lo que has dicho suena totalmente incongruente. Estaba sentada en la escalera cuando volví del hospital. Me preguntó por ti. No sabía si habías vuelto aún de Gotemburgo. Me contó que tuvo que interrumpir el viaje en Hallsberg.

—¿Te dijo por qué abandonó el tren?

—Sólo que tuvo que hacerlo. Pero sospecho que fue porque le dijiste alguna tontería. Es muy sensible.

—Yo también.

—¿Qué le dijiste?

—No le dije nada. Me contó cómo había llegado a Suecia. Luego cerré un momento los ojos. Entonces desapareció.

—Imagínate ir en bicicleta por toda Europa.

—¿En bicicleta?

—Creía que te había contado cómo consiguió llegar aquí a través del norte de Finlandia.

Jesper Humlin comprendió que era mejor no hacer más preguntas. La historia de Tea-Bag era igual de contradictoria e insostenible que la de Tanja. Se preguntaba cada vez más qué historia correspondía a quién. Si alguien hubiera ido en bicicleta a Suecia pasando por Tornea sería Tanja y no Tea-Bag.

—Ayúdale a preparar la cama. Märta va a llegar enseguida. Nos sentaremos en la cocina con la puerta cerrada. Le diré que estás durmiendo.

—¿Cómo crees que voy a poder dormir mientras mi madre está sentada en la cocina planeando la manera de matarme?

—No seas tonto. Ella te quiere. ¿Por qué iba a querer matarte?

—Porque está loca.

—Está escribiendo un libro. Creo que es excepcional que una persona tan mayor pueda tener tanta energía.

Jesper Humlin fue a buscar las sábanas y preparó el sofá en su estudio. Tea-Bag entró, llevaba su albornoz. Él se volvió mientras ella se lo quitaba y se metía entre las sábanas. En ese momento llamaron a la puerta. Tea-Bag se sobresaltó y pareció asustada.

—Es sólo mi madre.

Cerró la puerta y se sentó en su mesa de estudio. Tea-Bag estaba acostada con el edredón hasta la barbilla y mirando a su alrededor las paredes cubiertas de estanterías de libros.

—En esta habitación escribo mis libros.

—¿Tienes algún libro que trate de monos?

—No que recuerde.

Ella parecía decepcionada.

—¿De qué tratan entonces?

—Más que nada de personas.

Él se sentó.

—¿Qué ocurrió realmente para que desaparecieras del tren?

Tea-Bag no contestó. Empezó a llorar. Jesper Humlin se quedó completamente pasmado.

—¿Quieres estar sola? —preguntó.

Ella sacudió la cabeza. Jesper Humlin se sentó en silencio. Era como si él tuviera el libro de ella otra vez en las manos esperando que se abriera.

—Me asusté.

—¿De mí?

—Nada de lo que venga de fuera puede asustarme ya. El miedo viene de dentro. Oí la voz de mi padre. Me dijo que corriera. No lo pude ver. Pero sabía que tenía que obedecerle. Correr tan deprisa como pudiera sin mirar atrás.

—¿Qué pasó luego?

—El miedo desapareció. Tuve que irme a Estocolmo en un camión.

—¿Qué es eso de que tienes un hermano?

—¿Quién?

—Parece que tienes un hermano que se llama Adamah. Es dueño de un restaurante en el que según tú suelo ir a comer.

Se puso de espaldas a él sin contestar y tiró del edredón de modo que sólo podía verse su pelo negro trenzado sobre la almohada. En sólo unos segundos se había dormido. Él se sentó a mirar el contorno de su cuerpo que se vislumbraba bajo el edredón, pensando en lo que ella había dicho. «El miedo viene de dentro. Oí la voz de mi padre. Me dijo que corriera.» Jesper Humlin apagó la lámpara y abrió la puerta con cuidado. Fue sigilosamente a la cocina a escuchar. Oyó la voz de su madre. Fuerte y autoritaria. Huyó al dormitorio.

La cama estaba vacía cuando se despertó. Eran las siete y media de la mañana. Andrea se había marchado. Se levantó y fue a su estudio. Tea-Bag había desaparecido también. Al lado del sofá estaba el billete utilizado en el trayecto de Estocolmo a Gotemburgo. «Ha vuelto a desaparecer», pensó. «Sin que sepa por qué ni adonde ha ido.»

Sonó el teléfono. Levantó el auricular al oír que era Anders Burén.

—¿No te habré despertado?

—Los escritores trabajamos mejor por la mañana.

—Hace poco decías que trabajabas mejor por la noche. Pero no llamo por eso. He pasado unos días en mi monasterio privado. Para meditar.

Jesper Humlin sabía que Anders Burén iba cada tres meses a un balneario parecido a un monasterio que se encontraba en algún punto apartado del archipiélago. Había oído comentar que el monasterio estaba rodeado de un gran hermetismo y que se gestionaba como un club privado del que costaba una fortuna ser miembro.

—¿Has encontrado tal vez el modo de que mis acciones en White Vision vuelvan a tener algún valor?

—White Vision carece de importancia.

—Para mí no.

—Se me ha ocurrido una idea brillante. Vamos a transformarte en una sociedad anónima.

—¿Cómo dices?

—Es muy sencillo. Ponemos en marcha una sociedad anónima y la llamamos «Humlin Magic». Yo soy dueño del cincuenta y uno por ciento y tú del cuarenta y nueve por ciento. Luego depositamos allí todos tus contratos y derechos de autor.

Jesper Humlin le interrumpió.

—Para que un escritor obtenga algún beneficio invirtiendo sus recursos económicos en una sociedad anónima debe cumplirse una condición. Que gane mucho dinero. Los únicos escritores que tienen una sociedad anónima hoy en día son los que escriben novelas policiacas. Yo no lo hago.

—Me interrumpes antes de tiempo. Tus derechos y contratos son sólo una nimiedad sin importancia en este contexto.

—Gracias.

—Lo que quiero decir es que vas a ser el mayor recurso de la empresa.

—¿Cómo piensas hacerlo?

—Te repartimos en participaciones y te vendemos. No es más complicado que comprar un apartamento multipropiedad en un hotel de invierno en la montaña.

—Me niego a ser comparado como una instalación vacacional.

—No tienes imaginación. Creía que aún te quedaba fantasía.

—Es la que utilizo para escribir mis libros.

—¿No comprendes que es una idea brillante? Las personas suscriben partes de ti. De tus futuros libros. Calculo que el primer proyecto que saquemos nos producirá al menos cincuenta millones. Te repartimos en mil participaciones. A la gente que tiene mucho dinero le gustan las ideas nuevas. Luego dejamos a la dirección de la empresa que decida una vez al año lo que tienes que escribir al año siguiente. Si ocurriera lo peor (que fueras objeto de quiebra), simplemente te liquidamos, esperamos algún año hasta que vuelvas a escribir mejor y volvemos a empezar de nuevo.

—Cuando oigo la palabra «liquidar» pienso en la mafia que se quita de encima a personas incómodas por medio de certeros disparos en la nuca. ¿Supongo que eso se considera una broma de muy mal gusto?

—Al contrario. Estoy diseñando el folleto de «Humlin Magic».

—Pues ya puedes ir dejándolo. No pienso vender mi inspiración como participaciones de una sociedad.

—A nadie le interesa tu inspiración. Únicamente tengo en cuenta el valor material de tu persona y de lo que imprimes. Nada más. Piénsalo. Volveré a llamarte dentro de unas horas.

—No pienso contestar. ¿Cómo van mis acciones?

—Están tranquilas y ubicadas a buen nivel. Al cierre de la Bolsa de ayer estaban a catorce cincuenta.

Jesper Humlin, furioso, colgó el auricular dejándolo caer con fuerza, en un intento de que Anders Burén no volviera a llamar. Era como si tratara de ahogar su teléfono. Permaneció en silencio.

La luz que entraba por la ventana era gris. De la calle llegaba un sonido apagado. Jesper Humlin estaba en pie, completamente inmóvil, manteniendo la respiración. Sentía que iba a marearse. «Son los dos extremos», pensó. «Un agente de Bolsa que me quiere convertir en una sociedad anónima y una muchacha que se hace llamar Tea-Bag que duerme en mi sofá y habla de un miedo que le viene de lo profundo de su ser. ¿De dónde viene mi miedo? Del conocimiento de que mis acciones pierden valor y de que Andrea me pone condiciones que no puedo cumplir. Tengo una madre de la que temo que escriba un libro que pueda resultar una obra maestra. Temo que mi editor me despida y que se vendan menos de mil ejemplares de mi próximo libro. Temo la crítica demoledora, tengo miedo a perder mi bronceado. En resumen, tengo miedo a todo lo que me revela como una persona sin pasiones ni carácter.»

Jesper Humlin se sacudió de encima los pensamientos desagradables, fue a la cocina a por una taza de café y se sentó en su estudio. Sobre la mesa que tenía delante estaban el texto de Leyla y el paquete de Tanja. En el tren en el que vino de Gotemburgo había pensado releer lo que había escrito Leyla y abrir el paquete. Pero se encontraba demasiado cansado y lo había dejado como estaba.

Leyó una vez más lo que había escrito Leyla. Luego se acercó el paquete y lo abrió. Envuelto en un trozo de tela pequeño había una fotografía de un bebé. Era una niña. En la parte de atrás ponía «Irina». «Una foto de Irina de pequeña», pensó. «O de Tanja, o de Inez, o como quiera que se llame.» Le pareció reconocer su rostro a pesar de que la niña de la foto no tenía más de tres años. Dejó la foto y se echó hacia atrás en la silla. «Me presenta su vida como un puzzle», pensó. «Me da cuidadosamente una pieza tras otra, para buscarse a sí misma, sin darme la espalda, sin exponerse al riesgo de que la descubra. Me ha enseñado piñas y trozos de cristal, ha revelado que es una habilidosa carterista, que no tiene miedo, que está sola. Y ahora me da su foto de niña.»

Durante las horas siguientes, Jesper Humlin se sentó ante su ordenador e introdujo todo lo que pudo recordar desde el momento en que se encontró con Tea-Bag. A pesar de que sólo tenía previsto tomar notas, era como si distintos libros hubieran empezado ya a formarse dentro de él. Las distintas historias se enlazaban unas a otras. Cuando apagó el ordenador se sintió satisfecho por primera vez desde hacía mucho tiempo. «Hay algo en esto», pensó. «Hasta ahora sólo me he permitido hojear en sus historias. Pero si continúo viajando a Gotemburgo un día tendré algo de lo que pueda escribir. No debo preocuparme de sus sueños sobre el futuro. Seguramente ninguna de ellas posee el talento que se necesita para ser escritora. Sobre la posible capacidad que tengan para las telenovelas o como presentadoras de programas de televisión ni puedo ni quiero opinar. Pero eso no significa que vaya a salir de esto con las manos vacías.»

Luego telefoneó a su médico. Le había pedido una hora fija para llamarla todas las semanas.

—Beckman.

—Soy Jesper Humlin. No me siento bien.

—Nunca te sientes bien. ¿Qué te pasa ahora?

Anna Beckman, que era su médico desde hacía más de diez años, tenía un modo tan directo de dirigirse a él que nunca llegaba a acostumbrarse del todo.

—Estoy pensando si podría ser algo del corazón.

—No tienes ningún problema de corazón.

—Tengo palpitaciones.

—Yo también.

—¿Estamos hablando de ti o de mí? Estoy preocupado por mi corazón.

—Yo estoy preocupada porque es mi hora de comer. ¿Supongo que querrás venir hoy mismo?

—Si es posible.

—Tienes suerte. Ha habido una cancelación. A las dos.

Ella terminó la conversación sin escuchar lo que contestaba. Enseguida volvió a sonar el teléfono. Era Andrea.

—¿Se ha marchado?

—Al menos no está aquí. ¿Qué dijo Märta?

—Está preocupada por ti. Piensa que deberías preguntarte a ti mismo qué estás haciendo realmente.

—¿Qué pretendía decir con eso?

—Te enfadarás si te digo lo que ella dijo.

—Me enfadaré si no me lo dices.

—Piensa que tu última colección de poemas es mala.

Aunque Jesper Humlin había decidido hacía tiempo no tener en cuenta lo que opinara su madre sobre sus obras literarias, sintió al instante un vuelco en el estómago. Pero no se lo dijo a Andrea.

—No quiero oír nada más de lo que dijo.

—Sabía que ibas a enfadarte.

—Creía que quería saber cómo se matan personas.

—Era una excusa. Quería hablar de ti.

—No quiero que habléis de mí.

—Pero nosotras hablaremos esta noche. ¿Estás preparado para ello?

—Estaré en casa.

—Era todo lo que quería saber.

Jesper Humlin se quedó en pie con el auricular del teléfono en la mano y la mente totalmente en blanco. Luego se puso frente al espejo de la entrada y contempló con tristeza su bronceado, que estaba desapareciendo a marchas forzadas. Al día siguiente sin falta iría a su solárium.

Salió a almorzar en un restaurante de barrio, leyó el periódico y luego tomó un taxi para ir a su doctora. El conductor del taxi era de Lergrav, en la isla de Gotland, y no estaba seguro de cómo llegar hasta allí.

Anna Beckman medía casi dos metros, era muy delgada, llevaba el pelo corto y rapado y además un aro en una ceja. Jesper Humlin sabía que había interrumpido una prometedora carrera como investigadora por haberse cansado de las intrigas entre los que se peleaban por las becas para la investigación. Ella abrió la puerta de repente y se quedó mirándolo. Su sala de espera estaba llena de gente.

—No tienes ningún problema de corazón —le gritó al entrar en su consulta.

—Te agradecería que no gritaras tus diagnósticos delante de todos los que están en la sala de espera.

Ella le escuchó el corazón y le tomó la presión arterial.

—Tus niveles son excelentes. No entiendo por qué tienes que venir a molestarme.

—¿Molestarte? En realidad soy tu paciente.

Ella lo miró con ojos críticos.

—Te estás poniendo gordito, ¿lo sabías? Y ese bronceado tiene un aspecto patético, con perdón.

—No estoy gordo en absoluto.

—Has engordado por lo menos cuatro kilos desde la última vez que estuviste aquí. ¿Cuándo fue? ¿Hace dos meses? Tenías miedo de coger amebas y cagarte encima cuando te marchabas a las islas del Pacífico.

A Jesper Humlin, como de costumbre, le irritó su modo de expresarse.

—Es normal pedir consejo a tu médico cuando vas a hacer un viaje largo. No he engordado cuatro kilos.

Anna Beckman se lanzó sobre su historial clínico y luego señaló la báscula.

—Quítate la ropa y ponte allí.

Jesper Humlin hizo lo que se le había dicho. Pesaba 79 kilos.

—La última vez que estuviste aquí pesabas setenta y cinco. ¿Cuántos son? Cuatro kilos.

—Entonces tienes que darme algo.

—¿Darte qué?

—Algo para que pueda bajar de peso.

—Ya te apañarás, no puedo dedicarte más tiempo.

—¿Por qué tienes que cabrearte tanto cuando vengo? Hay más médicos.

—Soy la única que te aguanta.

Ella alcanzó su bloc de recetas.

—¿Necesitas algo?

—Algunos tranquilizantes.

Ella miró el historial clínico.

—Estoy controlando que no empieces a tomar demasiados.

—No tomo demasiados.

Le lanzó la receta y se levantó. Jesper Humlin se quedó sentado.

—¿Algo más?

—Tengo una pregunta. ¿No estabas escribiendo un libro?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Una novela policiaca tal vez?

—Detesto ese tipo de libros. ¿Por qué lo preguntas?

—Sólo por curiosidad.

Jesper Humlin abandonó el consultorio de Anna Beckman y se detuvo en medio de la calle sin saber qué hacer. De repente palpó el billete de tren de Tea-Bag. Lo sacó y estaba a punto de tirarlo en la papelera cuando vio que había algo escrito en él. Una dirección en uno de los suburbios más alejados y desconocidos de Estocolmo. Después de un momento de vacilación se dirigió hacia la estación de metro más próxima. Tuvo que preguntar a un revisor en qué estación debía bajarse. El revisor era africano, pero hablaba sueco muy bien. Jesper Humlin descubrió asombrado que, sentado detrás de la ventanilla, el revisor estaba leyendo poemas de Gunnar Ekelöf.

—Uno de nuestros mejores escritores —dijo Jesper Humlin.

—Es bueno —contestó el revisor a la vez que picaba el billete—. Pero no ha entendido del todo el antiguo imperio bizantino.

Jesper Humlin se sintió ofendido inmediatamente en nombre de Ekelöf.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Llevaría mucho tiempo poder aclararlo —dijo el revisor.

Luego le ofreció una tarjeta de visita.

—Puedes llamarme si quieres hablar de su poesía. Antes de venir a Suecia era profesor de historia de la literatura en una universidad. Aquí en Suecia pico billetes. —El revisor lo miró detenidamente—, ¿No te conozco de algo?

—Es posible —contestó Jesper Humlin sintiéndose halagado enseguida—. Me llamo Jesper Humlin. Soy escritor.

El revisor negó con la cabeza.

—¿Qué escribes?

—Poesía.

—Lo lamento.

Jesper Humlin bajó al subsuelo por la escalera mecánica. Cuando llegó a la parada correcta sintió como si hubiera pasado de nuevo una frontera invisible y se encontrara en otro país, no en un suburbio de Estocolmo. Atravesó una plaza parecida a la que había visto en Stensgården. Le sorprendió que la dirección que había escrito Tea-Bag lo llevara a una iglesia. Entró.

La iglesia estaba vacía. Fue a sentarse en un banco de madera marrón y miró la vidriera que había detrás del altar. Representaba a un hombre que iba remando sentado en un bote. En el horizonte brillaba la luz intensa y azulada de una visión. Jesper Humlin pensó en los dos botes de los que habían hablado Tanja y Tea-Bag. Uno había navegado a lo largo de la corriente fluvial por Europa Central; el otro lo había hecho desde Estonia hasta la isla de Gotland. De repente, como en una aparición, vio un ejército de botes pequeños que llevaban refugiados a Suecia por todos los mares del mundo.

«Tal vez el aspecto del mundo sea éste en realidad», pensó. «Vivimos en la gran época de los botes de remos.»

Iba a levantarse cuando salió una mujer de detrás del altar. Llevaba alzacuellos. Pero el resto de su vestimenta no guardaba mucha relación con la iglesia. Vestía falda corta y zapatos de tacón alto. Sonrió a Jesper Humlin y él le devolvió la sonrisa.

—La iglesia estaba abierta. He entrado.

—De eso se trata. Una iglesia tiene que estar siempre abierta.

—En realidad creía que era una casa.

—¿Por qué?

—Alguien me dio esta dirección.

Ella lo miró con atención. Supuso vagamente que algo no marchaba bien.

—¿Quién?

—Una muchacha negra.

—¿Cómo se llama?

—Posiblemente Florence. Pero se hace llamar Tea-Bag.

La mujer sacerdote sacudió negativamente la cabeza.

—Tiene la sonrisa más amplia y bonita que he visto en mi vida.

—No sé a quién te refieres. No es nadie que yo conozca ni que venga por aquí con frecuencia.

Jesper Humlin percibió enseguida que la mujer que tenía ante sí no decía la verdad. «Los sacerdotes no saben mentir de modo convincente», pensó. «Quizá lo hagan cuando predican sobre nuestros mundos internos y sobre los dioses que se esconden en cielos lejanos. Pero no cuando hablan de cosas tan cotidianas como que exista o no una persona.»

—No es nadie que pertenezca a la parroquia —continuó ella—. Nadie que recuerde haber visto por aquí. —Recogió un libro de cánticos que se había caído de una silla—. ¿Quién eres tú? —preguntó luego.

—Un visitante ocasional.

—Creo que he visto tu cara anteriormente.

Jesper Humlin se acordó del revisor que había visto antes.

—No lo creo.

—Me parece que te he visto antes. No aquí. En algún otro sitio.

—Debes de estar equivocada.

—¿Entonces buscas a alguien?

—Se podría decir que sí.

—Aquí no hay nadie más que yo.

Cada vez tenía más curiosidad por saber por qué no le decía la verdad. Ella se dirigió hacia la salida. El la siguió.

—Iba a cerrar.

—Creía que habías dicho que una iglesia tiene que estar siempre abierta.

—Cerramos unas horas después del mediodía.

Jesper Humlin salió.

—Vuelve cuando quieras —dijo la mujer sacerdote mientras cerraba la puerta.

Jesper Humlin cruzó la calle y se dio la vuelta. «Quería que me marchara», pensó. «Pero ¿por qué?»

Dio una vuelta alrededor de la iglesia. Había un pequeño jardín. Pero ninguna persona. Estaba a punto de marcharse cuando de pronto le pareció vislumbrar algo en una de las ventanas de la parte trasera de la iglesia. Una cara o el movimiento brusco de una cortina. No pudo determinar qué.

Había una puerta. Se encaminó hacia allí y la empujó. La puerta estaba abierta. Tras ella había una escalera que conducía al sótano de la iglesia. Encendió la luz y se quedó escuchando. Luego empezó a bajar la escalera cuidadosamente. Conducía a un pasillo que tenía una serie de puertas. En el suelo había varios juguetes, un cubo de plástico y una pala. Frunció el ceño. Luego abrió la puerta que estaba más cerca y se quedó mirando hacia el interior de una habitación en la que una mujer, un hombre y tres niños lo miraban asustados desde unos colchones. Jesper Humlin masculló una disculpa y volvió a cerrar la puerta. Comprendió. Bajo la iglesia se escondían refugiados, como en una especie de catacumbas de la era actual.

De repente, la mujer sacerdote se encontraba detrás de él. Se había quitado los zapatos de tacón y se había acercado con pasos silenciosos.

—¿Quién eres realmente? ¿Eres policía?

«Es la segunda mujer en pocos días que me trata como a un policía», pensó. «Primero fue la loca de mi madre y ahora una sacerdote que usa zapatos con tacones demasiado altos. Una mujer sacerdote sueca no debería tener ese aspecto. Ningún sacerdote debería tenerlo.»

—No soy policía.

—¿Eres del Servicio de Inmigración?

—No pienso decir quién soy. ¿Ha impuesto la Iglesia sueca la obligación de identificarse?

—Las personas que hay en este sótano viven con el riesgo de ser expulsadas. No creo que puedas entender su miedo.

—Puede que sí entienda algo —respondió Jesper Humlin—. No soy una persona totalmente insensible.

Ella lo miró en silencio. Se le veían los ojos cansados y parecía preocupada.

—¿Eres periodista?

—No exactamente. Soy escritor. Pero no tiene que ver con esto. No voy a decirle a nadie que escondes refugiados en el sótano de tu iglesia. No sé si lo considero correcto. A pesar de todo, tenemos leyes y decretos en esta sociedad que hemos de cumplir. Pero no voy a decir nada. Lo único que quiero saber es si vive aquí una muchacha que tiene una amplia sonrisa.

—Tea-Bag viene y va. Pero ahora no sé si está aquí.

—¿Pero vive aquí?

—A veces. Si no está en casa de su hermana en Gotemburgo.

—¿Cómo se llama su hermana?

—No lo sé.

—¿Tienes su dirección?

—No.

—¿Cómo es que a veces se queda aquí si realmente vive en Gotemburgo?

—No lo sé. Sólo sé que una mañana andaba por aquí.

Jesper Humlin se sentía cada vez más confuso. «Está mintiendo», pensó. «¿De qué servirá que no me diga las cosas como son?»

—¿Cuál es su habitación?

La mujer sacerdote se la mostró, a la vez que le dijo que ella se llamaba Erika. Llamó a la puerta de Tea-Bag.

«Un hotel clandestino», pensó Jesper Humlin. Erika giró el pomo de la puerta. Estaba abierta. En la habitación había una cama y una mesa, nada más. En la silla vio un suéter colgado que reconoció. Era el que llevaba durante el viaje que interrumpió en Hallsberg.

Erika sacudió la cabeza.

—Tea-Bag va y viene. Nunca sé cuándo está aquí. Es huraña. Procuro dejarla tranquila.

Volvieron a subir la escalera y salieron al jardín.

Jesper Humlin la miró fascinado mientras se ponía los zapatos de tacón alto.

—Tienes unas piernas muy bonitas —dijo—. Aunque tal vez no se lo deba decir a una mujer sacerdote.

—A una sacerdote puedes decirle lo que quieras.

—¿Quién se esconde en tu casa?

—En este momento hay una familia de Bangladesh, dos familias de Kosovo, un hombre iraquí que está solo y dos chinos.

—¿Cómo llegan aquí?

—Aparecen por aquí una mañana o una noche. Se rumorea que aquí pueden encontrar refugio.

—¿Qué ocurre luego?

—Desaparecen. Se esconden en otro sitio. Tengo un amigo médico que viene a verlos. Otras parroquias ayudan con comida y ropa. ¿Sabías que hay cerca de diez mil personas que viven así en Suecia hoy en día? Escondidos en sótanos. Están sin tener permiso para estar. Y eso, naturalmente, es una vergüenza terrible.

Se separaron en la calle.

—No le digas que he estado aquí. Seguramente la veré en otra ocasión.

Erika desapareció en la iglesia. Jesper Humlin encontró un taxi libre y volvió a casa, a su propio mundo. Se sentó de nuevo en la mesa de su estudio. Tenía ante sí la foto de Tanja de niña. De repente se le ocurrió una idea. Estuvo dándole vueltas en la cabeza un buen rato. Luego buscó una lupa y examinó la parte de atrás de la fotografía. Le pareció vislumbrar un sello en el cartón de la foto en el que pudo imaginar que ponía «1994». Volvió a dejar la foto. La niña lo miraba con ojos serios.

«No es Tanja», pensó.

«Es su hija.»