Capítulo 7

En algún apartamento por encima del suyo se cerró una puerta de golpe. Como Jesper Humlin no quería que ningún vecino curioso lo sorprendiera en las escaleras con una chica negra, la metió rápidamente en el apartamento. En ese mismo instante le preocupó que Andrea pudiera aparecer, se pusiera celosa y montara una escena. Se llevó a Tea-Bag a la cocina y le preguntó si quería tomar un té. Movió negativamente la cabeza con energía.

—No tomo té.

Jesper Humlin pensó en su nombre y se sorprendió.

—¿Qué quieres tomar?

—Café.

La muchacha se sentó en una silla y le siguió con la mirada. Cada vez que la miraba sonreía. Pensó que era una de las mujeres más hermosas que había visto. Sin embargo, todavía le resultaba difícil precisar qué edad tenía. Podía estar entre los diecisiete y los veinticinco años. Era de piel muy oscura, tan negra que casi tiraba a azul. Tenía el pelo recogido en largas trenzas sueltas. No iba nada maquillada. Llevaba un anorak que no se quitó, ni siquiera se lo abrió a pesar del calor que hacía en la cocina. Calzaba zapatillas deportivas con cordones de distintos colores.

Cuando el café estuvo preparado, Jesper Humlin se sentó enfrente de ella. Estaba sentada en el sitio de Andrea. Eso le preocupó y le excitó a la vez. Sentía una y otra vez el impulso de tocar su cara, comprobar con las yemas de los dedos si el rostro de ella estaba cálido o frío.

—¿Cómo has conseguido mi dirección?

—No ha sido difícil.

—¿Te la ha dado Pelle Törnblom?

Se quedó boquiabierta y no contestó.

Se oyó un golpe en la puerta de entrada. «Andrea», pensó horrorizado. «Ahora va a estallar el infierno aquí.» Pero no llegó nadie. Más tarde, cuando Tea-Bag abandonó su apartamento, vio el papel que habían dejado en el buzón del correo. «Revisión de las instalaciones de ventilación de los inquilinos.»

—Te has tomado la molestia de buscarme. Además has viajado desde Gotemburgo. Eso significa que quieres algo.

Tea-Bag se sentó en silencio un momento moviendo los dedos. Luego dijo algo en un idioma extranjero.

—Eso no lo he entendido.

—Tengo que hablar mi idioma antes de hablar el tuyo. Abro una puerta.

—¿Qué has dicho?

—Una vez, cuando era pequeña, sube un mono a mi espalda.

Jesper Humlin se quedó esperando a que continuara, cosa que no ocurrió.

—¿Puedes repetir eso?

—Has oído lo que he dicho. «Una vez, cuando era pequeña, sube un mono a mi espalda.»

—No se dice «sube». Se dice «se subió».

—No se subió. Hizo otra cosa.

—¿Se quedó atrapado?

—No.

—¿Saltó?

—No.

Jesper Humlin buscó entre los verbos.

—Tal vez trepó.

Tea-Bag vació la taza de café rápidamente y se puso en pie.

—¿Vas a marcharte? —preguntó asombrado.

—Eso es lo que quería saber.

—¿Qué?

—Que el mono trepó.

De repente se puso nerviosa. Al mismo tiempo, Jesper Humlin no podía ocultar su curiosidad.

—Debes entender que tenga dudas. Vienes de Gotemburgo para preguntarme acerca de una sola palabra.

Se sentó de nuevo, esta vez indecisa, sin desabrocharse todavía el grueso anorak.

—¿Realmente te llamas Tea-Bag?

—Sí. No. ¿Qué importa?

—No es del todo insignificante.

—Taita.

—¿Taita? ¿Es tu apellido?

—El de mi hermana.

—¿Tu hermana se llama Taita?

—No tengo hermanas. No preguntes más.

Jesper Humlin no preguntó más. Tea-Bag miró la taza de café vacía y él supuso que tendría hambre.

—¿Quieres comer algo?

—Sí.

Le preparó unos bocadillos. Ella se abalanzó sobre la comida. Jesper Humlin no dijo nada mientras ella comía. En vez de eso, trató de recordar qué horario de trabajo tenía Andrea ese día. Preocupado, le parecía oír continuamente que ella introducía la llave en la cerradura. Tea-Bag comió hasta acabar con todo lo que le había preparado.

—¿Así que vives en Gotemburgo?

—Sí.

—¿Por qué has viajado hasta aquí?

—Para preguntarte acerca de esa palabra.

«Por supuesto, eso no es cierto», pensó Jesper Humlin. «Pero no voy a presionarla. Cuando llegue el momento, aparecerá.»

—¿De dónde eres realmente?

—De Kazajstán.

—¿De Kazajstán?

—Soy kurda.

—No pareces kurda.

—Mi padre era de Ghana, pero mi madre era kurda.

—¿Ya no viven?

—Mi padre está en la cárcel y mi madre desapareció.

—¿Cómo que «desapareció»?

—Se metió en un contenedor y desapareció.

—¿Qué quieres decir con que se metió en un contenedor?

—Tal vez era un templo. No lo recuerdo.

Jesper Humlin trató de interpretar sus particulares respuestas, lograr que encajaran las distintas piezas. Pero no lo consiguió.

—¿Entonces estás aquí como fugitiva?

—Quiero vivir en tu casa.

Jesper Humlin se sobresaltó.

—No puede ser.

—¿Por qué?

—Simplemente no puede ser.

—Puedo dormir en la escalera.

—No es adecuado. ¿Por qué no quieres vivir en Gotemburgo? Tienes allí a tus amigos. Leyla es amiga tuya.

—No conozco a nadie que se llame Leyla.

—¿Cómo que no? Fue la que te llevó al club de boxeo.

—No me llevó nadie. Fui yo sola.

De repente, su sonrisa se había apagado. Jesper Humlin empezó a sentirse incómodo. No podía ser cierto que hubiera viajado a Estocolmo solamente para preguntarle qué verbo sueco era el más adecuado para describir los movimientos de un mono por la espalda de una persona. No encontraba ningún sentido a lo que ella decía, ni tampoco a sus palabras ni a la amplia sonrisa que iba y venía como una ola que avanzaba lentamente por su rostro.

—¿En qué piensas?

—Pienso en el barco que se hundió. En todos los que se ahogaron. Y en mi padre que está sentado en el tejado de la choza y no quiere bajar.

—¿Y esa choza está en Ghana?

—En Togo.

—¿Togo? Creía que venías de África.

—Vengo de Nigeria. Pero es un secreto. El río llevaba el agua clara que bajaba de la montaña. Un día, un mono trepó por mi espalda.

Jesper Humlin tuvo la impresión de que la muchacha que estaba sentada a su mesa parecía desconcertada.

—¿Qué hacía ese mono aparte de trepar por tu espalda?

—Desapareció.

—¿Eso fue todo?

—¿No es suficiente?

—Probablemente lo es. Pero, por supuesto, me pregunto por qué es tan importante ese mono.

—¿Eres tonto?

Jesper Humlin la observó con minuciosidad. No le había gustado su último comentario. Ninguna negra, por más bonita que tuviera la sonrisa, podía permitirse estar sentada en su cocina y afirmar que era tonto.

—¿Por qué has venido aquí en realidad?

—Quiero vivir aquí.

—No puede ser. No sé quién eres. No sé qué haces. No puedo acoger a personas que se instalan de cualquier modo.

—Soy fugitiva.

—Espero que hayas sido bien recibida.

—Nadie sabe que estoy aquí.

Jesper Humlin la miró en silencio.

—¿Has venido de forma ilegal?

Ella se levantó bruscamente sin contestar y salió de la cocina. Jesper Humlin se quedó escuchando por si oía cerrarse la puerta o cualquier otro ruido que revelara que había ido al cuarto de baño. Pero todo estaba en silencio. «Completamente en silencio», pensó poniéndose en pie. Tal vez estaba robando algo. Entró en el cuarto de estar. Vacío. La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta. Continuó hasta su estudio, sin encontrarla. Luego abrió la puerta del dormitorio.

Ahora se había quitado el añórale. Estaba tirado en el suelo. Pero se había quitado también el resto de la ropa. Su negra cabeza resaltaba sobre la almohada blanca. Se había colocado en el lado de Andrea. Jesper Humlin se quedó helado. Si llegaba Andrea, no habría ninguna explicación posible que pudiera convencerla de que en realidad él no había contribuido a que una fugitiva que probablemente era ilegal estuviera tumbada en la cama. En el lado de ella.

Jesper Humlin vio ante sí llamativos titulares de periódico. Primero había dado unas palmadas en la mejilla a una chica inmigrante y le habían derribado de un golpe. Si Tea-Bag empezaba ahora a gritar y a afirmar que él la había obligado a meterse en la cama, todos los periodistas del país irían a buscarlo en manada, y lo harían pedazos. Fue hacia ella. Estaba tumbada con los ojos cerrados.

—¿Qué estás haciendo? ¡No puedes ir y acostarte en mi cama! Además, estás en el lado de Andrea. ¿Qué crees que opinaría ella de esto?

No recibió respuesta. Repitió su pregunta y notó que empezaba a sudar. Andrea podía aparecer en cualquier momento. Su horario de trabajo cambiaba continuamente. La zarandeó. No hubo reacción. Se preguntó cómo podía dormirse nada más poner la cabeza sobre la almohada. Pero no se estaba haciendo la interesante. Se había dormido de verdad. La sacudió con fuerza. Irritada, balbuceó algo sin llegar a despertar, abrió los brazos y le dio un golpe en la mejilla que el hombre llamado Haiman ya había señalado con su puño.

Sonó el teléfono. Jesper Humlin se sobresaltó como si hubiera recibido una descarga. Se apresuró a contestar. Era Andrea.

—¿Por qué ese jadeo?

—No jadeo. ¿Dónde estás?

—Sólo quería decirte que voy a ir a una conferencia.

—¿Qué conferencia? ¿Durará mucho?

—¿Por qué preguntas si va a durar mucho?

—Como es natural, quiero saber cuándo vas a venir. Y si vas a venir o voy a ir a tu casa. Ya sabes que no me gusta andar solo por aquí.

—No sé nada de eso. Voy a escuchar una conferencia de unos poetas jóvenes. Tú también deberías hacerlo. Espero conseguir inspiración para el libro que voy a empezar a escribir.

—No quiero que escribas un libro sobre nuestra vida privada.

—Iré a tu casa cuando termine.

—¿Cuándo será?

—¿Cómo voy a saberlo?

Jesper Humlin percibió que ella empezaba a sospechar.

—Pensaba que tal vez podríamos cenar juntos. Si supiera cuando llegas podría preparar la cena.

—No antes de las nueve.

Jesper Humlin respiró. Eso le daba tres horas para echar a la muchacha del apartamento. No le gustaba que Andrea escuchara otras poesías además de las que él le leía. Pero ahora precisamente había sido salvado por varios poetas jóvenes cuyos poemas seguramente no se entendían pero que esta vez cumplían una función muy práctica. Colgó el auricular y volvió al dormitorio.

Ella se negaba a despertarse aunque le tocó los hombros. Se sentó en el borde de la cama tratando de entender qué estaba pasando realmente. ¿Quién era? ¿Por qué había venido? ¿De qué mono hablaba? Vio el anorak y los pantalones de ella. Sintió el impulso de levantar el edredón con cuidado y comprobar si estaba desnuda. Pero resistió la tentación. Le registró los bolsillos. Lo primero que le sorprendió fue que no había ni llaves ni dinero alguno. Para él era un misterio total que una persona pudiera existir sin llaves ni dinero. En el bolsillo interior del anorak encontró una pequeña funda de plástico. Allí había un pasaporte de Sudán, expedido a nombre de Florence Kanimane. La fotografía representaba a Tea-Bag. Conforme pasaba las hojas, no encontró sello alguno. Y menos aún algún visado a Suecia. ¿Pero acaso no había hablado de Ghana y de Togo? ¿Y de Kazajstán? ¡Además había afirmado que era kurda!

Lo único que encontró en el pasaporte fue un asqueroso insecto muerto y disecado, además de una flor amarilla aplastada. Parecía un corazón. Un corazón prensado. Pensó en el corazón que había dibujado la silenciosa Tanja. Aparte del pasaporte, en la funda de plástico había una fotografía en blanco y negro gastada y deteriorada. Era la imagen de una familia africana, un hombre, una mujer y seis niños. La foto había sido tomada en el exterior, con una choza en el fondo. El sol debía de estar muy alto en el cielo cuando se tomó la foto, ya que no había ninguna sombra. Se veía tan borrosa que Jesper Humlin no pudo precisar, a pesar de haber encendido las lámparas de la habitación, si alguno de los niños era Tea-Bag. O Taita. O Florence, que era la última aportación a la lista de nombres.

Además del pasaporte y la fotografía, la funda de plástico contenía un trozo de papel doblado arrancado de un cuaderno. En él aparecía escrito «Suecia» y el nombre «Per». Nada más. Cuando leyó el papel, pudo leer en el sello que se ve al trasluz: «Madrid». Arrugó la frente. ¿Quién era en realidad esta mujer, que primero le había hecho una pregunta en Mölndal, luego se había sentado en su escalera y ahora estaba tumbada en su cama?

Revisó su ropa una vez más y sólo encontró arena. «Tengo ante mí una historia», pensó. «Una muchacha que probablemente está de modo ilegal en Suecia y que habla de un mono, una muchacha de cuyo nombre no puedo estar seguro y que no lleva ni dinero ni llaves en los bolsillos.» Se sentó con cuidado en el borde de la cama. Ella dormía profunda y tranquilamente. Con mucho cuidado, pasó las yemas de sus dedos por una de sus mejillas. Estaba muy caliente. Miró el reloj. Las seis menos diez minutos. Podía dejarla dormir una hora. Luego tenía que despertarla y conseguir que saliera del apartamento.

Sonó el teléfono. Fue a la sala de estar y escuchó cuando se puso en marcha el contestador. Era Viktor Leander. «Me pregunto qué estás haciendo. Deberíamos encontrarnos. Llámame o contesta si estás en casa. Creo que estás ahí.»

Jesper Humlin no contestó. Se sentó en una silla y trató de imaginarse cómo sería descubrir de repente que tienes un mono trepando por la espalda. Su fantasía no era suficiente. No sentía ningún mono en la espalda.

No la oyó salir del dormitorio. Ella se movía sin hacer ruido.

—¿Por qué te acostaste?

—Estaba cansada. Pienso marcharme ahora mismo.

—¿Quién eres en realidad?

—Tea-Bag.

Él dudó.

—Tu pasaporte se salió del bolsillo mientras dormías. No pude evitar ver que en él te llamas Florence.

Ella se rió muy alto, como si él hubiera dicho algo gracioso.

—Está falsificado —dijo contenta.

—¿Dónde lo has conseguido?

—Lo compré en el campamento. En la playa.

—¿En qué campamento? ¿En qué playa?

Entonces ella empezó a contar. Cómo había llegado a tierra en la costa española y fue atrapada por guardias armados y perros policía que parecían albinos…

Hasta la lengua que les colgaba de la boca era blanca. No sé cuánto tiempo pasé en ese campamento. Tal vez muchos años, tal vez, en realidad, nací allí y la playa que había al otro lado de la verja fue la sábana donde mi cuerpo recién nacido sintió el suelo y la tierra y la arena por primera vez. No sé cuánto tiempo estuve allí, y eso es algo que tampoco quiero saber. Pero al final, una mañana en la que mi desesperación era mayor que antes, bajé hasta la cerca y tiré todas las piedras, y vi cómo se esparcían igual que un abanico de días y noches perdidos y luego las arrastraban las olas.

Había dado por perdida cualquier esperanza de lograr dejar el campamento alguna vez. Esa playa por la que un día me había arrastrado al tomar tierra ya no era la libertad, era un puente hacia la muerte y yo sólo esperaba que alguien apuntara con su dedo hacia mí y luego me obligara a chapotear en el agua de nuevo y me reuniera con los que habían muerto ya y yacían en el fondo del mar. Cada día me parecía una espera prolongada entre dos latidos del corazón. Pero de repente tuve a un hombre muy alto y delgado ante mí, un hombre que se balanceaba como una larga palmera, y fue entonces cuando oí hablar de Suecia por primera vez y decidí inmediatamente viajar hasta allí, ya que ahí había personas a las que tal vez les importara el hecho de que yo, precisamente yo y nadie más, existiera.

En el campamento había un continuo y silencioso comercio de pasaportes escondidos, que eran falsificados varias veces de forma distinta. Le cambié mi pasaporte a un hombre mayor de Sudán que sentía próximo el frío viento de la muerte y percibía que nunca dejaría el campamento con vida, a cambio de la promesa de que todos los años mientras yo viviera entraría una vez al mes en una iglesia o una mezquita o algún otro templo, y pensaría en él durante un minuto exacto. Eso era lo que quería a cambio del pasaporte, un recuerdo de que él había existido alguna vez, a pesar de haberlo dejado todo atrás en el país del que se había marchado. Cuando salí del mar llevaba conmigo la fotografía en un bolsillo impermeable, y con la ayuda de un fugitivo comunista de Malasia, que dominaba el arte de hacer sellos que parecían auténticos, a pesar de que sus recursos en el campamento eran más bien inexistentes, el hombre quitó la fotografía del anciano y mi cara, ahora con el nombre Florence, ocupó su lugar. Era como un ritual sagrado que daba vida nueva a un pasaporte con la foto de un anciano moribundo. Metí mi propio espíritu en el pasaporte y ayudé al alma del anciano a liberarse. Nunca olvidaré el momento en el que el pasaporte se transformó. Siempre será uno de los momentos más decisivos de mi vida.

Conseguí ubicar Suecia en un mapa roto que tenía un marroquí que intentaba entrar en Europa por novena vez para continuar hacia alguna parte del norte de Alemania, donde se encontraba un hermano suyo. Supuse que sería un viaje largo, pero no sabía hasta qué punto. Tal vez me di cuenta de que el viaje era imposible pero me negaba a aceptarlo. No lo sé. Al principio sólo decidí intentar salir del campamento sin ser apresada de nuevo enseguida, ya que nunca he dejado que me dominen las expectativas.

Hice amistad con algunos hombres jóvenes de Irak que habían empezado su huida como polizones en una bodega que apestaba a pescado podrido. Era la bodega de un barco de pesca español que se dedicaba a la pesca ilegal en aguas turcas. Lograron entrar en el puerto de Málaga, donde fueron descubiertos y llevados al campamento de forma inmediata y brutal. Luego habían hecho a escondidas una escalera con trozos de cuerda, ramas de árbol y plástico que obtenían arrancando pequeños trozos de las mesas del comedor del campamento. Cuando fui a verlos me prohibieron que los siguiera, querían evadirse solos y no creían que una chica negra pudiera pasar muchas horas como fugitiva en España. Pero se resignaron ante mi soledad y me dejaron que usara la escalera con la condición de que antes de irme esperara una hora después de que ellos hubieran escalado la valla.

Una noche oscura sin luna desaparecieron los tres jóvenes iraquíes. Cuando hubo pasado una hora exacta —no tenía reloj, lo había perdido al salir del mar, pero conté los segundos y los minutos con los dedos índice y pulgar en la muñeca traspasé la valla y desaparecí en la oscuridad. Seguí el primer sendero que encontré, luego doblé continuando por otra senda, como si tuviera una brújula interna que me llevara en direcciones concretas, y anduve en medio de la oscuridad sin saber lo que me esperaba al amanecer. Me caí y me resbalé varias veces, ramas y arbustos espinosos me provocaron heridas en la cara, pero continué, continué sin cesar hacia Suecia y el recuerdo del hombre alto que se balanceaba y había sido el primero en mostrar interés por mi historia.

Al salir el sol después de la primera noche, estaba exhausta. Me senté en una roca. Sólo recuerdo que tenía mucha sed. Descubrí que durante la noche había atravesado una escarpada zona montañosa con empinados precipicios que podían haberme llevado con facilidad a la muerte de la que me había librado en el mar. Vi personas en un campo a lo lejos. En las ventanillas de un coche se reflejaba el sol y empecé a caminar hacia el norte. Evité todo el tiempo acercarme demasiado a las personas. Me alimentaba de fruta y nueces, bebía agua de lluvia que recogía con las manos de los surcos de las montañas y todo el tiempo iba hacia el norte. Así sin parar, día y noche. Al salir el sol, cada mañana decidía en qué dirección se encontraba el norte y continuaba.

No sé cuánto tiempo estuve caminando. Pero un día no pude más. Me quedé inmóvil cuando iba a dar un paso y me desplomé. A pesar de haber apretado los pies con fuerza contra la tierra, como me había enseñado mi padre, en ese momento estuve a punto de rendirme, de quedarme tumbada y de descomponerme hasta convertirme en una parte del suelo quemado por el sol. No podía determinar si había caminado una semana o un año. Pero necesitaba saber dónde me encontraba. Me esforcé por levantarme y continué hasta que llegué a una pequeña ciudad española que había en medio de una llanura sin fin. Entré en la ciudad. Había llegado en el momento de más calor del mediodía. La ciudad yacía como un cadáver reseco. En un poste indicador leí que la ciudad se llamaba Alameda de Cervera. En otro poste se podía leer «Toledo 111 kilómetros». Las contraventanas de las blancas fachadas de las casas estaban cerradas. Había algunos perros tumbados jadeando en la sombra, pero no vi personas por ningún lado. Recorrí las calles vacías, cegada por la fuerte luz, y encontré una sola tienda abierta. O tal vez estaba también cerrada, pero la puerta estaba entornada y entré en el local en penumbra.

En un rincón había un hombre durmiendo sobre un colchón. Traté de moverme sin hacer ruido quitándome los zapatos rotos, y todavía recuerdo la sensación de frescor del suelo de piedra contra mis pies. Llevaba los zapatos en la mano cuando descubrí que había entrado en una zapatería. Las estanterías estaban llenas de zapatos. En una pared encontré lo que buscaba, un mapa. Busqué con el dedo Alameda de Cervera y luego Toledo y caí en la cuenta de que había recorrido poco camino desde el campamento, a pesar de que yo creía que había estado andando una eternidad. Empecé a llorar allí dentro, en la oscuridad, sin hacer ruido para que no se despertara el hombre que estaba durmiendo.

Lo que hice después sólo puedo recordarlo como imágenes borrosas. El calor, los perros, la penetrante luz blanca que se reflejaba en las paredes de las casas. Entré en una iglesia; allí hacía fresco y bebí el agua turbia de la pila bautismal. Luego rompí la hucha que vi junto a una mesa en la que había tarjetas postales a la venta. Con el dinero compré un billete de autobús.

—Toledo —dije al conductor del autobús, que miró mi piel negra con asco y deseo a la vez.

Pero mi sonrisa no le sedujo. En alguna parte dentro de mí nació en ese momento una furia contra esos hombres europeos que no eran capaces de valorar ni de sentirse atraídos por mi belleza. El dinero alcanzó justo para el billete. No recuerdo nada del viaje. Dormí hasta que me despertó el conductor sacudiéndome bruscamente el hombro para decirme que habíamos llegado. El autobús estaba aparcado en alguna parte en un garaje subterráneo. Anduve en medio de los gases de los tubos de escape, entre personas que subían o bajaban de los autobuses, y finalmente me encontré en una calle con un tráfico tan violento que me asustó. Estaba anocheciendo y me escondí en la oscuridad en un parque. De pronto me pareció que en aquel parque había animales salvajes. No sé de dónde me vino aquella sensación, pero era muy fuerte, más fuerte que la razón, que me decía que en Europa no había animales depredadores. Estuve en vela hasta el amanecer con el miedo golpeándome el pecho. Cuando empezó a salir el sol débilmente, vi que se acercaba un borracho tambaleándose por uno de los caminos de grava. Se sentó en un banco, se inclinó hacia delante y vomitó, luego se quedó dormido. Me acerqué con cuidado, le robé la cartera y me alejé de allí corriendo. Luego volví a esconderme, esta vez en un espeso matorral que apestaba a orín, y descubrí para mi asombro que la cartera estaba llena de billetes. Me los metí en el bolsillo, tiré la cartera y salí del parque, Desayuné en una cafetería y me di cuenta de que ya no tenía por qué ir andando. Ahora tenía dinero. Podía comprar un mapa, buscar una estación e ir en tren hasta la frontera que estaba hacia el norte y luego continuar en tren mientras me quedase suficiente dinero.

Me metí en Francia arrastrándome por una cuneta junto a la frontera. Oí a lo lejos perros que ladraban y aullaban igual que los perros policía blancos del campamento del que había huido. En una ciudad pequeña cambié el dinero que me quedaba. Todavía tenía suficiente para poder comer regularmente y comprar billetes de tren. Pero cuando salí del banco, un policía me detuvo y exigió ver mis papeles. Saqué mi pasaporte sudanés, pero luego me arrepentí y eché a correr. Oí que el policía me llamaba, pero no podía competir conmigo corriendo. En ese momento comprendí que estaba dotada de poderes mágicos. Cuando pasé la frontera arrastrándome por una cuneta, el miedo me hizo invisible, y cuando me persiguieron alcancé la misma velocidad que uno de los pájaros que había visto deslizarse en las corrientes de aire caliente y que sobrevolaban el valle del otro lado del río junto a la aldea en que nací. Ahora sabía que realmente llegaría a ese país llamado Suecia si dejaba de tratar de luchar contra mi propio miedo. Era mi aliado más importante. Me ayudaba a descubrir los poderes que yo no sabía que tenía.

Durante los días siguientes estaba tan contenta de mi descubrimiento que corrí todas las noches, siempre hacia el norte. A veces seguí senderos que se deslizaban a lo largo de carreteras por las que pasaban los coches a gran velocidad. Pero yo me movía con la misma rapidez, y mis ojos podían ver a través de la oscuridad como si estuviera iluminada por potentes focos. Si había una piedra o un precipicio ante mis pies, podía descubrirlo a pesar de que alrededor todo era oscuridad.

Una mañana llegué a un gran río de aguas marrones que corrían lentamente ante mí. En la orilla había un bote de remos amarrado con una cadena a un tronco. Rompí el cierre con una piedra y empujé el barco al agua. Ese día no me preocupé de ir con cuidado y no moverme hasta que hubiese oscurecido. Dejé que el barco se deslizara, me tumbé en el fondo, que olía a alquitrán, miré las nubes que había allí arriba, a lo lejos, sobre mi cabeza y percibí que de repente empezaba a respirar de nuevo con total tranquilidad. Era como si hubiera estado sin aliento desde que traspasé la valla en España y desaparecí en la oscuridad. Me quedé dormida y soñé que mi pasaporte era como dos puertas que se abrían y dejaban a la vista un paisaje que recordaba de mi infancia. Allí podía ver a mi padre, que venía hacia mí y me levantaba como si yo fuera una pluma que quería lanzar hacia el sol y luego recibirla otra vez en sus cálidos brazos cuando yo, lentamente, volvía a bajar a la tierra.

El movimiento de vaivén del barco me despertó. Acababa de pasar un remolcador alargado. En una cuerda para tender que había a bordo de la embarcación revoloteaban camisas. Hice señas con la mano, aunque no pude ver a ninguna persona.

Tea-Bag dejó de hablar, como si de pronto se arrepintiera de lo que había dicho, como si se hubiera traicionado a sí misma y a sus secretos. Jesper Humlin esperaba una continuación del relato que sin embargo no llegó nunca. Tea-Bag se cerró la cremallera del anorak y apretó la barbilla contra la garganta con fuerza.

—¿Qué pasó luego?

Ella sacudió la cabeza.

—No quiero contar más. Ahora no.

—¿Cómo vas a volver a Gotemburgo? ¿Dónde vas a vivir? No puedes quedarte aquí. ¿Tienes dinero?

No contestó.

—No sé cómo te llamas —dijo él despacio—. Tal vez te llames realmente Tea-Bag. Tampoco sé dónde vives. No sé por qué has venido hasta aquí. Pero sospecho que estás en este país sin permiso para ello. No sé cómo te las arreglas.

Ella no contestó.

—Pasado mañana volveré a Gotemburgo —continuó diciendo él—. Allí me voy a encontrar con Leyla y Tanja y espero que tú también estés. Ven conmigo si no viajas antes. En el tren puedes contarme por qué viniste realmente aquí. Y puedes concluir la historia que has dejado a medias de forma tan repentina, justo cuando hacías señales con la mano a una cuerda para tender con camisas al viento. Nos veremos en el hall principal de la Estación Central pasado mañana a las dos menos cuarto. Si no vienes, iré solo. Pero si vienes, pagaré tu billete. ¿Entiendes lo que digo?

—Entiendo.

—Ahora debes irte.

—Sí.

—¿Tienes algún sitio adonde ir?

Ella no contestó. Él le dio dos billetes de cien coronas que ella se metió en el bolsillo sin mirarlos.

—Antes de irte me gustaría saber cómo te llamas realmente.

—Tea-Bag.

Ella sonrió por primera vez después de salir del dormitorio. Jesper Humlin la acompañó hasta la puerta.

—No puedes sentarte y dormir aquí en la escalera.

—No —contestó ella—. No voy a dormir aquí. Voy a saludar a mi mono.

Él vio cómo ella, con una energía repentina, bajaba la escalera bailando y desaparecía. Mientras alisaba la sábana del dormitorio y se encargaba de que no quedara ninguna huella de ella, pensaba en una sola cosa.

«Camisas en una cuerda para tender.

»Un bote de remos en el que una muchacha de piel negra hacía señas con la mano a personas que no veía.»