Capítulo 5

Todos estaban en contra de su idea. No obstante, cada uno tenía motivos distintos, que lanzaban contra él con toda la energía. Como era de esperar, Andrea estaba furiosa porque se había quedado a pasar la noche en Gotemburgo y al principio no quería ni oír hablar de su nuevo proyecto.

—Eres una persona en la que no se puede confiar y que sólo piensa en cómo serme infiel sin que lo descubra.

—No soy infiel.

—¿Quién es Amanda?

Jesper Humlin miró a Andrea atónito. Estaban sentados junto a la mesa de comedor del apartamento de Hägersten de ella, varios días después de que él volviera de Gotemburgo.

—Amanda está casada con un antiguo y buen amigo mío que es entrenador de boxeo.

—¿Cuándo te ha importado que las mujeres tras las que ibas estuvieran casadas o no? Anoche murmurabas su nombre.

—No significa nada. En cambio, lo que sí significa algo es que tengo ganas de escribir un libro sobre inmigrantes y que además lo quiero escribir con su colaboración.

—¿Qué condiciones reúnes para hacerlo?

—Soy escritor, a pesar de todo.

—Seguro que pronto dirás que vas a escribir una novela policiaca.

Jesper Humlin la miró horrorizado.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque parece que crees que puedes escribir sobre cualquier cosa sin esforzarte. Creo que debes dejar en paz a esa pobre chica.

Jesper Humlin abandonó de repente la intención de plantear su idea en casa de Andrea. El resto de la tarde, hasta que ella salió hacia el hospital para el turno de noche, estuvieron discutiendo lo poco en serio que él se tomaba lo de tener niños o no. Antes de marcharse Andrea, él le prometió que se quedaría hasta que ella volviera del trabajo por la mañana.

Inmediatamente después de que ella saliera del apartamento, Jesper Humlin entró en el dormitorio a buscar entre sus papeles y diarios. Encontró un borrador parecido a una carta, dirigido a ella misma, en el que describía uno de los enfrentamientos que habían tenido anteriormente. Se sentó en el cuarto de estar y lo leyó con detenimiento. La preocupación volvió. Andrea escribía bien, «innecesariamente bien», pensó. Dejó el papel a un lado haciendo una mueca. Lo primero que pensó fue terminar su relación con Andrea, o al menos amenazarla con ello. Pero no estaba seguro de las consecuencias que aquello tendría.

Después, como solía hacer, leyó el diario de Andrea. Era un modelo antiguo, destinado a chicas adolescentes. Pero sabía cómo abrir el candado con una horquilla y no dudó en hacerlo. Echó una ojeada a las anotaciones que había hecho después de la última vez que él lo había abierto. La mayoría eran poco interesantes, ya que trataban de los problemas que tenía en su trabajo. Sólo estudió su estilo desordenado y difícil de leer, cuando se refería al matrimonio y a sus ganas de tener hijos. Una expresión se le quedó fijada en la cabeza. «A cada momento tengo que preguntarme qué quiero. La voluntad se debilita si no la recargamos continuamente con nuevo combustible.» Decidió anotarla enseguida en su propia agenda, donde guardaba distintas sugerencias. Nunca había escrito un poema sobre la voluntad. La idea de ella podía desarrollarse y formar una estrofa en alguno de los poemas que iban a formar parte de su colección del año siguiente.

Después de asaltar el diario de ella se sintió más animado, se sirvió en la cocina una copa de aguardiente y luego se tumbó en el sofá con una de las revistas de moda de ella, y la leyó en secreto.

Jesper Humlin, que estaba muy cansado después de la larga discusión con Andrea, acababa de acostarse cuando su madre llamó por teléfono.

—¿No ibas a venir esta noche?

—Acabo de meterme en la cama. Estoy cansado. Si te va bien, puedo ir mañana.

—¿Está Andrea ahí?

—Está trabajando.

—Eso deberías hacer tú. ¡Son sólo las doce! He preparado algo de cena para los dos. He ido a comprar incluso a la tienda de comidas preparadas.

Jesper Humlin se vistió, pidió un taxi y vio en el espejo del vestíbulo que el bronceado de las islas del Pacífico ya estaba desapareciendo. El conductor del taxi era una mujer que no conocía el centro de la ciudad.

—Soy de Estocolmo, de tercera generación —dijo contenta después de haber dado largos rodeos para llegar en sentido correcto a la calle de una sola dirección en la que vivía Märta Humlin—. He nacido en la ciudad, pero no encuentro las calles.

Cuando llegaron resultó que no tenía cambio. Tampoco funcionaba la tarjeta de crédito de Jesper Humlin. Finalmente, ella anotó su número de cuenta bancaria y le juró que le enviaría el cambio.

En el apartamento, Märta Humlin había puesto ostras sobre la mesa. A Jesper Humlin no le gustaban las ostras.

—¿Por qué has comprado ostras?

—Para poder invitar a mi hijo a algo bueno. ¿No es suficiente?

—Sabes que no me gustan las ostras.

—Nunca me lo habías dicho.

Se dio cuenta de que no merecía la pena seguir discutiendo sobre el tema. En vez de eso, le habló de la idea que había tenido durante su viaje a Gotemburgo. En alguna ocasión, su madre le había aportado ideas buenas y comentarios oportunos sobre sus libros.

—Me parece una propuesta brillante.

—¿Realmente lo crees así?

—Sabes que siempre digo lo que pienso.

—¿Ah sí? Otras personas han opinado lo contrario.

—Escucha lo que voy a decirte. Creo que tienes que escribir sobre esa muchacha de la India. Puede ser pintoresco y romántico a la vez. ¿Es una historia de amor?

—Es de Irán, no de la India. Lo que había pensado es más bien una novela social realista.

—Creo que escribirás un relato de amor entre un escritor sueco y una bella mujer de un país extranjero.

—Ella es fea y gorda. Además, no sé escribir novelas rosa.

Märta Humlin clavó los ojos en su hijo.

—Creía que te estabas planteando hacer algo nuevo.

—Quiero escribir las cosas como son.

—¿Y cómo son? ¿Por qué no comes ninguna ostra?

—Ya he comido suficiente. Quiero escribir sobre lo difícil que es llegar a un país desconocido y tratar de arraigarse.

—¿Quién puede estar interesado en leer algo sobre muchachas gordas que viven en un suburbio?

—Creo realmente que mucha gente lo está.

—Si haces lo que digo, es una buena idea. Si no, creo que no deberías hacerlo. Además, no tienes ni idea de lo que es llegar a un país como extranjero. ¿Por qué no tenéis hijos Andrea y tú?

—Lo estamos intentando.

—Andrea dice que os acostáis juntos muy de vez en cuando.

A Jesper Humlin se le cayó el diminuto tenedor que estaba intentando introducir en la ostra que no quería comer.

—¿Habláis entre vosotras de esas cosas?

—Tenemos una relación abierta y de mucha confianza.

Jesper Humlin se sobresaltó. Andrea le había manifestado con frecuencia lo difícil que le resultaba soportar el ilimitado egocentrismo de Märta Humlin. Según parecía ahora, en realidad tenía una relación completamente distinta con esa mujer que era su madre y que le obligaba a comer ostras.

—No volveré a venir si tú y Andrea continuáis hablando a mis espaldas.

—Sólo queremos lo mejor para ti.

Jesper Humlin recordó de repente la conversación telefónica que habían mantenido unos días antes. Pensó en no dejarse llevar a una discusión sobre lo que Andrea y su madre se decían o no la una a la otra. Con lo que sabía ahora tenía suficiente.

—¿Cuál era la importante declaración que ibas a hacer?

—¿Qué declaración?

—Me llamaste diciendo que tenías que verme a solas para hablar de algo muy importante.

—No consigo recordarlo.

—Si piensas cambiar tu testamento y no dejar ningún dinero a tus hijos, quiero que lo digas.

—Yo decido por mí misma lo que pongo en el testamento.

—Si vamos a tener niños, cierta seguridad económica no sería mal recibida.

—¿Estás deseando que me muera?

Jesper Humlin dejó el tenedor a un lado. Se había hecho muy tarde. Pero su madre todavía rebosaba energía.

—Tengo que irme a casa. Estoy cansado. No quiero quedarme aquí sentado discutiendo de dinero contigo en medio de la noche.

Märta Humlin lo miró ofendida.

—Nunca hubiera creído que tendría un hijo que se quejaría continuamente de que estaba cansado. Eso lo has adquirido de tu padre.

Después empezó a hablar de lo cansado que siempre estaba su esposo, y Jesper Humlin se quedó allí sentado hasta las tres de la mañana. Para que Andrea no lo despertara, se acostó en el cuarto de estar y se puso tapones en los oídos. Pasaron muchas horas antes de que se durmiera. Una y otra vez volvía el recuerdo de la muchacha que se llamaba Tea-Bag.

Al día siguiente por la tarde, fue a su editorial con la firme decisión de convencer a su editor de que la idea que llevaba era buena. Se había metido un gorro en el bolsillo previendo la posibilidad de pasar mucho tiempo en el helado despacho de Olof Lundin. Al entrar, el editor estaba en la máquina de remo.

—Acabo de pasar land —dijo Olof Lundin—, ¿Cómo va la novela policiaca? Necesito un título dentro de una semana. Pronto vamos a empezar a lanzarla.

Jesper Humlin no contestó. Se sentó en la silla que estaba más lejos del ventilador. Cuando Olof Lundin terminó de remar, pinchó un alfiler de cabeza coloreada en una carta marina de la zona central del mar Báltico que había en la pared. Encendió un cigarrillo y se dejó caer detrás del escritorio.

—¿Supongo que habrás venido aquí para darme un título?

—Estoy aquí para decirte que no voy a escribir nunca una novela policiaca. Sin embargo, tengo otra sugerencia.

—Eso es peor.

—¿Cómo puedes saberlo antes de que te haya dicho nada?

—Sólo las novelas policiacas y ciertas novelas de testimonios picantes venden un mínimo de cincuenta mil ejemplares.

—Voy a escribir un libro sobre una chica inmigrante.

Olof Lundin lo miró con interés.

—O sea, ¿una novela testimonial? ¿Cuánto tiempo hace que tienes una relación secreta con ella?

Jesper Humlin se caló el gorro tapándose las orejas. Estaba tiritando de frío.

—¿Qué temperatura has puesto en esta habitación?

—Un grado.

—Es totalmente insoportable. ¿Cómo puedes trabajar aquí?

—Hay que aguantarse. Por cierto, ¿qué ha pasado con tu bronceado?

—Que en este país no deja de llover, nada más. ¿Quieres oír mi idea o no?

Olof Lundin abrió los brazos con un gesto que Jesper Humlin interpretó como una mezcla de sinceridad y falta de interés. Expuso lo que tenía pensado con la sensación de encontrarse ante un tribunal de justicia en el que todos los que no escribían novelas policiacas estaban condenados de antemano. Olof Lundin encendió otro cigarrillo y se tomó la presión arterial. Cuando Jesper Humlin no tuvo nada más que decir, su editor se echó hacia atrás en la silla y sacudió la cabeza.

—De ese libro se venderán cuatro mil trescientos veinte ejemplares.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Forma parte de la categoría. Además, no puedes escribir sobre muchachas inmigrantes gordas. No sabes nada de sus vidas.

—Me encargaré de saberlo.

—Nunca van a contarte la verdad.

—¿Por qué no?

—Porque lo digo yo. Es mi experiencia la que habla.

Olof Lundin se reclinó en la silla y dio golpecitos con las palmas de las manos sobre la mesa.

—Lo que vas a escribir es una novela policiaca. Nada más. Deja a esas chicas gordas en paz. No las necesitas y ellas no te necesitan a ti. Lo que necesitamos es una novela policiaca escrita por ti, y luego que algún joven inmigrante con talento escriba la gran novela sobre la nueva Suecia. Quiero tener un título dentro de una semana. —Olof Lundin se levantó—. Siempre resulta divertido hablar contigo. Pero ahora tengo pendiente una cita con los directores de la empresa petrolífera. Ya han mostrado su satisfacción de que escribas una novela policiaca el año que viene.

Olof Lundin abandonó el despacho. Jesper Humlin fue a una cafetería que había cerca de la editorial y pidió café para entrar en calor. Por un momento consideró hablar con Viktor Leander de su idea. Pero se dio cuenta de que era mejor no hacerlo. Si su sugerencia era tan buena como creía, Viktor Leander se la robaría enseguida.

Tomó un taxi para ir a casa y observó aliviado que ni Andrea ni su madre habían dejado ningún mensaje en su contestador. Después de leer con creciente disgusto una serie de anotaciones que había hecho para la colección de poemas sobre «sufrimientos y contrastes» que había pensado que formarían el próximo libro, se tumbó en la cama mirando hacia el techo. Aunque tenía dudas seguía pensando que la idea que se le ocurrió en Gotemburgo era la que más le convencía de todas.

Se quedó tumbado dándole vueltas a sus pensamientos antes de levantarse de la cama y llamar a Pelle Törnblom desde su despacho. Éste estaba sin aliento cuando llegó al fin al teléfono.

—¿Qué estás haciendo?

—Estoy intentando ser el adversario de un muchacho de Pakistán. ¿Qué dijo Andrea?

—Exactamente lo que sabía que iba a decir. Pero he sobrevivido.

—Estarás de acuerdo en que la fiesta fue entretenida. Los chicos que boxean aquí están muy orgullosos.

—Me pregunto si una muchacha iraní llamada Leyla te dio su número de teléfono.

—Su hermano boxea aquí. Me ha dicho de qué se trata. Pienso que es una buena idea.

Jesper Humlin pasó rápidamente las hojas de su calendario de mesa.

—Dile que iré el próximo miércoles. ¿Podemos sentarnos a hablar en tu casa?

—Es mejor aquí en el club. Hay una habitación en la planta baja que es mía pero no la utilizo.

—Espero que podamos estar tranquilos.

—Naturalmente, su hermano vendrá.

—¿Por qué tiene que venir?

—Para ver que todo va bien. Que no le pasa nada a su hermana.

—¿Qué podría pasar?

—No es correcto que se encuentre a solas con un hombre desconocido. Hablamos de diferencias culturales que hay que respetar. Nunca se sabe lo que puede ocurrir cuando se dejan solos a un hombre y una mujer.

—¡Cielo santo! ¡Tú ya la has visto!

—No es la mujer más hermosa del mundo. Pero eso no significa nada. Su hermano sólo va a estar sentado con vosotros controlando que no ocurra nada indebido.

—¿Qué piensas realmente de mí?

—Pienso que es una idea excelente que dejes aparte tus poemas y en lugar de eso te dediques a escribir algo razonable. Eso es lo que opino de ti. Que puedes perfeccionarte.

Jesper Humlin se enfadó. Se sentía ofendido. Pero no dijo nada. Y se dio cuenta de que tenía que aceptar que el hermano de Leyla estuviera presente.

La conversación terminó. Sonó el teléfono. Jesper Humlin esperó a responder hasta que oyó una voz en el contestador. Era un periodista de uno de los periódicos más importantes del país. Jesper Humlin levantó el auricular y se esforzó por sonar muy ocupado.

—Espero no molestar.

—Estoy trabajando, pero no importa.

—Quisiera preguntarte algunas cuestiones sobre tu nuevo libro.

Jesper Humlin supuso que el periodista se refería a la colección de poemas que había publicado varios meses antes.

—Podemos mantener una breve conversación.

—¿Te importa que utilice una grabadora?

—No.

Jesper Humlin esperó hasta que el periodista, cuyo nombre no había reconocido, preparó la grabadora.

—En realidad sólo quiero preguntar qué se siente.

Por la mente de Jesper Humlin pasó como un destello la tarde de Mölndal.

—Te sientes bien, muy bien.

—¿Hay algo especial detrás de este libro?

A Jesper Humlin le gustaba responder a esta pregunta en concreto. Se repetía continuamente. Varios días antes había pensado una respuesta nueva mientras estaba en la bañera.

—Siempre trato de salir de mi espacio literario y seguir buscándome a lo largo de sendas no marcadas. De no ser poeta, probablemente habría sido constructor de carreteras.

—¿Puedes desarrollar un poco más esta curiosa respuesta?

—Me resulta difícil imaginar una ocupación más importante que abrir nuevos caminos a las personas que vienen atrás.

—¿Qué personas?

—Nuevas generaciones.

El periodista tosió.

—Es una respuesta rara, pero bonita.

—Gracias.

—Pero, sin duda, debe de haber un gran paso entre escribir poesía e intentar hacer una novela policiaca que resulte un best setter, ¿verdad?

Jesper Humlin se quedó paralizado y los nudillos en torno al auricular del teléfono palidecieron.

—Creo que no entiendo bien a qué te refieres.

—Hemos recibido un comunicado de prensa de tu editorial acerca de que vas a sacar una novela policiaca para el próximo otoño.

En ocasiones anteriores Jesper Humlin ya había sentido aversión hacia su editor Olof Lundin. Pero en ese momento, cuando había sido pillado completamente desprevenido por un periodista, empezó a odiarlo. La única idea que podía imaginarse para una novela policiaca era sobre un escritor que asesinaba a su editor metiéndole a presión por la boca montones de comunicados de prensa falsos.

—¿Me oyes?

—Te oigo.

—¿Quieres que repita la pregunta?

—No es necesario. Lo que pasa es que he decidido no hacer por el momento ninguna declaración sobre mi próximo libro. Acabo de iniciar el proceso de escritura. Es fácil que me falle la concentración. Es como meter en tu casa invitados que no son bienvenidos.

—Eso suena a avanzado. ¿Pero podrás decir algo más? ¿Por qué si no iba a enviar la editorial un comunicado de prensa?

—No puedo contestar a eso. Permíteme decir sólo que estoy dispuesto a hablar sobre el libro dentro de aproximadamente un mes.

—Quizá puedas decir de qué trata.

Jesper Humlin pensó rápidamente.

—Lo único que puedo adelantar es que el campo de la acción se basa en los choques culturales.

—No puedo escribir eso. Nadie entenderá qué quiere decir.

—Personas de distintas culturas que se encuentran y no se comprenden. ¿Queda más claro?

—¿Entonces es alguien que asesina a inmigrantes?

—No voy a adelantar más de lo que he dicho. Pero tu conclusión no es correcta.

—¿Son inmigrantes que asesinan a suecos?

—En realidad no hay ningún asesinato.

—¿Cómo puede ser entonces una novela policiaca?

—Me expresaré sobre ello cuando llegue el momento.

—¿Cuándo será?

—Dentro de un mes.

—¿Tienes algo más que decir?

—Por el momento no.

—Muchas gracias.

Jesper Humlin colgó el teléfono.

El periodista parecía de mal humor. Él también estaba sudoroso y enfurecido. Pensó que debería llamar enseguida a Olof Lundin. Pero nada iba a mejorar con ello. Se había publicado un comunicado de prensa y eso no podía retirarse. La novela policiaca que no iba a escribir constituía actualmente una novedad literaria.

Esa misma tarde, Andrea llegó inesperadamente a su casa. Jesper Humlin, que se había quedado dormido en el sofá por el agotamiento de la desalentadora conversación con el periodista, se asustó como si hubiera estado haciendo algo indebido. Pero cuando oyó que Andrea no cerraba la puerta de un portazo, respiró. Significaba que no iba a empezar a discutir enseguida. Si atravesaba la puerta en silencio era porque estaba de buen humor.

Se sentó en el sofá al lado de él y cerró los ojos.

—Me estoy volviendo una gruñona —dijo—. Parezco una vieja malhumorada.

—Suelo darte motivos de preocupación. Pero trato de cambiarlo.

Andrea abrió los ojos.

—No lo haces en absoluto. Pero puede que alguna vez aprenda a vivir con ello.

Prepararon juntos el almuerzo y bebieron vino, a pesar de que era una tarde de un día laborable normal. Jesper Humlin escuchó pacientemente sus amargados ataques contra el caos de la asistencia sanitaria sueca. Al mismo tiempo, pensaba en cómo explicarle del modo más apropiado que ahora iba a encontrarse de verdad con la muchacha iraní. Pero, sobre todo, le daba vueltas a lo que le había dicho su madre la noche anterior acerca de que intercambiaban confidencias sobre la vida privada más íntima de ellos.

De repente, ella le leyó el pensamiento.

—¿Qué tal te fue en casa de Märta?

—Como de costumbre. Pero había comprado ostras. Además me contó algo que no me gustó oír.

—¿Va a desheredarte?

Jesper Humlin se quedó paralizado.

—¿Lo ha manifestado en algún momento?

—No.

—¿Entonces por qué lo dices?

—¡Santo cielo! ¿Qué fue lo que no te gustó oír?

Jesper Humlin se dio cuenta de que no era el momento adecuado. Tanto él como Andrea habían bebido ya demasiado vino. Podría producirse un choque. Pero él no pudo contenerse.

—Asegura que habláis de nuestra vida sexual. Según ella, afirmas que no nos acostamos juntos demasiado a menudo.

—Y es verdad.

—¿Tienes que hablar con ella de eso?

—¿Por qué no? Es tu madre.

—Ella no tiene nada que ver con nosotros dos.

—Hablamos de todo. Me gusta tu madre.

—Sueles afirmar lo contrario.

—He cambiado de opinión. Además, es muy abierta conmigo. Sé cosas de ella que nunca podrías imaginar.

—¿Como qué?

Andrea sirvió vino en los vasos y sonrió de modo enigmático. A Jesper Humlin no le gustó su mirada.

—Te he preguntado qué es lo que no sé de mi madre.

—Cosas que no quieres saber.

—No puedo saber si quiero o no saberlas antes de que las digas.

—Tiene un trabajo.

Jesper Humlin se quedó mirándola.

—¿Qué clase de trabajo?

—Eso es lo que no quieres saber.

—Mi madre no ha trabajado en toda su vida. Ha saltado de un área cultural a otra. Pero nunca ha tenido un trabajo regular.

—Ahora lo tiene.

—¿Qué hace?

—Vende sexo por teléfono.

Jesper Humlin apartó lentamente el vaso de vino.

—No me gusta que hables mal de ella.

—Es cierto.

—¿Qué es cierto?

—Que vende sexo por teléfono.

—Tiene ochenta y siete años. ¿Cómo puedes siquiera afirmar algo así?

—La he oído personalmente. ¿Por qué no puede vender sexo por teléfono una mujer de ochenta y siete años?

Jesper Humlin empezó a tener la aplastante sensación de que lo que Andrea decía podía ser verdad. Sin embargo, no entendía lo que significaba.

—¿Puedes explicarme en qué consiste ese trabajo?

—En todos los periódicos hay anuncios con números de teléfono para llamar y tener conversaciones obscenas y oír gemidos y muchas cosas más. A una de las amigas de tu madre se le ocurrió que tal vez había un mercado para ancianos que querían gemir junto con mujeres de su edad.

—¿Y?

—Era cierto. Han creado una empresa. Una sociedad anónima en concreto. Cuatro mujeres de las que la más joven tiene ochenta y tres y la mayor noventa y uno. Además, tu madre es la presidenta. El año pasado tuvieron unos beneficios netos de cuatrocientas cuarenta y cinco mil coronas.

—¿Beneficios de qué? No entiendo de qué hablas.

—Sólo te digo que tu madre se sienta junto a su teléfono una cantidad determinada de horas al día y gime a cambio de dinero. Yo misma la he oído. Suena muy creíble.

—¿Cómo que suena creíble?

—Que se excita. No seas tonto. Entiendes perfectamente lo que quiero decir. ¿Y a ti cómo te va con tu libro nuevo?

—Voy a ir a Gotemburgo la próxima semana para empezar.

—Buena suerte.

Andrea se levantó y empezó a quitar la mesa. Jesper Humlin permaneció sentado. Estaba preocupado e indignado por lo que le había contado Andrea sobre su madre. En el fondo sabía que lo que le había dicho era cierto. Tenía una madre que era capaz de cualquier cosa.

Una semana después, cuando Jesper Humlin se sentó en el tren camino de Gotemburgo, había dedicado la mayor parte de su tiempo a contestar y esquivar llamadas de periodistas acerca de la novela policiaca que no iba a escribir pero que saldría el otoño siguiente. Además, tuvo una discusión con Viktor Leander, que le puso por los suelos a través del teléfono por haber robado las ideas de su mejor amigo. Bajo promesa de que lo guardara en secreto, Jesper Humlin logró convencerlo al final de que no saldría de su mano ninguna novela policiaca.

Olof Lundin, a quien perseguía de forma intensa, había estado inaccesible toda la semana. Jesper Humlin lo había llamado incluso a su casa a media noche sin obtener respuesta. Tampoco había hablado todavía con su madre sobre la escandalosa ocupación a la que se dedicaba por vía telefónica. Pero se había obligado a verificar que cada una de las palabras dichas por Andrea era cierta. Una tarde que estaba solo en casa se animó con dos copas de coñac y luego llamó al número que Andrea le había señalado en un periódico. Al principio contestaron dos voces desconocidas de mujer. Pero a la tercera llamada oyó horrorizado a su propia madre hablándole con voz ronca. Tiró el auricular como si le hubiera mordido y luego bebió algunas copas más de coñac para tranquilizarse.

Jesper Humlin se hundió en su asiento pensando que desearía no estar en un tren camino de Gotemburgo, sino en un avión que lo condujera muy lejos de allí. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía agotado después de la semana que había pasado. Cuando estaba a punto de dormirse, alguien cerca de él empezó a hablar en voz alta por un teléfono móvil. La conversación, de modo impreciso, parecía tratar de una excavadora impagada. Jesper Humlin vio cómo se escapaban todas sus esperanzas de disfrutar de un momento de tranquilidad y se puso a leer un periódico de la tarde. El miedo a abrir un periódico vespertino todavía le provocaba un rápido temblor. Aún había riesgo de que algún periodista empezara a interesarse por lo que ocurrió en Mölndal. Sobre todo si se pensaba que Jesper Humlin era por entonces un nombre interesante para el público debido al libro que no escribiría.

Picoteó con desgana la comida que servían y el resto del viaje se lo pasó sentado mirando cómo se oscurecía el paisaje. «El punto de apoyo», pensó. «Estoy en medio de la vida, en medio del mundo, en medio del invierno sueco. Y me falta un verdadero punto de apoyo.»

En Gotemburgo, Pelle Törnblom fue a buscarlo con una furgoneta oxidada y abollada. Al dejar la estación se metieron enseguida en un embotellamiento y se quedaron parados.

—Ya han llegado —dijo Pelle Törnblom satisfecho—. Tienen grandes expectativas.

—¿Ya han llegado? Pero si aún faltan cuatro horas hasta que me encuentre con ella y su hermano.

—Están allí desde esta mañana. Para ellos es un momento muy importante.

Jesper Humlin lanzó una mirada suspicaz al hombre que estaba al volante. ¿Lo decía en serio o era sarcástico?

—No tengo ni idea de cómo va a resultar esto. Tal vez no salga nada.

—Lo importante es que lo hagas. En este país a los inmigrantes se los considera víctimas. Por circunstancias, por falta de conocimientos del idioma, por casi todo lo que se pueda pensar. A veces ellos mismos se consideran también víctimas. Pero realmente la mayoría quieren ser considerados y tratados como personas totalmente normales. Si puedes ayudarles a contar sus propias historias, harás algo importante.

—¿A quiénes? Voy a hablar con una muchacha que se llama Leyla. Con nadie más.

La fila de coches se movió algunos metros y volvió a pararse. Al mismo tiempo empezó a caer aguanieve.

—Serán unos cuantos más.

—¿Quiénes? ¿Cuántos?

—Tuvimos que poner varias sillas más.

Jesper Humlin puso la mano en la manilla de la puerta del coche y se preparó para huir.

—¿Más sillas? ¿De qué estás hablando?

—Serán unos cincuenta.

Jesper Humlin trató de abrir la puerta del coche. El picaporte se soltó.

—¿Qué clase de coche es éste?

—Suele soltarse. Luego lo arreglaré.

—¿A qué te refieres con cincuenta personas?

—Leyla se ha traído a algunas amigas que también quieren aprender a escribir.

—¿Por qué hablas entonces de cincuenta personas?

—Sus familias también vienen.

—¿Por qué?

—Es por lo que te he dicho antes. Vigilan a sus hijas. Sinceramente, creo que debería alegrarte que estén tan interesadas.

—¡Pero yo he venido aquí para hablar con una chica! No con varias, ni tampoco con sus familias. Llévame otra vez a la estación.

Pelle Törnblom se volvió hacia él.

—Verás como todo irá bien. Cuando se den cuenta de que eres alguien en quien se puede confiar empezarán a venir menos personas.

—No me importa cuántos vengan. Estoy aquí para hablar con una sola chica. Llévame de nuevo a la estación.

—En realidad viene una persona más.

—¿Quién?

—Un periodista.

—¿Cómo se ha enterado de esto?

—Hablé con él.

—¡Maldita sea!

—Podrás imaginarte lo que va a escribir si traicionas a estas muchachas tan desprotegidas ya en nuestra sociedad.

Jesper Humlin se quedó sentado en silencio con el picaporte en la mano. «¿Por qué no escucha nadie lo que digo?», pensó. «¿Por qué vienen cincuenta personas cuando estoy aquí para hablar con una sola?»

La fila de coches empezaba a moverse. La nieve caía más densa. Cuando llegaron a Stensgården y al club de boxeo, Jesper Humlin sintió más que nada ganas de ponerse a llorar. Pero siguió a Pelle Törnblom y entraron en la habitación, que estaba llena a rebosar. Había sentadas personas de todas las edades y aspectos, apretujadas unas contra otras. Vio a muchos ancianos y niños pequeños que daban grandes gritos. El ambiente estaba impregnado de aromas de especias exóticas que Jesper Humlin no reconoció.

Se quedó en la puerta. En una apartada y solitaria mesa del local estaba sentada Leyla con sus amigas. Para su sorpresa, una de ellas era Tea-Bag.

Dio media vuelta. Pelle Törnblom le interceptó la retirada.

Sólo había un camino para él.