Cuando Jesper Humlin se despertó al día siguiente en su hotel de Gotemburgo, se acordó de repente de que tenía un viejo amigo que vivía en un suburbio llamado Stensgården. Pelle Törnblom —un marinero que había decidido desembarcar para siempre y poner en marcha un club de boxeo a las afueras de su zona de residencia— y Jesper Humlin habían mantenido una estrecha relación durante unos años cuando eran jóvenes. Lo que los unía entonces era que Pelle Törnblom también tenía ambiciones literarias. Con el paso de los años, habían hablado por teléfono con frecuencia irregular e intercambiado unas pocas tarjetas postales. Jesper Humlin intentaba recordar en vano cuándo se habían encontrado por última vez. De lo único que estaba seguro era de que Pelle Törnblom trabajaba por entonces en un barco remolcando marcos de madera a lo largo de la costa de Norrland.
Decidió buscar el número de teléfono de Pelle Törnblom. Pero antes hojeó el periódico con preocupación. No encontró nada. Cosa que lo tranquilizó algo de momento. Pero temía que sólo se tratara de un retraso. Al día siguiente, el escándalo estaría en la calle. Pensó en llamar a la bibliotecaria responsable de llevar hasta allí al extraño grupo de hombres que se sentaron en la primera fila a mirarlo, y enseguida lo descartó. ¿Qué iba a decirle en realidad? Su intención había sido buena. Había dedicado tiempo de su trabajo a atraer a un público al que normalmente no le interesaban los libros.
Sonó el teléfono. Era Olof Lundin. Jesper Humlin no quería hablar con él.
—Soy Olof. ¿Dónde estás?
«Antes se preguntaba a las personas cómo estaban», pensó Jesper Humlin. «Hoy en día se pregunta dónde están.»
—Las líneas de teléfono funcionan mal. Estoy en Gotemburgo. No quiero hablar contigo.
—¿Qué vas a hacer en Gotemburgo?
—Me has organizado dos recitales.
—Se me había olvidado. ¿En la biblioteca?
—Ayer estuve en Mölndal. Esta tarde iré a un sitio que se llama Stensgården.
—¿Qué es?
—Eso deberías saberlo tú, que eres el que lo ha arreglado. No puedo hablar ahora. Además casi no oigo lo que dices.
—¿Por qué no puedes hablar? ¿Te he despertado?
—Estaba despierto. No oigo lo que dices.
—Oyes perfectamente. Lo de ayer en Mölndal tuvo muy buena acogida.
—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera sabías que había estado allí.
—Ahora sí oyes.
—Las líneas telefónicas han mejorado.
—Llamó la bibliotecaria. Estaba muy satisfecha.
—¿Cómo podía sentirse satisfecha? Estuvo a punto de haber una pelea.
—Una lectura de poemas casi nunca produce tales reacciones. He intentado hablar con los periódicos de la tarde para que se interesaran por lo ocurrido.
A Jesper Humlin casi se le cayó el teléfono.
—¿Qué dices que has hecho?
—He hablado con la prensa vespertina.
—No quiero que se escriba nada —gritó Jesper Humlin—. Allí había algunos borrachos que decían a gritos que mis poemas eran lo peor que habían leído. Querían saber cuánto cobraba por palabra.
—Una pregunta interesante.
—¿Te lo parece?
—Puedo calcularlo si quieres.
—¿Qué sentido tendría saberlo? ¿Crees que escribiría poemas más largos? No quiero que hables con la prensa. Te lo prohíbo.
—No oigo lo que dices.
—¡Digo que no quiero que se escriba nada!
—Llamaré de nuevo cuando estén mejor las líneas. Voy a hablar con los periódicos de la tarde.
—No quiero que lo hagas. ¿No oyes lo que digo?
La conversación se interrumpió. Jesper Humlin se quedó mirando el teléfono con gesto furioso. Cuando llamó de nuevo a la editorial, le comunicaron que Olof Lundin estaba reunido y que no estaría localizable hasta después del mediodía. Jesper Humlin se tumbó en la cama y decidió dejar la editorial inmediatamente. No quería tener nada más que ver con Olof Lundin. Nunca más. Luego, a modo de revancha, permaneció tumbado en la cama más de una hora pensando en una intriga para una novela policiaca, a la vez que se prometía a sí mismo no escribir nunca el libro.
Por la tarde, cuando la lluvia había empezado a caer sobre Gotemburgo, Jesper Humlin tomó un taxi hasta la zona de las afueras llamada Stensgården. Esta estaba formada por hileras infinitas de bloques tristes que le hicieron pensar en cajas colocadas por gigantes de leyenda en un campo desolado. En la plaza de Stensgården, donde arreciaba un fuerte viento, se bajó del taxi frente a la biblioteca, que estaba encajada entre un establecimiento de bebidas alcohólicas y un McDonald's. Había viajado de nuevo con un conductor africano, que había encontrado el sitio enseguida.
El rótulo de la biblioteca estaba roto y la puerta exterior llena de grafiti. Jesper Humlin buscó a la bibliotecaria responsable, que físicamente era casi una copia de la mujer que encontró la tarde anterior en Mölndal. Sin lograr ocultar su preocupación, preguntó si habían invitado a algunos grupos especiales para la tarde.
—¿Qué tipo de grupos?
—No sé. ¿Has tratado tal vez de que vengan personas nuevas a la biblioteca?
—¿Como quiénes?
—No lo sé. Sólo era curiosidad.
—No sé a quiénes podrías referirte En el mejor de los casos vendrán unas diez personas.
Jesper Humlin la miró estupefacto.
—¿Diez personas?
—Suele ser así cuando nos visitan poetas. Naturalmente, si tenemos un escritor de novelas policiacas vienen más personas.
—¿Cuántas más?
—La última vez vinieron ciento cincuenta y siete personas.
Jesper Humlin no preguntó nada más. Dejó su maletín en el despacho de la bibliotecaria y después salió de la biblioteca. En la calle trató de llamar de nuevo a Olof Lundin desde la desolada plaza, y esta vez logró localizarlo.
—Espero que no hayas hablado con los periódicos de la tarde.
—Claro que lo he hecho. Pero, por desgracia, no parecen especialmente interesados.
Jesper Humlin sintió un gran alivio.
—¿Así que no va a salir nada?
—Parece ser que no. Pero aún no me he rendido.
—Quiero que te rindas inmediatamente.
—¿Has pensado en la novela policiaca?
—No.
—Pues hazlo. Llámame cuando puedas sugerir un buen título.
—Soy poeta. No escribo novelas policiacas.
—Llámame cuando puedas sugerir un buen título.
Jesper Humlin se metió con furia el teléfono en el bolsillo, se ajustó más el chaquetón y empezó a cruzar la plaza sin dirección fija. Después de unos pocos metros se paró y miró a su alrededor. Algo le había llamado la atención. Al principio no supo qué era. Luego se dio cuenta de que eran las personas. Se movían agachadas en medio del viento. Tenía la impresión de haber sobrepasado un límite invisible sin darse cuenta y de hallarse de repente en otro país. Las personas que veía en la plaza le resultaban totalmente extrañas. El color de su piel, sus rostros, sus ropas. Entonces cayó en la cuenta de que nunca anteriormente había visitado esa Suecia nueva y distinta que estaba creciendo, los suburbios parecidos a guetos en los que se metía a todos los que habían llegado a Suecia como inmigrantes o como refugiados. Se dio cuenta, con espantosa claridad, de que era natural que sólo acudieran diez personas a la biblioteca por la tarde. ¿Qué aportaban sus poemas a aquellas personas?
Anduvo por la plaza hasta que empezó a tener frío. Buscó la dirección de Pelle Törnblom en una sucia guía de teléfonos de un café en el que tocaban música árabe. «Club de Boxeo Törnblom.» Se volvió hacia la muchacha de tez oscura que estaba en la caja y le preguntó si sabía dónde se encontraba el club de boxeo.
—Al otro lado de la iglesia.
Jesper Humlin no había visto ninguna iglesia.
—¿Dónde está la iglesia?
La muchacha señaló con el dedo a través de la ventana empañada y siguió leyendo la revista.
Jesper Humlin se bebió su café y buscó la iglesia y el local destartalado donde un letrero sobre una puerta de chapa oxidada anunciaba que era la entrada del club de boxeo de Pelle Törnblom. Se quedó en pie, dudando. ¿Por qué buscaba a Pelle? ¿Qué tenían que decirse en realidad? Decidió volver a la biblioteca. En ese mismo momento la puerta se abrió. Jesper Humlin vio enseguida que Pelle Törnblom había echado barriga. Antes se mantenía en forma. El hombre que estaba saliendo por la puerta tenía el vientre prominente y la cara enrojecida. La camisa bajo la chaqueta de cuero le quedaba demasiado ajustada. Al reconocerlo, saludó a Jesper Humlin.
—Habíamos pensado ir a escucharte esta tarde —dijo sonriendo.
—¿A quiénes te refieres?
—A Amanda y a mí.
—¿Amanda?
—Mi esposa. Mi cuarta y última esposa.
—Entonces seremos doce personas. La bibliotecaria prometió que habría diez asistentes.
Pelle Törnblom abrió la puerta de chapa y entró con Jesper Humlin. Subieron una escalera estrecha y entraron en una habitación que olía a sudor rancio. En medio de la habitación había un cuadrilátero; junto a las paredes, distintos aparatos de musculación. Jesper Humlin buscó con la mirada algo que pudiera parecerse a la máquina de remo de Olof Lundin.
—Cierro los jueves. De otro modo, esto estaría lleno.
Pelle Törnblom lo guió hasta una diminuta oficina. Se sentaron. Pelle Törnblom miró a Jesper Humlin entornando los ojos.
—¿Por qué estás tan bronceado?
—He estado viajando.
—No parece natural.
—¿A qué te refieres?
—Parece demasiado cuidado. Como si pasaras el tiempo en una cabina de bronceado.
En ese momento, Jesper Humlin supo con seguridad que había cometido un error al buscar a Pelle Törnblom.
—He estado viajando por sitios en los que brilla el sol. Así se broncea la piel.
Pelle Törnblom se encogió de hombros.
—Tú has echado barriga —dijo Jesper Humlin contraatacando.
—Me he casado por cuarta y última vez. Ya no necesito pensar en mi aspecto físico.
—Estás demasiado gordo.
—Sólo en invierno. Durante los meses de verano adelgazo.
—¿Quién es Amanda?
—Es de Turquía. Aunque en realidad es de Irán, pero su padre nació en Pakistán, aunque ahora vive en Canadá.
—¿Entonces es inmigrante?
—Ha nacido en Suecia. Si eso tiene algún significado.
—En la plaza he visto que aquí en Stensgården hay muchos inmigrantes.
—A grandes rasgos, sólo yo y los viejos que están en la puerta del establecimiento de bebidas alcohólicas somos lo que se puede llamar suecos. Todos los que vienen aquí a boxear proceden de otros países. He contado diecinueve nacionalidades distintas.
—Supongo que casi nadie acudirá a la biblioteca esta tarde —dijo Jesper Humlin, asombrándose de que sólo el hecho de pensarlo le producía desánimo.
—Conocerás a algunos de ellos después —dijo Pelle Törnblom en tono animoso mientras enchufaba un sucio hervidor de café que había en un estante.
—¿Qué quieres decir?
—No pude convencerlos de que fueran a la biblioteca. Pero vienen a la fiesta que habrá después.
—¿Qué fiesta?
—La fiesta que te hemos preparado esta noche.
Jesper Humlin sintió de nuevo que una gran sensación de desasosiego se apoderaba de él.
—Nadie me ha dicho nada sobre una fiesta.
—Por supuesto. Iba a ser una sorpresa.
—No puede ser. Tengo que volver a Estocolmo. La lectura está fijada de esta forma para que me dé tiempo a regresar en el último vuelo.
—Puedes viajar mañana por la mañana.
Jesper Humlin vio la cara de Andrea ante sí.
—No puede ser. Andrea se pondrá furiosa.
—¿Quién es?
—La mujer con la que se supone que vivo.
—¿Estás casado?
—No. Ni siquiera vivo con ella.
—Llámala y dile que te quedarás hasta mañana. ¿Es tan difícil?
—Es imposible. No la conoces.
—¿Sólo una noche?
—No puede ser.
—Muchos van a sentirse defraudados si se suspende la fiesta. En particular todos los jóvenes que vienen a boxear aquí. No han visto nunca a un escritor de best setter famoso.
—No soy ningún escritor de best setter. Apenas soy especialmente conocido.
Pelle Törnblom tenía la cafetera encendida. Jesper Humlin negó con la cabeza cuando le ofreció una taza.
—No creo que seas de los que decepcionan a los inmigrantes jóvenes. También vendrán los padres de algunos de ellos.
Jesper Humlin se rindió. Trató de imaginarse cómo podría explicarle a Andrea que tenía que pasar la noche en Gotemburgo. Pero se dio cuenta de que cualquier cosa que dijera se volvería en su contra.
—Vendrán algunos cíngaros a tocar música —dijo Pelle Törnblom para alentarlo.
Jesper Humlin no respondió. En vez de eso, su mirada y su pensamiento se centraron en un póster descolorido que había en la pared haciendo publicidad de un encuentro de boxeo entre Eddie Machen e Ingemar Johansson.
A la lectura asistieron trece personas, gracias a que uno de los conserjes se quedó a pesar de tener la tarde libre. Podrían haber sido diecisiete, ya que algunos de los borrachos que estaban en los bancos ante la puerta del establecimiento de bebidas alcohólicas querían entrar a calentarse. Jesper Humlin, que aún no había llamado a Andrea, miró con tristeza el desolado local. Pero cuando llegaron tambaleantes aquellos achispados, se espabiló y puso en claro que se negaba a leer poemas a personas que estaban evidentemente borrachas y a las que sólo les interesaba el calor de la biblioteca.
Justo antes de que empezara, llegó Pelle Törnblom, que vestía un traje estrecho y gastado y le presentó a su esposa Amanda. Jesper Humlin se enamoró de ella enseguida. Tenía un rostro hermoso, con ojos de mirada profunda. Durante la lectura y la conferencia le dirigió interiormente su atención, leyendo sus poemas para ella, para nadie más. El público estaba compuesto sobre todo por jubilados, entre otros un hombre que respiraba con dificultad, a quien el desesperado mundo representado por Jesper Humlin le hizo sentir como olas rugientes contra una playa rocosa. Después de las poesías y la exposición nadie hizo preguntas. Pelle Törnblom sonrió y Jesper Humlin sintió recelo. «Me desprecia», pensó. «Cuando éramos jóvenes, la literatura que teníamos delante era totalmente distinta. Libros de lúcidos reportajes sobre la miseria del mundo. En mi caso se transformaron en poemas, y en el suyo, primero en un barco remolcador y luego en un club de boxeo.»
Cuando las bibliotecarias le dieron un ramo de flores a Jesper Humlin como agradecimiento —uno de los más pequeños que había recibido—, decidió escaparse por la puerta de atrás y salir directamente hacia el aeropuerto. Pero se dio cuenta de que podía significar la ruptura definitiva con Pelle y el contacto que mantenían. Cuando los pocos visitantes abandonaron la sala, Pelle Törnblom y Amanda se acercaron a él.
—No entiendo tus poemas —dijo Amanda con sinceridad—. Pero son bonitos.
—Yo los he entendido —dijo Pelle Törnblom—. Pero en mi opinión no son especialmente bonitos.
—Voy un momento a buscar mis prendas de abrigo —dijo Jesper Humlin—. Luego me acercaré dando un paseo al club de boxeo.
Pelle Törnblom lo miró receloso.
—Pensaba que podíamos acompañarte.
—Después de un recital, siempre necesito dar un paseo solo.
—¿Por qué?
—Para aclarar la mente.
—Te acompañamos. No hace falta que hablemos.
«Supone que me voy a escapar», pensó Jesper Humlin. Cuando entró en la habitación donde estaba su ropa de abrigo, aún dudaba qué hacer. Le parecía imposible llamar por teléfono a Andrea y decirle que no iba a ir a casa como habían acordado. Sacó el teléfono para llamar a un taxi y pedirle que parase al otro lado de la plaza para que nadie lo viera marcharse. En ese mismo momento sonó. Vio un número en la pantalla que no reconoció. Contestó. Era su madre.
—¿Dónde estás?
—¿Por qué no preguntas cómo estoy?
—Ahora son otros tiempos. Con los móviles nunca se sabe dónde están las personas. ¿Por qué no preguntas dónde estoy ahora?
—No reconozco el número.
—Me han invitado a un restaurante.
—¿Quién?
—Un admirador secreto.
—¿Quién es?
—No pienso decírtelo.
—¿Para eso llamas? ¿Para decir que no piensas desvelar con quién has ido a un restaurante?
—Quiero que vengas a mi casa esta noche. Tenemos algo importante de lo que hablar.
—Esta noche no puedo. Estoy de viaje.
—He hablado con Andrea. Me ha dicho que has decidido volver a casa esta tarde.
Jesper Humlin se sentía acorralado por todos los lados.
—Piensa que mañana puedo haber muerto. Pronto cumpliré noventa años.
—No vas a morir esta noche. Puedo ir a tu casa mañana por la tarde.
—Imposible. Entonces vendrá Andrea.
—¿Qué quieres decir?
—Que voy a verte esta noche a ti y mañana a ella.
—¿Por qué no podemos ir juntos?
—Tengo que hacer algunas declaraciones importantes. Pero quiero hablar a solas con cada uno de vosotros.
Jesper Humlin trató de entender qué podía estar tramando su madre.
—Iré. Si llego a tiempo para coger el vuelo.
—¿Dónde estás?
—¿No te lo ha dicho Andrea?
—No se acordaba si era en Luleå o en Malmö.
—Estoy en Gotemburgo.
—Ahora no tengo tiempo de hablar contigo. Estaré en casa a partir de las doce de la noche. Te invito a un vaso de vino.
—No quiero vino.
La conversación ya se había interrumpido. Jesper Humlin marcó el número del taxi. Estaba ocupado. Buscó en la guía de teléfonos que había sobre un estante las distintas alternativas de empresas de taxi que había. No había ninguno libre. Estaba sudando. «No quiero ir a la fiesta», pensó. «En cambio, me gustaría encontrarme a solas con Amanda e interpretarle mis poesías.»
Llamó de nuevo. Esta vez obtuvo respuesta.
—Podemos enviar un coche dentro de veinte minutos.
—Es demasiado tarde. Tengo que llegar a tiempo para coger un vuelo.
—Hay un congreso médico en la ciudad. No puede ser más rápido.
—Veinte minutos es demasiado tiempo.
—Entonces no podemos ayudarle.
Jesper Humlin decidió buscar un taxi en la calle. Fue hacia la salida de emergencia y pensó que se estaba escapando por la puerta de los poetas fracasados. Los escritores de best setter utilizaban la entrada principal, mientras que él no tenía más remedio que ir por la escalera de atrás.
Al salir, Pelle Törnblom estaba allí esperándolo.
—Amanda ya ha ido para allá —dijo—. Temíamos que desaparecieras.
Jesper Humlin sintió la humillación de haber sido sorprendido y atrapado.
—Me di cuenta de que pensabas escaparte —dijo Pelle Törnblom en tono acusador—. Tengo que pensar en todos los que quedarían decepcionados si no aparecieras.
—No conoces a Andrea.
Pelle Törnblom, enfadado, alargó la mano.
—Déjame tu teléfono. Puedo llamarla yo.
—¿Para decirle qué?
—Que te has puesto enfermo.
—Sabe que no me pongo enfermo nunca. Es enfermera y me conoce.
—Le diré que te ha bajado de repente la presión sanguínea.
—No tengo ningún problema con la presión.
—Una diarrea repentina. Cualquiera puede tenerla.
—No entiendes mi situación. Aunque sufriera un ataque al corazón completamente real, ella me acusaría de no haber cumplido mis promesas.
Pelle Törnblom se dio cuenta de que no se podía eludir el problema de Jesper Humlin. Reflexionó.
—¿Cuándo sale tu avión?
—Exactamente dentro de setenta y siete minutos.
—Vamos a esperar una hora. Luego llamaré para decirle que te conduje al aeropuerto pero que mi coche se estropeó.
—No va a creerme.
—No es necesario que te crea, sólo que me crea a mí.
La voz de Pelle Törnblom denotaba decisión. Jesper Humlin comprendió que ya no tenía sentido mostrar resistencia a la fiesta que lo esperaba. Dio el teléfono a Pelle Törnblom.
—Llama a Andrea cuando lo creas oportuno. Pero tendré que soportar una pesadilla si no suenas convincente.
—No debes preocuparte.
Jesper Humlin sintió que su preocupación aumentaba en el acto.
Atravesaron la ventosa y solitaria plaza. Jesper Humlin pensó que debería preguntar qué era lo que en realidad le esperaba, pero Pelle Törnblom se le anticipó.
—Es una suerte que mis chicos del boxeo no hayan oído tus poemas.
—Ya sabía que no te gustaban.
Pelle Törnblom se encogió de hombros.
—Son como suelen ser los poemas.
—¿Cómo?
—Nada interesantes.
Continuaron caminando en silencio, la sensación de incomodidad e insignificancia de Jesper Humlin fue creciendo a cada paso que daban en medio del frío viento.
Cuando llegaron al club de boxeo, algunas antorchas revoloteaban sobre la puerta, que estaba entreabierta. Antes de entrar, Jesper Humlin detuvo a Pelle Törnblom.
—¿Qué se espera de mí?
—Eres el invitado de honor.
—Pregunto qué se espera.
—Que te comportes como un invitado de honor.
—No sé cómo se comporta un invitado de honor.
—Contestas preguntas. Firmas autógrafos. Demuestras tu aprecio.
—¿Quién soy yo realmente para ellos?
Pelle Törnblom pareció sorprendido por la pregunta y reflexionó antes de responder.
—Una persona procedente de un mundo desconocido. Vienes de Estocolmo, pero igual podrías haber venido de visita desde un planeta de una lejana vía láctea.
Como se temía Jesper Humlin, Andrea reaccionó con rabia cuando Pelle Törnblom llamó para comunicarle que el coche se había estropeado. A pesar del raido de la orquesta de cíngaros, Jesper Humlin pudo percibir la voz de Andrea. Envolvía la cabeza de Pelle Törnblom como una llama. Y éste apartó el teléfono como si hubiera recibido una sacudida.
—¿Qué ha pasado?
—No me ha creído.
—¿Qué te dije?
—Me dijiste que no iba a creernos ni a ti ni a mí. Y así ha sido.
Pelle Törnblom se sentía vencido.
—Deberíamos haber salido para llamar.
—Deberías haber salido tú. Tú eres el que ha llamado.
—En un coche que se ha estropeado en la carretera no suele escucharse una orquesta de cíngaros.
—¿Qué ha dicho?
—Ha hablado de un libro que iba a empezar a escribir esta misma tarde.
—No digas nada más. No quiero saberlo.
Jesper Humlin había decidido no beber nada durante la fiesta a la que había sido llevado inesperadamente como invitado de honor. Pero ahora tiraba todas las prohibiciones por la borda. «En algún sitio se tiene que hacer la última comida», pensó. «La comunión antes del último viaje puede disfrutarse incluso en un club de boxeo.» Empezó a beber, al principio despacio y de modo metódico, luego cada vez más descontrolado. Sólo él y Pelle Törnblom bebían vino, los otros llevaban refrescos en las manos. Pelle Törnblom le presentó a distintas personas, todos inmigrantes, y muchos de ellos hablaban sueco tan mal que Jesper Humlin no entendía lo que decían. Pero siempre había personas que querían hablar con él, la mayoría jóvenes, y tuvo que utilizar toda su paciencia para responder a sus preguntas una vez que había logrado entender lo que querían.
Luego alguien lo arrastró hasta el cuadrilátero para que bailara. Jesper Humlin odiaba bailar, nunca había aprendido, siempre envidiaba a los que dominaban el arte de avanzar con los movimientos al compás de la música. Cuando iba a salir del cuadrilátero, tropezó con las cuerdas y se cayó. Pero, dado que a esas alturas estaba muy borracho, el descenso fue suave y no se lastimó. Amanda lo siguió hasta la oficina donde él había estado antes hablando con Pelle Törnblom. Ahora quería que Amanda se quedara con él, pero ella se sonrojó cuando intentó agarrarla con torpeza y le dijo que era hermosa, por lo que se apresuró a salir de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Jesper Humlin estaba rodeado de soledad. La música y las voces alegres llegaban hasta él. De pronto, sin saber el motivo, se acordó de la muchacha de Mölndal, la que afirmaba llamarse Tea-Bag. Cerró los ojos. «Se acabaron las poesías», pensó de repente. «Pero tampoco voy a escribir la novela policiaca que espera Olof Lundin. Lo que voy a escribir, y sobre todo cómo va a salir, no lo sé.»
Se abrió la puerta. Una muchacha de aspecto árabe lo miró.
—¿Molesto?
«El mundo molesta», pensó Jesper Humlin.
—En absoluto.
La muchacha hablaba sueco con inseguridad, pero Jesper Humlin no tenía dificultades para entenderla.
—Quiero ser escritora —dijo.
—¿Por qué?
Jesper Humlin se dio cuenta de que se había sobresaltado como si lo hubieran atacado por detrás. A pesar de estar borracho, no podía evitar la intranquilidad y la suspicacia que le atormentaban cada vez que una persona se ponía ante él y le decía que quería ser escritor. Siempre se imaginaba que esa persona demostraría ser un gran talento.
—Quiero contar mi historia.
—¿Qué historia?
—La mía.
Jesper Humlin miró a la chica, que podía tener dieciocho o diecinueve años. Estaba tan borracho que la habitación se balanceaba, pero logró fijar la mirada en su silueta. Vio que era muy gruesa. Iba envuelta en un chal que ocultaba sus formas. Sin embargo, se percató de que no sólo tenía un sobrepeso importante, sino de que era directamente obesa. Tenía la cara llena de granos y la piel brillante de sudor.
—¿De dónde eres?
—De Irán.
—¿Cómo te llamas?
—Leyla.
—¿Boxeas?
—Estoy aquí porque mi hermano me ha pedido que le acompañe. El boxea aquí.
—Y quieres ser escritora.
—Lo que no sé es cómo se hace.
Jesper Humlin se quedó mirándola. No sabía de dónde procedía la idea. Pero era totalmente clara y evidente, como en los raros momentos en que había visto un poema íntegro ante sí y luego no había necesitado modificar ni una sola palabra. Lo que no sé es cómo se hace. Jesper Humlin tomó asiento en la silla. «Viktor Leander puede escribir su novela policiaca», pensó. «Y Olof Lundin va a esperar la mía en vano. Lo que voy a hacer es ayudar a esta chica a contar su historia. Y ella a su vez va a ayudarme a escribir sobre estas personas que viven en Stensgården.» Jesper Humlin alcanzó la botella que había dejado Amanda y bebió como si tuviera mucha sed. Leyla le lanzó una mirada de desaprobación.
—Voy a ayudarte —dijo Jesper Humlin, y dejó a un lado la botella de vino—. Si anotas tu número de teléfono te llamaré.
La muchacha se sobresaltó.
—No puedo hacerlo.
—¿Qué es lo que no puedes hacer?
—Facilitar mi número de teléfono.
—¿Por qué?
—Mis padres van a empezar a sospechar si un hombre me llama por teléfono.
—Puedes decirles quién soy.
Ella negó con la cabeza.
—No puede ser. Es impropio. Llama aquí, a Pelle Törnblom o a Amanda. —De repente sonrió—. ¿Es cierto que quieres ayudarme?
—Yo quiero. Pero otra cosa es si puedo.
La chica desapareció por la puerta. La música empezó de nuevo. Jesper Humlin se quedó sentado con su botella mirando los carteles rotos de la pared. Aunque sólo veía contornos borrosos, empezó a presentir lo que iba a escribir. No un libro como el que planeaba Viktor Leander, ni como el que quería Olof Lundin, sino algo totalmente distinto.
Al día siguiente, Pelle Törnblom lo llevó al aeropuerto. Jesper Humlin tenía una enorme resaca y no estaba totalmente seguro de lo que había ocurrido durante la última parte de la fiesta. Se despertó sobre una alfombra bajo el cuadrilátero con un fuerte dolor de cabeza.
—La fiesta resultó muy bien. Me alegro de que te quedaras. Andrea seguramente lo entenderá.
Jesper Humlin se estremeció pensando en lo que le esperaba cuando llegara a casa. Ansiaba la cerveza que iba a tomarse en el aeropuerto.
—No entenderá nada.
—Tu visita significó mucho para mis boxeadores y los otros que estaban allí.
Jesper Humlin no contestó. Pensó en la muchacha gorda, Leyla. Y en la idea que había tenido la noche anterior. Pero ahora, en medio de la grisácea resaca, ya no podía decidir si la idea era buena o no. Y eso le produjo de repente más miedo que pensar en lo que iba a decirle Andrea cuando llegara a casa.