Capítulo 3

Al día siguiente, Jesper Humlin estaba muy cansado cuando atravesó las altas puertas de entrada de la editorial. La conversación con su madre se había prolongado hasta altas horas de la noche.

Era la una menos cuarto cuando llamó a la puerta de su editor. En el letrero de la puerta ponía Olof Lundin. Jesper Humlin siempre entraba en el despacho de Lundin con cierto terror. A pesar de que habían trabajado juntos durante muchos años —Jesper Humlin en realidad no había tenido nunca otro editor—, las conversaciones que mantenían derivaban a menudo en discusiones deplorables e incoherentes acerca de lo que era en realidad literatura comercial. Olof Lundin era una de las personas con las ideas menos claras que Jesper Humlin había encontrado en el sector del libro. Muchas veces pensaba con irritación que era incomprensible que un hombre tan poco preparado intelectualmente como Olof Lundin hubiera podido ascender y convertirse en el editor más importante de la enriquecida editorial.

—¿No dijimos a la una y cuarto?

—Dijimos a la una menos cuarto.

Olof Lundin tenía sobrepeso. Entre los montones de manuscritos que cubrían el suelo había una máquina de remo, y un tensiómetro junto al cenicero lleno a rebosar. Esto último fue una de las luchas más ardientes que se mantuvieron en la editorial cuando las altas instancias, conjuntamente con las distintas organizaciones sindicales que tenían representación en la empresa, implantaron la prohibición total de fumar en la editorial. Olof Lundin se negó. Comunicó su despido con efecto inmediato si no podía seguir fumando en su propio despacho. Ya que había un editor que tenía la misma actitud, al que no se le había dado permiso, el conflicto se llevó hasta el consejo de administración. La editorial, que había sido propiedad familiar durante más de cien años, se vendió repentinamente a una empresa francesa de gasolina, que había decidido invertir en el ramo de los medios de comunicación sus grandes ganancias, provenientes de los pozos de petróleo angoleños en los que tenían derecho de extracción. Los directores de la empresa petrolífera pusieron sobre su mesa la cuestión del permiso de fumar que planteaba Olof Lundin. Finalmente se pudo llegar a un compromiso que consistía en instalar un fuerte sistema de ventilación en su despacho. No obstante, los gastos corrían por cuenta de él.

Jesper Humlin retiró unos manuscritos de una silla y se sentó en medio de la neblina. La habitación estaba helada debido a que el sistema de ventilación introducía el aire del exterior a alta velocidad. Olof Lundin llevaba puestos gorro y guantes.

—¿Cómo se está vendiendo el libro?

—¿Cuál de ellos?

Jesper Humlin suspiró.

—El último.

—Como era de esperar.

—¿Qué significa eso?

—No tan bien como se esperaba.

—¿Podrías explicarlo de modo un poco más claro?

—De una colección de poemas no esperamos vender más de mil ejemplares. Ésas son nuestras expectativas. Hasta la fecha, se han vendido mil cien ejemplares de tu último libro.

—¿Entonces se ha vendido más de lo que se esperaba?

—En realidad no.

—¿Puedes aclararlo?

—¿Qué es lo que no entiendes?

—Si un libro se vende más de lo que esperabais, no puede significar a la vez que no haya superado las expectativas.

—Naturalmente, siempre esperamos que nuestras expectativas sean demasiado bajas.

Jesper Humlin sacudió la cabeza y se ajustó el chaquetón aún más al cuerpo. Estaba helado. Olof Lundin retiró algunos montones de papel de su escritorio para tener espacio y ver a Jesper Humlin.

—¿Cómo va el libro nuevo?

—Acabo de sacar un libro. No soy una fábrica.

—¿Cómo va el libro que pronto vas a empezar a escribir?

—No lo sé.

—Espero, naturalmente, que vaya bien.

—Yo también.

—Me gustaría darte un consejo.

—¿Cuál?

—No lo escribas.

Jesper Humlin se quedó mirando a su editor.

—¿Ése es tu consejo?

—Sí.

—¿Intentas decirme que no escriba el libro que esperas que vaya bien?

Olof Lundin señaló con el dedo hacia el techo.

—Los directores están preocupados.

—¿Se supone que voy a tener que escribir una colección de poemas sobre el petróleo?

—Tú bromea. Pero los tengo todo el tiempo sobre mí. Quieren ver mayor margen de ganancias.

—¿Eso qué significa?

—Un libro que no tiene garantizada la venta de al menos cincuenta mil ejemplares no debe publicarse.

Jesper Humlin se quedó asombrado.

—¿De cuántos de los libros que publicas se venden cincuenta mil ejemplares?

—De ninguno —contestó Olof Lundin contento.

—¿Va a dejar la editorial su actividad?

—En absoluto. Por el contrario, vamos a empezar a publicar libros de los que venden cincuenta mil ejemplares.

—Nunca en la historia de la literatura sueca han salido cincuenta mil ejemplares de un libro de poemas en la primera edición.

—Por eso te aconsejo que no escribas el libro que habías pensado. El que, naturalmente, espero que vaya bien.

A Jesper Humlin empezó a dolerle de repente el estómago por lo que decía Olof Lundin. ¿Estaría a punto de formar parte de la lista negra? ¿Sería él uno de los escritores de los que la editorial pensaba deshacerse?

—¿Quieres que deje la editorial?

—De ningún modo. ¿Por qué ibas a dejar la editorial? ¿No he mantenido siempre que actualmente eres una de las piedras angulares de esta editorial?

—No me gusta ser descrito como una persona de cemento. Además, no vendo cincuenta mil libros de poesías. Lo sabes tan bien como yo.

—Por eso precisamente no quiero que escribas el libro que tienes pensado. Quiero que escribas sobre otra cosa.

—¿A qué te refieres?

—Una novela policiaca.

A Jesper Humlin le pareció que, en medio de la densa humareda de la habitación, el rostro de Olof Lundin adoptaba desagradables semejanzas con el de Viktor Leander.

—Soy poeta. No escribo novelas policiacas. No quiero. Mi integridad artística me lo impide cuando se me falta al respeto. Además, no sé cómo se hace.

Olof Lundin se levantó, retiró de un puntapié unos manuscritos, se sentó en la máquina de remo y empezó a remar con largos impulsos.

—¿Estás seguro de que no sabes cómo se hace?

A Jesper Humlin siempre le resultaba difícil concentrarse cuando hablaba con alguien que estaba sentado en el suelo remando.

—No me gustan las novelas policiacas. Me parecen aburridas. No me interesa leer algo que sólo trata de que se adivine erróneamente quién es el asesino.

—Es excelente. Es justo lo que pensaba.

—¿Tienes que remar?

—Me responsabilizo de mi tensión arterial. Mi médico dice que me moriré dentro de cuatro años y medio si no hago ejercicio con regularidad.

—¿Por qué precisamente cuatro años y medio?

—Mi médico se jubila entonces. Luego se irá a vivir a las islas Azores.

—¿Por qué?

—Según parece, allí está la población más sana del mundo.

—No pienso escribir ninguna novela policiaca.

Olof Lundin descansaba sobre los remos.

—Me alegro de oírlo.

—¿Te alegras? Antes de que empezaras a remar querías que escribiera una novela policiaca.

—Estoy más o menos en Moja.

—¿Qué quieres decir?

—Una vez al mes voy y vuelvo a Finlandia remando.

Jesper Humlin empezaba a sentirse agotado.

—No escribo novelas policiacas. Para que lo sepas. ¿Qué saben de literatura los directores petroleros?

Olof Lundin había comenzado a remar de nuevo.

—Nada.

—Para la primavera entrego una colección de poemas.

—¿Querrás decir una novela policiaca?

—No escribo novelas policiacas. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo?

—Vas a causar sensación. Un eminente poeta, que ni sabe ni quiere escribir novelas policiacas, lo hace de todos modos. Será algo totalmente distinto. Pero bueno. ¿Y si fuera una novela policiaca filosófica?

—Si no quieres mis poesías, hay otras editoriales que no son propiedad de empresas petroleras.

Olof Lundin soltó los remos y se levantó. Después de encender un cigarrillo, se ajustó el tensiómetro alrededor de la muñeca.

—¿No se toma la tensión arterial cuando se está en reposo?

—Sólo voy a controlar el pulso. Claro que quiero tus poemas.

—No se venden cincuenta mil ejemplares.

—Tu novela policiaca sí.

—No escribo novelas policiacas. Soy poeta.

—Escribes tus poemas, como haces habitualmente. Y la novela policiaca la vas metiendo entre los poemas.

—¿Qué quieres decir?

—El pulso es noventa y ocho.

—En este momento no me importa tu pulso. Quiero saber qué quieres decir.

—Es muy simple. Escribes una novela policiaca en la que los poemas que hay al inicio de cada capítulo contienen distintas pistas.

—¿Qué clase de pistas?

—De las que se requiere cierto hábito literario para descubrirlas. Estoy convencido de que tu libro va a causar sensación. Un thriller filosófico. Jesper Humlin busca nuevos caminos. Será algo excelente. Venderemos por lo menos sesenta y dos mil ejemplares.

—¿Por qué no sesenta y un mil?

—Mi instinto me dice que se van a vender exactamente sesenta y dos mil ejemplares de tu novela.

Jesper Humlin miró el reloj y se puso en pie. Necesitaba huir de todo lo que empezaba a parecer cada vez más un nebuloso campo de batalla.

—Tengo un recital de poesía esta tarde en Gotemburgo. Debo irme.

—¿Cuándo entregas el original?

—No escribo novelas policiacas.

—Si recibo el original en abril, tendremos el libro fuera en septiembre. Como título podemos ponerle El poema mortífero o algo por el estilo.

Sonó el teléfono. Jesper Humlin dejó la editorial y al llegar a la calle respiró profundamente el aire fresco. Tras la conversación con Olof Lundin estaba a la vez inquieto y enfadado. Normalmente sólo se sentía cansado de hablar con su editor. Se paró en medio de la calle y se dio cuenta de que Olof Lundin hablaba en serio. No sólo Viktor Leander estaba convencido de que la única forma de vender libros en grandes tiradas era lanzarse al tren de la literatura policiaca.

Mientras Jesper Humlin se dirigía hacia la Estación Central, pensó en la portada de su último libro. Había protestado a la editorial hasta el final, hasta que viajó a las islas del Pacífico. Se enfrentó muchas veces a Olof Lundin al respecto. La portada no tenía ninguna relación con el contenido de los poemas. Además era fea, con ese dibujo descuidado característico de las portadas de libros de los últimos años. Pero Olof Lundin había insistido en que eso lo haría más vendible. Jesper Humlin todavía recordaba una conversación telefónica que tuvo con Lundin. Fue la mañana que iba a viajar, estaba en Arlanda y había decidido hacer un último intento para parar la portada.

—Detesto la tapa. Si la dejas pasar no te lo perdonaré nunca.

—La portada no tiene que ser aburrida porque los poemas sean aburridos.

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que digo.

—Me estás insultando.

—No estoy diciendo que los poemas sean aburridos porque son pesados. Digo que son aburridos porque son tristes.

—Podías haberlo dicho antes.

—Lo digo ahora.

—Detesto la cubierta.

—Es una buena cubierta.

La conversación acabó porque llamaron a Jesper Humlin por los altavoces del aeropuerto. Los últimos años, desde que había empezado a ser conocido, había adquirido la costumbre de llegar tarde a los aeropuertos para que dijeran su nombre y así conseguir llamar la atención.

El tren se puso en marcha. Jesper Humlin decidió pensar en la conversación que había tenido con Olof Lundin hasta haber pasado Södertälje. Luego empezaría a concentrarse en la velada de lectura que tenía ante sí. En realidad había pensado prepararse antes del mediodía, pero la conversación nocturna con su madre lo había dejado sin fuerzas.

Sonó el móvil. Era Andrea.

—¿Dónde estás?

—Camino de Gotemburgo. ¿Has olvidado que tengo que estar allí esta tarde?

—No he olvidado nada porque no me has dicho que ibas a Gotemburgo.

Jesper Humlin supuso que ella tenía razón. Por eso no se metió en ninguna discusión que de todos modos sabía que iba a perder.

—Hablaremos cuando llegue a casa.

—¿Qué vas a hacer en Gotemburgo?

—Voy a leer poemas y hablar de mis obras.

—Cuando nos veamos, quiero que hablemos de la realidad. No de tus poemas.

Andrea finalizó de golpe la conversación, como solía hacer. Jesper Humlin continuó pensando en lo hablado con Olof Lundin. Su indignación iba en aumento.

Cuando pasó Södertälje se obligó a dejar a un lado todo lo referente a la novela policiaca y a pensar en lo que iba a suceder por la tarde. Le gustaba viajar alrededor del país y hablar. Una vez, en uno de los almuerzos más desagradables con Viktor Leander, éste le había acusado de ser un conferenciante vanidoso. Lo que más le gustaba a Jesper Humlin era comparecer en bibliotecas y universidades. Cuando aparecía en institutos de enseñanza secundaria se sentía más inseguro, y le aterraba hacerlo en todas las escuelas de niveles inferiores. Lo que le esperaba en Gotemburgo era lo que más le gustaba. Una tarde tranquila en la biblioteca, un público adulto concentrado que aplaudía con amabilidad y nunca hacía preguntas molestas.

Revisó mentalmente qué poemas iba a leer y qué punto de vista de su obra literaria quería establecer. Había probado distintos modelos durante años y al final se había decidido por tres variantes que podía mezclar entre sí para no aburrirse ni ajustarse demasiado a la rutina. El primero de esos modelos consistía simple y llanamente en ceñirse a la verdad. Hablaba sobre su infancia cómoda y de que lo que más le asustaba de sus años juveniles era que nunca había sentido deseo alguno de rebelarse. Se había adaptado a la escuela, no se había metido en ninguna organización radical, no había consumido drogas y tampoco había salido de viaje en busca de aventuras. Alrededor de esa normalidad anormal había creado una conferencia que duraba exactamente veintiún minutos.

Para variar, había reunido otros dos modelos de conferencia. Uno se basaba en puras fantasías. Se inventó una juventud dramática que contrastaba por completo con las experiencias que había tenido. Como se había dado el caso de que antiguos compañeros de clase o amigos de su juventud habían aparecido por sus charlas, había puesto mucho cuidado en procurar que las fantasías fueran imposibles de constatar.

La tercera versión trataba del largo y nada fácil camino que se recorre para ser escritor. Afirmaba haber escrito su primera novela a los ocho años, pero haberla quemado el año de su debut. En esta versión, Jesper Humlin contaba a un público que por lo general escuchaba en absoluto silencio una narración de cómo en el fondo le hubiera gustado que hubieran sido las cosas. Pero nunca desvelaría la verdad profunda: que todo lo que decía era inventado.

El tren llegó a la hora prevista. Tomó un taxi para ir a la biblioteca, que estaba en Mölndal. La bibliotecaria que lo recibió era joven.

—¿Asistirá público?

—Las entradas están agotadas. Serán ciento cincuenta personas.

—¿Quién dijo que los movimientos populares suecos habían muerto? —dijo Jesper Humlin con una modestia que le favorecía—. Una tarde oscura y fría de febrero se reúnen ciento cincuenta personas para escuchar a un simple poeta.

—Vienen algunos grupos.

—¿Grupos de qué tipo?

—No lo sé. Puedes preguntárselo a la otra bibliotecaria.

Más tarde, Jesper Humlin se arrepentiría muchas veces de no haber preguntado qué clase de grupos se habían acercado. Creyó que se trataba de algunos círculos literarios o tal vez una asociación de jubilados. Pero cuando, a las siete, salió a la tarima iluminada del auditorio después de que el vicepresidente de la Comisión de Cultura le diera la bienvenida, no vio ni asociaciones de jubilados ni círculos literarios. En medio del público habitual, compuesto por expectantes damas de mediana edad, registró algunos elementos que no pudo determinar en ese momento.

En la primera fila estaba sentado un grupo de hombres de mediana edad que ni en su forma de vestir ni en su aspecto se parecían al público al que estaba acostumbrado. Muchos de ellos llevaban el pelo largo, aros en las orejas y vestían chupas de cuero y vaqueros con las rodillas agujereadas. Jesper Humlin se puso alerta inmediatamente. Cuando echó una ojeada al público, descubrió también a varias personas de piel oscura sentadas en grupos. Los inmigrantes no formaban parte de sus lectores más fieles. Jesper Humlin no había tenido ningún contacto especial con los denominados nuevos suecos, a excepción de un chino que vivía en Haparanda y le escribía continuamente largas cartas con análisis minuciosos y del todo erróneos sobre sus poemas. Pero aquí en Mölndal vio sentados a algunos representantes de ese grupo poco definido de ciudadanos, además todos eran bastante jóvenes.

Jesper Humlin tomó la palabra y llevó a cabo su conferencia, la que estaba basada en la realidad y duraba veintiún minutos. Luego leyó varios de los poemas de su última colección que consideraba más indicados para ser leídos en voz alta. Durante la conferencia mantuvo todo el tiempo bajo una discreta vigilancia a los hombres que estaban en la primera fila. Habían escuchado con atención, lo que le había hecho pensar con creciente satisfacción que tal vez estaba conquistando nuevos grupos de lectores. Un hombre de la primera fila se movía inquieto y se mecía hacia delante y hacia atrás, a la vez que suspiraba de modo audible. Jesper Humlin comenzó a sudar. Se saltó una de las estrofas debido al nerviosismo, y el poema, que ya era en sí difícil de interpretar, resultó totalmente incomprensible.

Los hombres que estaban delante del todo se quedaron mirándolo cuando hubo terminado. Ninguno aplaudió. Jesper Humlin, intranquilo, hojeaba las páginas del libro mientras decidía hacer un cambio dramático y leer sólo los poemas más cortos. Al mismo tiempo se preguntaba con creciente desesperación quiénes serían realmente los que estaban sentados en la primera fila, ¿quiénes eran esos hombres de raídos vaqueros y chaquetas de cuero manchadas? El otro elemento desconocido, el grupo de inmigrantes, lo miraba en silencio y con rostro inexpresivo. Aplaudieron, pero sin entusiasmo. Jesper Humlin tenía ya una fuerte sensación de que algo se estaba yendo al traste, sin que pudiera decir exactamente qué. Pero se dio cuenta de que la velada literaria, en medio de la cual se encontraba en ese momento, no se parecía a ninguna de las anteriores.

Leyó su último poema y se secó el sudor de la frente. Los que consideraba sus habituales, su público normal, aplaudieron de buena gana. Los hombres que se hallaban en los asientos delanteros continuaban mirándolo con ojos muy brillantes, según empezó a percibir Jesper Humlin. Dejó el libro a un lado y esbozó una sonrisa como recurso para ocultar su temor.

—Ahora paso a contestar las preguntas. Después firmaré libros, si hay alguna persona interesada.

Una mujer del público levantó la mano y preguntó cómo definiría el término bondad. Le parecía haberlo percibido como trasfondo a lo largo de todo el poemario. Jesper Humlin notó un leve gruñido procedente de la fila delantera. Empezó a sudar otra vez.

—La palabra bondad es, a mi juicio, un término más bonito para referirse a la amabilidad.

El hombre de los pantalones más rotos, que se había movido inquieto durante la lectura de los poemas, se levantó con tanta vehemencia que tiró la silla.

—¿Qué mierda de preguntas son ésas? —dijo casi gritando con voz aguda—. Quisiera preguntarte a ti, señor escritor, qué quieres decir con estas poesías que hemos tenido que escuchar. Si quieres puedo darte mi opinión en términos muy cortos.

—Encantado.

—No entiendo cómo se puede esconder tanta basura entre las tapas de un libro tan delgado. Que, además, cuesta casi trescientas coronas. Tengo una sola pregunta a la que me gustaría que me respondieras.

A Jesper Humlin le temblaba la voz al contestar.

—¿Cuál es tu pregunta?

—¿Cuánto te pagan por palabra?

Un murmullo de insatisfacción comenzó a extenderse entre el grupo de asistentes a quienes complacía la aparición en público de Jesper Humlin. Éste se dirigió rápidamente a la bibliotecaria responsable, que estaba sentada a un lado detrás de él.

—¿Quiénes son los de la primera fila? —preguntó en voz baja.

—Son internos de un centro carcelario de régimen abierto que se encuentra en las afueras de Gotemburgo.

—¿Qué hacen aquí?

La bibliotecaria lo miró con severidad.

—Una de las tareas más importantes para mí es hacer llegar la literatura a personas que tal vez nunca se habían dado cuenta de lo que se habían perdido. No sabes lo que he tenido que luchar para traerlos aquí.

—Creo que me lo puedo imaginar. Pero ¿has oído la pregunta de él?

—Pienso que debe tener una respuesta.

Jesper Humlin se tranquilizó y miró al hombre, que no se había sentado y estaba todavía de pie mirándolo como un furioso contendiente de lucha libre.

—A mí no me pagan por palabra. Los poetas, en general, reciben muy poca remuneración por sus esfuerzos.

—Me agrada saberlo.

La mujer que había hecho la pregunta acerca de la bondad se levantó haciendo ruido y golpeando el suelo con su bastón.

—Considero que es vergonzoso formular preguntas sobre dinero al señor Humlin. Estamos aquí para escuchar y para discutir sus versos tranquilamente.

Otro de los hombres de la primera fila se puso en pie. Jesper Humlin había observado durante la tarde que había estado a punto de quedarse dormido. Al levantarse dio un traspié. Jesper Humlin notó que estaba borracho.

—No entiendo lo que quiere decir la vieja.

—¿Lo que quiere decir con qué? —preguntó Jesper Humlin desolado.

—¿No vivimos en una sociedad libre? ¿No se puede preguntar lo que se quiera? Vale. Pues has de saber que estoy de acuerdo con Akesson, aquí presente. Nunca en mi vida había leído ni oído tanta mierda.

El flash de una cámara de fotos centelleó. Sin que Jesper Humlin lo hubiera percibido, un fotógrafo y un reportero local habían entrado en el auditorio durante el recital. «Esto va a ser un escándalo», pensó Jesper Humlin con horror, imaginándose los titulares de los grandes periódicos vespertinos del país. Como les ocurría a otros escritores, en su fuero interno tenía un punto que le hacía dudar de su talento, un punto en el que se derrumbaba todo y sólo quedaba la gravilla que había amontonado un charlatán literario. Jesper Humlin estuvo a punto de suplicar al fotógrafo y al reportero que no dieran cuenta de lo ocurrido. Pero antes de que dijera nada recibió la ayuda inesperada del hombre llamado Akesson. Había reaccionado directamente sobre el flash y se había lanzado rugiendo sobre el fotógrafo.

—¿Quién te ha dado permiso para hacerme fotos? —gritó—. No podéis tratarnos de cualquier manera por estar en el trullo.

El fotógrafo trató de defenderse, pero todos los hombres que estaban sentados en la primera fila se habían reunido ahora a su alrededor. Las bibliotecarias trataban de llamar a la calma, a la vez que el público dejaba el local y la amenaza de pelea lo más rápidamente que podía. Jesper Humlin estaba de pie en silencio. Nunca hubiera podido imaginar que sus poemas causarían un revuelo como el que estaba teniendo lugar ante sus ojos.

El alboroto cesó con la misma rapidez que había empezado. Jesper Humlin se encontró de repente solo en el auditorio. Oyó el creciente y decreciente murmullo de las voces indignadas procedentes del pasillo exterior. Entonces descubrió que, a pesar de todo, quedaba alguien más aparte de él, una chica de piel oscura. Estaba sentada en medio del local y mantenía uno de sus brazos en alto. Pero lo más llamativo era su sonrisa. Jesper Humlin no había visto nunca en su vida una sonrisa así. Era como si sus dientes blancos emitieran una luz.

—¿Quieres preguntar algo?

—¿Has escrito algo de alguien como yo?

«Se acabaron las preguntas fáciles», pensó Jesper Humlin con desesperación.

—Creo que no entiendo a qué te refieres.

La chica hablaba sueco con acento extranjero, pero de modo claro y comprensible.

—Los que hemos venido aquí. Los que no hemos nacido aquí.

—Sin duda, nunca he imaginado la poesía como algo que pone límites.

Jesper Humlin se daba cuenta de que a él mismo le sonaba su respuesta a hueco. «Es exactamente como uno de mis poemas», pensó.

La muchacha se levantó.

—Gracias por la respuesta.

—Puedo contestar más preguntas con mucho gusto.

—No tengo más.

—¿Puedo preguntarte algo?

—No he escrito ningún poema.

—¿Cómo te llamas?

—Tea-Bag.

—¿Tea-Bag?

—Tea-Bag.

—¿De dónde eres?

La muchacha continuó sonriendo. Pero la última pregunta de Jesper Humlin quedó sin responder. Él la siguió con la mirada cuando desapareció y salió al pasillo en el que aún se mantenían airadas discusiones.

Jesper Humlin abandonó el auditorio por una puerta trasera y se marchó de Mölndal en el taxi que esperaba. No había firmado un solo libro, y tampoco se había despedido de las bibliotecarias. Se sentó en el asiento trasero y miró a través de la ventana. Un lago de aguas negras brillaba entre los árboles y las casas. Temblaba. Tenía la cabeza vacía. Luego percibió que, a pesar de todo, un pensamiento trataba de colarse en su conciencia. La muchacha que se quedó sentada sola en el auditorio con la mano levantada y su bonita sonrisa. «Tal vez podría escribir un poema sobre ella, a pesar de todo», pensó. «Pero ni siquiera eso es seguro.»