Jesper Humlin, uno de los escritores más prósperos de su generación, se preocupaba más de su bronceado que del contenido de los poemas, con frecuencia de difícil interpretación, que publicaba anualmente. Siempre mantenía el día 6 de octubre como fecha de salida de sus libros, por ser el día en que su madre, que tenía ya ochenta y siete, cumplía años. Esa misma mañana, varios meses después de la edición del último libro, se miró la cara en el espejo del cuarto de baño y pudo constatar que el bronceado tenía una profundidad y una uniformidad que se acercaban a la imagen ideal de un hombre en sus mejores años. Unos días antes, Jesper Humlin había regresado a una Suecia fría después de haber estado de viaje durante un mes por el Pacífico, donde había pasado dos semanas en las islas Salomón y el resto del tiempo en Rarotonga.
Como siempre viajaba de modo confortable y elegía los hoteles más caros, no habría podido realizar aquel viaje si no hubiera recibido el «Legado de los Nylander», de ochenta mil coronas. El legado se había repartido por primera vez el año anterior, y su fundador era un fabricante de camisas de Borás que durante toda su vida alimentó sin esperanzas el sueño de ser poeta. Con amargo desengaño tuvo que ver cómo sus sueños acerca de la poesía se transformaban en una eterna riña con arrogantes diseñadores de camisas, sindicatos sospechosos y autoridades fiscales poco comprensivas. Tuvo que dedicar su tiempo a decidir periódicamente si poner botones o no a los cuellos de las camisas, y a elegir los matices de los colores y la calidad de las telas. En un intento por reconciliarse con su propia decepción, fundó un legado destinado a los «escritores suecos con necesidad de calma y tranquilidad para poder acabar trabajos de poesía ya iniciados». El primero en recibirlo había sido Jesper Humlin.
Sonó el teléfono.
—Quiero tener hijos.
—¿Ahora?
—Tengo treinta y un años. O tenemos niños o terminamos.
Era Andrea. Trabajaba como asistente de anestesista y nunca llamaba a la puerta. Jesper Humlin la había encontrado en un recital de poesía unos años antes, cuando él estaba dispuesto a acabar con su intranquila vida de soltero y encontrar una mujer con la que pudiera vivir. Andrea era atractiva, de rostro delgado y pelo largo y oscuro. El enseguida cayó rendido ante las alentadoras palabras que dirigió a sus versos. Cuando se enfadaba con él, cosa que ocurría a menudo, le acusaba de que la había elegido porque quería tener cerca a una persona con conocimientos de enfermería, ya que en su hipocondriaco mundo imaginario siempre padecía distintas enfermedades mortales.
Enseguida percibió que estaba enfadada. Jesper Humlin quería tener hijos, muchos hijos. Pero no estaba seguro de que fuera todavía el momento, y tampoco estaba seguro de que quisiera tenerlos con Andrea. Pero, naturalmente, no exponía tales pensamientos cuando discutía con ella. Y menos por teléfono.
—Tendremos hijos, como es natural —contestó él—. Muchos hijos.
—No te creo.
—¿Por qué?
—Eres una persona que cambia continuamente de opinión sobre todo. Excepto en esto de que vamos a tener hijos, pero vamos a esperar. Tengo treinta y un años.
—Eso no es nada.
—Para mí sí.
—¿Podríamos hablar de eso un poco más tarde? Tengo una reunión importante.
—¿Qué tipo de reunión?
—Con mi editor.
—Si consideras que esa reunión es más importante que la conversación que mantienes en este momento conmigo, quiero que terminemos nuestra relación. Hay otros hombres.
Jesper Humlin sintió cómo los celos avanzaban rápida y amenazadoramente.
—¿Qué hombres?
—Hombres. Cualquiera de ellos.
—¿Quieres decir que estás dispuesta a cambiarme por cualquiera?
—No quiero esperar más.
Jesper Humlin notó que estaba perdiendo el control de la conversación.
—Sabes que no me siento bien teniendo conversaciones como ésta por la mañana.
—Y tú sabes que yo no puedo hablar de ello por las noches. Debo dormir porque empiezo a trabajar por la mañana temprano.
Ambos se quedaron en silencio.
—¿Qué hiciste en realidad en las islas del Pacífico?
—Descansé.
—¡No haces otra cosa más que descansar! ¿Has vuelto a serme infiel?
—No te he sido infiel. ¿Por qué habría de serlo?
—¿Por qué no? Sueles serlo.
—Tú crees que lo soy. Pero estás equivocada. Viajé a las islas del Pacífico para descansar.
—¿De qué?
—En realidad escribo libros.
—Un libro al año. Que contiene cuarenta poemas. ¿Qué supone? Menos de un poema a la semana.
—Olvidas que también tengo una columna sobre vinos en un periódico.
—Una vez al mes. En un periódico para personal de sastrería que no lee nadie. Yo soy la que habría necesitado viajar a las islas del Pacífico a descansar.
—Te invité a que me acompañaras.
—Porque sabías que no podía pedir vacaciones. Pero ahora voy a tomarme vacaciones. Tengo un asunto pendiente.
—¿Cuál?
—Voy a escribir un libro.
—¿Sobre qué?
—Sobre nosotros.
Jesper Humlin sintió un golpe en el estómago. De todos los nubarrones que continuamente cubrían su cielo interno, el más oscuro era el pensamiento de que Andrea pudiera demostrar que era una escritora más inteligente que él. Cada vez que ella insinuaba que pensaba llevar a cabo sus planes sentía amenazada toda su existencia. Permanecía despierto por las noches, tumbado, imaginándose que ella obtenía críticas sensacionales, que la ponían por las nubes, desplazándolo a él como escritor de menor categoría. Por ello, cuando las ambiciones de escribir de ella se ponían en marcha, él le dedicaba casi todo su tiempo, le hacía la comida, hablaba del infinito tormento que implicaba escribir, y hasta el momento había logrado que ella dejara los planes del libro a un lado.
—No quiero que escribas un libro sobre nosotros.
—¿Por qué no?
—Quiero que dejes mi vida privada en paz.
—¿Quién ha dicho que voy a escribir un libro sobre tu vida privada?
—Si el libro trata sobre nosotros dos, tiene que tratar sobre mi vida privada.
—Puedo llamarte Anders.
—¿Qué diferencia hay?
Jesper Humlin trató de llevar la conversación por otro lado.
—He pensado en lo que has dicho.
—¿Has sido infiel?
—No he sido infiel. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—Hasta que me lo crea.
—¿Cuándo crees lo que te digo?
—Nunca.
Jesper Humlin pensó que era mejor retirarse.
—He estado pensando. No supongas nada más.
—¿Qué has pensado?
—Que tienes razón. Vamos a tener niños.
La voz de ella expresaba una fuerte duda.
—¿Estás enfermo?
—¿Por qué iba a estarlo?
—No te creo.
—No estoy enfermo. Digo lo que pienso. Soy un hombre muy serio.
—Eres infantil y vanidoso. ¿Lo dices en serio?
—No soy ni infantil ni vanidoso.
—¿Lo dices realmente en serio? ¿Entonces ya no vamos a tener que esperar?
—En cualquier caso, estoy dispuesto a considerarlo.
—Ahora suenas como un político.
—Soy poeta. No político.
—Si vamos a tener hijos no podemos hablar por teléfono. Iré a tu casa.
—¿Qué quieres decir?
—¿Tú qué crees? Si vamos a tener hijos, tenemos que acostarnos.
—No puede ser. Tengo una reunión con mi editor.
Andrea colgó el auricular. Jesper Humlin volvió al cuarto de baño y miró de nuevo su cara en el espejo; al contemplar el bronceado recordó las cálidas tardes en las islas Salomón y Rarotonga. «No quiero tener hijos», pensó. «Al menos no con Andrea.»
Jesper Humlin suspiró, salió del cuarto de baño para ir a la cocina a buscar una taza de café. En el estudio revisó un montón de críticas de periódicos de distintas provincias que habían sido elegidos minuciosamente por el responsable de prensa de la editorial. Jesper Humlin había dado claras indicaciones de lo que quería tener ante sus ojos. Sólo leía las críticas buenas, y en un antiguo registro que guardaba en la mesa del escritorio anotaba qué periódicos y críticos continuaban homenajeándolo y lo trataban como «el destacado representante de la poesía madura de finales del siglo XX».
Jesper Humlin leyó lo que se había escrito, anotó sus comentarios en su registro, constató que el Eskilstuna-Kurir le había dado de nuevo, en su opinión, una crítica demasiado insignificante y luego se levantó y se dirigió a la ventana. Le preocupaba el último incidente con Andrea. Existía el riesgo de que pronto se viera obligado a elegir entre dejarla embarazada o exponerse a que ella se sentara realmente a escribir su libro.
El día avanzaba y su intranquilidad iba en aumento. A las siete de la tarde dejó el apartamento, después de pedir un taxi y cerciorarse de que la telefonista había reconocido su nombre. Se sentó en el coche y le dio la dirección al conductor. El hombre que conducía era africano y hablaba mal sueco. Jesper Humlin pensó irritado que probablemente no encontraría el pequeño restaurante del casco antiguo al que iba, no a encontrarse con su editor, eso lo haría al día siguiente. Tenía otra cita como mínimo igual de importante.
Una vez al mes se encontraba con su colega Viktor Leander, escritor de su misma edad. Se conocieron cuando eran jóvenes y aún no habían publicado nada, y tenían como costumbre verse una vez al mes para ajustar sus valores de mercado e indagar furtivamente cada uno en el terreno del otro. La relación que mantenían se basaba en el mutuo conocimiento de que en realidad no se soportaban. Competían por las mismas cuotas de mercado y cada uno temía continuamente que el otro lograse la idea brillante que lo desplazara a un segundo plano.
El conductor de taxi encontró de inmediato el sitio entre las callejuelas del casco antiguo y dejó a Jesper Humlin, que respiró profundamente varias veces antes de abrir la puerta y entrar. Viktor Leander estaba esperándolo sentado a la mesa del rincón habitual. Jesper Humlin se dio cuenta enseguida de que llevaba un traje nuevo y se había dejado crecer el pelo más de lo acostumbrado. Asimismo estaba bronceado. Unos años atrás había colaborado con un centro privado de cabinas de rayos UVA escribiendo varios artículos bien pagados sobre «impulsos electrónicos» en una publicación para asesores informáticos. Jesper Humlin tomó asiento.
—Bienvenido a casa.
—Gracias.
—Recibí tu postal. Bonitos sellos.
—El viaje fue muy bien.
—Me gustaría que me contaras algo.
Jesper Humlin sabía que el hombre al otro lado de la mesa no tenía el menor interés en oír cosas acerca de las islas Salomón o Rarotonga. Del mismo modo que a él le era totalmente indiferente saber qué experiencias había tenido Viktor Leander.
Pidieron la comida. Ahora llegaba lo más difícil, empezar a indagar furtivamente en el terreno del otro.
—Me llevé en la maleta un montón de libros de principiantes. No fue una experiencia divertida.
—Pero útil. Comprendo perfectamente a qué te refieres.
Expresar desprecio por los debutantes también formaba parte del ritual. Si algún libro de los jóvenes escritores les había llamado en especial la atención, podían dedicarse a desprestigiarlo durante un buen rato.
Jesper Humlin levantó la copa de vino a modo de brindis.
—¿Qué estás haciendo ahora?
—Una novela policiaca.
Jesper Humlin estuvo a punto de atragantarse con el vino.
—¿Una novela policiaca?
—Pienso hacer trizas a todos esos vendedores de best setter que no saben escribir. Para ello utilizaré la novela policiaca con un propósito literario. Me inspiro leyendo a Dostoievski.
—¿De qué va a tratar?
—Todavía no he llegado tan lejos.
Jesper Humlin sintió cómo se cerraba la puerta. Por supuesto que Viktor Leander sabía lo que iba a escribir. Pero no quería arriesgarse a que Jesper Humlin le robara su sugerencia.
—Parece una idea excelente.
A Jesper Humlin aquello le disgustó. Debería habérsele ocurrido a él. Una novela policiaca de uno de los poetas más destacados del país llamaría mucho la atención. Tendría todas las posibilidades de ser un éxito de ventas, a diferencia de las pequeñas ediciones que salían de sus poesías. De repente maldijo el viaje a las islas del Pacífico. Si se hubiera quedado en casa, probablemente el mismo pensamiento que había tenido Viktor Leander se le hubiera ocurrido a él. Buscó enseguida una salida.
—Yo tengo pensado escribir para la televisión.
Ahora era el turno de Viktor Leander de salpicar al otro con la copa de vino. La última vez que se encontraron, unos días antes de que Jesper Humlin viajara al Pacífico, dedicaron el almuerzo a hablar con desprecio de las pésimas series que se exhibían por televisión. Jesper Humlin no tenía la más mínima idea de cómo se escribía un drama. Ya lo había intentado antes sin conseguirlo. Después de dos rechazos, uno del Dramaten y otro del Stadsteater, decidió tener en cuenta su limitación en lo referente al drama. Pero la única forma de oponer resistencia a la novela policiaca de Viktor Leander era depositando sobre la mesa una carta igual de fuerte y sorprendente.
—¿De qué va a tratar?
—De la realidad.
—Una idea interesante. ¿De qué realidad?
—Del irremediable aburrimiento de lo cotidiano.
Jesper Humlin se enderezó. Parecía que Viktor Leander hubiera temblado.
—Va a tener también un componente de delito.
—¿Entonces vas a escribir una serie policiaca para la televisión?
—En absoluto. El delito estará oculto bajo la superficie. Creo que las personas se han cansado de las novelas policiacas convencionales. Tengo intención de ir por un camino totalmente distinto.
—¿Qué camino?
—Todavía no lo he decidido. Hay distintas opciones donde elegir.
Jesper Humlin levantó la copa. Ahora se habían nivelado.
—La realidad y la gris rutina diaria —dijo—. Un tema infravalorado en nuestros días.
—¿Qué se puede decir sobre lo cotidiano que sea digno de consideración, aparte de que es aburrido?
—Tengo algunas ideas.
—Te escucho con sumo interés.
—Es demasiado pronto. Si hablo de ello ahora, me arriesgo a descargar la inspiración.
Pidieron el postre y volvieron a terreno neutral, como si fuera un acuerdo silencioso. A los dos les gustaban los chismes.
—¿Qué ha pasado durante mi ausencia?
—No mucho.
—Siempre pasa algo.
—Uno de los redactores de la gran editorial se ha ahorcado.
—¿Quién?
—Carlman.
Jesper Humlin asintió con la cabeza y se quedó pensativo. En cierta ocasión, Carlman estuvo a punto de rechazar una de sus primeras colecciones de poemas.
—¿Alguna otra cosa importante?
—La Bolsa se tambalea.
Jesper Humlin sirvió vino.
—Espero que no hayas cometido la estupidez de invertir en la nueva empresa.
—Cuando me di cuenta de las tendencias del mercado, me pasé a los bonos. Es aburrido, pero bastante menos peligroso.
La pugna económica entre los dos era algo continuo. Ambos escudriñaban cada año el calendario de estimación fiscal de la renta y se aseguraban de que el otro no esperara ninguna herencia.
Tres horas exactas después, cuando el chismorreo hubo terminado, compartieron la factura y abandonaron el restaurante. Bajaron juntos hasta el puente Munkbron.
—Espero que tu novela de detectives vaya bien.
—De detectives no. Novela policiaca. No es lo mismo.
La respuesta de Viktor Leander tenía un tono áspero. Jesper Humlin sintió que todavía llevaba él la ventaja.
—Gracias por esta agradable tarde. Nos volvemos a ver dentro de un mes.
—Gracias a ti. Hasta el mes que viene.
Luego llamaron cada uno a un taxi y desaparecieron rápidamente en sentidos distintos. Jesper Humlin dio una dirección de Ostermalm, se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos. Se sentía satisfecho de haberle ocasionado a Viktor Leander unos buenos arañazos esa tarde. Lo cual también le aportaba una dosis de energía suplementaria ante lo que le esperaba.
Jesper Humlin iba tres veces a la semana a visitar a su anciana madre. Era una mujer llena de vitalidad, pero terca y desconfiada. Nunca se podía saber de antemano cómo iba a terminar la conversación. Jesper Humlin siempre tenía preparados varios temas de los que hablar cuando visitaba a su madre. Cuando empezaban a pelearse le deseaba la muerte inmediata. Pero cuando sus conversaciones eran amistosas llegaba a pensar que se merecía que alguna vez le dedicara unos poemas.
Eran las once menos cuarto cuando llamó a la puerta. Su madre, que se llamaba Märta, era noctámbula y no se levantaba nunca antes de mediodía ni tampoco se acostaba antes del amanecer. Su mejor momento era alrededor de medianoche. Jesper Humlin pensaba, mientras esperaba en la escalera, cuántas veces había tenido que superar el cansancio mientras su madre se mostraba cada vez con más ganas de hablar.
La puerta se abrió de un tirón con la energía que caracterizaba a su madre, suspicaz y expectante a la vez. Märta Humlin iba vestida esa noche con un traje pantalón parecido a un uniforme que le recordaba vagamente a las películas que trataban de los años treinta.
—Creía que habías dicho que vendrías a las once.
—Son las once.
—Son las once menos cuarto.
Jesper Humlin empezó a enfadarse.
—Si quieres puedo esperar aquí en la escalera.
—Si descuidas los horarios, nunca hay orden en tu vida.
—En mi vida hay orden. Tengo cuarenta y dos años y soy un próspero escritor.
—Tu última colección de poemas es la peor que has escrito.
Jesper Humlin decidió marcharse.
—Es mejor que venga otra tarde.
—¿Por qué iba a ser mejor?
—¿Entro o no?
—¿Por qué tenemos que estar hablando aquí en la escalera?
Entró en el vestíbulo y al instante tropezó con una gran caja de cartón que estaba en medio del suelo.
—Ten cuidado.
—¿Qué hace esta caja aquí? ¿Vas a mudarte?
—¿Adonde me iba a ir?
—¿Qué hay en la caja?
—Eso no es de tu incumbencia.
—¿Tiene que estar ahí en medio para que la gente se caiga al entrar?
—Si te va mal, puedes volver en otra ocasión.
Jesper Humlin suspiró, se quitó el abrigo y siguió a su madre por el apartamento, que le parecía un anticuario abarrotado. Su madre había vivido según el principio de la ardilla y durante su larga vida había acumulado todo lo que se le había puesto por delante. Jesper Humlin recordaba que, cuando era niño, sus padres discutían con frecuencia porque Märta se negaba a tirar las cosas. El padre había sido un asesor fiscal taciturno que trataba a sus hijos con una mezcla de benevolencia y asombro. Fue una persona completamente silenciosa que vivió sin tener nada que ver con su enérgica esposa, excepto las ocasiones en que se encontraba su cama o su escritorio cubierto de montones de periódicos y de jarrones de porcelana de los que su esposa se negaba a deshacerse. Entonces le daban violentos arrebatos que podían durar días. Pero los jarrones y los montones de periódicos siempre se quedaban en el apartamento y él volvía a evadirse en su silencio. En cambio, Jesper Humlin no podía recordar que su madre hubiera estado en silencio alguna vez. Una férrea voluntad de ser oída en todo momento la dominaba. Si estaba en la cocina, hacía ruido constantemente con las cacerolas, si se encontraba en el balcón, sacudía las alfombras de tal modo que se oía el estruendo a través de las paredes.
Jesper Humlin pensaba a menudo que el libro que todavía no había escrito y que más cerca se hallaba de su corazón debería tratar de sus padres. Su padre, Justus Humlin, dedicó en su juventud todo el tiempo libre al lanzamiento de martillo. Se había criado en Blekinge, en un pueblo cercano a Ronneby. Entrenaba con su mazo hecho en casa, en un cercado que había en la parte trasera de la granja. Una vez había logrado lanzar el martillo tan lejos que habría sido récord nórdico si el lanzamiento se hubiera hecho de manera formal. Cuando midieron el lanzamiento con una vieja cinta métrica sólo estaban con él dos de sus hermanas más jóvenes. El récord nórdico, que en ese momento estaba en posesión de Ossian Skióld, era de 53,7 m. Justus Humlin había medido el lanzamiento cuatro veces, obteniendo los resultados 56,44, 56,40, 56,42 y 56,41. Por lo tanto, había superado el récord nórdico en más de dos metros. Más tarde, cuando empezó a competir a nivel de distrito, nunca logró lanzar el martillo a más de cincuenta metros de distancia. Pero insistió hasta su muerte en que había sido él quien más lejos había lanzado un martillo en todos los Países Nórdicos.
A Märta Humlin nunca le interesaron los deportes. Su mundo había sido la cultura. Se crió en Estocolmo como hija única de un eminente y acaudalado cirujano. Su mayor sueño fue ser artista, pero carecía del talento suficiente. Por pura rabia, optó por otro camino y puso en marcha su propio teatro con la ayuda del dinero paterno. Allí llevó a escena algunas representaciones escandalosas en las que se arrastraba por el suelo con un camisón casi transparente. Luego fue durante cierto tiempo propietaria de una galería, posteriormente se acercó a la música, como agente artístico y gerente de giras, y finalmente se dedicó al cine.
Cuando se quedó viuda, a los setenta años, se dio cuenta de que nunca se había dedicado al baile, por lo que, con su habitual energía, puso en marcha inmediatamente una compañía de baile en la cual ninguno de los bailarines tenía menos de sesenta y cinco años. Märta Humlin había intentado atraparlo todo en la vida, pero no había logrado que algo quedara adherido a sus inquietas manos.
Jesper, que era el menor de cuatro hermanos, había visto a los otros dejar la casa tan pronto como pudieron, y cuando cumplió veinte años le dijo a su madre que él también pensaba irse a vivir por su cuenta. Cuando Jesper despertó al día siguiente, no podía moverse. La madre lo había atado a la cama. Le llevó un día entero convencerla de que lo desatara. Para ello, tuvo que jurar por su honor que la visitaría tres veces a la semana durante el resto de su vida.
Jesper Humlin quitó de en medio una cesta que, por algún motivo incomprensible, estaba llena de cordones de patines, y se sentó en su silla habitual. Märta Humlin, después de trastear por la cocina, llegó con una botella de vino y dos copas.
—No quiero vino.
—¿Por qué?
—Ya he bebido vino esta tarde.
—¿Con quién?
—Con Viktor Leander.
—No sé quién es.
Jesper Humlin miró con asombro a su madre, que en ese momento estaba llenándole la copa hasta el borde. Cuando él la levantara se derramaría, lo que le daría motivo a ella para comentar lo delicado que era el mantel de Egipto que él acababa de manchar.
—Has estado varias veces en sus veladas literarias.
—De todos modos no lo recuerdo. Pronto cumpliré noventa años. Mi memoria no es la que era.
«Espero que no se ponga a llorar», pensó Jesper Humlin. «No soportaría una noche con ella exprimiendo sentimientos, tanto los suyos como los míos.»
—¿Por qué me llenas la copa si te estoy diciendo que no quiero vino?
—¿No es lo suficientemente bueno para ti?
—No se trata de que el vino sea bueno. Se trata de que precisamente esta noche no me apetece beber más vino.
—No tienes que venir si no quieres.
«Estoy acostumbrada a estar sola», pensó Jesper Humlin. «Ahora lo va a decir.»
—Estoy acostumbrada a estar sola.
La satisfacción que sintió por haberle ganado algunas bazas a Viktor Leander desapareció sin dejar huella. Se acercó la copa, derramando el vino sobre el mantel blanco.
La noche iba a ser larga.