Transcurría uno de los últimos días del siglo.
A la muchacha de la amplia sonrisa la despertó el ruido que producían las suaves gotas de lluvia al golpear la lona que había sobre su cabeza. Sólo con cerrar los ojos podía imaginarse que aún estaba en su casa de la aldea, al lado del río que transportaba el agua fría y transparente procedente de la montaña. Podía sentirlo mientras mantenía los ojos cerrados. Pero al abrirlos, era como si se lanzara a una realidad vacía e incomprensible. Entonces lo único que quedaba de su pasado era una serie de imágenes que, en secuencias entrecortadas, reproducían la larga huida que llevaba tras de sí. Permaneció tumbada, inmóvil, tratando de despertarse lentamente, sin abandonar los sueños hasta estar preparada para ello. Los primeros y difíciles minutos de la mañana determinaban cómo iba a ser el día que comenzaba. Parecía que el momento mismo de despertar le tendiera una trampa.
Durante los tres meses que llevaba en el centro de acogida había compuesto un ritual, agregando cada día algo nuevo hasta encontrar el mejor modo, y más seguro, de empezar el día sin tener que dejarse llevar por el pánico del momento que vivía. Lo más importante era no levantarse de la incómoda cama de cámping con la falsa esperanza de que ese día le ocurriría algo decisivo. Sabía que no le iba a ocurrir nada. Eso fue lo primero y esencial que tuvo que aprender cuando la condujeron a la orilla de la escarpada playa europea, para ser recibida allí por amenazadores perros policía y por la guardia de fronteras española. «Ser fugitiva implica estar sola.» Su conocimiento abarcaba a todos, sin tener en cuenta de dónde procedían o qué motivos tenían para abandonar sus países e intentar abrirse camino en Europa. Estaba sola y hacía todo lo posible para no pensar que esa soledad se acabaría. La acompañaría durante un periodo de tiempo que podía ser muy prolongado.
Estaba tumbada en la cama, incómoda, con los ojos cerrados, dejando que sus pensamientos se abrieran paso poco a poco. ¿Cómo era su vida en realidad? En medio de todo aquello sólo tenía un punto de referencia, confuso y desconcertante. Se hallaba encerrada en un centro de refugiados en el sur de España, después de haber tenido la suerte de sobrevivir cuando casi todos se habían ahogado, todos los que iban a bordo de la podrida embarcación que los había trasladado desde África. Todavía le resultaba difícil recordar todas aquellas expectativas que albergaba la oscura bodega. «La libertad tenía un olor», pensaba, «que se hacía más intenso cuando se encontraba a sólo unas millas marinas. La libertad, la seguridad, una vida en la que había algo más que miedo, hambre y desesperación.»
Podía pensar que se hallaba en una bodega llena de sueños, pero tal vez era más correcto decir que se trataba de una bodega de ilusiones. Todos los que habían esperado allí, en la oscuridad de la playa marroquí, y que habían estado en manos de avaros y desconsiderados traficantes de personas de distintas partes del mundo, habían sido trasladados en la oscuridad de la noche a la embarcación que estaba anclada con las luces apagadas. Los marineros, que sólo se vislumbraban como sombras, los habían llevado a la bodega en medio de un gran alboroto, como si fueran esclavos de los tiempos actuales.
Pero no llevaban cadenas de hierro alrededor de los pies, los grilletes eran sus sueños, su desesperación, el miedo que los había llevado a romper con distintos infiernos terrestres para llegar a la libertad en Europa. Habían estado muy cerca de lograrlo, antes de que se hundiera el barco y los marineros griegos desaparecieran en los botes salvavidas, dejando que las personas que se encontraban agazapadas en la bodega se las arreglaran como pudieran.
«Europa nos abandonó antes de llegar», pensó. «Jamás lo olvidaré, pase lo que pase en el futuro.» No sabía cuántos habían naufragado, y tampoco quería saberlo. Los gritos, las llamadas ahogadas de auxilio resonaban todavía como algo doloroso que le golpeaba la cabeza. Al principio había oído todos esos gritos a su alrededor mientras estaba sumergida en las frías aguas, luego fueron enmudeciendo uno tras otro. Cuando logró agarrarse a una roca sintió alegría por el triunfo. Ella había sobrevivido, lo había conseguido. ¿Qué había conseguido? Había tratado de olvidar sus sueños. De todos modos, nada fue como había imaginado.
En la fría y oscura playa española, la repentina luz de los focos la había deslumbrado, luego empezaron a olfatearla los perros, y los guardias con sus brillantes rifles la contemplaron con ojos cansados. Ella había sobrevivido. Pero eso era todo. Después no ocurrió nada más. La llevaron a un campamento compuesto por barracones y tiendas de campaña, duchas que goteaban y sucios retretes.
Al otro lado de la valla vio ese mar que la había soltado después de atraparla, pero nada más, nada de todo lo que había soñado.
Los que estaban en el campo de refugiados, todas esas personas con distintos idiomas y ropas y con experiencias espantosas que compartir, a veces con el silencio, a veces con la palabra, tenían una sola cosa en común: carecían de expectativas. Muchos llevaban varios años en el campamento. No había ningún país que quisiera acogerlos y toda su lucha se centraba en evitar ser enviados de nuevo a sus países. En una ocasión, cuando estaba esperando a que le dieran una de las tres raciones de comida diarias, había hablado con un hombre joven de Irán ¿o era tal vez de Irak? Nunca pudo precisar de dónde eran esas personas, ya que todas mentían, ocultando sus verdaderas identidades, con la esperanza de que les ayudaran a obtener asilo en algún país que les abriera de repente las puertas por motivos poco concretos o incluso caprichosos. El hombre que procedía de Irán o tal vez de Irak había dicho que era como si el campamento fuera una celda mortal, un corredor de la muerte en el que el reloj sonaba para todos con campanadas inaudibles. Entendió a qué se refería, pero trató de evitar pensar que tenía razón.
Él la miró con ojos tristes, cosa que le sorprendió. Desde que había dejado la niñez y se había convertido en mujer, todos los hombres la miraban con ojos que, de un modo u otro, transmitían hambre. Pero parecía que aquel hombre delgado no había reparado en su belleza ni en su sonrisa. Eso la había asustado. No podía soportar pensar que los hombres no se interesaran por ella inmediatamente, ni tampoco que la larga y desesperada huida había sido en vano. Ella, como todos los que no lograron escaparse a través de las redes metálicas y fueron captados por el centro de acogida español, aún mantenía la esperanza de que algún día la huida terminaría. Como un milagro, un día habría alguien delante de cada uno de ellos con un papel en la mano y una sonrisa en los labios diciéndoles: Bienvenidos.
No tardó en darse cuenta de que habría de tener mucha paciencia para no volverse loca de desesperación. Y la paciencia sólo podía venir de la sensación de que no ocurriría nada, de que había conseguido deshacerse de todas las esperanzas. El suicidio era frecuente en el campamento, o al menos se hacían serios intentos. No habían aprendido a combatir sus esperanzas de modo efectivo y, al final, se habían tambaleado bajo la carga que implica creer que todos los sueños se van a realizar al instante.
Cada mañana, cuando despertaba lentamente, se persuadía también de que lo mejor que podía hacer era no tener ninguna expectativa. Y no decir de qué país procedía. En el centro de acogida corrían muchos rumores acerca de qué país de origen era en ese momento el más seguro para tener más posibilidades de escaparse con el asilo político garantizado. El centro de acogida parecía un mercado bursátil en el que participaban distintos países y había distintas posibilidades de asilo que experimentaban continuamente cambios dramáticos. Ninguna inversión era fiable ni duradera.
Al comienzo de su estancia en el centro, Bangladesh se había puesto a la cabeza de la lista. Por algún motivo desconocido para los refugiados, de repente Alemania concedía asilo a todos los que pudieran demostrar que habían llegado procedentes de Bangladesh. Durante varios e intensos días, en las pequeñas oficinas atendidas por exhaustos funcionarios españoles, hicieron cola personas de tez negra, marrón, clara, de ojos achinados, que repetían con fe inquebrantable que de pronto habían descubierto que eran de Bangladesh. De este modo, al menos catorce chinos de la provincia de Hunan se las habían arreglado para entrar en Alemania. Varios días después, Alemania había «cerrado Bangladesh», así se denominaba la cuestión, y después de tres días de impaciente espera empezó a extenderse el rumor de que Francia estaba dispuesta a recibir una cantidad determinada de kurdos.
En vano había tratado de averiguar de dónde procedían realmente los kurdos y qué aspecto tenían. Pero se puso obedientemente en una de las colas y, cuando le llegó el turno de presentarse ante el empleado público de ojos enrojecidos y hubo leído en una placa el nombre «Fernando», dijo con su mejor sonrisa que buscaba asilo en Francia por ser de origen kurdo. Fernando hizo un gesto de rechazo con la mano.
—¿De qué color es tu piel? —preguntó.
Ella presintió el peligro enseguida. Pero tenía que contestar. Al funcionario español no le gustaban las personas que se negaban a decir algo. Dijeran lo que dijeran, aunque fuera mentira, cualquier cosa era mejor que quedarse en silencio.
—Eres negra —dijo Fernando contestando él mismo a su pregunta—. Y no hay ningún negro que sea kurdo. Los kurdos son como yo, no como tú.
—Puede haber excepciones. Mi padre no era kurdo. Mi madre sí.
Los ojos de Fernando parecía que cada vez estaban más rojos. Ella siguió sonriendo, era su mejor arma, siempre lo había sido.
—¿Qué hacía tu padre en el Kurdistán?
—Negocios.
Fernando ganó.
—No existe El Kurdistán. Al menos oficialmente. Por eso los kurdos abandonan su país.
—¿Cómo pueden abandonar un país que no existe?
Fernando no se sintió capaz de explicarle cómo un país, a pesar de no estar reconocido, podía existir. Le indicó con la mano que no estaba de acuerdo.
—Debería denunciarte por mentir —dijo.
—No miento.
De repente le pareció ver un destello de interés en los ojos de Fernando.
—¿Entonces estás diciendo la verdad?
—Los kurdos no mienten.
El destello en los ojos de Fernando se apagó.
—Márchate —dijo—. Es lo mejor que puedes hacer. ¿Cómo te llamas?
En ese momento decidió ponerse un nombre nuevo. Miró con rapidez la habitación que tenía a su alrededor y vio la taza de té sobre la mesa de Fernando.
—Tea-Bag —contestó.
—¿Tea-Bag?
—Tea-Bag.
—¿Es un nombre kurdo?
—A mi madre le gustaban los nombres ingleses.
—¿Tea-Bag es un nombre?
—Tiene que serlo, yo me llamo así.
Fernando suspiró y la despidió con un torpe movimiento de la mano. Ella abandonó la habitación, manteniendo la sonrisa hasta que hubo salido al jardín y encontrado un sitio, al lado de la valla, donde poder estar sola.
La lluvia continuaba golpeando la lona. Dejó de pensar en Fernando y su frustrado intento de crear una identidad kurda convincente. En vez de eso, trató de recordar los inquietos y violentos sueños que había tenido durante la noche. Pero todo lo que quedaba eran sombras vagas, como ruinas de una casa destrozada, las mismas sombras que la habían rodeado mientras dormía, sombras que parecía que querían salir de su cabeza, interpretar su extraño espectáculo para después volver a desaparecer en los profundos espacios del cerebro. Había visto a su padre encima del tejado de su casa en el pueblo. Había gritado insultos contra alguno de sus enemigos imaginarios, había amenazado con resucitar a los muertos y matar a los vivos, y se había quedado sentado en el tejado hasta que, desmayado de agotamiento, había caído rodando para ir a parar en la arena seca, donde la desesperada madre de Tea-Bag le suplicaba entre lágrimas que volviera a su estado natural y dejara de luchar contra enemigos invisibles.
Pero cuando Tea-Bag despertó ya no quedaba nada de eso. Sólo estaba la imagen negra de su padre encima del tejado. De los otros sueños casi no quedaba nada, sólo algunos perfumes o la huella de personas de cuya identidad no estaba segura.
Tea-Bag tiró de la sucia manta hasta su barbilla. ¿Era ella tal vez la que estaba sentada sobre el tejado, rodeada del mismo dolor que acorralaba a su padre? No lo sabía, no encontraba ninguna respuesta. La lluvia golpeaba la lona, la suave luz que se colaba a través de sus ojos cerrados le decía que eran las siete o tal vez las siete y media. Se palpó la muñeca. Ahí solía llevar el reloj que le robó al ingeniero italiano la tarde antes de iniciar la última etapa de su larga huida. Pero desapareció durante la noche que pasó en la oxidada embarcación, probablemente cuando luchó con todas sus fuerzas para salir de la bodega del barco. Sólo tenía recuerdos vagos de lo que había ocurrido en realidad aquella noche en la que la embarcación chocó contra un arrecife y luego se hundió rápidamente. No recordaba los detalles, sólo su desesperada lucha y la de los otros fugitivos por sobrevivir, evitar hundirse y morir a sólo unos metros de la línea de playa que para ellos significaba la libertad.
Tea-Bag abrió los ojos y miró la lona de la tienda de campaña. Fuera podía oír a personas que tosían o intercambiaban algunas palabras que no entendía. Podía oír que se movían con lentitud, exactamente igual que hacía ella al levantarse, movimientos que sólo podían ser propios de personas sin expectativas. Pasos pesados, sin entusiasmo, sin un destino concreto. Al principio contaba los días que llevaba en el campamento con una fila de pequeñas piedras blancas que recogía en la playa, justo al lado de la valla. Pero luego incluso eso perdió su significado. Durante ese tiempo, tras llegar al campamento, compartió tienda de campaña con otras dos mujeres, una era de Irán, la otra de Ghana. No se soportaban entre sí, no habían sido capaces de compartir el limitado espacio de la tienda. Los refugiados eran seres solitarios, su pavor les impedía tener a otras personas demasiado cerca de ellos, como si las penas y la desesperación de los otros pudieran contagiarse y producirles infecciones incurables.
La mujer de Irán estaba embarazada cuando llegó al campamento, y por la noche lloraba porque su marido había desaparecido en algún sitio durante la larga huida. Cuando le comenzaron las contracciones, los guardias españoles llegaron con una camilla, y después Tea-Bag no volvió a verla jamás. La muchacha de Ghana formaba parte de los impacientes, de los que no podían ver una cerca sin decidirse a superarla inmediatamente. Una noche trató de saltar la valla junto con algunos muchachos de Togo que habían llegado a Europa en una balsa hecha con barriles vacíos robados en un depósito de Shell. Pero los perros y los reflectores la atraparon y ya no volvió más a la tienda de campaña. Tea-Bag suponía que ahora estaría en la zona del gran campamento de refugiados donde, por haber intentado escapar, eran sometidos a mayor vigilancia que los que obedecían y se entregaban a la resignación y al silencio.
Tea-Bag se sentó en la cama. «La soledad», se susurraba a sí misma, «ése es mi dolor más fuerte. Puedo salir de esta tienda de campaña y enseguida estar rodeada de personas, comer con ellos, pasear a lo largo del terreno vallado y mirar el mar en su compañía, hablar con ellos, pero sin embargo estoy sola. Todos los refugiados estamos solos, rodeados de invisibles muros de miedo. Para sobrevivir tengo que dejar de esperar.»
Apoyó las piernas en el suelo de la tienda y se estremeció del frío que sintió a través de las plantas de sus pies. En ese mismo instante pensó de nuevo en su padre. El siempre había pisado con fuerza el suelo dentro de la choza o la arena del jardín cuando había tenido una dificultad imprevista, o incluso un pensamiento para el que no estaba preparado. Eso formaba parte de los primeros recuerdos de su vida, del descubrimiento de que las personas que se hallaban cerca de ella podían expresar de repente cosas misteriosas e inesperadas. Después, cuando tenía seis o siete años, el padre le explicó que una persona debe buscar siempre un punto de apoyo verdadero cuando le afectan problemas o sufrimientos imprevistos. Si no hubiera olvidado esa regla, nunca habría perdido el control de sí misma.
Ahora apretaba los pies con fuerza contra la lona de la tienda de campaña y se persuadía de que ese día tampoco ocurriría nada decisivo. De ocurrir, sería por sorpresa, nada que hubiera estado aguardando.
Tea-Bag permaneció sentada y sin moverse durante un rato, esperando que las fuerzas acudieran a empujarla y poder aguantar un día más en ese campamento, lleno de personas que se obligaban a negar su identidad y buscaban sin cesar algo que les indicara que, en alguna parte, incluso ellos podían ser bienvenidos. Que podía haber puertas que se abrieran, a veces durante sólo unas pocas horas, a veces durante algunos días, incluso semanas.
Cuando se sintió con fuerza se levantó, se cambió el gastado camisón por una camiseta que le había dado la chica de Ghana, que tenía un dibujo estampado y un texto publicitario de Nescafé. Pensó que la inscripción de la camiseta realmente escondía su identidad, que era como el uniforme de camuflaje que llevaban los militares esa espantosa mañana en la que surgieron de entre las cabañas del pueblo y la condujeron, para siempre, lejos de su padre.
Rápidamente se sacudió aquellos pensamientos. De forma periódica soñaba con él, cuando él se sentaba en el techo hasta que se desmayaba de agotamiento y caía al suelo. Podía recordar sus pies apretados contra la tierra.
Pero en su desaparición sólo podía pensar por las tardes. Entonces era cuando se sentía más fuerte, justo antes de la puesta de sol, durante unos pocos minutos en los que le parecía poseer unas fuerzas sobrehumanas. Después todo volvía a caer, el pulso bajaba y el corazón trataba de ocultar su obstinado latir en algún lugar profundo que había en su cuerpo.
Tea-Bag levantó la lona de la tienda de campaña. Había cesado de llover. Una neblina húmeda cubría el campamento, las largas hileras de barracas y tiendas de campaña parecían animales sucios y amarrados. Las personas se movían lentamente hacia objetivos que sólo ellas conocían. Fuera del cercado, los vigilantes caminaban con sus armas brillantes y perros que parecían otear todo el rato el mar, como si estuvieran adiestrados para percibir que todos los peligros llegaban de allí, en forma de barcos podridos con bodegas repletas de personas desesperadas, barcos extraños hechos de un modo doméstico, botes de remos o, incluso, puertas arrancadas que la gente usaba de salvavidas.
«Estoy aquí», pensó Tea-Bag. «Éste es el punto intermedio de mi vida, me encuentro en el centro del mundo. No hay nada detrás de mí, tal vez tampoco delante de mí. Estoy aquí, nada más. Estoy aquí sin ninguna expectativa.»
Había comenzado un día más. Tea-Bag se dirigió hacia uno de los barracones en los que estaban las duchas que usaban las mujeres del campamento. Como de costumbre, había una larga cola. Después de más de una hora le llegó el turno. Cerró la puerta tras de sí, se quitó la ropa y se puso bajo el chorro de agua. Se acordó de la noche en que estuvo a punto de ahogarse. «La diferencia», pensó mientras lavaba su negro cuerpo, «la diferencia es algo que en realidad no puedo entender. Vivo, pero no sé por qué, y no sé qué es estar muerta.» Cuando se hubo secado y vestido, dejó su sitio a la que iba detrás, una muchacha gruesa que llevaba un chal negro enrollado alrededor de la cabeza de modo que sólo se le veían los ojos, como dos agujeros profundos. Tea-Bag se preguntó distraída si la chica se quitaría el chal para ducharse.
Siguió adelante entre las filas de barracones y tiendas de campaña. Al encontrarse con otra mirada sonreía. En un sitio abierto, bajo un techo de chapa construido con poco esmero, esperaba la comida que repartían unos españoles fuertes y sudorosos que no paraban de hablar entre sí. Tea-Bag se sentó junto a una mesa de plástico, retiró unas migajas de pan y empezó a comer. Todos los días temía perder el apetito. Solía pensar que eso era lo que la mantenía con vida, que todavía era capaz de sentir hambre.
Comió despacio para dejar pasar el tiempo, pensando en el reloj que había quedado en el fondo del mar. Se preguntaba si funcionaría aún o se habría parado en el momento de su muerte si ella se hubiera ahogado como los otros. Trataba de recordar el nombre del ingeniero italiano al que le robó el reloj aquella noche solitaria en la que se vendió para obtener dinero y poder continuar la huida. ¿Cartini? ¿Cavanini? No sabía si se había presentado con algún apellido.
Pero no importaba.
Se levantó de la mesa y fue hacia las mujeres que hundían sus cucharones en las enormes ollas, a la vez que hablaban unas con otras en voz alta. Tea-Bag dejó el plato en el fregadero y bajó al cercado para contemplar el mar. En algún sitio alejado por la bruma pasaba una embarcación.
—Tea-Bag —oyó decir.
Se dio la vuelta. Era Fernando, que la miraba con sus enrojecidos ojos.
—Hay alguien que quiere hablar contigo —agregó.
Enseguida sospechó algo.
—¿Quién?
Fernando se encogió de hombros.
—Alguien quiere hablar contigo. Quiere hablar con alguien, con quien sea. Es decir, que quiere hablar contigo.
—Nadie quiere hablar conmigo.
Ahora se había puesto en guardia, mostrando su gran sonrisa para que Fernando no tratara de acercarse demasiado.
—Si no quieres, puedo preguntarle a otra persona.
—¿Quién quiere hablar conmigo?
Tea-Bag intuyó que estaba empezando a correr peligro. Tenía la esperanza de que alguien le indicara dónde había una abertura en la valla. A modo de protección sonrió todo lo que pudo.
—¿Quién?
—Alguien a quien se le ha ocurrido escribir sobre vosotros.
—¿Escribir qué?
—Supongo que ha salido algo en los periódicos.
—¿Va a escribir acerca de mí?
Fernando hacía muecas.
—Si no quieres, preguntaré a otra persona.
Se dio la vuelta y salió. Tea-Bag tuvo la sensación de que debía tomar una de las decisiones más importantes de su vida: quedarse en el cercado o seguir a Fernando. Eligió la última.
—Hablaré con mucho gusto con quien quiera hablar conmigo.
—No te beneficiaría que criticaras las condiciones en las que estáis en este campamento.
Tea-Bag trató de entender a qué se refería. Los vigilantes españoles hablaban siempre un idioma en el que lo importante se hallaba implícito entre las palabras.
—¿Qué beneficio puedo tener?
Fernando se quedó inmóvil, sacó una nota de papel de su bolsillo y leyó en voz alta.
—«He notado con gran satisfacción que las autoridades españolas ven nuestra situación con humana benevolencia.»
—¿Eso qué es?
—Es lo que vas a decir. Todos los que trabajan aquí tienen una copia. Alguien del Ministerio del Interior lo ha escrito. Es lo que tienen que contestar todos cuando los periodistas les pregunten. Tú también contestarás eso. Puede producirte un beneficio.
—¿Qué beneficio?
—Tu beneficio.
—¿Qué significa eso?
—Que vamos a seguir tratándote con humana benevolencia.
—¿Qué quiere decir «humana benevolencia»?
—Que has llegado a tu meta.
—¿Qué meta?
—La meta que te has marcado tú misma.
Tea-Bag tuvo la sensación de que estaba dando vueltas a ciegas en un círculo vicioso.
—¿Significa que puedo dejar el campamento?
—Todo lo contrario.
—¿Qué es «todo lo contrario»?
—Que puedes quedarte en el campamento.
—¿Y no es eso lo que he hecho hasta ahora?
—Pueden enviarte de nuevo a tu país de origen. Sea cual sea.
—No tengo país de origen.
—Te expulsarán de España y te llevarán al país donde estabas antes de llegar.
—Allí no van a recibirme.
—Naturalmente que no. Volverán a enviarte aquí, después de lo cual te llevaremos otra vez allí. Te meterás en lo que nosotros denominamos «movimiento circular».
—¿Qué significa?
—Que te mueves en círculo.
—¿Alrededor de qué?
—De ti misma.
Tea-Bag negó con la cabeza. No lo entendía. Y no había nada que pudiera indignarla tanto como no entender.
—He oído hablar de un hombre que asegura haber llegado de la República Centroafricana —continuó diciendo Fernando—. Lleva doce años viviendo en un aeropuerto en Italia. Nadie quiere aceptarlo. Ya que nadie quiere pagar su billete de avión, se ha considerado que lo más barato es que viva en el aeropuerto.
Tea-Bag señaló el papel que Fernando tenía en la mano.
—¿Tengo que decir eso?
—Sólo eso. Nada más.
Fernando le dio la nota de papel.
—Está esperando en mi oficina.
—¿Quién?
—El periodista. Además viene con un fotógrafo.
—¿Por qué?
Fernando suspiró.
—Suelen traerlos.
Fuera de la oficina de Fernando había dos hombres. Uno era bajo, pelirrojo y llevaba una holgada gabardina. Tenía una cámara en la mano. A su lado estaba un hombre muy alto y delgado. Tea-Bag pensó que parecía una palmera, tenía la espalda encorvada y una espesa y despeinada cabellera como la copa de una palmera. Fernando señaló a Tea-Bag y los dejó solos. Tea-Bag sonrió. El hombre que parecía una palmera le sonrió también. Tenía mala dentadura, por lo que pudo ver. El otro hombre levantó la cámara. La gabardina crujió.
—Me llamo Per —dijo el hombre palmera—. Estamos haciendo un reportaje sobre los refugiados. Se titula «Personas sin rostro». Trata de ti.
Había algo en la forma de hablar del hombre que provocó que Tea-Bag no sólo extremara su atención. Su sonrisa era más brillante que nunca. Se había enfadado en serio.
—Yo tengo una cara.
El hombre palmera, que se llamaba Per, la miró interrogante antes de caer en la cuenta de lo que había querido decir.
—Lo usamos de modo simbólico. Como una imagen. «Personas sin rostro.» Personas como tú, que intentan entrar en Europa pero no son bienvenidas.
Por primera vez en los dos meses que llevaba en el campamento, Tea-Bag sintió una repentina necesidad de defenderse de todo, no sólo del campamento y de los vigilantes de ojos enrojecidos, sino también de los perros policía, las mujeres gordas que les daban comida, los hombres que vaciaban las letrinas. Quería defenderse de todos, del mismo modo que quería defender a todos los refugiados que había en el campamento y a todos los que no habían llegado nunca, que se habían ahogado, habían huido o se habían suicidado en el extremo de la desesperación.
—No quiero hablar contigo —dijo ella—. Antes tienes que pedirme disculpas por suponer que no tenía cara.
Luego se volvió hacia el hombre de la gabardina, que cambiaba de postura sin cesar para hacerle fotos.
—No quiero que me hagas fotos.
El hombre se sobresaltó y bajó inmediatamente la cámara, como si ella le hubiera golpeado. En ese instante, Tea-Bag se dio cuenta de que tal vez había elegido un camino que podría llevarla a un sitio equivocado. Los dos hombres que tenía delante eran amables, le sonreían y sus ojos no estaban enrojecidos por el cansancio. Rápidamente, Tea-Bag decidió retroceder, dejarlos hablar con ella sin tener que pedirle disculpas.
—Podéis hablar conmigo —dijo—. Y podéis hacer vuestras fotos.
El hombre de la cámara volvió enseguida a hacerle fotos. Algunos niños que andaban por el campamento sin nada que hacer se pararon a mirar lo que estaba ocurriendo. «Hablo por ellos», pensó Tea-Bag. «No sólo por mí, sino por ellos también.»
—¿Cómo es? —preguntó el hombre que se llamaba Paul o Peter o tal vez Per.
—¿A qué te refieres con «es»?
—Al hecho de estar aquí.
—Soy tratada de modo humanitario. Me alegro de ello.
—¡Debe de ser terrible estar en este campamento! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Unos meses. O mil años.
—¿Cómo te llamas?
—Tea-Bag.
El hombre que le hacía las preguntas no había dicho aún si tenía una puerta para ella, una puerta a través de la cual poder salir.
—¿Cómo?
—Me llamo Tea-Bag. Igual que tú te llamas Paul.
—Me llamo Per. ¿De dónde eres?
«Ahora debo tener cuidado», pensó. «Sé lo que quiere. Puede tener una puerta detrás, pero también puede ser alguien que quiera enviarme de nuevo a mi país, alguien que venga a descubrir mis secretos.»
—Estuve a punto de ahogarme. Algo me golpeó la cabeza. Perdí el conocimiento.
—¿Has hablado con algún médico?
Tea-Bag sacudió la cabeza negativamente. ¿Por qué preguntaba todas esas cosas? ¿Qué quería? Volvió a sospechar, retrocedió todo lo que pudo.
—En este campamento español recibo un trato humanitario.
—¡No puedes decir eso! ¿No estás aquí igual que en una cárcel?
«Tiene una puerta», pensó Tea-Bag. «Está indagando si soy digna de hacer uso de ella.» Tuvo que esforzarse para no lanzarse contra él y darle un abrazo.
—¿De dónde eres?
Ahora era ella la que hacía las preguntas.
—De Suecia.
¿Qué era eso? ¿Una ciudad?, ¿un país?, ¿un rótulo sobre una puerta? No lo sabía. Alrededor del campamento sonaban sin cesar nombres de países y ciudades, como inquietos enjambres de abejas. ¿Había oído el nombre «Suecia» anteriormente? Tal vez, no estaba segura.
—¿Suecia?
—Escandinavia, norte de Europa. Venimos de allí. Vamos a escribir una serie de artículos acerca de personas sin rostro. Fugitivos desesperados que tratan de llegar a Europa. Defendemos tu causa. Queremos que vuelvas a tener una cara.
—Ya tengo cara. Si no tengo cara, ¿qué está fotografiando él? ¿Se puede vivir sin dientes, sin boca? No necesito una cara. Necesito una puerta.
—¿Una puerta? ¿Algún sitio adonde ir? ¿Donde seas bienvenida? Precisamente por eso hemos hecho el largo viaje hasta aquí. Para que tengas algún sitio adonde ir.
Tea-Bag intentaba comprender las palabras que llegaban a sus oídos. ¿Alguien que defendía su causa? ¿Qué causa? El hombre alto que parecía estar balanceándose todo el tiempo tenía probablemente una puerta detrás de sí que todavía no le había enseñado.
—Queremos que cuentes tu historia —dijo—. Toda la historia. Todo lo que recuerdes de ella.
—¿Por qué?
—Porque queremos contarla después.
—Quiero tener una puerta. Quiero salir de aquí.
—Voy a escribir justamente sobre eso.
Tea-Bag pensaría después que, en realidad, nunca había entendido por qué había confiado en el cimbreante hombre que le había hecho todas las preguntas. Pero algo le hizo creer que se le estaba abriendo de verdad una puerta. Tal vez se había atrevido a confiar en su intuición porque había mantenido los pies bien apoyados en el suelo, como le había enseñado su padre, la única herencia que había recibido de él. Tal vez era debido a que el hombre que hacía las preguntas parecía realmente interesado en lo que ella contestaba. O a que no tenía los ojos rojos y cansados. En cualquier caso había tomado una decisión, había dicho que sí, que quería contar.
Fueron a la oficina de Fernando, donde las sucias tazas de té le recordaron cómo se había puesto el nombre —pero no contó nada de eso—. Empezó por lo que era completamente cierto, que en algún sitio, en un país cuyo nombre había olvidado, tuvo un padre al cual no había olvidado, al que una mañana se lo llevaron los militares y luego nunca regresó. Su madre fue vejada, habían pertenecido al grupo de personas equivocado cuando otro grupo de personas tuvo el poder, y su madre la incitó a huir, cosa que ella hizo también. Excluyó partes de su relato y no dijo nada del ingeniero italiano ni de cómo se había vendido a él para obtener dinero para continuar la huida. Guardaba tantos secretos como los que revelaba. Pero se dio cuenta de que su propio relato la tenía atrapada, vio que el hombre que había puesto su pequeña grabadora delante de ella también estaba atrapado, y cuando llegó a la espantosa noche en la bodega del barco que se hundía, empezó a llorar.
Llevaba hablando más de cuatro horas cuando las palabras se le acabaron. Fernando se había asomado a la puerta de vez en cuando e, inmediatamente, ella había introducido las palabras «trato humanitario» en la frase que estaba terminando. Y pareció que el hombre que la estaba escuchando había entendido que le enviaba una señal secreta.
Luego concluyó su relato.
El hombre que estaba guardando la grabadora en la maleta no le había facilitado ningún camino de salida del campamento. Sin embargo, había conseguido una puerta. El nombre de un país apartado: Suecia. Allí había personas realmente interesadas en ver su cara y escuchar su historia. Decidió inmediatamente que iría allí, a ninguna otra parte. A Suecia. Allí había personas que habían enviado a sus exploradores hasta donde ella estaba.
Los acompañó hasta la verja bien vigilada del campamento.
—¿Te llamas sólo Tea-Bag? —preguntó él—, ¿No tienes ningún apellido?
—Todavía no.
La miró interrogante, pero sonrió, y el hombre de la cámara pidió a uno de los guardias que les hiciera una foto en la que estuvieran uno a cada lado de ella.
Transcurría uno de los últimos días del siglo.
Después del mediodía comenzó a llover de nuevo. Esa tarde, Tea-Bag se sentó en su cama apretando con fuerza durante un buen rato las plantas de los pies contra el frío suelo de la tienda de campaña. «Suecia», pensó. «Voy a ir allí. Tengo que ir allí. Allí está mi meta.»