—Lo sientes, ¿no es cierto? —dijo—. Sientes que podrás leer mi corazón, ¿verdad?
—Sí, lo siento con mucha fuerza. Tu corazón está al alcance de mi mano, lo sé. Pero no lo veo. Sin embargo, estoy convencido de que la manera de lograrlo ya me ha sido mostrada, que está ante mis ojos.
—Si tú lo sientes así, seguro que tienes razón.
—Pero no consigo descubrirla.
Nos sentamos en el suelo del almacén, recostados en la pared, y alzamos la vista hacia los cráneos. Inmóviles, los cráneos estaban vueltos hacia mí, pero no pronunciaban palabra.
—Eso que sientes con tanta intensidad, ¿no podría haber sucedido hace relativamente poco? —dijo—. Intenta acordarte de todo lo que ha ocurrido a tu alrededor desde que tu sombra empezó a debilitarse. Quizá ahí se esconda la clave. La clave que nos conduzca a mi corazón.
Sobre el suelo helado, entorné los ojos y agucé el oído en un intento de percibir los ecos del silencio que emitían los cráneos.
—Esta mañana, los ancianos han excavado un agujero delante de mi habitación. No sé qué pretendían enterrar, pero era muy grande. Me ha despertado el ruido de las palas. Me ha dado la sensación de que me horadaban el cráneo. Pero la nieve ha cubierto el agujero.
—¿Y aparte de eso?
—Los dos fuimos a la central eléctrica, ¿te acuerdas? Vi al encargado y hablé con él sobre el bosque. Me enseñó las máquinas de la central que están sobre el agujero del viento. El aullido del viento es odioso, parece que sople desde el fondo de los infiernos. El encargado era joven, de carácter apacible, delgado.
—¿Y luego?
—Me dio un acordeón, un pequeño acordeón plegable. Es viejo, pero suena bien.
Sentada en el suelo, ella reflexionaba. En el almacén la temperatura descendía minuto a minuto.
—Quizá sea el acordeón —dijo ella—. Sí. Seguro que ahí está el secreto.
—¿El acordeón?
—Tiene lógica, ¿no crees? El acordeón está ligado con la música, la música está ligada con mi madre, mi madre está ligada a los fragmentos de mi corazón.
—Seguro que es eso —dije—. Sí, todo cobraría sentido. Quizá sea ésa la clave. Sin embargo, falta un eslabón fundamental de la cadena. Y es que yo no recuerdo ninguna canción.
—No hace falta que sea una canción. ¿Puedes dejarme escuchar un poco cómo suena?
—Claro.
Salí del almacén, saqué el acordeón del bolsillo del abrigo, que estaba al lado de la estufa, volví junto a ella con el acordeón y me senté. Deslicé ambas manos bajo las correas de las cajas e intenté tocar algunos acordes.
—¡Qué sonido tan bonito! —dijo ella—. ¿Es igual que el sonido del viento?
—Es el sonido del viento. Voy creando vientos con diferentes sonidos y los combino.
Ella cerró los ojos y se quedó inmóvil, escuchando los acordes.
Toqué, por orden, todos los acordes que logré recordar. Tanteando suavemente con los dedos de la mano derecha, fui pulsando la escala musical. No salió ninguna melodía, pero era igual. Bastaba con que le dejase oír el sonido del acordeón como si fuese el del viento. Decidí no buscar nada más. Bastaba con que confiase mi corazón al viento, como un pájaro.
Me dije que jamás podría abandonar mi corazón. Por más pesado, por más triste que fuera en unas ocasiones, en otras surcaba el viento igual que un pájaro y alcanzaba a ver el infinito. Incluso podía sumergir mi corazón dentro de los ecos de aquel pequeño instrumento.
Me dio la sensación de que el viento que soplaba en el exterior del edificio llegaba a mis oídos. El viento invernal danzaba sobre la ciudad. Se arremolinaba alrededor de la alta torre del reloj, cruzaba bajo los puentes, agitaba las ramas de los sauces que bordeaban el río. Azotaba las ramas de los árboles del bosque, barría la pradera, hacía crujir los postes eléctricos del área industrial, golpeaba la puerta de la muralla. Bajo su soplo, las bestias se helaban y las personas contenían el aliento en el interior de sus casas. Con los ojos cerrados, evoqué diversas imágenes de la ciudad. Las isletas del río, una de las atalayas situadas al oeste, la central eléctrica del bosque, el rincón soleado de delante de la Residencia Oficial en que se sentaban los ancianos. Las bestias inclinadas para beber agua en los remansos del río; el viento meciendo la verde hierba que en verano crecía en los escalones de piedra del canal. Recordé, hasta en sus menores detalles, el lago situado hacia el sur, adonde habíamos ido juntos ella y yo. Me acordé de los pequeños campos de cultivo, detrás de la central eléctrica, y de la pradera donde se hallaban los antiguos barracones, y de las ruinas y del viejo pozo que quedaban donde el Bosque del Este lindaba con la muralla.
Pensé en las personas a las que había conocido en la ciudad. Mi vecino el coronel, los ancianos que vivían en la Residencia Oficial, el encargado de la central eléctrica, el guardián de la Puerta del Oeste… En aquel instante, todos ellos debían de estar en sus respectivas habitaciones escuchando el rugido de la ventisca que azotaba la ciudad.
Estaba a punto de perder para siempre todos y cada uno de estos paisajes, a todas y cada una de estas personas. Y luego, por supuesto, estaba ella. Pero yo recordaría siempre, como si acabara de verlos la víspera, aquel mundo y a las personas que lo habitaban. Ellos no tenían ninguna culpa de que la ciudad fuese antinatural y se asentara en algo erróneo, ni de que sus habitantes hubiesen perdido el corazón. Incluso tal vez recordase al guardián con nostalgia. Porque él sólo era un eslabón más de la férrea cadena en que consistía la ciudad. Algo había creado la poderosa muralla, y las personas sólo habían sido absorbidas por ella. Sentí que era capaz de amar todos los paisajes y a todas las personas de la ciudad. No podía quedarme allí. Pero los amaba.
En aquel instante, algo golpeó levemente mi corazón. Uno de los acordes insistía en permanecer en mi interior, como si me pidiera algo. Abrí los ojos, decidí tocarlo de nuevo. Con la mano derecha busqué los sonidos que le correspondían. Al cabo de un largo rato, di al fin con las cuatro primeras notas de una melodía. Aquellas cuatro notas fueron bajando despacio del cielo, danzando en el aire como tibios rayos del sol, hasta posarse en mi corazón. Aquellas cuatro notas me necesitaban a mí y yo las necesitaba a ellas.
Pulsando las claves del teclado, toqué aquellas cuatro notas muchas veces. Noté que requerían unas cuantas notas más y un acorde distinto. Busqué un nuevo acorde. Lo hallé enseguida. Aún iba a costarme un poco encontrar la melodía, pero las cuatro primeras notas me condujeron a las cinco siguientes. A éstas las sucedieron un nuevo acorde y otras tres notas.
Aquello era una canción. No una canción completa, pero sí la primera estrofa de una canción. Repetí, una vez tras otra, los tres acordes y las doce notas. Debía de ser una canción que conocía.
Danny Boy.
Cerré los ojos, proseguí. En cuanto hube recordado el título de la canción, la melodía y los acordes empezaron a fluir espontáneamente a través de las puntas de mis dedos. Toqué la melodía una vez tras otra. Percibía con toda claridad cómo la música se iba infiltrando en mi corazón y aligeraba la tensión y la rigidez de cada rincón de mi cuerpo. Al oír música por primera vez después de tanto tiempo, me di cuenta de cuánto la había necesitado. Hacía tanto que la había perdido que incluso había dejado de añorarla. La música tornó leves mi corazón y mis músculos helados por el frío invernal y confirió a mis ojos una cálida y nostálgica luz.
En aquella música creí percibir el aliento de la ciudad. Yo estaba dentro de la ciudad, la ciudad estaba dentro de mí. La ciudad respiraba y temblaba al compás del temblor de mi cuerpo. La muralla se movía, serpenteaba. Sentí la muralla como si fuera mi propia piel.
Tras repetir muchas veces aquella melodía, aparté las manos del instrumento, lo dejé en el suelo, me recosté en la pared y cerré los ojos. Aún podía notar el temblor de mi cuerpo. Todo lo que había allí era yo. La muralla, la puerta, las bestias, el bosque, el río, el agujero por donde surgía el fuerte viento, el lago: todo era yo. Todo estaba en mi interior. Probablemente, incluso el frío invierno era yo.
Aun después de que hubiera dejado el acordeón, ella continuó con los ojos cerrados, aferrada con ambas manos a mi brazo. De sus ojos brotaban lágrimas. Apoyé una mano en su hombro, posé los labios sobre sus ojos. Las lágrimas les conferían una humedad cálida y suave. Una luz tenue y dulce iluminó sus mejillas haciendo brillar sus lágrimas. No se trataba, sin embargo, de la luz mortecina de la lámpara que colgaba del techo. Era una luz más blanca, más cálida, como la de las estrellas.
Me levanté y apagué la lámpara. Descubrí de dónde venía la luz.
Eran los cráneos, que brillaban. La habitación estaba iluminada como si fuera mediodía. Era una luz suave como un rayo de sol de primavera, serena como el claro de luna. La vieja luz dormida en el interior de los incontables cráneos alineados sobre los estantes ahora estaba despertando. Las hileras de cráneos brillaban en silencio como el mar centelleante de la mañana, fragmentado en mil puntos de luz. Sin embargo, aquella luz no cegaba mis ojos. Aquella luz me llenaba de paz, infundía en mi corazón el calor que habían traído consigo los viejos recuerdos. Podía sentir que mis ojos estaban curados. Ya nada podía lastimarlos.
Era una visión maravillosa. La luz se esparcía por todas partes. Los cráneos despedían la luz del prometido silencio como una joya divisada en el fondo de unas aguas cristalinas. Tomé un cráneo en la mano, deslicé suavemente las puntas de los dedos por la superficie. En él, descubrí su corazón. Su corazón estaba allí. Lo sentía, pequeño, en las yemas de mis dedos. Cada uno de los puntitos de luz no poseía más que una tibieza y una claridad muy suaves, pero eran una tibieza y una claridad que nadie le podía arrebatar.
—Tu corazón está ahí —le dije—. Lo que resalta y brilla es tu corazón.
Ella esbozó un gesto de asentimiento y clavó en mí sus ojos anegados en lágrimas.
—Podré leer tu corazón. Y podré reunirlo en un todo. Tu corazón ya no será un trozo de corazón perdido y fragmentado en mil pedazos. Está aquí y nadie podrá arrebatártelo. —Volví a posar los labios sobre sus párpados—. Déjame aquí, solo —dije—. Quiero leer tu corazón antes de que llegue la mañana. Después dormiré un poco.
Ella volvió a asentir, echó una mirada circular a las hileras de cráneos que brillaban y salió del almacén. Cuando la puerta se cerró, me recosté en la pared y, durante una eternidad, contemplé los numerosos puntos de luz que brillaban sobre los cráneos. Aquella luz eran los viejos sueños que ella había tenido y, al mismo tiempo, eran mis propios viejos sueños. Lo había descubierto finalmente tras recorrer un largo camino por aquella ciudad amurallada.
Cogí un cráneo, posé ambas manos sobre él, cerré suavemente los ojos.