Vi volar a unos pájaros. Los pájaros sobrevolaron, a ras de tierra, la blanca y helada pendiente de la Colina del Oeste y desaparecieron de mi campo visual.
Mientras me calentaba los pies y las manos delante de la estufa, me tomé el té humeante que me había preparado el coronel.
—¿También hoy irás a leer sueños? A este paso, se acumulará mucha nieve y será peligroso subir y bajar la colina. ¿No puedes faltar un día al trabajo? —dijo el anciano.
—Precisamente hoy no puedo faltar —dije.
El anciano salió de la habitación sacudiendo la cabeza y no tardó en regresar trayéndome unas botas para la nieve que había encontrado en alguna parte.
—Póntelas. Con estas botas no resbalarás.
Me las probé, eran exactamente de mi número. Un buen presagio.
Cuando llegó la hora, me enrollé la bufanda al cuello y me puse los guantes y la gorra que me había dejado el anciano. Luego, plegué el acordeón y me lo metí en el bolsillo del abrigo. Me gustaba tanto que no quería separarme de él un solo instante.
—Ten cuidado —me previno el anciano—. Ahora estás en un momento decisivo. Si te sucediera algo, el daño sería irreparable.
—Ya lo sé —dije.
Tal como había supuesto, una buena cantidad de nieve había ido rellenado el agujero. A su alrededor ya no había ningún anciano, y también habían guardado todas las herramientas. A ese ritmo, seguro que a la mañana siguiente el agujero estaría totalmente cubierto por la nieve. Me detuve delante y permanecí largo tiempo contemplando cómo la nieve caía en su interior. Después me aparté del agujero y descendí la colina.
Nevaba tanto que no se veía unos metros más allá. Me quité las gafas y me las metí en el bolsillo, me subí la bufanda hasta justo debajo de los ojos y proseguí el descenso. Bajo mis pies, los clavos de las botas hacían un ruido agradable; de vez en cuando, se oía el grito de algún pájaro en el bosque. ¿Cómo debían de sentirse los pájaros durante la nevada? No lo sabía. ¿Y las bestias? ¿Qué sentirían, qué pensarían envueltas en la nieve que caía sin cesar?
Llegué a la biblioteca una hora antes de lo habitual, pero ella ya me estaba esperando, la estufa encendida caldeaba la habitación. Sacudió la nieve que se me había posado en el abrigo y me sacó el hielo de entre los clavos de las botas.
Aunque había estado allí el día anterior, la visión de la biblioteca despertó en mí una nostalgia indescriptible. La amarillenta luz de la lámpara que se reflejaba en los cristales esmerilados, la íntima tibieza que brotaba de la estufa, el aroma a café que se alzaba desde el pico de la cafetera, los recuerdos de viejos tiempos de silencio infiltrados en cada rincón de la habitación, los gestos tranquilos y comedidos de ella: tenía la sensación de haber perdido todo eso mucho tiempo atrás. Me relajé, dejé que mi cuerpo se hundiera en el aire. Pensé que estaba a punto de perder para siempre aquel mundo tranquilo.
—¿Quieres comer ahora o prefieres dejarlo para después?
—No quiero comer. No tengo hambre —contesté.
—De acuerdo. Cuando tengas apetito, sea cuando sea, me lo dices. ¿Te apetece un café?
—Sí, gracias.
Me quité los guantes, los colgué en el ornamento metálico de la estufa para que se secaran, y mientras me calentaba los dedos de las manos, uno a uno, como si los desanudara, me quedé mirando cómo ella cogía la cafetera de encima de la estufa y llenaba las tazas de café. Me pasó una taza a mí y luego se sentó sola ante la mesa y empezó a tomarse el café.
—¡Qué nevada tan espantosa! No se ve a dos palmos —comenté.
—Sí, nevará unos cuantos días seguidos. Hasta que todas las nubes gruesas que están inmóviles en el cielo hayan descargado.
Me bebí la mitad del café caliente y, con la taza en la mano, tomé asiento frente a ella. Dejé la taza sobre la mesa y contemplé en silencio su rostro. Mientras la miraba, me invadió una tristeza tan grande que me absorbió por completo.
—Cuando cese de nevar, seguro que habrá más nieve acumulada de la que tú hayas visto jamás —dijo ella.
—Pero tal vez yo no pueda verla.
Ella alzó los ojos de su taza y me miró.
—¿Por qué? La nieve puede verla cualquiera.
—Hoy, en vez de leer viejos sueños, preferiría hablar —dije—. Tenemos que hablar de algo muy importante. Yo tengo muchas cosas que decirte y quiero que tú me digas otras. ¿Te importa?
Sin saber adónde quería ir yo a parar, ella cruzó los dedos sobre la mesa y me dirigió una mirada vaga.
—Mi sombra está a punto de morir —dije—. Como ya sabes, este invierno es muy crudo y no creo que aguante mucho más. Es cuestión de tiempo. Cuando mi sombra muera, yo perderé mi corazón para siempre. Así que ahora estoy en un momento crucial. Tengo que decidir muchas cosas. Sobre mí mismo, en relación a ti, sobre todas las cosas. Apenas tengo tiempo para pensar, pero aunque dispusiera de todo el tiempo del mundo, llegaría a la misma conclusión. De hecho, ya he llegado a una conclusión. —Mientras me bebía el café, en mi fuero interno traté de asegurarme de que no había sacado una conclusión errónea. No, no me había equivocado. Sin embargo, eligiera el camino que eligiese, perdería definitivamente muchas cosas—. Es posible que mañana por la tarde deje la ciudad —dije—. No sé por dónde me iré ni cómo. Mi sombra me dirá la manera de salir. Los dos saldremos juntos de la ciudad, volveremos al viejo mundo de donde procedemos y viviremos allí. Yo arrastraré mi sombra, como solía hacer antes, iré envejeciendo entre preocupaciones y sufrimientos y moriré. Creo que ese mundo es más adecuado para mí. Viviré dominado por mi corazón, arrastrado por él. Pero esto tú posiblemente no lo puedas entender.
Ella me miraba fijamente a la cara, pero, en realidad, más que observarme a mí, parecía que tuviera los ojos clavados en el espacio donde estaba mi rostro.
—¿No te gusta esta ciudad?
—Tú, al principio, me dijiste que si había venido en busca de paz, esta ciudad me gustaría. Y, realmente, aprecio su paz y su quietud. Y sé que si yo perdiera mi corazón, esta paz y esta quietud serían completas. En esta ciudad, no hay nada que haga sufrir a nadie. Quizá me arrepienta toda mi vida de haberla abandonado. A pesar de ello, no puedo quedarme aquí. Porque mi corazón no permite que me quede aquí si con ello he de sacrificar a mi sombra y a las bestias. Por más paz que pudiera alcanzar si me quedara aquí, a mi corazón no puedo mentirle, aunque fuera a extinguirse dentro de poco. Aún hay otro problema. Una vez que has perdido una cosa, aunque esa cosa deje de existir, la sigues perdiendo eternamente. ¿Lo entiendes?
Ella permaneció largo rato en silencio, observándose los dedos de las manos. El vapor que se alzaba de las tazas de café había desaparecido. Todo estaba inmóvil en la estancia.
—¿Y ya no volverás jamás a la ciudad?
Asentí.
—Cuando salga de aquí, ya nunca podré volver. Eso está muy claro. Aunque tratara de regresar, la puerta de la ciudad no se abriría.
—¿Y no te importa?
—Perderte a ti va a ser muy duro. Pero yo te amo y lo importante es la pureza de este sentimiento. No quiero tenerte a costa de transformar mi amor en algo antinatural. Sería mil veces peor que perderte conservando mi corazón.
El silencio volvió a adueñarse de la sala de tal manera que el carbón resonaba desmesuradamente al estallar. Al lado de la estufa estaban colgados mi abrigo, mi bufanda, mi gorra y mis guantes. Todo me lo había dado la ciudad. Eran prendas sencillas, pero ya me había habituado a ellas.
—También había pensado en dejar que mi sombra huyera sin mí y en quedarme aquí yo solo —le dije—. Pero si lo hiciera, me expulsarían al bosque y no podría verte más. Porque tú no puedes vivir en el bosque. Los únicos que pueden estar allí son las personas cuya sombra no ha sido eliminada por completo, las personas que todavía conservan un corazón dentro de sus cuerpos. Yo tengo corazón, tú no lo tienes. Por eso tú no puedes ni siquiera necesitarme.
Ella sacudió la cabeza con calma.
—Es verdad, yo no tengo corazón. Mi madre sí tenía, pero yo no. Y como ella conservó su corazón, fue expulsada al bosque. No te lo he contado, pero aún recuerdo cuando la echaron. A veces incluso lo pienso. Pienso que si yo tuviera corazón, habría vivido siempre junto a mi madre en el bosque. Si yo tuviera corazón, también podría necesitarte a ti.
—Pero eso representaría la expulsión al bosque. A pesar de ello, ¿piensas que te gustaría tener corazón?
Ella clavó la vista en sus dedos enlazados sobre la mesa y, luego, los abrió.
—Recuerdo que mi madre decía que, si tienes corazón, vayas a donde vayas, no puedes perder nada. ¿Es eso cierto?
—No lo sé —dije—. No sé si es verdad o no. Tu madre lo creía así. El asunto es si tú lo crees o no.
—Creo que sí puedo creerlo —dijo ella clavando sus ojos en los míos.
—¿¡Lo crees!? —pregunté sorprendido—. ¿¡Crees que puedes creerlo!?
—Quizá —dijo ella.
—Piénsalo bien. Es muy importante. Creer en algo, sea lo que sea, es un acto muy claro del corazón. ¿Entiendes? Imagina que crees en algo. Cabe la posibilidad de que te defrauden. Y si te defraudan, te sientes decepcionado. Y sentir decepción es parte de lo que el corazón es. ¿Tienes acaso corazón?
Ella sacudió la cabeza.
—No lo sé. Yo sólo me acordaba de mi madre. No iba más allá. Sólo he pensado que tal vez podía creer en lo que ella me dijo.
—Es posible que en tu interior quede algo vinculado al corazón, algo que conduzca a él. Pero está firmemente cerrado y no se manifiesta. Por eso a la muralla se le ha pasado por alto.
—Si en mi interior hubiera un corazón, ¿significaría entonces que me ha ocurrido como a mi madre y que mi sombra no ha sido eliminada por completo?
—No, no lo creo. Tu sombra murió aquí y fue enterrada en el manzanar. Está documentado. Pero creo que, gracias a los recuerdos de tu madre, han permanecido en tu interior reminiscencias o fragmentos de memoria y que son éstos los que te sacuden. Y seguro que, si vas repasándolos, te conducirán a alguna parte.
En la estancia reinaba una quietud antinatural. Parecía que todos los sonidos hubiesen sido absorbidos por la nieve que danzaba fuera. Sentí cómo la muralla nos escuchaba a hurtadillas, conteniendo el aliento. Todo estaba demasiado tranquilo.
—Hablemos de los viejos sueños —dije—. ¿Es cierto que las bestias absorben vuestros corazones, que nacen, día tras día, y que éstos se convierten en viejos sueños?
—Sí. Cuando la sombra muere, las bestias asumen nuestro corazón, lo absorben.
—Entonces, a través de los cráneos, yo podría ir descifrando tu corazón, ¿no es así?
—No, eso no es posible. Mi corazón no ha sido absorbido como un todo. Mi corazón, reducido a fragmentos, ha sido absorbido por diferentes bestias y esos fragmentos se han mezclado, de manera indisoluble, con los fragmentos del corazón de otras personas. Tú no podrías distinguir qué pensamiento o sentimiento es mío y cuál es de otra persona. Durante todo este tiempo te has dedicado a leer viejos sueños, pero no has podido discernir qué sueños eran míos, ¿verdad? Los viejos sueños son así. Nadie sabría distinguir a quién pertenecen. El caos desaparece en forma de caos.
Comprendí muy bien lo que me decía. Leía viejos sueños todos los días, pero jamás había sido capaz de comprender un solo fragmento de ellos. Ahora me quedaban sólo veintiuna horas. En esas veintiuna horas tenía que conseguir llegar a su corazón. Era extraño. Estaba en la ciudad de la inmortalidad y, sin embargo, todas mis elecciones quedaban limitadas a un tiempo de veintiuna horas. Cerré los ojos, respiré hondo varias veces seguidas. Tenía que concentrar todas mis fuerzas para dar con el hilo que desembrollara la situación.
—Vamos al almacén —dije.
—¿Al almacén?
—Vayamos al almacén y miremos los cráneos. Tal vez así se nos ocurra la manera.
La tomé de la mano, nos levantamos, pasamos al otro lado del mostrador y abrimos la puerta que conducía al almacén. Cuando ella le dio al interruptor, una luz mortecina iluminó los incontables cráneos alineados en los estantes. Cubiertos por una gruesa capa de polvo, su blancura descolorida destacaba en la penumbra. Abrían las bocas en el mismo ángulo, clavaban sus negras cuencas en el vacío, frente a ellos. El gélido silencio que se desprendía de los cráneos, convertido en una niebla transparente, colgaba sobre el almacén. Nos recostamos en la pared y nos quedamos contemplando las hileras de cráneos. El aire frío me penetraba la piel y me hacía tiritar.
—¿De verdad crees que podrás leer mi corazón? —preguntó ella mirándome.
—Creo que podré leer tu corazón —dije yo con calma.
—¿Y cómo?
—Todavía no lo sé —dije—. Pero lo lograré. Estoy convencido de ello. Seguro que hay un modo de conseguirlo. Y voy a descubrirlo.
—¿Eres capaz de separar una de las gotas de lluvia que caen en el río de otra?
—Escúchame bien. El corazón no es como una gota de lluvia. No es algo que caiga del cielo, no es una cosa que pueda confundirse con otra. Si eres capaz de creerme, créeme. Lo encontraré. Aquí está todo, nada está aquí. Y sé que puedo encontrar lo que busco.
—Encuentra mi corazón —dijo ella tras un corto silencio.