Como era un domingo lluvioso, las cuatro secadoras de la lavandería de autoservicio estaban ocupadas. De cada uno de los tiradores colgaba una bolsa de plástico de colores o una bolsa de la compra. Había tres mujeres. Un ama de casa, que calculé que tenía entre treinta y cinco y cuarenta años, y dos chicas que parecían huéspedes de la residencia para estudiantes universitarias que había en el barrio. El ama de casa, sentada en una silla de plástico con los brazos cruzados, se limitaba a mirar fijamente cómo giraba el bombo de la secadora igual que si estuviera viendo la televisión. Las dos chicas, la una junto a la otra, hojeaban un ejemplar de la revista JJ. Cuando entré, me observaron durante un rato con disimulo, pero luego volvieron a dirigir la vista a su colada y a su revista.
Me senté en una silla con la bolsa de Lufthansa sobre las rodillas, esperando a que llegara mi turno. El hecho de que las dos estudiantes no llevaran ningún paquete indicaba que su colada ya debía de estar dentro de la secadora. Por lo tanto, en cuanto quedara libre una de las cuatro máquinas, me tocaría a mí. Con cierto alivio, me dije que no tardaría demasiado. La simple idea de permanecer alrededor de una hora mirando cómo la ropa daba vueltas me deprimía. Me quedaban ya menos de veinticuatro horas.
Allí sentado, me relajé y mi mirada se perdió en algún punto del espacio. En la lavandería flotaba un olor peculiar, mezcla del olor característico de la ropa al secarse junto con el del detergente. A mi lado, las dos chicas hablaban sobre dibujos de jerséis. Ninguna de las dos era particularmente guapa, pero ya se sabe que las chicas sofisticadas no se pasan la tarde del domingo leyendo revistas en la lavandería.
Contrariamente a lo que había supuesto, las secadoras tardaban mucho en detenerse. Sobre las lavanderías corren máximas y una de ellas reza así: «La secadora que esperas tarda media vida en detenerse». Aunque parezca que la ropa está completamente seca, el tambor sigue dando vueltas y más vueltas.
A los quince minutos, ninguna secadora se había detenido. Mientras tanto, una mujer joven, esbelta y bien vestida entró con una gran bolsa de papel en la mano, se dirigió hacia una lavadora, arrojó en su interior una brazada de pañales de bebé, abrió una bolsita de detergente, lo espolvoreó sobre la ropa, cerró la tapa e introdujo una moneda en la máquina.
Me apetecía cerrar los ojos y echar una cabezada, pero me lo impidió el temor a que, durante mi sueño, dejara de girar un tambor y alguien aprovechara el momento para meter su ropa antes que yo. Porque eso representaría otra pérdida de tiempo.
Me arrepentía de no haber traído una revista. Leyendo, me habría espabilado y, además, el tiempo habría transcurrido más deprisa. Aunque no estaba seguro de que, en aquellos instantes, conseguir que el tiempo pasara volando fuera lo correcto. Más bien habría debido intentar que el tiempo pasara lo más lentamente posible. Con todo, ¿qué sentido tendría un tiempo que transcurriera despacio en una lavandería? ¿No representaba aquello aumentar la pérdida de tiempo?
Al pensar en el tiempo, me dolió la cabeza. La existencia del tiempo es algo demasiado conceptual. Sin embargo, nosotros vamos incluyendo una sustancia tras otra dentro de esa temporalidad hasta que dejamos de saber si las cosas que se derivan de ella son atributos del tiempo o atributos de la sustancia.
Dejé de pensar en el tiempo y empecé a dar vueltas a la idea de lo que podía hacer al salir de la lavandería. Lo primero, comprarme algo de ropa. Ropa elegante. Como no había tiempo para que me ajustaran el bajo de los pantalones, descarté el traje de tweed por el que había suspirado cuando estuve en el subterráneo. Era una lástima, pero tendría que resignarme. En fin, me conformaría con aquellos pantalones chinos y me compraría un blazer, una camisa y una corbata. Y un impermeable. Con aquello ya podría entrar en cualquier restaurante. Para comprarlo todo necesitaría alrededor de una hora y media. Posiblemente, antes de las tres ya habría terminado mis compras. Desde entonces hasta la hora de la cita, a las seis y diez, quedaba un vacío de tres horas.
Intenté reflexionar sobre el modo en que emplearía esas tres horas, pero no se me ocurrió nada interesante, El sueño y el cansancio me impedían pensar con claridad. Además, me lo imposibilitaban en lo más profundo de mi cabeza, allá donde mis manos no podían llegar.
Mientras intentaba desembrollar poco a poco mis ideas, se detuvo el tambor de la primera secadora de la derecha. Tras cerciorarme de que no era una ilusión, miré a mi alrededor. El ama de casa y las estudiantes le echaron una ojeada rápida, pero ninguna de ellas se levantó de la silla. Entonces yo, siguiendo una norma de la lavandería, abrí la puerta de la secadora, saqué la ropa tibia que había en el fondo del tambor, la metí en la bolsa de la compra que colgaba del tirador, abrí mi bolsa de Lufthansa y metí la ropa en la secadora. Cerré la puerta, introduje una moneda y, tras comprobar que el tambor empezaba a girar, volví a mi asiento. El reloj señalaba las doce y cincuenta minutos.
El ama de casa y las estudiantes espiaban cada uno de mis movimientos. Echaban una ojeada al tambor donde había metido la colada y luego dirigían otra, a hurtadillas, a mi rostro. Yo también alcé los ojos y miré hacia el tambor donde estaba mi ropa. El problema radicaba, primero, en que había metido pocas prendas y, segundo, en que todas eran ropa y lencería femeninas y, encima, de color rosa. Llamaban mucho la atención. Fastidiado, colgué la bolsa de Lufthansa en el tirador de la secadora y decidí pasar en alguna otra parte los veinte minutos que faltaban para que la ropa se secara.
La fina lluvia seguía cayendo exactamente igual que por la mañana, como si con ello pretendiera sugerirle algo al mundo. Abrí el paraguas y di vueltas por el barrio. Tras cruzar la tranquila zona residencial, se salía a una calle donde se sucedían las tiendas. Había una peluquería, una panadería, una tienda de surf —no tenía la menor idea de por qué habría una tienda de surf en Setagaya—, un estanco, una pastelería occidental, una tienda de alquiler de vídeos, una lavandería. En la puerta de la lavandería había un letrero donde ponía: «10% DE DESCUENTO IOS DÍAS DE LLUVIA». Por más vueltas que le di, no entendí por qué resultaba más barato lavar la ropa en los días lluviosos. En la lavandería estaba el dueño, un hombre calvo con cara de pocos amigos, planchando una camisa. Del techo colgaban, como gruesas lianas, varios cables eléctricos. Era una lavandería de los antiguos tiempos, donde el dueño planchaba las camisas. Sin más, sentí un ramalazo de simpatía por aquel hombre. Quizá en lavanderías como aquélla no cosían el ticket de identificación con una grapa en el puño. Yo odiaba tanto aquello que jamás llevaba las camisas a la tintorería.
Fuera, a la entrada de la tienda, había una especie de banqueta, y encima de ésta se alineaban varias macetas. Me las quedé contemplando unos instantes, pero no conocía el nombre de ninguna de las flores. ¿Cómo es que no sabía ni uno? Ni siquiera yo me lo explicaba. Eran, a todas luces, plantas normales y corrientes, y me dio la impresión de que cualquier persona habría sabido cómo se llamaban todas sin excepción. Las gotas de agua que caían del tejado golpeaban la tierra negra del interior de las macetas. Mientras tenía la vista clavada en ellas, me asaltó la desesperación. Había vivido treinta y cinco años en este mundo y ni siquiera sabía cómo se llamaban las flores más comunes.
Una sola lavandería me había hecho descubrir muchas cosas. Una de ellas era mi ignorancia acerca del nombre de las flores, otra que los días de lluvia la lavandería era más barata. Aunque pasaba por esa calle casi a diario, ni siquiera me había dado cuenta de que allí había una banqueta.
Vi un caracol que se deslizaba por la superficie de la banqueta, lo cual fue un nuevo descubrimiento. Hasta ese instante había estado convencido de que los caracoles sólo aparecían durante la época de las lluvias. Claro que, pensándolo bien, si sólo salían en la época de las lluvias, ¿dónde se metían y qué hacían en las demás estaciones del año?
Cogí ese caracol que había salido en octubre y lo puse en una de las plantas, encima de una hoja verde. El caracol permaneció unos instantes temblando sobre la hoja, pero pronto se estabilizó, en una posición inclinada, y miró a su alrededor.
Retrocedí sobre mis pasos hasta el estanco y compré una cajetilla de Lark largo y un encendedor. Hacía cinco años que había dejado de fumar, pero no iba a hacerme ningún daño fumarme un paquete la víspera del fin del mundo. Bajo el mismo alero del estanco, me puse un cigarrillo entre los labios y le prendí fuego con el encendedor. El roce en mis labios del primer cigarrillo que fumaba después de tanto tiempo me pareció más extraño de lo que había imaginado. Aspiré lentamente, exhalé despacio una bocanada de humo. Las yemas de mis dedos estaban entumecidas, mi mente confusa.
Después fui hasta la pastelería occidental y compré cuatro pastelillos. Los cuatro tenían un largo nombre francés: tan pronto como me los metieron en la caja, me olvidé de sus nombres. El francés lo había perdido por completo en cuanto salí de la universidad. La dependienta de la pastelería era una chica alta como un pino, tremendamente torpe haciendo lazos. Nunca he visto a una chica alta que tenga buenas manos. Claro que no sé si esta teoría es válida para el mundo entero. Tal vez se limite a los encuentros que me ha deparado el destino.
Al lado estaba la tienda de alquiler de vídeos de la que era cliente. Los dueños tenían la misma edad que yo, y ella era muy guapa. En la pantalla del televisor de veintisiete pulgadas colocado a la entrada de la tienda ponían El luchador, de Walter Hill. Es la película en que Charles Bronson hace de boxeador bare knuckle y James Coburn interpreta el papel de su mánager. Entré en la tienda, me senté en el sofá y me quedé mirando algunas escenas de la película para matar el tiempo.
Detrás del mostrador del fondo, la dueña parecía aburrida, así que le ofrecí un pastelillo. Ella eligió una tartaleta de pera, yo una mousse de queso. Mientras me comía mi mousse, contemplé la escena en la que Charles Bronson pelea con el hombretón calvo. La mayoría de los espectadores estaban convencidos de que ganaría el hombretón, pero yo había visto la película años atrás y estaba seguro de que iba a ganar Charles Bronson. Cuando me acabé el pastelillo de mousse de limón, encendí un cigarrillo, me fumé medio y, tras comprobar que Charles Bronson dejaba K.O. a su adversario, me levanté del sofá.
—Quédate un rato más —me pidió la dueña.
Le dije que me habría gustado quedarme, pero que tenía la ropa en la secadora de la lavandería. Al echar un vistazo a mi reloj, vi que era ya la una y veinte minutos. La secadora debía de haberse detenido hacía rato.
—¡Oh, no! —exclamé.
—No te preocupes. Seguro que alguien te ha sacado la ropa de la secadora y te la ha metido en la bolsa. A nadie le interesa robarte tu ropa interior.
—Es verdad —dije con voz desfallecida.
—La semana que viene llegan tres películas antiguas de Hitchcock.
Salí de la tienda de alquiler de vídeos y volví a la lavandería por el mismo camino. Por fortuna, el local estaba vacío y la ropa que había metido en la secadora yacía en el fondo del tambor esperando pacientemente mi regreso. De las cuatro secadoras, sólo una estaba en marcha. Embutí la ropa en la bolsa y volví a mi apartamento.
La joven gorda estaba durmiendo en la cama. Dormía tan profundamente que al principio pensé que estaba muerta, pero al acercar el oído percibí la ligera respiración del sueño. Saqué la ropa seca de la bolsa, la deposité sobre la almohada y dejé la caja de pastelillos en la mesilla, al lado de la lámpara. Me habría encantado deslizarme entre las sábanas, a su lado, y dormir, pero no podía.
Fui a la cocina, me bebí un vaso de agua, me acordé de pronto de orinar y oriné; luego me senté en una silla y eché un vistazo a mi alrededor. En la cocina se alineaban los grifos, el calentador de gas, el extractor de aire, el horno de gas, ollas y cazuelas de diversos tamaños, la tetera, el refrigerador, la tostadora, la alacena, el juego de cuchillos, una lata grande de té Brooke Bond, la olla eléctrica, la cafetera. Lo que, en una palabra, se denominaba «cocina» se componía, en realidad, de aparatos y objetos de diferentes tipos. Al contemplar de nuevo mi cocina con calma, percibí la quietud, compleja y extraña, propia del orden que conformaba el mundo.
Cuando me había mudado a aquel piso, mi esposa aún estaba conmigo. Ya habían transcurrido ocho años desde que me mudé, y yo solía sentarme en aquella mesa por las noches a leer. Como mi mujer tenía un sueño muy apacible, a veces me asustaba pensando que podía estar muerta. Yo, a mi manera, y por imperfecto que fuese como ser humano, la amaba.
Sí, pensé, ya hacía ocho años que vivía en aquel piso. Ocho años atrás, vivía allí con mi mujer y mi gato. La primera en marcharse fue mi esposa, luego se fue el gato. Y ahora me marcharía yo. Utilizando como cenicero una vieja taza de café que se había quedado sin plato, fumé un pitillo y volví a beber agua. ¿Por qué había permanecido ocho años en un lugar como aquél? A mí mismo me parecía extraño. No me gustaba especialmente vivir allí, el alquiler no era barato. El sol de la tarde le daba de lleno, el portero era antipático. Mi vida no había sido más feliz desde que me había mudado allí. El descenso de la población había sido demasiado drástico.
Pero, fuera como fuese, todas las cosas ya estaban anunciando el fin.
La vida eterna, pensé. La inmortalidad.
El profesor me había dicho que me encaminaba hacia el mundo de la inmortalidad. Que el fin del mundo no era la muerte, sino una transformación, que allí podría ser yo mismo, que podría recuperar todas las cosas que había perdido en el pasado, las que estaba perdiendo ahora.
Tal vez fuera así. No, seguro que sería así. Aquel anciano lo sabía todo. Y si él decía que aquel mundo era el mundo de la inmortalidad, podías apostar a que era el mundo de la inmortalidad. No obstante, ni una sola de las palabras del profesor lograban despertar eco alguno en mi corazón. Eran demasiado abstractas, demasiado ambiguas. Tenía la sensación de que, ya en aquellos instantes, yo era suficientemente yo mismo, y el modo en que un ser inmortal debía contemplar su propia inmortalidad trascendía ampliamente los estrechos límites de mi imaginación. Y a todo esto debían sumársele los unicornios y la muralla. Me daba la impresión de que El mago de Oz era más realista.
«¿Y qué he perdido yo?», me pregunté, rascándome la cabeza. Sin duda alguna, había perdido muchas cosas. Si las hubiera apuntado todas en una libreta, posiblemente habría llenado un cuaderno entero de la universidad. Había sufrido mucho la pérdida de alguna de ellas a pesar de que, en el momento en que las perdí, creí que no importaba demasiado, pero con otras me había sucedido lo contrario. Había ido perdiendo diversas cosas, diversas personas, diversos sentimientos. En el bolsillo de un abrigo que simbolizara mi existencia, se habría abierto un agujero fatal que ningún hilo ni aguja podrían coser. En este sentido, si alguien hubiera abierto la ventana de mi piso, se hubiese asomado dentro y me hubiese gritado: «¡Tu vida es un completo cero!», yo no habría tenido ningún argumento en contra que esgrimir.
Sin embargo, si hubiera podido volver atrás, me daba la sensación de que habría reproducido una vida idéntica a la que había llevado. Porque ésta —esta vida llena de pérdidas— era yo. Era el único camino que tenía yo de ser yo mismo. Por más personas que me hubiesen abandonado a mí, por más personas a las que hubiese abandonado yo, por más bellos sentimientos, magníficas cualidades y sueños que hubiese perdido, yo únicamente podía ser yo.
En el pasado, cuando era más joven, creía que podía llegar a ser algo distinto de mí mismo. Incluso creía que podía abrir un bar en Casablanca y conocer a Ingrid Bergman. O también, de manera más realista —y dejando de lado si realmente era más realista o no—, creía que podía llevar una vida provechosa más de acuerdo con mi propia personalidad. Para conseguirlo, incluso me había impuesto una disciplina. Había leído The Greening of America, había visto tres veces Easy Rider. Pero, a pesar de ello, siempre acababa volviendo al mismo sitio, como una barca con el timón curvado. Era mi yo. Mi yo no iba a ninguna parte. Mi yo estaba aquí, esperando a que yo volviera.
¿Tenía que llamar a esto desesperanza?
No lo sabía. Tal vez fuese desesperanza. Turguéniev quizá lo llamaría desencanto. Dostoievski, tal vez infierno. Somerset Maugham tal vez lo llamase realidad. Pero lo llamaran como lo llamasen, eso era yo.
No podía imaginar el mundo de la inmortalidad. Quizá allí podría recuperar las cosas que había perdido y crear un nuevo yo. Quizá habría quien me aplaudiera, quien me felicitase. Y quizá yo fuera feliz, y consiguiese una vida provechosa más acorde con mi personalidad. De todas formas, sería otro yo, un yo que no tendría nada que ver conmigo. Mi yo de ahora contenía mi propio ego. Era un hecho histórico, algo que nadie podía cambiar.
Tras reflexionar un rato sobre ello, llegué a la conclusión de que lo más razonable era pensar que moriría pasadas poco más de veintidós horas. La idea de que iba a trasladarme al mundo de la inmortalidad me recordaba Las enseñanzas de don Juan, y me inquietaba.
Yo iba a morir, concluí arbitrariamente. Pensar así casaba mejor con mi manera de ser. Esa idea me produjo cierto alivio.
Apagué el cigarrillo, me dirigí al dormitorio y, tras contemplar por unos instantes el rostro de la joven dormida, comprobé si llevaba todo lo necesario en el bolsillo de los pantalones. Claro que, pensándolo bien, pocas cosas necesitaba. ¿Qué me hacía falta, aparte de la cartera y de la tarjeta de crédito? La llave de mi piso ya no servía, la licencia de calculador tampoco. La agenda no iba a usarla nunca más y, como había abandonado mi coche, tampoco necesitaba las llaves. Ni la navaja. La calderilla de nada serviría. Vacié encima de la mesa todo el dinero suelto que llevaba en los bolsillos.
Primero me dirigí a Ginza en tren, me compré una camisa, una corbata y un blazer en Paul Stuart y pagué la cuenta con la American Express. Me planté ante el espejo con la ropa puesta: no ofrecía una mala imagen. Me preocupaba un poco que la raya de los pantalones chinos color verde oliva empezara a borrarse, pero no todo puede ser perfecto. La combinación del blazer de franela azul marino con la camisa de color naranja oscuro me daba un aire de joven y prometedor ejecutivo de una empresa de publicidad. Al menos nadie habría dicho que hacía un rato me arrastraba por un subterráneo y que dentro de veintidós horas desaparecería de este mundo.
Al mirar mi silueta erguida en el espejo, me di cuenta de que la manga izquierda del blazer era aproximadamente un centímetro y medio más corta que la derecha. Para ser precisos, no es que la manga fuese más corta, sino que mi brazo izquierdo era más largo. No entendía qué había pasado. Soy diestro y no recordaba haber sometido el brazo izquierdo a ningún esfuerzo en particular. El dependiente me dijo que podrían arreglarme la manga en un par de días, pero yo decliné su ofrecimiento.
—¿Juega usted al béisbol? —me preguntó devolviéndome el resguardo de la compra, efectuada con la tarjeta de crédito.
Le contesté que no.
—Es que la mayoría de los deportes deforman el cuerpo —añadió el dependiente—. Para que la ropa nos siente bien, hay que evitar excederse en el deporte y comer y beber con moderación.
Le di las gracias y salí de la tienda. El mundo estaba lleno de máximas. Descubría cosas nuevas, literalmente, a cada paso que daba.
Aún llovía, pero ya estaba harto de compras. Así pues, tras renunciar a buscar un impermeable, entré en una cervecería y pedí una cerveza a presión y ostras vivas. En la cervecería, por una razón u otra, sonaba una sinfonía de Bruckner. No sabía qué número era, pero lo cierto es que nadie sabe los números de las sinfonías de Bruckner. En todo caso, era la primera vez que escuchaba música de Bruckner en una cervecería.
Había dos mesas ocupadas, aparte de la mía. En una había una pareja joven; en la otra, un anciano de escasa estatura con sombrero. El anciano, sin descubrirse, se tomaba su cerveza a pequeños sorbos, y la pareja joven hablaba en voz baja sin tocar apenas la cerveza. El ambiente habitual de una cervecería una tarde lluviosa de domingo.
Mientras escuchaba la música de Bruckner, exprimí limón sobre las cinco ostras, me las fui comiendo en el sentido de las agujas del reloj y me acabé una jarra de tamaño mediano de cerveza. Las agujas del enorme reloj de la cervecería marcaban las tres menos cinco minutos. Bajo la esfera había dos leones, frente a frente, rodeando el muelle real del reloj con sus cuerpos retorcidos. Los dos eran machos y tenían la cola doblada como si fuera el gancho de una percha. Pronto acabó la larga sinfonía de Bruckner y la sustituyó el Bolero de Ravel. Una curiosa combinación.
Tras pedir una segunda cerveza, fui al lavabo y oriné otra vez. Por más tiempo que transcurría, el chorro de orina no cesaba. Ni yo mismo entendía por qué brotaba tanto líquido, pero como no tenía nada urgente que hacer, continué orinando con calma. Creo que la micción se prolongó alrededor de dos minutos. Mientras, a mis espaldas, sonaba el Bolero de Ravel. Lo de orinar escuchando el Bolero de Ravel fue algo chocante. Acabé teniendo la sensación de que el chorro de orina seguiría manando por toda la eternidad.
Al concluir aquella larga micción, me sentí un hombre nuevo. Me lavé las manos y, tras mirar mi rostro reflejado en un espejo deformado, volví a la mesa y tomé unos tragos de cerveza. Me apetecía fumar, pero caí en la cuenta de que me había olvidado la cajetilla de Lark en la cocina de casa, así que llamé al camarero, le pedí un paquete de Seven Star y una caja de cerillas.
Parecía que las horas se hubiesen detenido en aquella cervecería desierta, pero la verdad era que el tiempo proseguía lentamente su curso. Los leones habían recorrido cada uno ciento ochenta grados, las agujas habían avanzado hasta señalar las tres y diez. Con un codo hincado en la mesa, seguí bebiendo cerveza y me fumé un Seven Star con los ojos clavados en el reloj. Contemplar las agujas del reloj era la manera más absurda de pasar el tiempo, pero no se me ocurría nada mejor que hacer. La mayoría de las acciones humanas se basan en el presupuesto de que después vas a seguir viviendo, y si te quitan esta premisa, apenas te queda nada. Me saqué la cartera del bolsillo y examiné todo lo que llevaba en su interior. Cinco billetes de diez mil yenes, varios billetes de mil. En otro compartimento llevaba veinte billetes de diez mil sujetos con un clip. Aparte de dinero en efectivo, llevaba las tarjetas American Express y Visa. Y dos tarjetas para poder sacar dinero del banco. Partí estas dos últimas en cuatro trozos y los tiré en el cenicero. Ya no podría utilizarlas más. Idéntica suerte corrieron dos carnés, el de socio de la piscina cubierta y el de la tienda de alquiler de vídeos, y los puntos que me daban al comprar café en grano. Me guardé el permiso de conducir y tiré dos tarjetas de visita viejas. El cenicero quedó lleno de restos de mi vida. Al final, sólo conservé el dinero en efectivo, las tarjetas de crédito y el permiso de conducir.
Cuando las agujas del reloj alcanzaron las tres y media, me levanté del asiento, pagué la cuenta y salí. Mientras me acababa la cerveza, había cesado casi por completo de llover, de modo que dejé el paraguas en el paragüero. No era mal presagio. El tiempo mejoraba y yo sentía cómo mi cuerpo se aligeraba cada vez más.
Al dejar el paraguas atrás, me sentí renacer. De pronto me entraron ganas de trasladarme a otro sitio. Lo ideal sería un lugar lleno de gente. Tras permanecer un rato contemplando la hilera de pantallas de televisión del edificio de Sony junto a un grupo de turistas árabes, bajé a la estación de metro y compré un billete hasta Shinjuku, por la línea Marunouchi. Debí de quedarme dormido nada más sentarme, porque me desperté de golpe en Shinjuku.
Al pasar por la garita de revisión de billetes, me acordé de repente de que el cráneo y los datos del shuffling seguían en la consigna de la estación. Ya no los necesitaba, y tampoco llevaba el resguardo, pero como no tenía nada mejor que hacer, decidí ir a recogerlos. Subí la escalera, me dirigí a la ventanilla de la consigna y dije que había perdido el resguardo.
—¿Lo ha buscado bien? —me preguntó el encargado.
Le dije que sí.
—¿De qué objeto se trata?
—De una bolsa de deporte azul de la marca Nike.
—¿Podría dibujarme esa marca?
Cogí el bloc y el lápiz que me tendía, dibujé el bumerán aplastado del logotipo de Nike y escribí la palabra NIKE encima. Tras dirigirme una mirada suspicaz, el encargado fue pasando entre las estanterías con el bloc en la mano hasta que encontró mi bolsa y me la trajo.
—¿Es ésta?
—Sí.
—¿Tiene algún documento donde consten su nombre y su dirección?
Cuando le entregué el permiso de conducir, el encargado confrontó los datos con los que figuraban en la tarjeta que colgaba de la bolsa. Luego arrancó la tarjeta, la depositó sobre el mostrador junto con un bolígrafo y me dijo:
—Su firma, por favor.
Estampé mi firma en la tarjeta, cogí la bolsa y le di las gracias al encargado.
Había triunfado en mi propósito de retirar el equipaje, pero lo cierto era que la bolsa de deporte Nike no estaba en consonancia con mi aspecto. No podía ir a cenar con una chica acarreando aquella bolsa. Se me ocurrió comprar otra, pero para que cupiera un cráneo de aquel tamaño habría necesitado una maleta de viaje grande o una bolsa para bolos, como las que llevan los asiduos de las boleras. La maleta sería demasiado pesada, y, antes que cargar con una bolsa para bolos, prefería quedarme con la bolsa Nike.
Tras considerar diversas posibilidades, llegué a la conclusión de que lo más razonable era alquilar un coche y arrojar la bolsa en el asiento trasero. Así me ahorraba las molestias de andar con la bolsa en la mano y no tenía por qué preocuparme de si ésta conjuntaba con mi ropa o no. Lo ideal sería un elegante coche europeo. No es que los coches europeos me gusten en particular, pero me dio la impresión de que, siendo un día tan especial en mi vida, el coche tenía que estar en consonancia. Hasta ese momento, yo sólo había conducido un Volkswagen que estaba para el desguace y mi pequeño coche japonés.
Entré en una cafetería, pedí las páginas amarillas, marqué con bolígrafo los teléfonos de cuatro agencias de alquiler de coches situadas cerca de la estación de Shinjuku y fui llamando a una tras otra. En ninguna tenían coches europeos. Siendo domingo, y en aquella estación del año, apenas les quedaban coches; además, no alquilaban coches extranjeros. En dos de las cuatro agencias, ya no les quedaba ningún turismo. En otra, sólo les quedaba un Civic. Y, en la última de ellas, un Carina 1800 GT Twin Cam Turbo y un Mark II. La mujer de la agencia me dijo que ambos coches eran nuevos y contaban con equipo estéreo. Como me daba pereza seguir llamando, decidí alquilar el Carina 1800 GT Twin Cam Turbo. Total, me daba lo mismo. A mí jamás me habían interesado gran cosa los coches. Ni siquiera sabía cómo eran el Carina 1800 GT Twin Cam Turbo o el Mark II.
Luego, fui a una tienda de discos y compré algunas cintas de casete. Grandes éxitos, de Johnny Mathis; Noche transfigurada, de Schönberg, dirigida por Zubin Mehta; Stormy Sunday, de Kenny Burrell; The Popular, de Duke Ellington; los Conciertos de Brandemhurgo, con Trevor Pinnock, y un casete de Bob Dylan que contenía Like A Rolling Stone. Una selección de lo más variopinta, pero no quedaba otra solución: a saber qué música me apetecería escuchar cuando subiera al Carina 1800 GT Twin Cam Turbo. Una vez que me sentara en el coche, tal vez me apeteciera escuchar James Taylor. O quizá valses vieneses. O Police, o Duran Duran. O tal vez no me apeteciese escuchar nada. Yo eso no lo sabía.
Metí las seis cintas en la bolsa, fui a la agencia de alquiler de automóviles, pedí que me enseñaran el coche, entregué el permiso de conducir y firmé los documentos. Comparado con el de mi coche, el asiento del conductor del Carina 1800 GT Twin Cam Turbo parecía el sillón de mandos de una lanzadera espacial. Si una persona acostumbrada a ir en un Carina 1800 GT Twin Cam Turbo condujera mi coche, posiblemente se sentiría como en un sitial prehistórico esculpido sobre en el suelo. Introduje la cinta de Bob Dylan en la pletina y, mientras escuchaba Watching the River Flow, fui probando uno a uno, tomándome mi tiempo, todos los mandos del salpicadero. Si me equivocaba de mando mientras conducía, las consecuencias podían ser terribles.
Mientras, con el coche detenido, toqueteaba todos los mandos, la simpática joven que me había atendido salió de la oficina, se colocó a un lado del coche y me preguntó si podía ayudarme. Su sonrisa era tan limpia y agradable como la de un buen anuncio de la televisión. Tenía los dientes blancos, la línea de la mandíbula bien dibujada y un color de lápiz de labios bonito.
Le dije que no tenía ningún problema en particular, que sólo estaba probándolo todo para después no tener ningún percance.
—De acuerdo —dijo la joven y volvió a sonreír.
Su sonrisa me llevó a recordar a una compañera de clase de cuando iba al instituto. Una chica inteligente, de carácter franco y abierto. Según había oído, se había casado con uno de los líderes del movimiento revolucionario que había conocido en la universidad y había tenido dos hijos, pero se había marchado de casa, abandonando a sus hijos, y nadie sabía dónde se encontraba. La sonrisa de la empleada de la agencia me recordó a la de mi compañera de instituto. ¿Quién habría podido prever que aquella jovencita de diecisiete años, a quien le gustaban J.D. Salinger y George Harrison, tendría, unos años después, dos hijos con uno de los líderes del movimiento revolucionario y luego desaparecería sin dejar rastro?
—¡Ojalá todos los clientes fueran tan precavidos como usted! —comentó la joven—. Los paneles digitales de los últimos modelos son difíciles de manejar si no se está acostumbrado.
Asentí. Vamos, que yo no era el único novato.
—¿Dónde tengo que pulsar para sacar la raíz cuadrada de 185? —pregunté.
—Para eso tendrá que esperar a que salga el nuevo modelo —dijo ella, sonriendo—. ¿Es Bob Dylan?
—Sí —dije. Bob Dylan estaba cantando Positively Fourth Street. Aunque hubiesen pasado veinte años, una buena canción seguía siendo una buena canción.
—A Bob Dylan enseguida se le reconoce —dijo ella.
—¿Porque es peor con la armónica que Stevie Wonder?
Ella se rió. Me gustó que se riera. Todavía era capaz de hacer reír a una mujer.
—No, no es por eso. Es que tiene una voz muy especial —dijo ella—. Su voz recuerda a un niño de pie delante de la ventana, mirando cómo llueve.
—Es una descripción muy acertada —dije. Y lo era. Yo había leído varios libros sobre Bob Dylan, pero jamás había encontrado una descripción tan exacta. Concisa, llena de precisión. Cuando se lo dije, se ruborizó un poco.
—No sé. Simplemente, eso es lo que siento.
—Es muy difícil expresar en palabras lo que uno siente —dije—. Todos sentimos un montón de cosas, pocas personas son capaces de transmitirlo bien con palabras.
—Me gustaría escribir una novela —dijo.
—Seguro que sería una buena novela.
—Muchas gracias —dijo.
—Es raro que una chica tan joven como tú escuche a Bob Dylan.
—Me gusta la música antigua. Bob Dylan, los Beatles, The Doors, The Birds, Jimi Hendrix…
—Algún día me gustaría hablar un rato contigo —dije.
Ella ladeó ligeramente la cabeza, sonriendo. Una chica guapa conoce trescientas formas distintas de responder a eso. Y puede utilizar cualquiera de ellas con un hombre divorciado, fatigado, de treinta y cinco años. Le di las gracias y arranqué. Dylan cantaba Memphis Blues Again. El encuentro con aquella joven me había puesto de muy buen humor. Había sido una suerte elegir el Carina 1800 GT Twin Cam Turbo.
El reloj digital del panel marcaba las cuatro y cuarenta y dos minutos. El cielo de la ciudad se encaminaba hacia el atardecer sin haber recuperado la luz del sol. Yo circulaba a baja velocidad por unas calles llenas de coches que se dirigían a sus casas. Sólo por ser un domingo lluvioso, ya habría sido normal que hubiese un atasco, pero, como además un pequeño coche deportivo verde se había empotrado contra un camión de ocho toneladas cargado de bloques de cemento, el tráfico estaba totalmente paralizado. El deportivo verde semejaba una caja de cartón vacía sobre la que inadvertidamente se hubiese sentado alguien. Varios policías con impermeables de color negro rodeaban el coche, y la grúa estaba enganchando una cadena en la parte trasera del vehículo.
Tardé bastante en dejar atrás el lugar del accidente, pero aún faltaba mucho tiempo para la hora de la cita, de modo que seguí escuchando tranquilamente a Bob Dylan mientras me fumaba un cigarrillo. Traté de imaginar cómo debía de ser estar casada con un líder de un movimiento revolucionario. ¿Se podría considerar el movimiento revolucionario una profesión? No era propiamente una profesión, claro está. Sin embargo, si la política se considera una profesión, la revolución debería considerarse una derivación de ésta. Pero yo estas cosas no las tenía muy claras.
¿Hablaba el marido, al volver a casa, del progreso de la revolución mientras se tomaba una cerveza?
Bob Dylan había empezado a cantar Like a Rolling Stone, así que dejé de pensar en la revolución y empecé a silbar al ritmo de la música. Todos nos íbamos haciendo viejos. Era algo tan innegable como la lluvia.