A fin de que no se mojara mientras nadábamos, la joven gorda y yo redujimos nuestro equipaje tanto como pudimos, lo envolvimos en una camisa de repuesto y nos lo enrollamos en lo alto de la cabeza. Sin duda ofrecíamos una pinta extremadamente ridícula, pero no nos sobraba tiempo ni para reír. Como habíamos dejado atrás las provisiones, el whisky y otros objetos superfluos, no abultaba demasiado. Yo sólo llevaba la linterna, un jersey, los zapatos, la cartera, la navaja y el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos. Y ella, algo por el estilo.
—Tened cuidado —dijo el profesor. En la penumbra, se me antojó mucho más viejo que la primera vez que lo vi. Tenía la piel ajada, los cabellos resecos como un vegetal plantado en un lugar equivocado y el rostro salpicado de manchas marrones. Visto así, parecía sólo un viejo cansado. Realmente, el destino de todos los hombres, sean científicos eminentes o no, es envejecer y morir.
—Adiós —dije.
Bajé por la cuerda, a través de la oscuridad, hasta alcanzar la superficie del agua. Yo descendí primero y, cuando llegué abajo, le hice señales con la luz de la linterna y descendió ella. Meterse en el agua envuelto en aquella oscuridad era terrorífico y no me apetecía en absoluto, pero, evidentemente, no tenía elección. Aparte de estar fría como el hielo, el agua no parecía presentar ningún problema. Era agua normal y corriente. No ocultaba nada bajo su superficie y su peso específico era el acostumbrado. En los alrededores reinaba la calma y el silencio propios del fondo de un pozo. Ni en el aire, ni en el agua, ni en las sombras se movía nada. Sólo nuestro chapoteo, ampliado hasta la exageración, resonaba en medio de la oscuridad. Parecía el sonido producido por un gigantesco animal acuático devorando a su presa. Tras meterme en el agua, me di cuenta de que había olvidado por completo pedirle al profesor que me tratara el dolor de la herida.
—Aquel pez de las uñas no estará nadando por aquí, ¿verdad? —dije volviéndome hacia donde suponía que estaba ella.
—Claro que no —dijo—. Bueno, no creo. Eso debe de ser una leyenda.
Pese a todo, no logré ahuyentar de mi cabeza la idea de que aquel pez enorme emergería de repente del fondo de las aguas y me arrancaría la pierna de una dentellada. Ya se sabe, la oscuridad alimenta todo tipo de temores.
—¿Tampoco hay sanguijuelas?
—Pues no lo sé. Diría que no —respondió ella.
Enlazados por la cuerda, rodeamos la «torre» braceando lentamente para que no se nos mojara el equipaje y al instante vimos la luz que proyectaba la linterna del profesor. El haz de luz taladraba la oscuridad en línea recta, como un faro que emitiera una luz oblicua, tiñendo a trechos el agua de color amarillo pálido.
—Tenemos que seguir todo recto en esta dirección —comentó ella. Es decir, que debíamos avanzar superponiendo la luz de nuestras linternas al resplandor que se reflejaba en la superficie del agua.
Yo nadaba delante; ella iba detrás. El chapoteo de mis manos batiendo el agua se alternaba con el chapoteo de sus manos batiendo el agua. De vez en cuando dejábamos de nadar, nos volvíamos hacia atrás, comprobábamos la dirección, rectificábamos el rumbo.
—Procura que no se te mojen las cosas —me dijo ella mientras braceaba—. Si el dispositivo se moja, no servirá para nada.
—Tranquila —dije.
Sin embargo, lo cierto era que requería un gran esfuerzo evitar que se mojara el equipaje. Como todo estaba envuelto en la densa oscuridad, ni siquiera sabía dónde se hallaba la superficie del agua. A veces no sabía ni dónde tenía las manos. Mientras nadaba, me acordé de Orfeo, obligado a cruzar la laguna Estigia para llegar al reino de los muertos. En el mundo existen incontables religiones y mitos, pero, acerca de la muerte, a todos los hombres se nos ocurre prácticamente lo mismo. Orfeo cruzó el río de las tinieblas en barca. Y yo estaba atravesándolo a nado con un paquete enrollado en la cabeza. En este sentido, los griegos de la Antigüedad eran mucho más listos que yo. Empezaba a preocuparme la herida, pero no ganaba nada con darle vueltas. Debido posiblemente a la tensión nerviosa, apenas me dolía, y aunque se hubiesen soltado los puntos, me dije que de una herida como ésa no había muerto nadie.
—¿De verdad estás tan enfadado con mi abuelo? —me preguntó. A causa de la oscuridad y de las extrañas resonancias, no logré adivinar en qué dirección ni a qué distancia se encontraba la joven.
—No lo sé. Ni siquiera yo lo sé —grité, volviéndome hacia donde supuse que ella estaba. Incluso el eco de mi propia voz me llegó desde una dirección extraña—. Mientras escuchaba a tu abuelo, he acabado por pensar que me daba lo mismo.
—¿Que te daba lo mismo?
—Mi vida no vale gran cosa y mi cerebro tampoco.
—Pero tú antes has dicho que estabas satisfecho con tu vida.
—Era un decir —repuse—. Todos los ejércitos necesitan una bandera.
La joven caviló unos minutos sobre el sentido de mis palabras. Mientras tanto, seguimos nadando sin hablar. Un silencio denso y profundo como la muerte se adueñó del lago subterráneo. «¿Dónde estará el pez?», me pregunté. Empezaba a convencerme de que aquel siniestro pez con uñas existía realmente. ¿Permanecería dormido en las profundidades del lago? ¿Estaría nadando por alguna otra gruta? ¿O habría olfateado nuestra presencia y, en aquellos instantes, se dirigía a nuestro encuentro? Al imaginar el instante en que el pez con uñas me apresaba la pierna, un temblor sacudió mi cuerpo de arriba abajo. Por más que tuviera que morir o desaparecer dentro de poco, quería librarme de ser devorado por un pez en aquel lugar miserable. Si tenía que morir, prefería hacerlo bajo la familiar luz del sol. A pesar de tener los brazos pesados y exhaustos por el agua helada, seguí braceando con desesperación.
—Pero tú eres muy buena persona —dijo la joven. En el timbre de su voz no se apreciaba ni una gota de cansancio. Su tono era tan despreocupado como si estuviera en la bañera.
—Hay pocos que piensen lo mismo —dije.
—Pero yo lo pienso.
Mientras nadaba, me di la vuelta. La luz de la linterna del profesor había quedado muy atrás, pero mis manos todavía no habían llegado a tocar la ansiada pared rocosa. «¿Por qué estará tan lejos?», me pregunté, hastiado. Si el profesor sabía a qué distancia se encontraba, nada le habría costado decírmelo. Así me habría mentalizado. ¿Y qué estaría haciendo aquel pez? ¿Aún no habría descubierto mi presencia?
—No pretendo defender a mi abuelo —dijo la joven—, pero él no tiene mala intención. Lo que ocurre es que se apasiona por algo y pierde de vista todo lo que le rodea. Lo mismo le pasó con eso. Empezó de buena fe. Con el propósito de dilucidar tu secreto y salvarte antes de que el Sistema te toqueteara de cualquier modo. Siendo como es, seguro que se avergüenza de haber colaborado con el Sistema para experimentar con seres humanos. Eso fue una equivocación.
Seguí nadando en silencio. A aquellas alturas, de poco me iba a servir que reconociera que se había equivocado.
—Así que perdónalo, ¿eh? —continuó.
—Que lo perdone o no, eso carece de importancia —repuse—. Pero ¿por qué dejó el proyecto a medias? Si tan responsable se sentía, tendría que haber proseguido sus investigaciones dentro del Sistema y haber tratado de evitar que sacrificaran a más personas, ¿no te parece? Por más que diga que detesta trabajar en grandes organizaciones, por culpa de su línea de investigación un montón de personas fueron muriendo, una tras otra.
—Mi abuelo dejó de confiar en el Sistema —explicó la joven—. Mi abuelo dice que el Sistema de los calculadores y la Factoría de los semióticos son como las manos derecha e izquierda de una misma persona.
—¿Cómo dices?
—Que lo que hace el Sistema y lo que hace la Factoría, técnicamente hablando, es casi lo mismo.
—Técnicamente hablando, sí. Pero nosotros protegemos la información y los semióticos la roban. El objetivo es muy distinto.
—Pero ¿y si una misma persona dirigiera el Sistema y la Factoría? Entonces, resultaría que mientras la mano izquierda roba una cosa, la derecha la protege.
Reflexioné sobre sus palabras mientras seguía nadando despacio en la oscuridad. Aunque costara creerla, aquella idea no se podía descartar de un plumazo. Yo trabajaba para el Sistema, pero si me hubiesen preguntado cómo estaba estructurada la organización no habría sabido qué contestar. Porque era un organismo gigantesco y porque el secretismo regía en lo relativo a la información interna. Nosotros nos limitábamos a recibir directrices y a ejecutarlas una tras otra. Nosotros, los últimos monos, no teníamos la menor idea de lo que sucedía en las alturas.
—Pues si tienes razón, el negocio podría reportar unas ganancias exorbitantes —dije—. Obligándolos a competir, podrían subir los precios tanto como quisieran. Y, asegurándose de que las dos fuerzas fuesen iguales, no cabría temer un hundimiento de los precios.
—Mi abuelo se dio cuenta de eso mientras investigaba para el Sistema. Al fin y al cabo, el Sistema no es más que una empresa privada con conexiones estatales. Y a las empresas privadas les mueve el ánimo de lucro. Su único objetivo es obtener beneficios. De cara al público, el Sistema enarbola la bandera de la protección de los derechos de propiedad de la información, pero eso no son más que palabras. Mi abuelo comprendió que su investigación acarrearía gravísimas consecuencias. Que si las técnicas de manipulación libre y arbitraria del cerebro seguían avanzando a aquel ritmo, la sociedad y la existencia del hombre llegarían a una situación insostenible. Era necesario detener esa vorágine, frenarla. Pero ni el Sistema ni la Factoría pensaban hacerlo. Por eso mi abuelo se retiró del proyecto. Era horrible sacrificaros a ti y a los demás calculadores, pero la investigación no podía proseguir. Porque el número de víctimas habría sido mucho mayor.
—Sólo por curiosidad: tú estabas al tanto de todo, ¿verdad? —le pregunté.
—Sí —confesó tras titubear unos segundos.
—¿Y por qué no me lo contaste todo desde el principio? Me habrías ahorrado venir hasta este sitio absurdo, no habría perdido tontamente el tiempo…
—Porque tú querías ver a mi abuelo y que él te lo explicara todo con detalle —adujo ella—. Además, si te lo hubiera contado yo, seguro que no me habrías creído.
—Quizá no —dije. Realmente, lo del tercer circuito y la inmortalidad no es algo que uno se crea de buenas a primeras.
Tras nadar un poco más, mis manos toparon de repente con algo duro. Absorto en mis reflexiones, al principio no adiviné de qué se trataba, pero tras unos instantes de desconcierto comprendí que era la pared rocosa. Habíamos logrado cruzar el lago submarino.
—¡Hemos llegado! —dije.
Ella me alcanzó y tocó la pared. Al volverme, vi brillar la luz del profesor, diminuta, entre las tinieblas, como una estrella. Siguiendo la línea de esa luz, nos desplazamos unos diez metros hacia la derecha.
—Debe de estar por aquí —dijo la joven—. Tenemos que encontrar una abertura a unos cincuenta centímetros sobre la superficie del agua.
—¿Crees que habrá quedado sumergida?
—No. El agua alcanza siempre la misma altura. No sé por qué, pero es así. Cinco centímetros arriba o abajo.
Con grandes precauciones para que no se deshiciera el equipaje, saqué la linterna de entre los objetos envueltos en la camisa que llevaba enrollada en la cabeza, me apoyé con una mano en un hueco de la pared y, tratando de mantener el equilibrio, iluminé unos cincuenta centímetros más arriba. La amarillenta luz de la linterna bañó la pared rocosa. Mis ojos tardaron bastante en acostumbrarse a la luz.
—No se ve ningún agujero por ninguna parte —dije.
—Ve un poco más hacia la derecha —dijo la joven.
Dirigiendo el haz de luz hacia arriba, me fui desplazando a lo largo de la pared. Pero no logré descubrir ningún agujero.
—¿Seguro que está hacia la derecha? —dudé. Ahora que había dejado de nadar y me hallaba inmóvil dentro del lago, notaba cómo el agua helada me calaba hasta el tuétano de los huesos. Tenía todas las articulaciones rígidas, como congeladas, ni siquiera lograba abrir bien la boca al hablar.
—Seguro. Ve un poco más hacia la derecha.
Tiritando, me desplacé un poco más hacia la derecha. Pronto, mi mano izquierda, que se iba deslizando por la superficie de la pared rocosa, palpó un extraño objeto. Algo redondo y abombado como un escudo, del tamaño de un elepé. Al pasar los dedos por encima, descubrí que la superficie estaba esculpida. Lo iluminé para examinarlo con detenimiento.
—Es un relieve —dijo ella.
Asentí, incapaz de pronunciar palabra. El relieve era idéntico al que habíamos visto al penetrar en el santuario. Dos siniestros peces con uñas que rodeaban el mundo enlazados por la cabeza y la cola. Como si fuera la luna hundiéndose en el mar, dos terceras partes del redondo relieve estaban sobre el agua y la tercera parte se encontraba sumergida en ella. Aquel relieve estaba tan finamente esculpido como el anterior. Sin duda había sido arduo realizar tan minucioso trabajo en un lugar donde a duras penas se podía apoyar los pies.
—Aquí está la salida —dijo ella—. Debe de haber el mismo relieve a la entrada que a la salida. Mira hacia arriba.
Fui deslizando el haz de luz de la linterna por la superficie de la pared rocosa. Vislumbré algo, hundido en la sombra creada por una roca que sobresalía, aunque no distinguí con claridad de qué se trataba. Le entregué la linterna y me dispuse a subir.
Por fortuna, sobre el relieve había entrantes donde apoyar las manos. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, de mi cuerpo yerto de frío y apuntalé los pies sobre el relieve. Después alargué la mano derecha, me agarré al canto de la roca que sobresalía, tomé impulso y me asomé por encima de la roca. Efectivamente, allí estaba la entrada de una caverna. Percibí entonces una débil corriente de aire. El aire era gélido, mohoso, desagradable, pero, en cualquier caso, allí había un túnel. Hinqué ambos codos en el saliente rocoso, apoyé los pies en unos agujeros y me icé sobre la roca.
—¡Aquí está el agujero! —grité hacia abajo mientras notaba una punzada de dolor en la herida.
Ella se sintió aliviada.
Cogí la linterna, agarré de la mano a la joven y la ayudé a subir. Nos sentamos juntos en la entrada de la caverna y permanecimos unos instantes allí, tiritando. Mi camisa y mis pantalones, completamente empapados, estaban tan helados como si los acabara de sacar del congelador. Me sentía como si hubiese estado nadando dentro de un enorme vaso de whisky.
Desatamos el lío de ropa que llevábamos enrollado en la cabeza y nos pusimos una camisa seca. Yo le cedí mi jersey. Tiramos las camisas y las chaquetas mojadas. Como no llevábamos de repuesto pantalones ni ropa interior, éstos seguían mojados, pero tuvimos que aguantarnos.
Mientras ella comprobaba el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos, yo hice señales luminosas en dirección a la «torre» para informar al profesor de que habíamos llegado sanos y salvos. En correspondencia, la pequeña luz amarilla que flotaba en las tinieblas parpadeó dos o tres veces antes de apagarse. Al desaparecer la luz, el mundo volvió a la completa oscuridad primigenia. A ese mundo de la nada donde era imposible medir la distancia, el grosor y la profundidad.
—¡Vamos! —dijo ella.
Encendí la luz de mi reloj de pulsera y miré la hora. Eran las siete y diez de la mañana. La hora en que todas las cadenas de televisión emitían los informativos matutinos. Mientras daba cuenta del desayuno, la gente de la superficie estaría embutiéndose en sus cabezas somnolientas el parte meteorológico, los anuncios de analgésicos y la información sobre la exportación de automóviles a Estados Unidos. Nadie sabía que yo me había pasado la noche vagando por un laberinto subterráneo. Nadie sabía que había nadado en agua helada, que las sanguijuelas me habían chupado la sangre, que el dolor de la herida me martirizaba. Nadie sabía que mi mundo real acabaría dentro de veintiocho horas y cuarenta y dos minutos. Porque eso no lo habían dado en las noticias de la televisión.
Aquel pasadizo era mucho más angosto que los que habíamos atravesado hasta entonces y nos veíamos obligados a avanzar agachados, casi a rastras. Además, era tan tortuoso como unas vísceras: subía y bajaba, torcía a derecha y a izquierda. Unas veces teníamos que descender por una pared vertical apoyando los pies en los entrantes de la roca y, luego, teníamos que trepar de nuevo. Otras veces, el camino describía complicados tirabuzones, parecidos a los raíles de una montaña rusa. Eso nos obligaba a avanzar con extrema lentitud. Seguro que ese pasadizo no lo habían excavado los tinieblos, sino que debía de ser producto de la erosión. Por más malvados que fuesen, no era verosímil que hubieran construido un pasadizo tan complicado y dificultoso como aquél.
A los treinta minutos, sustituimos un dispositivo por otro y, tras andar diez minutos, vimos que el estrecho y tortuoso pasadizo desembocaba de pronto en una amplia caverna de techo alto. Estaba desierta y oscura como el vestíbulo de un viejo edificio, y olía a moho. El pasadizo acababa ahí, pues se bifurcaba a derecha e izquierda, como una T, y percibimos una débil corriente de aire que circulaba de derecha a izquierda. Ella iluminó alternativamente el ramal derecho y el izquierdo. Ambos se hundían en línea recta en las negras tinieblas.
—¿Hacia dónde tenemos que ir? —pregunté.
—Hacia la derecha —dijo ella—. Esa es la dirección correcta y, además, el aire viene de allí. Ya lo ha dicho mi abuelo, ¿no? Aquí está Sendagaya y, girando a la derecha, se llega al Estadio de Béisbol Jingû.
Me representé mentalmente el paisaje exterior. Si ella tenía razón, arriba debían de hallarse los dos ramen-ya,[13] los que están uno junto al otro, así como la librería Kawade y el Víctor Studio. Mi peluquería también se encontraba por allí. Ya hacía diez años que la frecuentaba.
—¿Sabes que mi peluquería cae por aquí cerca? —le dije.
—¿Ah, sí? —repuso ella sin mostrar el menor interés.
Me dije que no sería mala idea ir a cortarme el pelo antes del fin del mundo. Total, veinticuatro horas no daban para mucho. Para tomar un baño, ponerme ropa limpia, ir a la peluquería y poca cosa más.
—¡Cuidado! —me advirtió—. Nos acercamos a la guarida de los tinieblos. Se oyen voces y huele mal. ¡Pégate a mí! ¡No te alejes!
Agucé el oído y olisqueé el aire, pero no descubrí el menor indicio sonoro u olfativo. Me pareció oír una onda sonora extraña, algo así como un «jiuru-jiuru».
—¿Sabrán que estamos acercándonos?
—Por supuesto —dijo—. Este es el reino de los tinieblos. No hay nada que no sepan. Además, deben de estar muy enfadados. Hemos atravesado su santuario y nos aproximamos a su guarida. Si nos atrapan, nos harán pasar un mal rato. Así que no te separes de mí, ¿vale? A la mínima que te alejes, surgirá un brazo de la oscuridad, te agarrará y te arrastrará vete a saber dónde.
Acortamos la cuerda que nos unía hasta dejarla en unos cincuenta centímetros.
—¡Cuidado! ¡Allí no hay pared! —chilló con voz aguda, dirigiendo el haz de luz a la izquierda. Tal como decía, la pared de la izquierda había desaparecido y, en su lugar, se abría un vacío de negras y densas tinieblas. El haz de luz de la linterna lo atravesó, como una flecha, hasta que la punta desapareció absorbida por unas tinieblas aún más densas. Las tinieblas estaban llenas de vida, respiraban, bullían. Eran siniestras, espesas y turbias como la gelatina.
—¿Lo oyes? —me preguntó.
—Lo oigo.
La voz de los tinieblos llegaba ahora con toda claridad a mis oídos. Para ser precisos, más que una voz, parecía un zumbido. Un zumbido como de alas de incontables insectos que hendía la oscuridad y se clavaba en mis oídos, punzante como una broca. El rumor reverberaba con violencia en las paredes rocosas y, deformado en extraños ecos, me perforaba los tímpanos. Hubiese querido arrojar la linterna, ponerme en cuclillas y taparme los oídos. Me daba la sensación de que todos mis nervios sufrían el desgaste de la lima del odio.
Aquel odio era distinto a cualquier otro que hubiese experimentado con anterioridad. El odio de los tinieblos nos azotaba como una violenta ráfaga de viento que brotase de la boca del infierno con la intención de hacernos trizas. Aquella oscuridad, negra como la condensación de todas las sombras del subsuelo, y el Huir del tiempo, deformado y embrutecido en un mundo que había perdido la luz y los ojos, conformaban una masa gigantesca que gravitaba sobre nosotros. Hasta aquel instante, yo había ignorado que el odio pudiera pesar tanto.
—¡No te pares! —me gritó al oído.
Su voz era seca, pero no temblaba. Al oír su grito, me di cuenta de que me había detenido. Ella tiró con ímpetu de la cuerda que enlazaba nuestras cinturas.
—¡No puedes pararte! Si te paras, estás acabado. Te arrastrarán hacia las tinieblas.
Pero mis pies no se movían. El odio de los tinieblos los mantenía firmemente clavados al suelo. Me daba la sensación de que el tiempo iba retrocediendo en busca de recuerdos del horror de tiempos remotos. Yo ya no podía ir a ninguna parte.
Surgiendo de la oscuridad, la mano de la joven me golpeó con fuerza la mejilla. La bofetada fue tan brutal que, por unos instantes, me ensordeció.
—¡A la derecha! —oí que gritaba—. ¡A la derecha! ¿¡Me oyes!? Adelanta el pie derecho. ¡El derecho! ¡Imbécil!
Tembloroso, logré al fin mover el pie derecho. En sus voces percibí un ligero tinte de decepción.
—¡El izquierdo! —gritó, y yo adelanté el pie izquierdo—. ¡Estupendo! ¡Sigue así! Avanza despacio, un paso tras otro. ¿Estás bien?
Le dije que sí, pero lo cierto era que ni siquiera tenía la seguridad de haberle contestado. Sólo sabía que, tal como decía ella, los tinieblos pretendían arrastrarnos hacia las espesas tinieblas. Intentaban infiltrar el terror en nuestros oídos, detener nuestros pasos y después conducirnos despacio hacia sus dominios.
Cuando conseguí mover los pies, sentí el impulso de echar a correr. Quería escapar lo antes posible de aquel lugar aterrador.
Pero ella, como si me leyese el pensamiento, alargó la mano y me rodeó la muñeca con dedos de hierro.
—Ilumina el suelo. Pega la espalda a la pared y ve avanzando de lado, paso a paso. ¿Me has entendido?
—Sí —dije.
—Y no se te ocurra dirigir la luz hacia arriba.
—¿Por qué?
—Porque los tinieblos están ahí, justo sobre nuestras cabezas —me susurró—. Y tú no puedes mirarlos. Porque, si los vieras, ya no podrías dar un paso más.
Dirigiendo el haz de luz hacia el suelo para ver dónde pisábamos, fuimos avanzando de lado, paso a paso. De vez en cuando el aire gélido que nos azotaba las mejillas nos traía un repugnante olor a pescado podrido: cada vez que ocurría eso, sentía que me faltaba el aliento. Me daba la impresión de que estábamos en las entrañas de un pez gigantesco medio destripado y con las vísceras infestadas de gusanos. La voz de los tinieblos seguía oyéndose. Era un sonido tan desagradable como aquel que se arranca a la fuerza de algo de lo que no debe proceder sonido alguno. Mis tímpanos estaban endurecidos, oleadas de saliva de olor agrio me llenaban una y otra vez la boca.
A pesar de todo, mis pies avanzaban mecánicamente. Tenía todos los nervios concentrados en mover alternativamente los pies derecho e izquierdo. De vez en cuando, ella me decía algo, pero sus palabras no llegaban bien a mis oídos. Me dije que, mientras viviera, no podría borrar sus voces de mi memoria. Que éstas volverían a asaltarme algún día desde la profunda oscuridad. Y que, algún día, sin falta, sentiría cómo sus manos viscosas agarraban mis tobillos con fuerza.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que había penetrado en aquel mundo de pesadilla? Ya no lo sabía. El dispositivo para ahuyentar a los tinieblos que ella llevaba en la mano seguía con la luz azul encendida: no llevábamos mucho tiempo allí, pero yo habría jurado que habían pasado dos o tres horas.
Sin embargo, de pronto la corriente de aire pareció cambiar. El olor a podrido se atenuó, la presión de mis oídos fue bajando como la marea, los ecos también se alteraron. En cuanto nos dimos cuenta, las voces de los tinieblos ya sonaban lejanas como el ronco rumor del oleaje. Habíamos superado lo peor. Cuando ella enfocó la linterna hacia arriba, el haz de luz volvió a iluminar la pared de roca. Recostados en ella, exhalamos un hondo suspiro y nos enjugamos con el dorso de la mano el rostro anegado en sudor helado.
Durante un buen rato ni ella ni yo pronunciamos palabra. La voz de los tinieblos se apagó finalmente en la lejanía, la quietud volvió a adueñarse de los alrededores. Sólo se oían unas gotas de agua golpeando el suelo con una resonancia hueca.
—¿Qué es lo que odian tanto? —le pregunté.
—El mundo de la luz y a las personas que viven en él —dijo.
—Entonces es asombroso que se hayan aliado con los semióticos. Por más beneficios que les pueda reportar.
Ella no me respondió a eso. A cambio, me asió otra vez la muñeca con fuerza.
—¿Sabes en qué pienso en estos momentos?
—No —dije.
—Pues en que sería fantástico poder acompañarte al mundo al que vas a ir dentro de poco.
—¿Y dejar éste?
—Pues sí —dijo ella—. Este mundo es un aburrimiento. Seguro que sería mucho más divertido vivir dentro de tu conciencia.
Sacudí la cabeza sin decir nada. Yo no quería vivir dentro de mi conciencia. Yo no quería vivir dentro de la conciencia de nadie.
—Bueno, sea como sea, hemos de seguir andando —dijo ella—. No podemos entretenernos. Tenemos que encontrar el alcantarillado. ¿Qué hora es?
Pulsé un botón de mi reloj de pulsera e iluminé la esfera. Todavía me temblaban un poco los dedos. Tardaría algún tiempo en dominar por completo el temblor.
—Las ocho y veinte —dije.
—Voy a cambiar de aparato —dijo, apretó el interruptor del otro dispositivo, lo puso en marcha, dejó que fuera recargándose la pila del que acabábamos de utilizar y se lo introdujo con descuido entre la camisa y la falda. Hacía una hora que habíamos penetrado en la gruta. Según las indicaciones del profesor, en breve encontraríamos un camino que giraba a la izquierda, en dirección a la avenida arbolada del Museo de Pintura. Al llegar allí, tendríamos las vías del metro a dos pasos. El metro era al menos una prolongación de la civilización de la superficie de la Tierra. Cuando llegáramos allí, ya habríamos logrado escapar del reino de los tinieblos.
Tras avanzar un poco, vimos que, tal como esperábamos, el camino torcía a la izquierda formando un ángulo recto. Ya debíamos de haber llegado a la avenida de ginkgos. Estábamos a principios de otoño y los árboles aún conservarían las hojas verdes. Evoqué la tibia luz del sol, el olor del césped verde, el viento de principios de otoño. Deseaba permanecer horas y horas acostado allí, contemplando el cielo. Iría a la peluquería a cortarme el pelo y, de paso, me acercaría al parque de Gaien, me tendería en el césped y contemplaría el cielo. Y bebería cerveza fría hasta hartarme. Antes de que el mundo llegara a su fin.
—¿Crees que hará buen tiempo fuera? —le pregunté a la joven, que avanzaba a buen ritmo.
—Pues no lo sé. Ni idea. ¿Cómo voy a saberlo? —dijo.
—¿No miraste el parte meteorológico?
—No. Me pasé todo el día buscando tu casa.
Intenté recordar si había estrellas en el cielo cuando salí de casa la noche anterior, pero fue en vano. Lo único que recordaba era a la joven pareja del Skyline que escuchaba a Duran Duran por la radio del coche. De las estrellas no me acordaba. Pensándolo bien, hacía meses que ni las veía. Aunque se hubiesen borrado todas del firmamento tres meses atrás, no me habría dado cuenta. Lo único que había mirado, y lo único que recordaba, eran los brazaletes de plata en la muñeca de la chica, los palos de polo tirados en la maceta del ficus: únicamente cosas así. Al pensarlo, tuve la sensación de que llevaba una vida insatisfactoria, poco adecuada para mí. De pronto, se me ocurrió que podría haber nacido en el campo, en Yugoslavia, y ser un cabrero que contemplase la Osa Mayor todas las noches. El coche Skyline, Duran Duran, los brazaletes de plata, el shuffling, mi traje de tweed de color azul marino: todo parecía un lejano sueño que perteneciera a un pasado remoto. Igual que una máquina compresora reduce un coche a una lámina de metal, diversos recuerdos de distinto tipo habían quedado extrañamente aplastados. Entrelazados los unos con los otros, todos mis recuerdos habían quedado reducidos al grosor de una tarjeta de crédito. Vista de cara, ofrecía una sensación poco natural, pero, de perfil, no era más que una delgada línea de pobre significado. Allí estaba comprendida toda mi vida, cierto, aunque no era más que una tarjeta de plástico. Mientras no la introdujeras en la ranura de una máquina diseñada ex profeso para leerla, no lograrías encontrarle el sentido.
Me dije que mi primer circuito debía de estar debilitándose. Por eso mis recuerdos reales iban cobrando a mis ojos un aspecto tan plano, tan ajeno. Mi conciencia sin duda se alejaba progresivamente de mí. Mi tarjeta de identidad sería cada vez más fina, hasta tener el grosor de una hoja de papel, y luego desaparecería por completo.
Mientras avanzaba como un autómata detrás de ella, volví a pensar en la pareja que circulaba en el Skyline. Ni yo comprendía por qué estaba tan obsesionado con ellos, pero lo cierto era que no tenía otra cosa en que pensar. ¿Qué estarían haciendo en estos momentos, a las ocho y media de la mañana? No tenía ni la más remota idea. Quizá aún estuvieran profundamente dormidos en su cama. O quizá se encontrasen en el tren, camino de sus respectivos trabajos. ¿Cuál de las dos posibilidades? Percibía cierta desconexión entre el mundo real y mi imaginación. Si yo fuera el guionista de un serial televisivo, seguro que habría logrado escribir la trama adecuada. Una mujer va a estudiar a Francia y se casa con un francés, pero al poco tiempo el marido sufre un accidente de tráfico y queda en estado vegetativo. Harta de la vida que lleva, ella abandona a su marido, regresa a Tokio y entra a trabajar en la embajada belga, o tal vez en la suiza. Los brazaletes de plata son un recuerdo de su boda. Aquí hay un flashback, la playa de Niza en invierno. Ella lleva siempre los brazaletes. Incluso cuando se baña o cuando hace el amor. El hombre es un superviviente de los sucesos del paraninfo Yasuda[14] y siempre lleva gafas de sol, como el protagonista de Ceniza y diamantes. Es un director estrella de la televisión, pero suele tener pesadillas a causa de los gases lacrimógenos. Su esposa se suicidó cinco años atrás cortándose las venas. Aquí hay otro flashback. Por lo visto, en este serial hay muchos flashbacks. Cada vez que ve cómo tintinean los brazaletes en la muñeca izquierda de la mujer, él recuerda la muñeca ensangrentada, con las venas abiertas, de su esposa muerta y le pide que se ponga los brazaletes en la muñeca derecha.
«Ni hablar», le dice ella. «Yo sólo llevo los brazaletes en la muñeca izquierda».
También podría salir un pianista parecido al de Casablanca. Un pianista alcohólico. Con su eterno vaso de ginebra con unas gotitas de limón sobre el piano. Es amigo de ambos, conoce sus respectivos secretos. Es un pianista de jazz de gran talento; lástima que el alcohol lo lleve por mal camino.
Al llegar a este punto, como era de prever, aquello me pareció una sarta de estupideces y lo dejé correr. Esa trama nada tenía que ver con la realidad. Pero, en cuanto me preguntaba qué era la realidad, se apoderaba de mí una gran confusión. La realidad era tan pesada como una caja grande de cartón llena a rebosar de arena, y era incoherente. Hacía un montón de meses que yo ni siquiera contemplaba las estrellas.
—¡Ya no puedo soportarlo más! —dije.
—¿El qué? —preguntó ella.
—La oscuridad, la peste a moho, los tinieblos, todo. Los pantalones mojados, la herida del vientre, todo. Ni siquiera sé qué tiempo hace fuera. ¿En qué día de la semana estamos?
—Ya falta poco —dijo—. Se acabará enseguida.
—Me siento muy confuso —dije—. No logro recordar las cosas de fuera. Piense lo que piense, mis ideas toman siempre derroteros muy extraños.
—¿En qué estabas pensando?
—En Masaomi Kondô, Ryôko Nakano y Tsutomu Yamazaki.[15]
—Déjalo estar —dijo ella—. No pienses en nada. Dentro de poco te sacaré de aquí.
Así pues, decidí no pensar en nada. Pero entonces empecé a obsesionarme con mis pantalones mojados que se me pegaban, gélidos, a las piernas. Por su culpa, tenía el cuerpo helado y el dolor sordo de la herida volvía a martirizarme. Sin embargo, a pesar del frío, sorprendentemente no tenía ganas de orinar. ¿Cuándo había orinado por última vez? Repasé todos mis recuerdos de manera ordenada, luego los puse patas arriba, pero fue inútil. No conseguí recordarlo.
No había orinado al menos desde que me hallaba en el subterráneo. ¿Y antes? Antes había conducido el coche. Había comido una hamburguesa, había visto a la pareja del Skyline. ¿Y antes? Antes había dormido. La joven gorda había irrumpido en mi casa y me había despertado. ¿Había orinado entonces? Diría que no. Ella me había sacado de la cama y me había arrastrado a la calle. Ni siquiera había tenido tiempo de orinar. ¿Y antes? Antes no recordaba bien qué había hecho. ¡Ah, sí! Había ido al médico. O eso creía. El médico me había cosido la herida. ¿Qué médico era? Ni idea. Pero era un médico, eso seguro. Un médico con bata blanca me había cosido un poco más arriba del vello púbico. ¿Había orinado antes o después de aquello?
Ni idea.
Me parecía que no. De haberlo hecho, recordaría el dolor de la herida en el momento de orinar. Que no me acordara significaba que no había orinado. No cabía duda. Por lo tanto, llevaba mucho tiempo sin orinar. ¿Cuántas horas?
Al pensar en el tiempo, mi mente cayó en un estado de confusión semejante al de un gallinero al alba. ¿Doce horas? ¿Veintiocho horas? ¿Treinta y dos horas? ¿Adónde diablos se había esfumado mi orina? Mientras, había bebido cerveza, había bebido un refresco de cola, había bebido whisky. ¿Adonde había ido a parar todo aquel líquido?
No. Quizá había sido anteayer cuando me habían rajado el vientre y había ido al hospital. En cambio, me daba la impresión de que la víspera había sido un día totalmente distinto. Pero al preguntarme qué tipo de día había sido la víspera, fui incapaz de responder. La víspera no era más que una confusa masa de tiempo. Tenía la forma de una enorme cebolla hinchada de agua. ¿Qué contenía? ¿Dónde debía pulsar para que saliera qué? En mi cabeza no había una sola cosa clara.
Diversos hechos se aproximaban y se alejaban como los caballitos de madera del tiovivo. ¿Cuándo diablos me habían rajado la barriga aquel par? ¿Había sido antes o después de haber estado sentado en la cafetería del supermercado al amanecer? ¿Cuándo había orinado yo? ¿Y por qué me preocupaba tanto la orina?
—¡Aquí están! —exclamó volviéndose hacia atrás. Me agarró el codo con fuerza—. Las cloacas. La salida.
Ahuyenté de mi mente el problema de la orina y contemplé el círculo que su linterna proyectaba en la pared. Iluminaba un agujero cuadrado, parecido a un colector de basuras, del tamaño justo para que un hombre pudiera introducirse en él.
—Pero eso no son las cloacas —dije.
—Las cloacas están al fondo. Éste es el túnel que conduce a ellas. Ya verás, huele a alcantarilla.
Acerqué la nariz al agujero y olisqueé. En efecto, se percibía el familiar olor a cloaca. Después de dar vueltas y más vueltas por aquel laberinto, ese olor me parecía íntimo y familiar. Noté que del interior del túnel surgía una corriente de aire. Instantes después, el suelo tembló y por el agujero nos llegó el ruido de un tren circulando por la vía. Tras prolongarse unos diez o quince segundos, el ruido disminuyó gradualmente, como un grifo del agua que fuera cerrándose despacio, hasta desvanecerse. Estaba claro. Aquello era la salida.
—¡Por fin hemos llegado! —dijo ella dándome un beso en la nuca—. ¿Cómo te sientes?
—No me preguntes eso —dije—. Estoy aturdido.
Ella se metió de cabeza en el agujero. Cuando su trasero blando hubo desaparecido, yo la seguí. El estrecho túnel se prolongaba en línea recta. Mi linterna alumbraba sólo su trasero y sus pantorrillas. Éstas me hacían pensar en una blanca y lisa verdura china. La falda, empapada, se le adhería a los muslos.
—¡Eh! ¿Estás ahí?
—¡Claro! —grité.
—Hay un zapato en el suelo.
—¿Qué tipo de zapato?
—Un zapato de hombre, de piel, de color negro. Sólo uno.
Lo vi enseguida. El zapato era viejo y tenía el tacón desgastado. En la punta tenía adherido un lodo blanco y duro.
—¿Cómo es que hay aquí un zapato?
—No lo sé. Quizá se le haya caído a un hombre capturado por los tinieblos.
—Podría ser —dije.
Como ya no había nada en particular que mirar, seguí hacia delante contemplando el dobladillo de su falda. De vez en cuando, la falda se le subía hasta la zona superior de los muslos mostrando una franja de piel blanca y suave, sin manchas de barro. Justo a la altura donde, antaño, iban las tiras que unían las medias al corsé o a la faja. Antes, entre la parte superior de las medias y la faja o el corsé, quedaba al descubierto una franja de piel. Pero desde la aparición de los pantis, eso era agua pasada.
Su piel blanca me trajo recuerdos del pasado. Jimi Hendrix, Cream, los Beatles, Otis Redding: toda aquella época. Silbé las primeras notas de I Go to Pieces, de Peter and Gordon. Una gran canción. Dulce y desgarradora. Mucho mejor que Duran Duran. «Aunque tal vez piense así porque me estoy haciendo viejo», reflexioné. «En realidad, han pasado ya veinte años desde que estaba de moda. Y hace veinte años, ¿quién podía imaginar que aparecerían los pantis?».
—¿Por qué silbas? —gritó ella.
—No lo sé. Porque tengo ganas —respondí.
—¿Y qué silbas?
Le dije el título.
—No conozco esa canción.
—Ya. Es que estaba de moda antes de que tú nacieras.
—¿De qué va?
—De cómo el cuerpo se disgrega en mil pedazos y desaparece.
—¿Y por qué silbas eso?
Tras reflexionar unos instantes, decidí que no había ningún motivo en especial. Me había venido a la cabeza de repente, nada más.
—No lo sé —contesté.
Mientras pensaba en otras canciones, llegamos finalmente al alcantarillado. De hecho, aunque hable de alcantarillado, sólo se trataba de un grueso tubo de cemento. De un metro y medio de diámetro, de unos dos centímetros de agua discurriendo por el fondo. En la línea del agua crecía un musgo viscoso. Desde más allá llegaba, una y otra vez, el ruido de los metros al pasar. Ahora era tan nítido que casi se podía calificar de estrépito, e incluso se vislumbraba una tenue luz amarillenta.
—¿Cómo es que las cloacas conducen al metro? —pregunté.
—Para ser exactos, no son las cloacas —dijo ella—. Este tubo sólo recoge el agua de un manantial subterráneo y la lleva a las cunetas del metro. Pero como resulta que se filtran aguas residuales, el agua está sucia. ¿Qué hora es?
—Las nueve y cincuenta y tres minutos —le dije.
Ella se sacó de la cinturilla de la falda el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos, apretó el interruptor y lo sustituyó por el que habíamos estado utilizando hasta entonces.
—¡Venga, ánimo! Ya falta poco. Pero aún no podemos bajar la guardia, ¿eh? No olvides que los tinieblos dominan todo el recinto del metro. Ya has visto el zapato, ¿no?
—Sí, ya lo he visto.
—¿Se te han puesto los pelos de punta?
—Pues sí, la verdad.
Avanzamos por el tubo de cemento siguiendo el curso del agua. El chapoteo de las suelas de goma de nuestros zapatos resonaba en los alrededores como una lengua que chasqueara: un ruido sofocado por el estrépito de los trenes que se acercaban y pasaban de largo. Era la primera vez en mi vida que el estruendo del metro al pasar me producía tanta alegría. Era bullicioso y vivaz como la vida misma, repleto de brillante luz. Dentro, había diversos tipos de personas que se dirigían a lugares distintos mientras leían el periódico u hojeaban una revista. Recordé los carteles a todo color que colgaban en el interior de los vagones, el plano del metro sobre las puertas. En el plano, la línea Ginza siempre figura de color amarillo. No sé por qué, pero siempre es así. Por eso, cada vez que pienso en esta línea me viene a la mente el color amarillo.
No tardamos mucho en alcanzar la salida. La boca estaba cerrada con barrotes de hierro, pero había un boquete que permitía justo el paso de un hombre. Habían arrancado un gran trozo de cemento de la base, faltaba alguno de los barrotes. Allí se adivinaba la mano de los tinieblos, pero esta vez, para variar, les estaba agradecido. Porque si los barrotes hubiesen estado bien encajados, no habríamos podido acceder al mundo exterior a pesar de tenerlo ante nuestros ojos.
Al otro lado, se veían semáforos y una especie de cajas de madera cuadradas que servían para guardar zapatos. Ennegrecidas columnas de cemento se alzaban entre un raíl y otro, sucediéndose a intervalos regulares, como estacas. Las lámparas de las columnas difundían una luz mortecina que a mí me pareció cegadora. Al haber permanecido tanto tiempo en el subsuelo, faltos de luz, los ojos se habían habituado por completo a la oscuridad.
—Esperemos aquí un poco, hasta que los ojos se acostumbren a la claridad —dijo ella—. Bastarán diez o quince minutos. Luego seguiremos. Más allá, tendremos que esperar otra vez a que se acostumbren a una luz más potente. Si no, nos quedaríamos ciegos. Y con tantos trenes como circulan, tenemos que ver muy bien, ¿comprendes?
—Sí —dije.
Me cogió del brazo, me hizo sentar en un fragmento de cemento seco y tomó asiento a mi lado. Luego me asió el brazo derecho con ambas manos, un poco por encima del codo, y se apoyó en mí.
Oímos el estruendo de un metro que se acercaba, inclinamos la cabeza hacia el suelo y cerramos los ojos con fuerza. Más allá de nuestros párpados, una luz amarilla fulguró unos instantes y fue apagándose junto con el ruido del tren, un estrépito que taladraba los oídos. Cegados, mis ojos vertieron gruesos lagrimones. Me enjugué con la manga de la camisa los que me corrían por las mejillas.
—No pasa nada. Enseguida te acostumbrarás —dijo ella. De sus ojos habían brotado dos regueros de lágrimas que se deslizaban por sus mejillas—. Tres o cuatro trenes más y ya estará. Entonces ya se nos habrán acostumbrado los ojos y podremos acercarnos a la estación. Una vez allí, ya estaremos a salvo de los tinieblos, y podremos subir a la superficie.
—Recuerdo que me sucedió lo mismo en el pasado —dije.
—¿Que caminaste por los túneles del metro?
—No, mujer. Hablo de la luz. De haber vertido lágrimas por culpa de una luz demasiado brillante.
—Ya. Eso le ha pasado a todo el mundo.
—No, no es eso. Eran unos ojos especiales, y la luz también era especial. Hacía mucho frío. Mis ojos, igual que ahora, llevaban mucho tiempo acostumbrados a la penumbra y no soportaban la luz. Eran unos ojos muy singulares.
—¿Te acuerdas de algo más?
—No, sólo de eso. No recuerdo nada más.
—Seguro que tu memoria discurre ahora hacia atrás —dijo.
Con ella recostada en mí, yo percibía la redondez de su pecho en mi brazo. Aquélla era la única parte caliente de todo mi cuerpo, helado por culpa de los pantalones mojados.
—Ahora saldremos al exterior. ¿Has decidido ya adonde irás, qué harás, a quién verás…? En fin, todo eso —preguntó echando una ojeada a su reloj de pulsera—. Te quedan veinticinco horas y cincuenta minutos.
—Volveré a casa y me tomaré un baño. Me pondré ropa limpia. Luego es posible que vaya a la peluquería.
—Aún te sobrará tiempo.
—Lo que haga luego ya lo decidiré después —dije.
—¿Puedo ir contigo a tu casa? —me preguntó—. Yo también quiero bañarme y cambiarme de ropa.
—Claro.
Pasaron dos metros en dirección a Aoyama Itchôme, de modo que inclinamos la cabeza hacia el suelo y cerramos los ojos. La luz seguía cegándonos, pero ya no derramamos lágrimas.
—No te ha crecido tanto el pelo como para ir a la peluquería —me dijo ella iluminándome la cabeza—. Además, seguro que te sienta mejor largo.
—Ya estoy harto del pelo largo.
—De todos modos, no te ha crecido tanto como para ir a cortártelo. ¿Cuándo fuiste por última vez a la peluquería?
—No lo sé —dije. No tenía la menor idea. Ni siquiera recordaba cuándo había orinado por última vez. De modo que lo sucedido semanas atrás era como la prehistoria.
—¿Tienes en tu casa algo de mi talla?
—Pues no sé. Creo que no.
—Es igual. Ya me las apañaré —dijo—. ¿Utilizarás la cama?
—¿La cama?
—Quiero decir si llamarás a alguna chica para acostarte con ella.
—No, no había pensado en eso —dije—. No, no lo creo.
—Entonces, ¿podré dormir en ella? Antes de volver con mi abuelo me gustaría dormir un rato.
—No es que me importe. Pero no me sorprendería que por mi casa aparecieran los semióticos o los del Sistema. Como últimamente estoy tan solicitado, ya ni siquiera cierro la puerta con llave.
—Eso no me preocupa —dijo ella.
Pensé que tal vez, realmente, no le preocupara. A cada uno nos preocupan cosas distintas.
Se acercó el tercer metro procedente de Shibuya, que pasó delante mismo de nosotros. Cerré los ojos y, mentalmente, empecé a contar despacio. Cuando llegué al número catorce, acababa de pasar la cola del tren. Apenas me dolían ya los ojos. Habíamos superado la primera etapa para salir a la superficie. Ya no había peligro de que los tinieblos nos atrapasen y nos colgaran en el interior de un pozo, ni tampoco de que nos devorara aquel pez gigantesco.
—Adelante —dijo ella apartando la mano de mi brazo y poniéndose en pie—. Ya va siendo hora de salir.
Asentí, me levanté y descendí a la vía tras ella. Y empezamos a caminar en dirección a Aoyama Itchôme.