—¡Oh, no! —dije—. ¿Seguro que no se puede hacer nada? ¿Y en qué estado me encuentro ahora, según sus cálculos?
—¿Se refiere al estado de su cerebro? —dijo el profesor.
—Claro —repuse. ¿A qué estado iba a referirme, si no?—. ¿Hasta qué punto ha degenerado mi cerebro?
—Según mis cálculos, hace ya unas seis horas que se le ha fundido la conexión B. Tenga en cuenta que se trata de un tecnicismo, no es que su cerebro se esté fundiendo ni nada por el estilo. Vamos, que…
—Que se ha fijado el circuito 3 y que ha muerto el circuito 2.
—En efecto. Por lo tanto, tal como le he dicho, su cerebro ya ha empezado a tender los puentes de ajuste. En resumen, que ya ha iniciado la producción de recuerdos. Si me permite usar una metáfora, a fin de hacer frente a los cambios formales que se están produciendo en la fábrica de formas de su subconsciente, se ha accionado un conducto que une los niveles superficiales de su conciencia con la fábrica de formas en cuestión.
—Lo que significa —proseguí— que la conexión A no funciona como es debido, ¿no es así? Es decir, que hay una fuga de información desde los circuitos del subconsciente.
—No exactamente —rectificó el profesor—. El conducto ya existía desde el principio. Por más que se diversifiquen los circuitos de pensamiento, este conducto no se puede cortar. En resumen, que su conciencia superficial, es decir, el circuito 1, se alimenta del subconsciente de su conciencia superficial, es decir, del circuito 2. Este conducto es la raíz del árbol, y su tierra. Sin ellos, el cerebro humano no funcionaría. Por eso le dejamos este conducto. Para mantenerlo en el mínimo nivel de normalidad, en un grado en que no se produzcan filtraciones innecesarias ni reflujos de conciencia. Sin embargo, la descarga de energía producida por la conexión B al fundirse ha supuesto un impacto anormal en este conducto. Y su cerebro, sorprendido, ha iniciado la labor de reajuste.
—¿Eso significa que la producción renovada de recuerdos va a seguir a un ritmo acelerado?
—Eso es. Expresándolo de una manera simple, se trata de una especie de paramnesia. Ambas se basan en un principio muy similar. Esto proseguirá durante un tiempo. Y, poco después, usted emprenderá una reestructuración del mundo basada en nuevos recuerdos.
—¿Una reestructuración del mundo?
—Sí. Ahora usted está realizando los preparativos para trasladarse a otro mundo. Por eso el mundo que está viendo en el presente cambia poco a poco, adecuándose a esta nueva realidad. El conocimiento es así. El mundo cambia según nuestra percepción. Existe, sin duda alguna, aquí y de esta forma, pero desde el punto de vista fenoménico, el mundo no es sino una posibilidad entre un número infinito de posibilidades. Para ser más preciso, el mundo cambia según dé uno un paso hacia la derecha o hacia la izquierda. Por lo tanto, el mundo se modifica a medida que cambian los recuerdos.
—Eso me parece un sofisma —dije—. Es demasiado conceptual. Usted no tiene en cuenta la temporalidad. El problema que le veo es que su razonamiento cae en una paradoja temporal.
—En cierto sentido, su caso es una paradoja temporal de gran alcance —dijo el profesor—. Porque usted está creando un mundo paralelo a partir de la creación de recuerdos.
—Entonces, ¿este mundo que he empezado a experimentar se está alejando lentamente de mi mundo original?
—Eso ni puedo afirmarlo yo ni puede demostrarlo nadie. Sólo digo que no se puede excluir esa posibilidad. No me refiero a un mundo paralelo total, como los que aparecen en las novelas de ciencia ficción, claro está. No: se trata de un problema cognitivo, de la forma que adopta el mundo en función de la percepción que se tiene de él a través del conocimiento. Y yo creo que ese mundo cambia si se lo conoce bajo diferentes aspectos.
—Y después del cambio, ¿la conexión A se transformará, aparecerá un mundo distinto y yo viviré en él? ¿Y no puedo hacer nada para evitar este cambio? ¿Debo quedarme esperando con los brazos cruzados?
—Me temo que sí.
—¿Y hasta cuándo durará ese mundo?
—Para siempre —dijo el profesor.
—No lo entiendo. ¿Cómo puede durar para siempre? El cuerpo tiene sus límites. Y si el cuerpo muere, también muere el cerebro. Y si el cerebro muere, se acaba la conciencia, ¿no es así?
—No. En el pensamiento, el tiempo no existe. Ahí radica su diferencia con los sueños. En el pensamiento es posible abarcarlo todo en un solo instante. También se puede experimentar la eternidad. De la misma forma que es posible crear un circuito cerrado e ir dando una vuelta tras otra. El pensamiento es así. No se puede interrumpir, como ocurre con los sueños. En eso se parece al palillo enciclopédico.
—¿Al palillo enciclopédico?
—El palillo enciclopédico es un juego teórico inventado por un científico de no sé dónde. Se basa en una teoría según la cual se puede grabar toda una enciclopedia en un mondadientes. ¿Sabe cómo?
—Pues no.
—Es muy sencillo. La información, es decir, el contenido de la enciclopedia, se pasa por entero a cifras. Se van pasando todas las letras a cifras de dos dígitos. La A se convierte en 01, la B en 02 y así sucesivamente. El 00 es un espacio en blanco; los puntos y las comas también se pasan a cifras. Delante de cada alineación se pone una coma decimal. De todo ello, resulta una ristra de decimales de una longitud exorbitante. Por ejemplo: 0,1732000631… A continuación se hace una marca en el punto del palillo que corresponde a esta cifra determinada. Por ejemplo, al 0,50000… le corresponderá un punto situado hacia la mitad del mondadientes; al 0,3333…, un punto situado a un tercio de la punta. ¿Lo entiende?
—Sí.
—De esta forma, cualquier información, por extensa que sea, queda reducida a una marca en un mondadientes. Esto, por supuesto, sólo funciona a nivel teórico, no se puede llevar a la práctica. Con la tecnología de la que disponemos hoy en día es imposible trazar marcas tan precisas. Pero ha captado la idea, ¿verdad? El tiempo es la longitud del mondadientes. La cantidad de información comprendida en él no guarda relación alguna con su longitud. Puede ser tan extensa como desee, incluso puede acercarse al infinito. Si son fracciones periódicas, pueden sucederse hasta el infinito. No acaban, ¿comprende? El problema está en el software. No tiene relación alguna con el hardware. Puede ser un mondadientes, un madero de doscientos metros de longitud o la línea del Ecuador: eso c arece de importancia. Aunque su cuerpo muera y su conciencia se extinga por completo, su pensamiento, captado en el instante anterior, seguirá fraccionándose eternamente. Recuerde la vieja paradoja de la flecha que vuela. Aquello de: «Una flecha que está en el aire está detenida», es decir, que una flecha lanzada al aire en realidad está en reposo. Pues bien, la muerte del cuerpo físico es la flecha en el aire. Vuela en línea recta apuntando a su cerebro. Nadie puede escapar a eso. Un día u otro, todas las personas mueren y su cuerpo desaparece. El tiempo hace avanzar la flecha hacia delante. Sin embargo, tal como he dicho, el pensamiento puede seguir fraccionando y fraccionando el tiempo hasta el infinito. La flecha jamás dará en el blanco.
—Es decir —dije—, que es posible alcanzar la inmortalidad.
—Exacto. En el pensamiento, el ser humano es inmortal. Para ser precisos, no llega a ser inmortal, pero está muy cerca de una inmortalidad ilimitada. La vida eterna.
—Ése era el auténtico objetivo de su investigación, ¿verdad?
—No, no es cierto —dijo el profesor—. Al principio, ni siquiera yo me había dado cuenta de eso. Sin embargo, en el curso de la investigación, me topé con ello y lo estudié, movido por la curiosidad. Y lo descubrí: el ser humano no llega a la inmortalidad a través de la expansión del tiempo, sólo puede alcanzarla fraccionándolo.
—¿Y entonces decidió arrastrarme a mí hacia el interior del mundo de la inmortalidad?
—Fue un accidente, no un acto premeditado. Créame, no le miento. No pretendía ponerlo en esta situación. Sin embargo, ahora no tenemos elección. Y sólo hay un modo de escapar al mundo de la inmortalidad.
—¿Y en qué consiste?
—En morir ahora mismo —dijo el profesor, expeditivo—. En morir antes de que se haga operativa la conexión A. Entonces, no quedaría nada.
Un profundo silencio se extendió por el interior de la caverna. El profesor carraspeó, la joven gorda suspiró, yo tomé un trago de whisky. Nadie pronunció una palabra.
—Y… ¿cómo sería ese mundo, ese mundo inmortal? —quise saber.
—Como le he dicho —contestó el profesor—, es un mundo lleno de paz. Usted lo ha construido, es su propio mundo. Y, en él, podrá ser finalmente usted mismo. Lo contiene y lo comprende todo y, al mismo tiempo, no tiene nada. ¿Se lo imagina?
—No.
—Sin embargo, lo ha construido su propio subconsciente. Y eso no todo el mundo puede hacerlo, se lo aseguro. Hay personas que tendrían que vagar eternamente por un mundo incoherente y caótico. Pero usted no, usted es la persona idónea para la inmortalidad.
—¿Y cuándo pasará a ese mundo? —preguntó la nieta.
El profesor consultó su reloj de pulsera. Yo hice lo mismo con el mío. Eran las seis y veinticinco de la mañana. Ya había amanecido. Ya habrían repartido la edición matinal de los periódicos.
—Dentro de veintinueve horas y treinta y cinco minutos —calculó el profesor—. Con un margen de error de unos cuarenta y cinco minutos. He programado que suceda a mediodía para que sea más fácil de comprender. Mañana a mediodía.
Sacudí la cabeza. ¿Había dicho «para que sea más fácil de comprender»? Tomé otro trago de whisky. Pero por más que bebiera, el alcohol no causaba efecto alguno en mi cuerpo. Ni siquiera notaba el sabor del whisky. Tenía la extraña impresión de que mi estómago se había vuelto de piedra.
—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó la joven posando la mano sobre mi rodilla.
—No lo sé —dije—. Ante todo, salir a la superficie. Odio la idea de quedarme aquí esperando a que las cosas sigan su curso. Quiero salir, estar en ese mundo donde ya ha amanecido. Luego ya pensaré qué haré.
—¿Le basta con lo que le he explicado? —preguntó el profesor.
—Sí, gracias —contesté.
—¿Está usted enfadado?
—Un poco —dije—. Pero me enfade o no, las cosas no van a cambiar. Además, todo es tan estrambótico que no he tenido tiempo de digerirlo. Tal vez, más adelante, me enfade mucho más. Aunque para entonces ya habré muerto y no estaré en este mundo.
—La verdad es que no pretendía darle una explicación tan detallada —dijo el profesor—. Porque si usted no se hubiera enterado de todo esto, el asunto habría terminado sin que usted fuese consciente de ello. Psicológicamente hablando, hubiera sido lo más fácil. Sin embargo, usted no va a morir. Sólo que su conciencia desaparecerá para la eternidad.
—Lo que es lo mismo —repuse—. De todas formas, prefiero haberme enterado de la situación. Se trata de mi vida. No quiero que me apaguen el interruptor sin que me dé cuenta. En lo posible, quiero ser dueño de mis actos. Enséñeme la salida.
—¿La salida?
—El modo de salir a la superficie.
—Tardará en llegar y, además, tendrá que pasar junto a la guarida de los tinieblos. ¿No le importa?
—No. A estas alturas, ya no le temo a nada.
—De acuerdo —dijo el profesor—. Al bajar esta montaña, encontrará el agua; ahora está en calma y podrá nadar sin problemas. Usted tiene que dirigirse hacia el sud-sudoeste. Le indicaré el rumbo con la luz de la linterna. Nade en línea recta hacia allí y, más adelante, verá en la pared rocosa, por encima de la superficie del agua, una pequeña gruta. Introdúzcase en ella e irá a parar a las cloacas. Las cloacas conducen, en línea recta, a las vías del metro.
—¿Del metro?
—Sí, en efecto. Entre las estaciones Gaienmae y Aoyama Itchôme de la línea Ginza del metro.
—¿Cómo es posible eso?
—Porque los tinieblos querían controlar las vías. Durante el día quizá no, pero al llegar la noche campan por sus respetos por todo el trazado del metro. Las obras del ferrocarril metropolitano de Tokio han ampliado enormemente su campo de acción. Les ha proporcionado un acceso. A veces incluso capturan a algún trabajador de mantenimiento de las vías y lo devoran.
—¿Y cómo es que todo esto no sale a la luz?
—Si se hiciera público, las consecuencias serían terribles. Imagínese: ¿quién querría trabajar en el metro?, ¿quién se atrevería a subir a los vagones? Las autoridades están al corriente, por supuesto, y doblan el grosor de los muros, y tapan los agujeros, e iluminan los túneles y las vías del metro, y los vigilan, pero esto no basta para detener a los tinieblos. En una noche podrían abrirse paso a través de los muros o cortar los cables eléctricos a dentelladas.
—Si la salida se encuentra entre Gaienmae y Aoyama Itchôme, ¿dónde diablos estamos ahora?
—Pues yo diría que debajo de la avenida Omotesandó, hacia el Meiji-Jingû,[12] no lo sé exactamente. A partir de ahí, sólo hay un camino. Se tarda bastante en llegar porque es un pasadizo muy estrecho y da muchas vueltas y rodeos, pero no tiene pérdida. Primero debe dirigirse hacia Sendagaya. Tenga en cuenta que la guarida de los tinieblos está un poco antes de llegar al Estadio Nacional. Allí el camino tuerce a la derecha. Vaya hacia el Estadio de Béisbol Jingû y, una vez pasado el Museo de Pintura, saldrá a la línea Ginza, en la avenida Aoyama. Se tarda unas dos horas en alcanzar la salida. ¿Ha entendido más o menos las indicaciones?
—Sí.
—La zona donde se encuentra la guarida de los tinieblos, crúcela lo más rápido que pueda. No se entretenga. Y tenga mucho cuidado con el metro. Hay cables de alta tensión y los trenes circulan ininterrumpidamente. Piense que será hora punta. Sería una pena recorrer todo el trayecto para acabar arrollado por el metro.
—Tendré cuidado —dije—. Por cierto, ¿qué va a hacer usted?
—Me he torcido un pie y, además, si saliera lo único que conseguiría sería tener al Sistema y a los semióticos detrás, pisándome los talones. De momento permaneceré escondido. Aquí no se acercará nadie. Por fortuna, usted me ha traído comida. Yo soy muy frugal y con esto tengo para tres o cuatro días —dijo, y añadió—: Salga usted primero. No se preocupe por mí.
—¿Y qué hacemos con los dispositivos para ahuyentar a los tinieblos? Para alcanzar la salida se necesitan dos aparatos y usted se quedaría sin ninguno a mano.
—Vaya con mi nieta —dijo el profesor—. Y ella, una vez lo haya dejado a usted allá, volverá a por mí.
—Buena idea —aprobó la nieta.
—Y si a ella le sucediera algo, si por ejemplo la atraparan, ¿qué sería de usted?
—No me atraparán —dijo ella.
—No se preocupe —dijo el profesor—. Pese a ser tan joven, sabe muy bien lo que hay que hacer. Puede confiar en ella. Por mi parte, cuento con algunos recursos. En caso de emergencia, con una pila seca, agua y unos minúsculos pedacitos de metal, puedo improvisar algo para ahuyentar a los tinieblos. El principio es muy simple y, aunque no es tan eficaz como el dispositivo, bastará para mantenerlos a raya. He ido sembrando todo el camino hasta aquí de trocitos de metal, ¿recuerda? Pues bien, los tinieblos los odian. Claro que el efecto sólo dura unos veinte minutos.
—¿Se refiere a los clips? —pregunté.
—Exacto. Los clips son ideales. Son baratos, abultan poco, se imantan enseguida y se pueden llevar al cuello, como un collar. Sí, los clips son estupendos.
Saqué un puñado de clips del bolsillo de mi anorak y se lo entregué al profesor.
—¿Le basta con éstos?
—¡Caramba, caramba! —se sorprendió—. Me serán de gran ayuda. Lo cierto es que he ido dejando caer demasiados clips por el camino y me temía que no me alcanzaran. Es usted una persona muy detallista, ¿sabe? Le estoy muy agradecido. Es muy poco frecuente encontrar a una persona tan inteligente.
—Abuelo, tenemos que irnos —dijo la nieta—. Disponemos de muy poco tiempo.
—Tened cuidado —dijo el profesor—. Los tinieblos son muy astutos.
—No te preocupes. Volveré sana y salva —dijo la nieta posando suavemente los labios en la frente de su abuelo.
—Y respecto a usted, a tenor de los resultados, debo reconocer que he procedido de un modo injustificable —dijo el profesor dirigiéndose a mí—. Si me fuera posible, me cambiaría por usted. Ya he disfrutado bastante de la vida y no tengo nada de lo que arrepentirme. Para usted, sin embargo, es un poco demasiado pronto. Además, ha sido todo tan repentino que ni siquiera ha tenido tiempo de prepararse psicológicamente. Seguro que todavía le quedan un montón de cosas por hacer en este mundo, ¿no es cierto?
Asentí en silencio.
—Sin embargo, no debe tener miedo —prosiguió el profesor—. No hay por qué temer nada, ¿comprende? No se trata de la muerte. Es la vida eterna. Y en ella usted podrá ser, finalmente, usted mismo. Comparado con aquél, este mundo no es más que un falso espejismo, no lo olvide.
—¡Venga, vamos! —dijo la joven cogiéndome del brazo.