—No es ningún terremoto —dijo—. Es algo mucho peor.
—¿Qué, por ejemplo?
Ella respiró hondo, como si se dispusiera a decir algo, pero cambió inmediatamente de idea y sacudió la cabeza.
—No, ahora no tenemos tiempo. Avanza tan deprisa como puedas. Sólo así lograremos escapar. Quizá te duela la herida, pero peor sería morir, ¿no?
—Sí, supongo que sí —dije.
Todavía enlazados con la cuerda, echamos a correr con todas nuestras fuerzas por el interior del canal. La linterna grande que ella sostenía en la mano se balanceaba arriba y abajo al compás de la carrera, proyectando en las altas paredes que se erguían a ambos lados unos dibujos en zigzag similares a las líneas de un gráfico. El contenido de la mochila traqueteaba sobre mis espaldas: las latas de conserva, la cantimplora, la botella de whisky y todo lo demás. Habría querido quedarme sólo con lo necesario y arrojar el resto a un lado del camino, pero no podía detenerme. Ni siquiera disponía de tiempo para pensar en el dolor de la herida mientras corría como alma que lleva el diablo. Enlazado como estaba a la joven, no podía aminorar a mi antojo la velocidad. Sus jadeos y el entrechocar de objetos de la mochila resonaban a un ritmo regular entre las tinieblas largas y estrechas, pero pronto se les superpuso un sordo retumbar de la tierra de intensidad creciente.
Conforme avanzábamos, el rumor ganaba en potencia y claridad. Se debía a que nos precipitábamos en línea recta hacia el lugar de donde surgía el sonido y a que éste iba subiendo poco a poco de volumen. Ese rugido, que al principio parecía proceder del centro de la Tierra, pronto se convirtió en una especie de estertor emitido por una gigantesca garganta; parecía que el aliento expulsado por los pulmones se ahogara en esa garganta sin llegar a convertirse en voz. Y, acto seguido, como si persiguieran al jadeo, las rocas empezaron a producir un prolongado chirrido y el suelo temblaba a intervalos. Ignoraba de qué se trataba, pero algo siniestro avanzaba bajo nuestros pies y se disponía a engullirnos de un momento a otro.
La idea de que nos abalanzábamos directamente hacia el origen de aquel ronco jadeo me daba escalofríos, pero puesto que la joven había optado por tomar aquella dirección, a mí no me quedaba otra alternativa. Sólo podía avanzar tan deprisa como me era posible.
Por fortuna, el camino era liso como una pista de bolera, sin esquinas ni obstáculos de ninguna clase, así que podíamos correr y correr, libres de otras preocupaciones.
El jadeo empezó a oírse a intervalos cada vez más cortos. Parecía precipitarse hacia un punto fatídico mientras sacudía violentamente las tinieblas del subsuelo. De vez en cuando se le sumaba el sonido del roce de rocas gigantescas, impelidas unas contra otras por un poder colosal. Era como si todas las fuerzas constreñidas en las sombras se revolvieran, luchando desesperadamente para librarse de su yugo.
El sonido se dejó oír unos instantes y luego cesó de repente. Tras una pausa, un extraño silbido lo invadió todo, como si miles de ancianos inspiraran a la vez el aire a través de los resquicios de sus dientes. No se oía ningún otro ruido. Ni el retumbar de la tierra, ni el jadeo, ni el roce de las rocas, ni el crujido: todos habían cesado. Sólo el áspero silbido seguía resonando entre las negras tinieblas. «Fiu, fiu, fiu». Sonaba como el cauto aliento regocijado de una bestia que estuviese agazapada esperando a que se aproximara su presa, o como si innumerables gusanos de las profundidades de la tierra, azuzados por algún presentimiento, dilataran y contrajeran como acordeones sus cuerpos siniestros. En todo caso, era un sonido espeluznante, lleno de violencia y maldad, que yo jamás había oído antes.
Lo más horripilante de aquel sonido era que, más que rechazarnos, parecía que nos invitara. Ellos sabían que nos estábamos aproximando y nos esperaban con el corazón vibrante de júbilo malévolo. Al pensar en eso, me asaltó un terror tan grande que me paralizó la columna vertebral. Sin duda, aquello no era un terremoto. Tal como ella había dicho, era algo mucho peor. Pero yo no tenía la menor idea de lo que podía ser. Hacía tiempo que aquello había excedido los límites de mi imaginación, que había alcanzado los confines de mi conciencia.
Era incapaz de figurarme cómo era aquello. Sólo podía agotar mis fuerzas físicas en esa carrera e ir sorteando, una tras otra, aquellas grietas sin fondo que se abrían entre mi imaginación y las circunstancias. Era mucho mejor esto que no hacer nada.
Me daba la sensación de que llevábamos mucho tiempo corriendo, pero no podía asegurarlo. Tan pronto tenía la impresión de que eran tres o cuatro minutos como que eran treinta o cuarenta. El pánico y la confusión que la situación conllevaba habían paralizado mi percepción del tiempo. Por más que corriese, no experimentaba cansancio alguno, el dolor de la herida lo había desterrado a un rincón de la conciencia. Sentía una extraña rigidez en los codos, pero ésta era mi única percepción física. Ni siquiera era consciente de que estaba corriendo. Las piernas proseguían su avance mecánicamente, golpeando el suelo. Corría y corría hacia delante como si una densa masa de aire me empujara desde atrás.
En aquel instante yo no lo sabía, pero creo que la rigidez de los codos tenía su origen en mis oídos. Al concentrar todos mis nervios en aquel espeluznante silbido, tensaba automáticamente los músculos de las orejas y la rigidez de los hombros se extendía a los brazos. Me di cuenta de ello cuando choqué violentamente contra el hombro de la joven, la derribé y rodé sobre ella hasta caer al suelo, a sus pies. Sus gritos de advertencia no llegaron a mis oídos. Creí oír algo, pero el circuito que unía los sonidos perceptibles por el oído con la facultad de dotarlos de un significado concreto estaba bloqueado, de modo que no entendí que aquello era una advertencia.
Lo primero que se me ocurrió en el instante en que mi cabeza chocó contra el duro suelo fue que había regulado mi percepción auditiva de manera inconsciente. Y me pregunté si aquello sería lo mismo que la eliminación del sonido. En una situación límite, la conciencia humana despliega múltiples capacidades. O quizá era que yo estaba evolucionando, poco a poco.
A continuación —aunque sería más exacto hablar de escenas cinematográficas encadenadas— sentí un dolor abrumador en ambos lados de la cabeza. Ante mis ojos las tinieblas se rasgaron en mil pedazos, el tiempo se detuvo, se apoderó de mí la impresión de que mi cuerpo estaba atrapado en una distorsión espacio-temporal. El dolor era tan violento que pensé que mi cráneo se había partido, agrietado, quizá hundido. O que tal vez había estallado y mi cerebro había salido volando por los aires. Yo debía de estar muerto, sólo mi conciencia se retorcía de dolor al revivir un recuerdo fragmentado en pequeños pedazos, como colas de lagartija.
Sin embargo, pasado aquel instante, comprendí que seguía con vida. Vivía y respiraba: por eso podía percibir aquel dolor tan espantoso. Noté cómo las lágrimas afloraban a mis ojos y me humedecían el rostro. Resbalaban por mis mejillas, caían hacia la dura plataforma rocosa, fluían hasta las comisuras de mis labios. Jamás había experimentado un dolor de cabeza tan inhumano.
Pensé que iba a desmayarme, pero algo me mantuvo unido al dolor y al mundo de las tinieblas. Era un impreciso fragmento de recuerdo que me decía que, en aquellos momentos, estaba realizando algo. Sí… Yo hacía algo. Corría, había tropezado y me había caído. Huía. No podía quedarme dormido allí. Era un jirón de recuerdo tan impreciso que daba lástima, pero me aferraba a él con todas mis fuerzas, con ambas manos.
Realmente, estaba aferrado a él. Pero poco después, conforme recuperaba la conciencia, caí en la cuenta de que no me aferraba a un simple fragmento de memoria. Me aferraba a una cuerda de nailon. Por un instante me vi convertido en una pesada prenda de ropa que ondeaba al viento. El viento, la gravedad y aun otras fuerzas pretendían derribarme, pero yo, pese a todo, me esforzaba en cumplir mi cometido como ropa tendida. ¿Cómo se me ocurría pensar algo así? Ni siquiera yo lo entendía. Quizá hubiera adquirido la costumbre de buscar analogías y dar formas concretas a las circunstancias en que me hallaba.
Acto seguido, percibí algo muy real: la mitad superior e inferior de mi cuerpo se encontraban en situaciones muy distintas. Para ser más exactos, la mitad inferior de mi cuerpo carecía casi por completo de sensibilidad. Sin embargo, percibía vívidamente las sensaciones de la mitad superior. La cabeza me dolía, mi mejilla y mis labios estaban aplastados contra el frío y duro suelo, mis manos se aferraban a la cuerda, mi estómago parecía haber ascendido hasta la garganta, mi pecho estaba prendido en un saliente. Hasta ahí lo percibía todo, pero no tenía la menor idea de qué había sucedido con la parte inferior de mi cuerpo.
Me dije que tal vez hubiese desaparecido. Que, debido al violento golpe, mi cuerpo tal vez se hubiese desgajado en dos por la zona de la herida y que la mitad inferior hubiese salido proyectada hacia alguna otra parte. Mis piernas —eso pensé—, las puntas de mis pies, mi vientre, mi pene, mis testículos, mi… No, pensándolo bien, aquello no era lógico. Aunque hubiese perdido toda mi mitad inferior, el dolor no tendría por qué acabar allí.
Me propuse analizar la situación con mayor frialdad. Mi parte inferior existía, sólo que, por las circunstancias en que me hallaba, no podía sentirla. Cerré los ojos con fuerza, dejé pasar los ramalazos de dolor que afluían, uno tras otro, como oleadas, y me concentré por entero en la mitad inferior de mi cuerpo. El esfuerzo por concentrarme en aquella parte, tan falta de sensibilidad que había llegado a cuestionar su existencia, era equivalente al que había realizado horas antes para lograr una erección en mi pene mientras éste se resistía a ello. Era como empujar el vacío.
Entonces me acordé de la chica del pelo largo y la dilatación gástrica que trabajaba en la biblioteca. Me pregunté por qué no habría conseguido una erección cuando me había acostado con ella. A partir de aquel momento, las cosas habían empezado a torcerse. Pero no podía quedarme pensando indefinidamente en ello. Usar el pene con eficacia no era el único objetivo de la vida humana. Al menos a esa conclusión había llegado muchos años atrás al leer La cartuja de Parma, de Stendhal. Ahuyenté de mi cabeza cualquier idea relacionada con la erección.
La mitad inferior de mi cuerpo parecía hallarse en una situación ambigua. Era como si estuviese suspendida en el aire y… Sí, eso era. La mitad inferior de mi cuerpo pendía del borde del suelo rocoso mientras que la mitad superior trataba de impedir, a duras penas, que me cayera al abismo. Por eso me agarraba con todas mis fuerzas a la cuerda.
Al abrir los ojos, me deslumbró una luz cegadora. Era la joven gorda, que dirigía hacia mí el haz de luz de su linterna.
Agarrándome con todas mis fuerzas a la cuerda, intenté aupar la parte inferior de mi cuerpo hasta el suelo rocoso.
—¡Rápido! —me gritó—. Si no nos damos prisa, no saldremos vivos de ésta.
Yo intentaba subir los pies a la superficie rocosa, pero no era fácil. Para empezar, no tenía ningún punto de apoyo. No me quedó más remedio que soltar la cuerda a la que me aferraba con ambas manos, clavar los codos en el suelo e intentar izar todo el cuerpo, como un peso muerto. Mi cuerpo pesaba un quintal, el suelo resbalaba como si estuviese cubierto de sangre. No sabía por qué estaba tan resbaladizo, pero no tenía tiempo de preocuparme por ello. La herida del vientre, al rozar contra la roca, me dolía como si me hubiesen vuelto a rajar con la navaja. Me sentía como si alguien me pisoteara salvajemente. Alguien que quisiera destrozarme, reducir a polvo mi cuerpo, mi conciencia y todo mi ser.
No obstante, estaba consiguiendo subir mi cuerpo, centímetro a centímetro. El cinturón alcanzó el borde del suelo, y en ese instante comprendí que la cuerda de nailon que llevaba anudada a la cintura estaba tirando de mí. Pero eso, en vez de ayudarme, intensificaba aún más el dolor de la herida y me desconcentraba.
—¡No tires de la cuerda! —grité en dirección a la luz—. ¡Ya subiré solo, deja de tirar!
—¿Podrás?
—Sí. Ya me las apaño solo.
Con la hebilla del cinturón prendida a la superficie rocosa, sacando fuerzas de flaqueza, subí una pierna y, finalmente, logré salir de aquel negro e inesperado pozo. Después de cerciorarme de que había logrado salir indemne del agujero, ella se acercó y me palpó el cuerpo con ambas manos para asegurarse de que estaba entero.
—Siento mucho no haber podido subirte tirando de la cuerda —dijo—. Tenía que agarrarme a esa roca de ahí con todas mis fuerzas para evitar que cayéramos los dos en el agujero.
—No importa. Pero ¿por qué no me has avisado de que había un agujero?
—No me ha dado tiempo. Por eso te he gritado: «¡Detente!».
—No te he oído.
—Sea como sea, tenemos que salir de aquí pitando —dijo la joven—. En esta zona hay muchos agujeros y tendremos que avanzar con mucho cuidado. Después, nos faltará poco para llegar. Pero si no nos apresuramos, nos chuparán la sangre, nos dormiremos y moriremos.
—¿Que nos chuparán la sangre?
Dirigió la linterna hacia el interior del agujero donde había estado a punto de precipitarme. La boca del pozo, un círculo tan perfecto que parecía trazado con compás, tenía alrededor de un metro de diámetro. Cuando barrió los alrededores con la luz de la linterna, vi que, en el suelo, se sucedían, en lo que alcanzaba la vista, una serie de agujeros del mismo tamaño. Recordaba un enorme panal.
Las paredes que flanqueaban el camino habían desaparecido y ante nuestros ojos se extendía una explanada rocosa llena de innumerables pozos. Se adivinaba un camino entre los agujeros. Era un pasaje peligroso, de un metro en el punto de mayor anchura, de unos treinta centímetros en el más angosto, practicable si caminábamos con precaución.
El problema era que algo parecía temblar y retorcerse en el suelo. Era una visión fascinante. Daba la sensación de que el suelo rocoso, que se suponía firme y duro, oscilaba y serpenteaba como las arenas movedizas. Al principio creí que el fuerte golpe que me había dado en la cabeza me había afectado al nervio óptico. De modo que me iluminé la mano con la linterna. Mi mano no oscilaba ni serpenteaba. Era mi mano de siempre. Es decir, que mi nervio óptico no había sufrido daño alguno. Era el suelo lo que se movía.
—Son sanguijuelas —explicó—. Una legión de sanguijuelas que han reptado fuera del agujero. Como nos entretengamos, nos chuparán toda la sangre y acabaremos como mudas de insecto vacías.
—¡Pues sí que estamos bien! —exclamé—. ¿Esto es aquello tan terrible de que hablabas?
—¡Qué va! Las sanguijuelas no son más que un preámbulo. Lo verdaderamente terrible viene después. ¡Date prisa!
Todavía enlazados con la cuerda, pisamos el suelo infestado de sanguijuelas. Noté que por mis piernas, hasta alcanzar la espalda, reptaba una viscosidad idéntica a la de las incontables sanguijuelas aplastadas bajo mis suelas de goma.
—¡Ten cuidado! Si caes en un agujero, estás muerto. Están llenos a rebosar de esos bichos —dijo.
Ella me agarró con fuerza del codo, yo me aferré a los bajos de su chaqueta. Era arduo el avance por aquel sendero rocoso, de escasos treinta centímetros de anchura, viscoso y resbaladizo. La fangosa textura de las sanguijuelas aplastadas se adhería a nuestras suelas formando una gruesa capa similar a la gelatina e impidiendo que pisáramos con firmeza. Ahora percibía con toda claridad cómo las sanguijuelas que, al caer, se me habían pegado a la ropa me chupaban la sangre de las orejas y de la nuca, pero no podía librarme de ellas. Asía la linterna con la mano izquierda y me aferraba a los bajos de la chaqueta de ella con la mano derecha, y no podía soltar ninguna de las dos cosas. Como caminaba enfocando el suelo con la linterna, me veía obligado, por más que me repugnara, a mantener la vista clavada en aquella legión de sanguijuelas. Había tantas que daba vértigo. Y un número infinito de sanguijuelas seguía surgiendo de los negros agujeros.
—Deben de ser los agujeros donde los antiguos tinieblos arrojaban a las víctimas de los sacrificios —aventuré.
—Exacto. ¡Qué listo eres! —dijo.
—Hasta ahí llego —dije.
—Creían que las sanguijuelas eran las mensajeras del pez del que antes te hablaba. En resumen, que eran sus subordinadas. Por eso les ofrecían sacrificios también a ellas. Víctimas frescas, carnosas y llenas de sangre. Por lo general, sacrificaban a seres humanos que capturaban en la superficie.
—¿Y ahora ya han desaparecido estas prácticas?
—Por lo visto, sí. Mi abuelo me dijo que ahora son ellos los que se comen la carne de las personas y que, al pez y a las sanguijuelas, sólo les ofrecen en sacrificio la cabeza decapitada. Sea como sea, desde que este lugar se ha convertido en santuario, nadie ha vuelto a pisarlo.
Sorteamos un incontable número de pozos, aplastamos decenas de miles de viscosas sanguijuelas bajo las suelas de nuestras zapatillas. Tanto ella como yo perdimos pie en varias ocasiones, pero, en cada una de ellas, nos sostuvimos el uno a la otra evitando la caída.
Aquel desagradable silbido procedía del interior de los pozos oscuros. Extendía hacia nosotros sus tentáculos desde las profundidades, como un bosque en la noche, cercándonos por completo. Si se prestaba atención, se distinguía su «fiu-fiu», como una legión de hombres decapitados que trataran de implorar algo y sólo lograran emitir un silbido a través de sus gargantas seccionadas.
—El agua se acerca —dijo—. Las sanguijuelas no son más que el preámbulo. Cuando ellas desaparezcan, llegará el agua. Manará a chorros desde el interior de los pozos, toda esta zona se convertirá en una ciénaga. Las sanguijuelas lo saben, por eso salen huyendo de los pozos. Tenemos que alcanzar el altar antes de que llegue el agua.
—¿Y tú lo sabías? —dije—. ¿Por qué no me has avisado?
—Para serte franca, no estaba segura. El agua no brota todos los días, ¿sabes?, sólo dos o tres veces al mes. ¿Quién iba a imaginar que afloraría precisamente hoy?
—¡Estamos apañados! ¡Una desgracia tras otra! —Había formulado en palabras lo que venía pensando desde la mañana.
Proseguimos la marcha, bordeando los pozos con grandes precauciones. Pero por más que avanzáramos, los agujeros nunca se acababan. Tal vez se sucedían indefinidamente hasta los confines de la Tierra. Bajo las zapatillas teníamos adheridas tantas sanguijuelas muertas que casi no notábamos el suelo bajo nuestros pies. Al dar un paso tras otro con una concentración extrema, la cabeza acababa embotándose y cada vez costaba más mantener el equilibrio. Las capacidades físicas crecen en las situaciones límite, pero la capacidad de concentración es mucho más limitada de lo que uno cree. Sea cual sea la situación crítica en la que uno se halle, si ésta se prolonga sin alteraciones, la atención decae inevitablemente. Conforme transcurre el tiempo, cuesta cada vez más reconocer la situación crítica, disminuye la capacidad de concebir la propia muerte, y el vacío se va adueñando de la conciencia.
—¡Ánimo! —me alentó—. Un poco más y llegaremos a un lugar seguro.
Como me daba pereza hablar, asentí con un movimiento de cabeza. Pero comprendí de inmediato que mi gesto no tenía ningún sentido en la oscuridad.
—¿Me oyes? —se inquietó—. ¿Va todo bien?
—Sí, tranquila. Es que tengo náuseas —repuse.
Hacía mucho rato que tenía ganas de vomitar. La legión de sanguijuelas que bullían en el suelo, el hedor que despedían y el líquido viscoso de sus cuerpos se conjugaban para cerrarme el estómago con una anilla de hierro. Y los jugos gástricos, que apestaban a vómito, me subían desde el esófago hasta el inicio del paladar. Era como si mi capacidad de concentración estuviera llegando al límite. Me sentí como si tocara un piano que tuviera sólo tres octavas y no hubiera sido afinado en cinco años. ¿Cuántas horas llevaba ya vagando en la oscuridad? ¿Qué hora debía de ser en el mundo exterior? ¿Estaba saliendo el sol? ¿Habrían empezado ya a repartir la edición matutina de los periódicos?
Ni siquiera podía echar una ojeada al reloj de pulsera. Ponía toda mi atención en ir adelantando una pierna tras otra mientras alumbraba el suelo con la linterna. Quería ver cómo el cielo del amanecer iba tomando progresivamente una tonalidad lechosa. Beberme un vaso de leche caliente, oler el bosque en la mañana, hojear la edición matutina del periódico. Ya estaba harto de la oscuridad, de las sanguijuelas, de los agujeros, de los tinieblos. Todas las vísceras, los músculos, las células de mi cuerpo necesitaban la luz. Por débil que ésta fuese. Me conformaba con un miserable rayo de luz, pero que fuese de luz auténtica, no de la luz de una linterna.
Mientras pensaba en la luz, mi estómago se contrajo y mi boca se llenó de un aliento hediondo. Un olor a pizza de salami, pero podrida.
—En cuanto salgamos de aquí, podrás vomitar tanto como quieras. ¡Aguanta un poco! —me dijo la chica. Y me agarró el codo con fuerza.
—No voy a vomitar —murmuré entre dientes.
—¡Créeme! Saldremos de ésta. Quizá hayamos tenido mala suerte, pero eso acabará un momento u otro. No puede durar eternamente.
—Te creo —repuse.
No obstante, me daba la sensación de que los agujeros se sucedían sin fin. Incluso me parecía que pasábamos una y otra vez por el mismo sitio. Pensé de nuevo en la edición matinal, recién impresa, del periódico. Un periódico tan reciente que la tinta fresca se adhería a las yemas de los dedos. Muy grueso, con encartes publicitarios. Porque ya se sabe que en la edición matinal sale de todo. Todo lo relacionado con la vida de la superficie. Todo. Desde la hora en que se levanta el primer ministro, el estado del mercado de valores o el suicidio de toda una familia, hasta recetas de cocina, la longitud que debían tener las faldas, las reseñas de las novedades discográficas y los anuncios de agencias inmobiliarias.
El problema era que yo no estaba suscrito a ninguno. Hacía ya tres años que había abandonado el hábito de leer el periódico. No podría explicar por qué, pero había dejado de hacerlo. Quizá se debiese a que mi vida había tomado unos derroteros muy distintos a los del contenido de los artículos periodísticos o de los programas de la televisión. Mi única relación con el mundo consistía en procesar en mi cabeza las cifras que me ofrecían, cambiándolas de forma, y el resto del tiempo lo pasaba solo, leyendo novelas anticuadas, viendo vídeos de viejas películas de Hollywood y bebiendo cerveza o whisky. No necesitaba hojear periódicos y revistas.
Sin embargo, en aquel instante, inmerso en unas tinieblas absurdas, desprovistas de toda luz, rodeado de un número incontable de pozos y sanguijuelas, ansiaba leer la edición matutina del periódico. Sentarme en algún lugar soleado y leérmelo de cabo a rabo, igual que un gato lame un plato de leche, sin dejar una sola letra. Y absorber los diversos fragmentos de la vida que las personas vivían bajo el sol y empapar en ellos cada una de mis células.
—¡Ya se ve el altar! —dijo la chica.
Traté de alzar los ojos, pero resbalé y no pude levantar del todo la cabeza. De hecho, no me importaba cómo era, ni de qué color; lo único que me interesaba era alcanzarlo lo antes posible. Hice un último esfuerzo de concentración y seguí adelante con sumo cuidado.
—Diez metros más y llegamos.
No bien pronunció estas palabras, cesó el silbido que emergía del fondo de los pozos. Acabó de una forma tan brusca y antinatural que parecía que alguien, en el centro de la Tierra, hubiese levantado una enorme hacha de acerado filo y hubiese cortado el sonido de un tajo. Aquel áspero silbido, que surgía de las profundidades tras ejercer una gran presión sobre la tierra, cesó sin previo aviso, sin eco. Más que enmudecer el silbido, dio la sensación de que el propio espacio que lo comprendía desaparecía por completo. Y fue tan repentino que perdí el equilibrio y a punto estuve de caer.
Un silencio tan insondable que lastimaba los oídos se extendió por los alrededores. La paz que surgía de pronto de las densas tinieblas era más siniestra aún que el desagradable y macabro silbido. Ante un sonido, sea cual sea, puedes tomar una postura determinada. Pero el silencio es cero, es la nada. Nos cercaba y, para colmo, no existía. Noté que algo me oprimía en el fondo de mis oídos, como si hubiese variado la presión atmosférica. Los músculos de las orejas, incapaces de adaptarse al brusco cambio, aguzaron su capacidad auditiva para captar alguna señal en el silencio.
Pero el silencio era absoluto. Una vez cesó, el silbido no volvió. Tanto ella como yo permanecimos inmóviles, aguzando el oído hacia el vacío. Para aliviar la opresión que sentía en mis oídos, tragué saliva, pero fue en vano: sólo conseguí que un sonido artificialmente amplificado, similar a cuando la aguja del tocadiscos roza con el borde del plato, resonara en mis oídos.
—¿Se habrán retirado las aguas? —pregunté.
—Dentro de poco empezarán a brotar —repuso—. El silbido lo producía el aire expulsado de los recovecos de los conductos del agua por la presión que ésta ejercía. Y ahora que ha salido todo el aire, nada obstaculiza el paso del agua.
La joven me tomó de la mano y, juntos, sorteamos los últimos agujeros. Quizá fuera una simple impresión, pero habría jurado que había menos sanguijuelas pululando sobre el suelo rocoso. Tras sortear cinco o seis agujeros más, salimos de nuevo a una explanada vacía. Allí ya no había ni agujeros ni sanguijuelas. Los bichos debían de haber huido en dirección contraria. Había conseguido superar lo peor. Porque, aun suponiendo que muriera ahogado en las aguas, sería mil veces preferible a morir al caer dentro de un pozo de sanguijuelas.
Sin ser plenamente consciente de lo que hacía, alargué la mano con la intención de arrancarme las sanguijuelas que tenía pegadas a la nuca, pero la joven me frenó, agarrándome el brazo.
—Eso déjalo para después. Si no subimos enseguida a la torre, nos ahogaremos —dijo y prosiguió a paso rápido, sin soltarme el brazo—. Por cinco o seis sanguijuelas no te vas a morir. Además, si te las quitas a lo bruto, te arrancarás la piel. ¿No lo sabías?
—No, no lo sabía —dije. Soy tan lerdo y estúpido como uno de esos plomos que cuelgan del culo de las boyas luminosas de los canales.
Unos veinte o treinta pasos más adelante, ella me frenó y, con la gran linterna que llevaba en la mano, iluminó una enorme «torre», como ella la había llamado, que se alzaba ante nuestros ojos. La «torre» era un cilindro que se erguía hacia lo alto, apuntando hacia las tinieblas. Al igual que un faro, parecía ir estrechándose conforme ganaba en altura, pero era imposible aventurar cuánto medía. Era demasiado alta para poder iluminarla entera y captar una imagen global, y, además, no disponíamos de tiempo para ello. La joven se limitó a bañar por un instante la superficie con el haz de luz de su linterna; luego, sin decir palabra, echó a correr hacia ella y empezó a subir la escalera. Yo la seguí, claro está, sin pérdida de tiempo.
Vista desde lejos y bajo una luz insuficiente, la «torre» hacía pensar en un magnífico y precioso monumento en cuya realización se hubiesen empleado admirables técnicas arquitectónicas y una ingente cantidad de tiempo, pero en cuanto me acerqué y la toqué, me di cuenta de que era una simple mole rocosa, tosca y deforme. Un mero producto azaroso de la erosión.
Alrededor de la mole, los tinieblos habían esculpido una escalera —suponiendo que se pudiera llamar «escalera» a algo tan rudimentario— en forma de espiral. De hechura irregular, con escalones tan exiguos que apenas permitían apoyar el pie, a trechos carecía de peldaños. Cuando faltaba un escalón, apoyábamos el pie en el saliente de la pared más cercano, pero como teníamos que aferramos con ambas manos a las rocas para no caernos, nos era imposible alumbrar los peldaños a medida que avanzábamos, con lo cual, con frecuencia, al ir a pisar un supuesto escalón, nos encontrábamos con el pie en el vacío. La escalera podría serles útil a los tinieblos, que veían en la oscuridad, pero para nosotros no era más que un peligroso incordio. Así pues, nos veíamos obligados a ascender con suma atención, peldaño a peldaño, aferrados a la pared rocosa como dos lagartos.
Había subido treinta y seis escalones —tengo la costumbre de ir contando los peldaños de las escaleras—, cuando de las tinieblas, abajo, a nuestros pies, surgió un extraño ruido. Como si arrojaran una gran tajada de rosbif contra una pared lisa. Un sonido plano y húmedo, lleno de vigor. Siguió un silencio. Un instante mudo y siniestro. Agarrado al saliente con ambas manos, pegado a la pared de roca, esperé a que llegara algo.
Entonces se oyó el fragor inconfundible del agua. El sonido del agua brotando, a un tiempo, de los innumerables pozos que habíamos sorteado. Además, no era una cantidad de agua insignificante. Recordé una secuencia de un noticiario, que vi cuando era alumno de primaria, sobre la inauguración de una presa. El gobernador, con un casco en la cabeza, pulsaba el botón de una máquina, se abrían las compuertas y una gruesa columna de agua salía disparada hacia lo lejos, hacia el vacío, acompañada de una nube de agua pulverizada y de un estruendo pavoroso. Era la época en que las noticias y los dibujos animados todavía se proyectaban en el cine. Mientras contemplaba las imágenes, pensé qué sucedería si, por una razón u otra, me encontrara bajo aquella presa que vomitaba una cantidad tan sobrecogedora de agua, y mi corazón infantil se llenó de horror. No podía sospechar que un cuarto de siglo después me encontraría en una situación parecida. Los niños tienden a pensar que, al final, una especie de poder sagrado los librará de los posibles peligros que les acechan en el mundo. Al menos, eso creía yo cuando era pequeño.
—¿Hasta dónde subirá el agua? —le pregunté a la joven, que estaba dos o tres peldaños por encima de mí.
—Hasta bastante arriba —me respondió sucintamente—. Si queremos salvarnos, tenemos que subir más. Arriba de todo no llega, estoy segura. Es lo único que sé.
—¿Y cuántos peldaños faltan?
—Muchos —dijo.
¡Vaya respuestas! No tenía más remedio que apelar a mi imaginación.
Seguimos ascendiendo por la escalera en espiral tan rápido como pudimos. A juzgar por el rumor del agua, la «torre» a la que estábamos aferrados se alzaba en el centro de una explanada desierta, rodeada por los pozos de sanguijuelas. En resumen, que nos encaramábamos a una especie de palo que se erguía justo en medio de los chorros de agua. Y si la joven no andaba errada, aquel espacio vacío similar a una plaza se inundaría igual que una ciénaga y, en medio del agua, sólo emergería, como si fuera una isla, el extremo de la «torre».
Su linterna, que llevaba colgada del hombro por la correa, oscilaba de forma irregular sobre sus caderas y el haz de luz dibujaba figuras fantasmagóricas en las tinieblas. Continué el ascenso tomando esta luz como meta. Ya había dejado de llevar la cuenta del número de escalones, pero debía de haber subido unos ciento cincuenta, quizá doscientos. Al principio, el chorro de agua había subido y, desde lo alto, se había precipitado contra el suelo de roca produciendo un fragor espeluznante; poco después, se había transformado en el rugido de un torrente cayendo a una catarata y, en aquellos momentos, se había convertido en un gorgoteo, como si lo hubiesen sofocado con una tapa. El nivel del agua subía sin duda alguna. Como no se veía nada bajo nuestros pies, era imposible saber hasta dónde llegaba, pero me dije que no sería extraño que, de un momento a otro, el agua helada me bañara los tobillos.
Creía encontrarme en medio de una pesadilla. Algo me perseguía, pero yo era incapaz de avanzar deprisa y ese algo me pisaba los talones y se disponía a agarrarme los tobillos con sus manos resbaladizas. Como sueño, era espantoso, pero tratándose de la realidad, era mucho peor. Decidí ignorar los escalones, me agarré con ambas manos a las rocas y subí, izando mi cuerpo suspendido en el vacío.
¿No habría sido mejor tratar de mantenernos a flote en la superficie del agua y dejar que ésta nos izara hasta la cumbre? Esta idea se me ocurrió de repente. Sería más sencillo; ante todo, no habría peligro de que nos cayéramos. Le estuve dando vueltas un rato, sopesándola, y lo cierto era que, para ser idea mía, no estaba nada mal. Decidí transmitírsela a la joven.
—Imposible —repuso ella de inmediato—. Bajo la superficie del agua se arremolinan unas corrientes muy fuertes. Si nos atrapara un remolino, de nada nos serviría nadar. Jamás volveríamos a salir a la superficie y, aunque lo lográramos, en medio de la oscuridad no sabríamos adonde dirigirnos.
Total que, por mucho que me exasperara, no tenía más remedio que seguir subiendo aquellos irritantes escalones, uno tras otro. El rumor del agua decrecía por momentos, como un motor que aminorara gradualmente la velocidad, hasta que se convirtió en un gemido sordo. El nivel del agua ascendía sin pausa. «¡Sólo con que hubiese un poco de luz de verdad…!», me dije. Por débil que fuese, con un poco de luz natural subiríamos sin problemas, sabríamos hasta dónde llegaba el agua. Y no me invadiría aquel pánico, propio de una pesadilla, de no saber cuándo acabaría agarrándome los tobillos. Odiaba la oscuridad con todas mis fuerzas. No me perseguía el agua. Me perseguía la oscuridad que se extendía entre el agua y mis tobillos. Esa oscuridad me llenaba de un terror frío y sin fondo.
Aquella secuencia del noticiario volvió a mi pensamiento. La arqueada presa de la pantalla arrojaba eternamente agua dentro del cono situado abajo, ante nuestros ojos. La cámara, insistente, captaba la imagen desde diferentes ángulos. Desde arriba, de frente, desde un lado, la lente jugueteaba con el chorro de agua como si lo lamiera. La sombra del potente chorro se reflejaba en el muro de cemento de la presa. La sombra del agua danzaba, como si fuera el agua misma, en sus paredes blancas y lisas. Con la mirada clavada en la pantalla del cine, la sombra del agua se convirtió en mi propia sombra. La que bailaba ahora en las curvadas paredes de la presa era mi propia sombra. Sentado en la butaca del cine, no podía despegar los ojos de ella. Enseguida comprendí que era mi propia sombra, pero yo sólo era un espectador más de la sala, y no sabía qué hacer. Yo era un impotente muchacho de nueve o diez años. Quizá habría tenido que correr hacia la pantalla y recuperar mi sombra, o irrumpir en la cabina de proyección y apoderarme de la película. Sin embargo, era incapaz de decidir si era lícito obrar de aquella forma. Así que no hice nada y me limité a permanecer inmóvil, con la vista clavada en mi sombra.
Mi sombra continuó danzando sin fin bajo mis ojos. Serpenteaba en silencio, dibujando formas irregulares, como un tembloroso paisaje lejano inmerso en la calina. Mi sombra no podía hablar y, por lo visto, tampoco podía transmitirme nada por señas. Pero la sombra quería, con toda seguridad, decirme algo. Ella sabía que yo estaba allí sentado, mirándola. Pero ella se sentía tan impotente como yo. Porque mi sombra no era más que una sombra.
Ningún otro espectador se dio cuenta de que la sombra del chorro del agua que se reflejaba en las paredes de la presa era, en realidad, mi sombra. A mi lado estaba sentado mi hermano mayor, pero tampoco él lo vio. Si se hubiese dado cuenta, me hubiese susurrado algo al oído. Mi hermano siempre hablaba y metía ruido en el cine, cuchicheando sobre esto y aquello.
Tampoco yo le conté a nadie que aquélla era mi sombra. Me daba la impresión de que no me iban a creer. Además, parecía que la sombra deseaba transmitirme un mensaje únicamente a mí. Quería contarme algo de otro lugar y de otro tiempo sirviéndose de la pantalla del cine.
Sobre la pared de cemento abombada, mi sombra estaba sola, abandonada por todos. Yo no sabía cómo había logrado llegar hasta la pared de la presa y tampoco qué pensaba hacer a continuación. Pronto oscurecería y sería engullida por las tinieblas. O quizá, arrastrada por la rápida corriente, llegaría hasta el mar y, una vez allí, volvería a ser mi sombra, a actuar como tal. Al pensarlo, me invadió una tristeza inmensa.
Poco después, la noticia sobre la presa llegó a su fin y, en la pantalla, informaron sobre la ceremonia de coronación del rey de algún país. Una hermosa carroza tirada por caballos con las cabezas empenachadas cruzaba una plaza empedrada. Busqué mi sombra en el suelo, pero allí únicamente se reflejaban los caballos, la carroza y los edificios.
Mis recuerdos se desvanecían en este punto. Pero yo no podía asegurar que aquello me hubiese sucedido realmente en el pasado. Porque, hasta entonces, estos recuerdos lejanos no habían aflorado a mi memoria ni una sola vez. Quizá sólo fuesen una escena que yo me había forjado en mi mente al oír el rumor del agua en aquellas tinieblas anómalas. Tiempo atrás, había leído un capítulo de un libro de psicología que hablaba de estos efectos psíquicos. Por lo visto, en situaciones extremas, el ser humano construye a veces en su mente ilusiones a fin de defenderse de una realidad adversa. Eso, al menos, sostenía aquel psicólogo. No obstante, las imágenes que acababa de visualizar eran demasiado precisas, demasiado vividas, y estaban ligadas a mi existencia con unos lazos demasiado fuertes como para ser una ilusión creada por mi mente. Podía recordar con claridad los olores y los sonidos que me rodeaban en aquellos momentos. Podía percibir en mi corazón el desconcierto, la confusión y el terror indefinido que me habían invadido a los nueve o diez años. Aquello me había sucedido realmente, estaba convencido. Alguna fuerza lo habría enterrado en el fondo de mi conciencia y, en aquellos instantes, enfrentado a una situación extrema, la losa se había aflojado y los recuerdos emergían a la superficie.
¿Alguna fuerza?
La operación cerebral que había sufrido para poder realizar el shuffling era la causa de todo. No me cabía la menor duda. Ellos habían tapiado mis recuerdos en las paredes de mi conciencia. Hilos me habían arrebatado la memoria durante largo tiempo.
Al pensarlo me llené de ira. Nadie tenía derecho a arrebatarme mis recuerdos. Era mi propia historia. Robarle la memoria a alguien era como robarle la vida. Conforme crecía mi enfado, me fui olvidando del miedo. «He de sobrevivir, sea como sea», decidí. «Sobreviviré. Huiré de este enloquecido mundo de las tinieblas y recuperaré todos los recuerdos que me han robado. Llegue o no el fin del mundo, renaceré como un ser completo».
—¡Una cuerda! —gritó de repente la joven.
—¿Una cuerda?
—¡Mira! ¡Ven enseguida! ¡Hay una cuerda colgando!
Subí a toda prisa tres o cuatro escalones, llegué a su lado y palpé la pared. En efecto, había una cuerda. Una cuerda fuerte de alpinismo, no muy gruesa, cuyo extremo pendía a la altura de mi pecho. Con mil precauciones, la así con una mano y fui tirando de ella cada vez con más fuerza. A juzgar por la resistencia que ofrecía, debía de estar firmemente sujeta a algo.
—¡Seguro que es cosa de mi abuelo! —gritó la joven—. La ha dejado caer para nosotros.
—Por si acaso, demos otra vuelta —dije.
Bordeamos de nuevo la «torre», tanteando con impaciencia los peldaños bajo nuestros pies. La cuerda seguía colgando en el mismo lugar. A intervalos de unos treinta centímetros, tenía nudos para apoyar los pies. Si continuaban hasta lo alto de la «torre», nos ahorrarían mucho tiempo.
—Es mi abuelo, seguro. Siempre cuida hasta los menores detalles.
—¡Ya veo! —dije—. ¿Sabes trepar por una cuerda?
—¡Por supuesto! —repuso—. Desde pequeña, soy buenísima en eso. ¿No te lo había dicho?
—Entonces, sube tú primero. Cuando llegues arriba, haz parpadear hacia mí la luz de la linterna. Entonces empezaré a subir yo.
—Pero entretanto llegará el agua. ¿No sería mejor que subiéramos los dos a la vez?
—En alpinismo, la norma es una persona por cuerda. Primero, hay que tener en cuenta la resistencia de la cuerda y, después, es más complicado subir dos que uno solo, y se tarda más. Por otro lado, aunque llegue el agua, estando agarrado a la cuerda podré seguir subiendo.
—Eres más valiente de lo que parece, ¿sabes? —dijo.
Permanecí inmóvil en la oscuridad pensando que tal vez volvería a besarme, pero ella empezó a ascender ágilmente por la cuerda sin preocuparse por mí. Agarrado a la roca con ambas manos, me quedé contemplando cómo subía aquella luz, oscilando sin ton ni son. La escena hacía pensar en un alma ebria que ascendiera tambaleante al cielo. Mientras la contemplaba, me entraron unas ganas irresistibles de tomarme un whisky. Pero la botella se encontraba dentro de la mochila que llevaba colgada a la espalda y, en una posición tan inestable, retorcerme, bajar la mochila y sacar la botella era, desde cualquier punto de vista, imposible. Así que lo dejé correr y, en cambio, decidí reproducir en mi mente el instante en que me estaba tomando un whisky. Un bar tranquilo y limpio, un bol lleno de cacahuetes, Vendôme, de The Modern Jazz Quartet, sonando a bajo volumen, un whisky doble con hielo. Depositaría el vaso sobre la barra y permanecería unos instantes mirándolo, sin tocarlo. El whisky hay que contemplarlo primero. Y cuando te cansas de mirarlo, te lo bebes. Es como una chica bonita.
Eso me recordó que ya no tenía ni trajes ni chaquetas buenos. Aquel par de chalados me habían rajado toda la ropa. Desolado, me pregunté: «¿Y qué me pondré para ir al bar?». Vamos, que antes tendría que renovar mi vestuario. Me decidí por un traje de tweed de color azul marino. Un azul elegante. La chaqueta sería de tres botones, hombros poco marcados, de corte recto. Un traje del viejo estilo. Como el que llevaba George Peppard a principios de los sesenta. La camisa sería azul. De un tono que combinara con el traje, de esas de aspecto ligeramente descolorido. La tela sería de un grueso algodón Oxford, y el cuello, lo más normal y discreto posible. La corbata la prefería a rayas de dos colores. Rojo y verde. El rojo, oscuro, y el verde, uno de esos verdes que no sabes si es verde o azul, como el mar bajo la tormenta. Me lo compraría todo en alguna tienda elegante de ropa masculina, me lo pondría, entraría en un bar y pediría un whisky doble con hielo. Y en el mundo subterráneo ya podían armar todo el jaleo que quisieran las sanguijuelas, los tinieblos y los peces con uñas, que yo, en el mundo de la superficie, me pondría un traje de tweed azul marino y me tomaría un whisky llegado de Escocia.
De súbito, me di cuenta de que el rumor del agua se había extinguido. Tal vez los agujeros hubieran dejado de vomitar agua. O tal vez fuese sólo que el agua había alcanzado una altura considerable y había dejado de oírse. Pero eso a mí no me importaba. Si el agua quería subir, que subiera. Yo había decidido sobrevivir. Y recuperar la memoria. Nadie, jamás, volvería a manipularme. Quise gritarlo al mundo entero. Que nadie volvería a manipularme.
Sin embargo, me dije que de poco serviría gritar eso aferrado a una roca en las negras profundidades del subsuelo, así que lo dejé correr y doblé el cuello para mirar hacia lo alto. Ella se hallaba mucho más arriba de lo que esperaba. No sabía a cuántos metros de distancia estaba en aquellos momentos, pero equivaldrían a unas tres o cuatro plantas de unos grandes almacenes. Estaría en la sección de ropa femenina o en la de telas para quimonos. Me pregunté con fastidio cuánto mediría la mole rocosa en su totalidad. Ella y yo juntos ya debíamos de haber ascendido un trecho considerable y, puesto que aún faltaba una buena parte, aquella mole rocosa debía de ser altísima. En cierta ocasión había tenido el capricho de subir los veintiséis pisos de un rascacielos, pero me daba la impresión de que la escalada de la «torre» superaba con creces mi anterior gesta.
De todos modos, me dije que era una suerte que las negras sombras me impidieran ver bajo mis pies. Por más acostumbrado que estés a la montaña, subir a un lugar tan escarpado y peligroso sin equipo y calzado con zapatillas de tenis era una experiencia terrorífica. Era como limpiar los cristales de la fachada de unos grandes almacenes sin red ni andamio. Mientras subías y subías, envuelto en la oscuridad, no había problema, pero una vez que te detenías, empezaba a preocuparte la altura.
Volví a doblar el cuello y miré hacia arriba. Ella seguía subiendo, y la luz continuaba balanceándose, pero se encontraba a mucha mayor altura que antes. Efectivamente, debía de ser muy buena trepando por la cuerda, tal como había dicho. En todo caso, la altura era considerable. Casi irrazonable. ¿Por qué se le habría ocurrido al anciano refugiarse en un lugar tan estrambótico? Si nos hubiera esperado en un lugar más normal, nos habríamos ahorrado muchas fatigas.
Estaba absorto en estos pensamientos cuando me pareció oír una voz en lo alto. Al alzar la vista, distinguí una lucecita amarilla que parpadeaba como las luces de navegación de un avión. Debía de haber llegado a la cima. Agarré la cuerda con una mano, saqué la linterna del bolsillo con la otra e hice, hacia arriba, la misma señal. Luego, de paso, enfoqué hacia abajo, dispuesto a comprobar hasta dónde llegaba ya la superficie del agua, pero la luz de mi linterna era demasiado débil y nada pude ver. Las tinieblas eran demasiado profundas y, a no ser que descendiera un poco, no distinguiría nada. Mi reloj de pulsera indicaba las cuatro y doce minutos de la madrugada. Aún no había amanecido. Todavía no habían repartido la edición matinal del periódico. Los trenes aún no circulaban. En la superficie, la gente debía de dormir profundamente, sin enterarse de nada.
Tiré de la cuerda hacia mí con ambas manos y, tras respirar hondo, empecé a subir lentamente.