Tal como había anunciado el anciano, la columna de humo se alzó a diario. La humareda gris se elevaba entre los manzanos y se desvanecía en el cielo plomizo. Al fijar la vista, uno era presa de la ilusión de que las nubes nacían en el manzanar. El humo empezaba a alzarse a las tres en punto de la tarde y se extinguía a una hora que variaba en función del número de bestias muertas. Tras las noches de frío intenso o de ventisca, aquella gruesa columna de humo, que recordaba un volcán, podía alzarse durante largas horas.
A mí me costaba entender que no tomasen medidas para salvar a las bestias.
—¿Por qué no les construyen un establo en alguna parte? —le pregunté al anciano durante una partida de ajedrez—. ¿Por qué no las protegen de la nieve, del viento y del frío? Bastaría con algo sencillo, un tejado y una cerca, y se salvarían muchas bestias.
—No serviría de nada —repuso el anciano sin apartar la mirada del tablero—. Aunque les construyeras un establo, las bestias no entrarían. Duermen en el suelo desde hace muchos años. Y seguirán durmiendo a la intemperie aunque eso conlleve su muerte. Envueltas por la nieve, el viento y el frío.
El coronel me cerró el paso colocando el prior delante del rey. A ambos lados, en la línea de fuego, había dos cuernos. Luego se quedó esperando mi ofensiva.
—Por lo que usted dice, es como si las bestias buscaran el dolor y la muerte.
—Es que, en cierto sentido, es así. Para ellas eso es lo natural: el frío y el sufrimiento. Incluso es posible que eso represente su salvación.
El anciano enmudeció y yo aproveché para deslizar mi mono al lado de su torre. Era una invitación a que la moviera. El coronel estuvo a punto de hacerlo, pero cambió de opinión y, al final, hizo retroceder una casilla al caballero y redujo su espacio defensivo hasta hacerlo parecer una almohadilla llena de alfileres.
—Cada día eres más ladino, ¿eh? —me dijo el coronel riendo.
—Sí, pero aún no puedo igualarle —repuse, riendo a mi vez—. ¿A qué salvación se refiere?
—A la salvación que pueden alcanzar a través de la muerte. Las bestias mueren, cierto, pero, al llegar la primavera, renacen. En forma de crías.
—Y esas crías crecerán y luego volverán a sufrir y a morir de idéntica forma. ¿Por qué tienen que padecer tanto?
—Porque éste es su destino —dijo el anciano—. Te toca a ti. Si no te comes mi prior, la partida es mía.
Tras nevar de forma intermitente durante tres días, el clima experimentó una transformación radical. Después de mucho tiempo, la luz del sol inundó las blancas calles heladas y la ciudad se llenó del crujido de la nieve al fundirse y del brillo cegador de los rayos del sol. Por doquier resonaba el ruido que las masas de nieve acumuladas en las ramas de los árboles hacían al caer al suelo. A fin de huir de la luz, yo corría las cortinas de la ventana y me encerraba en mi cuarto. Pero, por más que intentara ocultarme tras aquellas gruesas cortinas que cubrían la ventana por completo, no conseguía escapar a los rayos del sol. La ciudad helada hacía reverberar la luz en todos sus ángulos, como si fuera una enorme piedra preciosa tallada con gran precisión, y enviaba a mi cuarto rayos extrañamente directos que laceraban mis ojos.
Aquellas tardes, yo permanecía tumbado en la cama, boca abajo, con la cabeza sepultada en la almohada, escuchando el canto de los pájaros. Diferentes clases de pájaros que trinaban de diversas formas se acercaban a mi ventana y, después, pasaban a otra. Sabían muy bien que los ancianos que vivían en la Residencia Oficial les esparcían migas de pan en el alféizar. También se oían las voces de los ancianos que charlaban sentados en un rincón soleado. Sólo yo estaba excluido de la bendición de la cálida luz del sol.
Al anochecer, dejaba la cama, me lavaba con agua fría los ojos hinchados, me ponía las gafas oscuras, descendía la ladera de la colina, donde se acumulaba la nieve, y llegaba a la biblioteca. Sin embargo, los días en que los ojos me dolían, heridos por la cegadora luz del sol, no podía leer tantos sueños como de costumbre. Tras descifrar uno o dos, la luz que emitían los viejos sueños me producía en los globos oculares el mismo dolor que si me clavaran alfileres. Notaba cierta pesadez en una zona imprecisa situada detrás de los ojos, como si estuviera llena de arena, al tiempo que las yemas de mis dedos perdían su fina sensibilidad.
En esas ocasiones, ella me traía una toalla empapada en agua fría y me la aplicaba sobre los ojos, o me los masajeaba, o me calentaba una sopa ligera, o leche, y me la ofrecía. Tanto la sopa como la leche tenían una curiosa textura áspera, que resultaba rasposa a la lengua, y un gusto un poco fuerte, pero, día tras día, me fui habituando a ellos y, al final, acabé apreciando aquel sabor tan peculiar.
Cuando se lo dije, ella sonrió contenta.
—Eso significa que te vas acostumbrando a la ciudad. La comida de aquí es un poco distinta a la de otros lugares. Nosotros cocinamos con muy pocos ingredientes. Ni lo que parece carne es carne, ni lo que parecen huevos son huevos, ni lo que parece café es café. Todo está hecho de modo que lo parezca. Esta sopa sienta muy bien. ¿Verdad que te ha caldeado el cuerpo y que te duele un poco menos la cabeza?
—Pues sí.
En efecto, me había entonado y la pesadez de detrás de los ojos era mucho más llevadera que antes. Le di las gracias por la sopa, cerré los ojos y relajé mi cuerpo y mi mente.
—Ahora necesitas algo, ¿verdad? —me preguntó.
—¿Yo? ¿Algo que no seas tú?
—No sé, pero de repente he tenido esta sensación. Quizá haya algo que te ayude a abrir, siquiera un poco, tu corazón endurecido por el invierno.
—Lo que necesito es la luz del sol —dije. Me quité las gafas oscuras y, tras enjugar los cristales con un trapo, volví a ponérmelas—. Pero es imposible. Mis ojos no pueden soportarla.
—No, seguro que se trata de algo más pequeño, algo insignificante que relaje un poco tu corazón. Seguro que hay un modo de desanudarlo, como cuando yo te masajeo los ojos con los dedos. ¿No logras acordarte? ¿No recuerdas lo que hacías en el mundo donde vivías cuando se te endureció el corazón?
Tomándome mi tiempo, fui repasando, uno tras otro, los escasos y fragmentarios recuerdos que me quedaban, pero no logré descubrir nada de lo que me pedía.
—Imposible. No me acuerdo de nada. He perdido la mayor parte de la memoria que debería retener.
—Bastaría con algo muy pequeño. Di lo primero que se te ocurra. Y reflexionaremos los dos juntos sobre ello. Me gustaría poder ayudarte.
Asentí y, una vez más, intenté remover los recuerdos de mi viejo mundo, enterrados, todos juntos, en mi conciencia. Pero la losa de piedra pesaba demasiado y, por más que lo intenté, apenas conseguí desplazarla. La cabeza empezó a dolerme de nuevo. Posiblemente, en el instante de separarme de mi sombra, había perdido irremisiblemente mi propio yo. Y ahora lo único que me quedaba era un corazón inseguro e incoherente. Que iba cerrándose más y más debido al frío del invierno.
Ella posó las palmas de las manos en mis sienes.
—Déjalo correr. Ya pensaremos otro día. Es posible que se te ocurra algo mientras tanto.
—Antes de irme, voy a leer otro sueño.
—Estás muy cansado. ¿No deberías dejarlo para mañana? No intentes forzarte. Los viejos sueños te esperarán el tiempo que haga falta.
—No, la verdad es que me resulta más cómodo leer otro viejo sueño que no hacer nada. Mientras leo, al menos no pienso.
Me miró unos instantes con fijeza, pero enseguida asintió, se apartó de la mesa y desapareció en la biblioteca. Con la mejilla apoyada en la palma de la mano, cerré los ojos y dejé que mi cuerpo se diluyera en la oscuridad. ¿Cuánto tiempo duraría el invierno? El anciano había dicho que sería largo y duro. Además, apenas acababa de empezar. ¿Lograría mi sombra sobrevivir a aquel largo invierno? ¿Y yo? ¿Podría superarlo yo, con la confusión e inseguridad que dominaban mi corazón?
Ella dejó un cráneo sobre la mesa y, tras sacarle el polvo con un trapo húmedo, lo secó con otro. Yo, aún con la mejilla en la palma de la mano, observaba cómo se movían sus dedos.
—¿Puedo hacer algo por ti? —me dijo alzando de repente la cabeza.
—Tú ya haces mucho por mí —contesté.
Dejó de limpiar el cráneo, se sentó en una silla y me miró a los ojos.
—Me refiero a otra cosa. A algo más especial. A acostarme contigo, por ejemplo.
Sacudí la cabeza.
—No, no quiero acostarme contigo. Pero estoy contento de que me lo hayas dicho.
—¿Y por qué no quieres acostarte conmigo? Tú siempre dices que me necesitas, ¿no?
—Y te necesito. Pero ahora no puedo acostarme contigo. Eso no tiene nada que ver con que te necesite o no.
Ella caviló unos instantes, pero al poco volvió a frotar el cráneo lentamente. Mientras tanto, alcé la cabeza y contemplé la lámpara amarillenta que pendía del techo. Por más que se endureciera mi corazón, por más presión que ejerciese el invierno sobre mí, no podía acostarme con ella, allí, en aquel momento. Si lo hiciera, la confusión de mi corazón aumentaría y el sentimiento de pérdida se intensificaría aún más. Tenía la impresión de que la ciudad deseaba que me acostase con ella, porque, de esa forma, a ellos les sería más fácil adueñarse de mi corazón.
Ella puso frente a mí el cráneo que acababa de limpiar, pero yo no lo toqué, sino que me quedé mirando sus dedos sobre la mesa. Intenté que esos dedos me dijeran algo, pero fue inútil. No eran más que diez dedos delicados.
—Me gustaría que me contaras cosas de tu madre —dije.
—¿Qué cosas?
—Lo que sea.
—Verás —dijo mientras toqueteaba el cráneo que había dejado encima de la mesa—, me da la impresión de que yo sentía por mi madre algo especial, diferente a lo que sentía por los demás. Ya sé que de eso hace mucho tiempo y que apenas lo recuerdo, pero esa impresión tengo. La de que no sentía lo mismo por mi padre y mis hermanas. Pero no sé por qué.
—El corazón tiene esas cosas. Que nunca siente igual. Es como la corriente de un río. Según la configuración del terreno, fluye de una manera o de otra.
Sonrió.
—Pero eso es muy injusto.
—Ya. Pero es así —dije—. ¿Y todavía la quieres?
—No lo sé.
Ella cambió la posición del cráneo y lo contempló desde diferentes ángulos.
—Mi pregunta es demasiado vaga, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—Hablemos entonces de otra cosa —dije—. ¿Te acuerdas de qué cosas le gustaban a tu madre?
—Sí, lo recuerdo muy bien. Le gustaba el sol, pasear, divertirse en el agua en verano. Y también le gustaba estar con las bestias. Cuando hacía buen tiempo, salíamos a menudo de paseo. La gente de la ciudad no pasea, ¿sabes? A ti también te gusta, ¿verdad?
—Sí —dije—. Y también me gusta el sol. Y jugar en el agua. ¿Te acuerdas de algo más?
—Pues de que mi madre, en casa, hablaba mucho consigo misma. No sé si le gustaba o no, pero solía hacerlo.
—¿Y de qué hablaba?
—No me acuerdo. Pero no era como un monólogo. No sé explicarlo bien, pero creo que, para mi madre, aquello tenía un sentido especial.
—¿Especial?
—Sí. Modulaba la voz de un modo muy extraño y alargaba las palabras, o las acortaba. A veces su voz sonaba alta y, a veces, baja, como el viento.
Mientras miraba el cráneo bajo su mano, repasé de nuevo mis vagos recuerdos. Esta vez, algo me conmocionó.
—Eran canciones —dije.
—¿Tú también sabes hablar de esa manera?
—No es hablar. Las canciones se cantan.
—Canta entonces —pidió.
Respiré hondo y me dispuse a cantar algo, pero no se me ocurrió ninguna melodía. Todas las canciones habían desaparecido de mi cuerpo. Con los ojos cerrados, suspiré.
—Imposible. No se me ocurre ninguna —dije.
—¿Y qué podrías hacer para acordarte?
—Con un disco y un tocadiscos lo conseguiría. Pero no, aquí eso no es posible. Aunque también serviría un instrumento musical. Con un instrumento, podría tocar música y así seguro que lograría recordar al menos una canción.
—¿Y qué forma tiene un instrumento musical?
—Hay cientos de instrumentos diferentes, no te lo puedo explicar en cuatro palabras. Cada instrumento se toca de una manera distinta y emite un sonido distinto. Hay algunos que, para moverlos, se necesitan cuatro personas, y otros que caben en la palma de la mano. Todos tienen un tamaño y una forma diferentes.
Tras pronunciar estas palabras, me di cuenta de que el ovillo de los recuerdos se desembrollaba poco a poco en mi interior. Tal vez las cosas avanzaran en la buena dirección.
—Quizá haya una cosa de ésas en el archivo que hay al fondo del edificio. Aunque se llame así, está lleno de trastos viejos y yo apenas he mirado lo que hay dentro. ¿Qué te parece, buscamos allí?
—Vamos a echar una ojeada. De todas formas, hoy no creo que pueda leer más sueños.
Cruzamos el amplio almacén donde se alineaban los cráneos, salimos a otro pasillo y abrimos una puerta con cristal esmerilado, igual a la que daba acceso a la biblioteca. El pomo de latón estaba cubierto por una fina capa de polvo, pero la puerta no estaba cerrada con llave. Cuando ella dio la vuelta al interruptor, una luz amarilla y polvorienta alumbró aquel cuarto largo y estrecho, y proyectó sobre las paredes blancas las sombras de los diversos objetos amontonados en el suelo.
Eran, en su mayoría, maletas o maletines. También había una máquina de escribir guardada en su funda o alguna raqueta de tenis, pero eran una excepción y la mayor parte del cuarto lo ocupaban maletas de diversos tamaños. Habría unas cien. Y todas estaban cubiertas por capas y más capas de polvo. Ignoraba en qué circunstancias habrían llegado allí esas maletas; en cualquier caso, abrirlas una por una habría requerido mucho tiempo.
Me acuclillé y aparté la funda de la máquina de escribir. Una nube de polvo blanco danzó por el aire como la nieve pulverizada de un alud. Era un viejo modelo, grande como una caja registradora, con las teclas redondas. Parecía muy usada y el esmalte negro tenía desconchones.
—¿Sabes qué es esto?
—No —reconoció ella, de pie a mi lado con los brazos cruzados—. Nunca lo había visto. ¿Es un instrumento musical?
—No, es una máquina de escribir. Sirve para imprimir letras. Es muy vieja.
La enfundé de nuevo y, a continuación, abrí una canasta de mimbre que había al lado. Contenía una vajilla para ir de excursión: cuchillos, tenedores, platos, tazas y unas servilletas blancas que amarilleaban, todo escrupulosamente ordenado. También esto pertenecía a una época pretérita. Desde la aparición de los platos de aluminio y los vasos de papel, nadie acarreaba aquellos trastos consigo en una excursión.
Había una maleta grande de piel de cerdo llena de ropa: trajes, camisas, corbatas, calcetines, ropa interior… La mayoría de las prendas estaban tan apolilladas que daba pena verlas. Entre la ropa había un neceser y una petaca plana de whisky. También había un cepillo de dientes y una brocha de afeitar, ambos con las cerdas tiesas y endurecidas. Destapé la petaca y vi que no olía a nada. No había nada más. Ni libros, ni libretas, ni agendas.
Abrí unos cuantos maletines y maletas de viaje. Contenían prácticamente lo mismo. Ropa y unos efectos personales mínimos, como si hubiesen salido de viaje a toda prisa y los hubieran embutido en la maleta sin pensar mucho. En todas ellas se echaban de menos objetos que la gente suele llevar consigo, y les faltaba naturalidad, espontaneidad. Nadie emprende un viaje llevándose sólo la ropa y el neceser. En resumen, que en la maleta no había ni un solo objeto que hablara de la personalidad o de la vida de su propietario.
Incluso la ropa era anodina. No era ni muy elegante ni mísera. Sí indicaba un estilo marcado por la época, la estación, el sexo y la edad del propietario, pero ninguna prenda dejaba una impresión especial. Incluso el olor era casi idéntico. La mayoría estaban apolilladas. Y ninguna tenía etiqueta. Parecía que alguien hubiera querido arrebatar el nombre y la personalidad a cada una de las maletas. Y lo único que quedaba era un poso anónimo, producto inevitable de cualquier época.
Tras abrir cinco o seis maletas, desistí. Estaban demasiado polvorientas y no parecía que ninguna de ellas fuera a contener un instrumento musical. Tenía la sensación de que, si había alguno en la ciudad, no se encontraba allí, sino en un lugar muy distinto.
—Salgamos de aquí —dije—. Con este polvo, me duelen mucho los ojos.
—¿Te ha decepcionado no encontrar ningún instrumento musical?
—Un poco. Pero ya buscaremos en otro sitio —dije.
Cuando, tras separarme de ella, estaba subiendo la Colina del Oeste, a mis espaldas el viento invernal soplaba con violencia, como si deseara adelantarme, y el agudo silbido que producía al pasar entre los árboles parecía rasgar el aire. Al darme la vuelta, vi una media luna que flotaba solitaria por encima de la torre del reloj y, a su alrededor, unos gruesos nubarrones que se deslizaban por el cielo. Bajo la luz de la luna, la superficie del río era negra como si hubiesen arrojado alquitrán.
De repente me acordé de una bufanda, que parecía muy cálida, que había descubierto en una maleta del archivo. Estaba comida por las polillas, pero, enrollada alrededor del cuello, me protegería del frío. Pensé que si le preguntaba al guardián, me enteraría de muchas cosas. Sabría a quién pertenecían las maletas y si podía usar lo que contenían. Azotado por el viento, sin bufanda, las orejas me dolían como si me las cortaran con un cuchillo. Decidí ir a ver al guardián a la mañana siguiente. También necesitaba saber cómo estaba mi sombra.
Di de nuevo la espalda a la ciudad y subí la cuesta helada camino de la Residencia Oficial.